16

Decidí que los niños y yo pasaríamos un día fuera de Gaudlin Hall. Me resultaba sofocante el peso de tantos secretos, secretos que sólo se me habían desvelado cuando se los había sonsacado a uno de los lugareños. Ahora entendía por qué la anterior institutriz, la señorita Bennet, había usado una táctica tan poco honesta para encontrar sustituta. Supuse que también ella habría averiguado el destino de sus cuatro infortunadas predecesoras y no pudo soportar quedarse. Lo que ignoraba era si habría sufrido tantos «accidentes» como yo. En mis momentos más bajos, estaba tentada a hacer exactamente lo mismo que ella: poner un anuncio en el periódico, utilizar mi inicial en lugar del nombre de pila para que me tomaran por el señor de la casa y dar con alguien que me liberase de esa carga. Seguro que habría numerosas jóvenes deseosas de cambiar sus circunstancias. Al igual que la señorita Bennet, podía hallarme lejos de Gaudlin en el término de una semana si la suerte estaba de mi parte.

Sólo una cosa me lo impedía: los niños. O para ser más exacta, Eustace. Desde el momento en que había descubierto que habían dejado que los pequeños Westerley se las apañaran solos, sentí la acuciante necesidad de cuidar de ellos. Necesidad que había crecido a medida que los conocía, y en el caso de Eustace empezaba a parecerse al amor, pues era un niño adorable, siempre con la sonrisa o el precoz comentario prestos; un niño claramente preocupado por lo que ocurría en torno a él y al que le costaba entender la situación tanto como a mí. Isabella era un caso más difícil. Se mostraba poco amistosa conmigo y desconfiada, aunque siempre educada. Nunca bajaba la guardia —quizá lo hubiera hecho en el pasado y había quedado decepcionada—, de manera que no me sentía tan cercana a ella como a su hermano, lo que provocaba a veces algunas tensiones.

En tales ocasiones, pensaba en cuán diferente habría sido mi vida de no haber muerto mi hermana Mary al poco de nacer. ¿Acaso mi actitud protectora hacia los niños, no sólo hacia los Westerley sino también hacia las niñitas a mi cargo en St. Elizabeth, era el resultado de haber perdido una hermana? No me gustaba darle vueltas, pero a veces ese pensamiento me asaltaba. La vocecita de una carencia que no podía acallar.

Mis manos empezaron a curarse y la señora Livermore —supongo que debería llamarla enfermera Livermore— me ayudó a quitarme los gruesos vendajes una semana después de que me los hubiera puesto el doctor Toxley. La observé proceder con el corazón en un puño, temiendo lo que hallaría debajo. Cuando hubo acabado la miré y, aunque trató de disimular, esbozó una mueca; su expresión dio a entender que había visto cosas desagradables antes y aquélla era de las peores.

—¿Qué aspecto tienen? —quise saber, temiendo bajar la vista.

Pero la delicadeza no era lo suyo.

—Tiene ojos en la cara, institutriz —refunfuñó—, véalo por sí misma.

Cerré los ojos un instante, respiré hondo y miré. La piel estaba en carne viva tras una semana cubierta por las prietas vendas y amarillenta por los restos del bálsamo que el médico había aplicado. Supe que con el tiempo mejoraría, pero que las cicatrices, las estrías profundas e inflamadas color escarlata, nunca desaparecerían. Eran quemaduras demasiado severas. Serían las cicatrices de mi estancia en Gaudlin. La presencia, pues así la definía para entonces, aquella extraña presencia que se oponía a que yo estuviera allí, me había escaldado hasta desfigurarme de por vida. Traté de flexionar los dedos y, para mi alivio, lo conseguí, pero con gran dolor. Al menos aún tenía sensibilidad, aunque doliera.

—Las dejaremos estar por ahora —declaró la señora Livermore, dirigiéndose al fregadero para lavar los vendajes—. Que se aireen un poco, no tardarán en atenuarse.

