Hasta después del almuerzo no conseguí recobrarme del todo. El incidente del perro me había impresionado sobremanera, aunque no así a los niños. Eustace, pese a haber estado presente durante el episodio, no parecía nada alterado.
—Sólo era un perro y no quería morderme a mí —me respondió cuando le pregunté al respecto.
A esas alturas, yo pensaba lo mismo. El perro no había pretendido atacarle a él, sino a mí.
En cualquier caso, los hermanos parecían estar disfrutando de la excursión. Isabella estaba muy relajada después del baño y más animada que nunca.
—Deberíamos volver otro día —dijo mientras daba brincos en torno a mí en plena calle, comportándose por una vez como una niña—. Es un sitio maravilloso.
—Tal vez. Aunque seguro que hay otros sitios estupendos en Norfolk. No hace falta que vengamos aquí siempre. Pero tienes razón, sienta bien salir un poco.
—Gracias por traernos —dijo, y me dedicó una sonrisa que me dejó perpleja; y dirigiéndose a su hermano, añadió—: Eustace, dile a Eliza Caine cuánto se lo agradeces.
—Mucho —contestó el niño, que se hallaba un poco absorto en sus pensamientos; quizá cansado por las emociones del día.
—¿Estás un poco adormilado, Eustace? —le pregunté, apartándole el cabello de los ojos—. Supongo que es el aire marino y el pescado que hemos comido. Me parece que esta noche dormiremos bien. —Consulté el reloj—. Deberíamos ir volviendo a la estación. Le dije a Heckling que estaríamos de vuelta en Thorpe a las cinco.
—Ay, ¿tan pronto? —se quejó Isabella—. ¿No podemos quedarnos un ratito más?
—Un poco más sí. Pero no mucho. ¿Qué hacemos? ¿Damos un paseo?
—Quiero ver la iglesia —declaró la niña señalando una pequeña aguja a lo lejos.
Arqueé una ceja, sorprendida.
—Creía que no te gustaban.
—No me gusta ir a misa, pero visitarlas sí. Si están vacías, claro. Si no hay servicio religioso. Y a usted también le gustan, ¿no, Eliza Caine? Después de todo, quería visitar la catedral de Norwich.
—Sí, me gustan —admití—. Bueno, pues vayamos a echarle un vistazo. Pero no nos quedaremos mucho. Si queremos coger el tren de las cuatro no podemos entretenernos demasiado.
Isabella asintió y emprendimos la marcha en silencio, los tres felices de poder sumirnos en nuestros pensamientos. Siempre me habían gustado las iglesias. Mi padre era en cierto modo un hombre religioso, y de niña me llevaba a la misa dominical. Pero de vez en cuando, en lugar de a nuestra parroquia, íbamos a alguna iglesia que, según había oído, tenía un estilo muy ornamentado, una acústica excelente para el coro, un detalle arquitectónico extraordinario o frisos en las paredes. De niña disfrutaba con aquellas expediciones; entre los muros de una iglesia reinaban una paz y un misterio que me encantaban. La de Great Yarmouth no era una excepción. Debía de tener un par de siglos pero se conservaba en buen estado y era una obra maestra de la mampostería, con techos muy altos y bancos de madera laboriosamente tallados. Alcé la mirada para admirar una bonita representación en el techo del Señor en los cielos, rodeado por ángeles que lo contemplaban sobrecogidos. Junto a Él, observando la escena con una curiosa expresión que sugería más dominio que amor, se hallaba su madre, María. La observé con interés, preguntándome en qué se habría inspirado el artista, pues no solían representarla así. No me gustó y bajé la vista.
No había rastro de los niños, pero me llegaron sus voces del exterior, muy audibles al principio y luego menos a medida que se alejaban de la puerta. Eché a andar pasillo abajo, imaginando por un instante que era una novia y salía del brazo de mi flamante y apuesto marido, sonriendo a amigos y familiares reunidos en aquel paso de una vida solitaria a una unión entre iguales. Qué avergonzada me sentí, pues el rostro que imaginé junto al mío no era otro que el de Alfred Raisin. ¡Y qué insensata! Sonreí ante mi propia ingenuidad, aunque sin dejar de preguntarme si una persona como yo llegaría algún día a conocer tamaña felicidad, cosa que me pareció poco probable.
Cuando salí a la soleada tarde, me protegí los ojos con la mano y miré alrededor. Las calles estaban casi desiertas, pero Isabella y Eustace no habían salido del recinto ni estaban en la avenida que conducía a la estación. Se encontraban a sólo diez o doce metros de mí, en el cementerio de la iglesia, examinando las lápidas. Sonreí, recordándome de niña, pues en aquellas expediciones con mi padre siempre me gustaba leer las inscripciones de las tumbas e inventarme historias sobre sus ocupantes y su tránsito al otro mundo. Me intrigaban de manera especial las tumbas de niños y bebés, supongo que porque yo misma era una cría entonces. Me asustaban y atraían a la vez. Me recordaban que era mortal.
—¿Preparados para irnos, niños? —pregunté acercándome, pero no se volvieron—. ¿Niños? —repetí más alto, mas parecían estatuas—. Venga, vámonos ya.
Esta vez sí se dieron la vuelta y se apartaron un poco para dejarme ver la tumba que tanto interés les despertaba. Leí el nombre y las fechas. Al principio no significaron nada para mí. Pero entonces me acordé.
La inscripción de la lápida rezaba: ANN WILLIAMS, QUERIDA HIJA Y HERMANA. NACIDA EL 15 DE JULIO DE 1846, FALLECIDA EL 7 DE ABRIL DE 1867. TE ECHAREMOS DE MENOS.
—Le encantaba Great Yarmouth —comentó Isabella en tono pensativo—. Seguro que se alegra de haber vuelto.
Aquella noche los hermanos tomaron una cena ligera y se acostaron. Eustace estaba agotado, pobrecito, pero esperé cinco minutos después de que se fuera a dormir para ir a su habitación.
Estaba en la cama, con el camisón puesto y los ojos casi cerrados.
—¿Ha venido a darme las buenas noches? —dijo, sonriendo.
Asentí con la cabeza, sonriéndole a mi vez.
—¿Lo has pasado bien hoy? —pregunté sentándome en el borde de la cama para acariciarle el cabello.
—Sí, gracias —respondió somnoliento.
—Qué historia tan interesante me has contado sobre ese hombre viejo —comenté, confiando en pillarlo desprevenido—. Pero se me ha olvidado preguntarte una cosa.
—¿Mmm…? —murmuró, ya medio dormido.
—Dijiste que lo habías visto antes. Que te había hablado antes del día que te caíste y te hiciste daño en la rodilla. ¿Qué te dijo, Eustace? ¿Te acuerdas?
—Me preguntó si me gustaba la nueva institutriz —respondió, y, bostezando, se puso de costado y me dio la espalda.
—¿Y qué contestaste?
—Que sí, que mucho. Y él me dijo que muy bien y que no debía preocuparme porque no dejaría que le pasara nada. Que había venido a protegerla.