Como es natural, en aquellos momentos temía bastante a la presencia. Me había hecho caer a mi vuelta a la casa con el velocípedo, me había arrojado por la ventana de mi habitación, me había escaldado las manos con agua hirviendo. También la creía responsable de que casi me arrollara el tren el día de mi llegada a Norfolk. La presencia sabía quién era yo. Quizá había seguido a la señorita Bennet a la estación, me había reconocido como su sustituta y había decidido librarse de mí antes de que llegara a Gaudlin. Sí, admito que le tenía miedo, pero no podía dejarme arredrar.

Y nunca permitiría que hiciese daño a los niños, aunque ésa no parecía su intención.

El doctor Toxley había enviado un tarro con una espesa pomada blanca que debía aplicarme suavemente cada seis horas durante una semana. Me sentí agradecida por aquel detalle, pues aliviaba en algo los ardientes dolores que me asaltaban cada pocos minutos. Fue un par de días después cuando, encontrándome algo mejor, se me ocurrió salir de excursión.

—Se supone que no debemos salir de aquí —dijo Isabella.

Los niños estaban acabando de desayunar y les había contado mis planes. Isabella se había traído a la mesa un ejemplar de El progreso del peregrino de Bunyan, un libro extraordinario para alguien tan joven. El año anterior yo había tratado de leerlo, pero me había resultado terriblemente aburrido.

—Tenemos que quedarnos aquí, en la casa —insistió la niña.

—¡Nunca había oído nada tan tonto! —exclamé mientras me tomaba el té, sin volverme hacia ella—. ¿Quién ha dicho tal cosa?

Isabella se volvió otra vez y siguió masticando su tostada, sin contestar y meditabunda. Oí cómo Pepper arañaba la puerta; luego soltó unos gañidos y salió corriendo.

—Estar encerrado entre estas paredes todo el día no es saludable —añadí—. Un poco de aire fresco obra maravillas en el ánimo.

—Salimos fuera a jugar —protestó Eustace.

—Sí, claro, pero siempre aquí, en el jardín de la casa. ¿No os apetece un cambio de paisaje?

—No —contestó Isabella.

—Pues sí —repuso Eustace al mismo tiempo, ganándose una mirada furibunda de su hermana que lo hizo encogerse en el asiento. Y sin dirigirse a nadie en particular, insistió—: Bueno, pues a mí sí.

—Hoy no haremos clase —concluí con firmeza, decidida a resolver yo la cuestión—. Haremos una salida de estudio que puede resultar muy educativa. En Londres, a final de curso siempre llevaba a mis niñas a la Cámara de los Comunes, y en una ocasión hasta nos dejaron ver la galería abierta al público.

—¿Una salida de estudio adónde? —preguntó Isabella con suspicacia.

—Al pueblo, supongo —dijo Eustace con expresión aburrida.

—Dios mío, no —repuse—. Si no hacemos más que ver el pueblo. ¿Y si le pido al señor Heckling que nos lleve en carruaje hasta Norwich? Llegaríamos en menos de dos horas y podríamos pasar la tarde allí, disfrutando de la ciudad.

—¿Qué hay en Norwich? —quiso saber el niño.

—Seguro que muchas cosas. —Nunca había estado allí, excepto de paso, cuando había llegado a la estación—. Habrá tiendas y zonas de columpios. Y quizá un par de museos. La ciudad posee una magnífica catedral, según leí en un libro de la biblioteca de vuestro padre.

Isabella se volvió hacia mí y entornó los ojos. Me sentí algo cohibida. Quizá no quería que utilizara la biblioteca. O no le gustaba que hablara de su padre. Lo cierto es que él era precisamente otra de las razones por las que ansiaba salir por un día. Por mucha compasión que sintiera por el pobre hombre, quien sin duda merecía el alivio de una muerte en paz para poner fin a su espantoso confinamiento en lo alto de la casa, me causaba cierta repulsión saber que estaba allí, luchando por respirar y alimentarse, con todas sus necesidades atendidas por la señora Livermore. Era una crueldad por mi parte, pero yo era joven. Habría preferido que estuviera en el hospital y no en la misma casa que yo, aunque fuera la suya propia. Me parecía anómalo que allí viviéramos cuatro personas y sólo nos viéramos tres.

—También hay un castillo —proseguí—. Guillermo el Conquistador mandó construirlo en el siglo XI. Podríamos divertirnos un poco por allí y considerarlo una clase de historia. Eso te gustaría, ¿verdad, Eustace?

El niño reflexionó.

—Sí —contestó por fin, asintiendo—, mucho.

—Entonces, no se hable más.

—Se supone que debemos quedarnos aquí —repitió Isabella.

—Bueno, pues no vamos a quedarnos —insistí, poniéndome en pie para recoger la mesa del desayuno—. Así que preparaos mientras hablo con Heckling.

Sentí que la niña me fulminaba con la mirada, pero decidida a no volverme miré por la ventana hacia el jardín, donde apareció un zorro entre los árboles, miró en torno y se internó furtivamente en un matorral. Sentí de nuevo aquella presencia detrás de mí, un peso que me presionaba la espalda, muy suavemente al principio y luego con fuerza creciente, como unos nudillos que me masajearan los músculos. Al volverme en redondo, se esfumó al instante. Tragué saliva y observé a los niños tratando de sonreír, fingiendo normalidad.

—Bueno, pues pongámonos en marcha —dije.

—Si tenemos que ir a algún sitio —terció Isabella—, me gustaría conocer Great Yarmouth. Pero sólo si tuviéramos que ir.

—¿Great Yarmouth? —repliqué, sorprendida ante aquella muestra de interés—. ¿Por qué allí precisamente?

—Tiene playas —respondió, encogiéndose de hombros—. Podríamos hacer castillos de arena. Siempre he querido ir pero nunca he podido. La señorita Bennet dijo que nos llevaría y no lo hizo. Nos mintió.

Reflexioné. Great Yarmouth era uno de los sitios que había considerado para nuestra excursión, pero había elegido Norwich porque pensaba que a los niños les gustaría ver los escaparates de las tiendas. Pero ahora que Isabella mostraba interés, me pareció bien.

—Muy bien. Supongo que es un sitio tan bueno como cualquier otro.

—Pero ¿y el castillo? —protestó Eustace, decepcionado.

—Otro día, otro día. Tenemos muchísimo tiempo por delante. Podríamos ir a Norwich la semana que viene, por ejemplo. Por hoy sigamos la sugerencia de Isabella y visitemos Great Yarmouth.

Y eso hicimos. Heckling nos llevó a la estación de Thorpe, para hacer en tren el corto trayecto de menos de cuarenta minutos. Pasamos por Brundall y Lingwood, dejando atrás los campos verdes a toda velocidad, experiencia que me pareció muy relajante. Cuando una madre joven con dos niños pequeños subió a nuestro vagón en Acle, pensé que igual podría disfrutar de un poco de conversación adulta, para variar. Pero en cuanto se cerraron las puertas, los dos, niño y niña y creo que gemelos, empezaron a llorar sin motivo aparente. Isabella y Eustace los miraban fijamente mientras la madre trataba en vano de consolarlos; se callaron cuando la madre se levantó y salió con ambos del vagón. Agradecí verlos marchar y el silencio.

En realidad, resultaba agradable arrellanarse en el asiento y no tener que conversar con nadie. Disfrutábamos de un vagón para nosotros. Los niños se entretenían con un juego de mesa que habían traído, mientras yo miraba por la ventanilla o hacía incursiones ocasionales en Vida y extraordinarias aventuras de Robinson Crusoe, del señor Defoe, libro que, arriesgándome a la desaprobación de Isabella, había tomado prestado de la biblioteca de su padre.

Era un día radiante y soleado; de hecho, cuanto más nos alejábamos de Gaudlin, más templado se volvía el clima. Al bajar en el andén de Great Yarmouth, respiré hondo el aire fresco. No había advertido lo sofocante que resultaba Gaudlin hasta hallarme lejos. Resolví que, a nuestro regreso, pediría al cochero que a partir de ahora abriera unas cuantas ventanas durante el día. (Desde el incidente en mi dormitorio, me asustaba un poco abrirlas por mí misma y ni me acercaba a ellas.) Los niños también parecían contentos con la excursión; el humor de Isabella había mejorado visiblemente y charlaba sin tapujos, mientras que Eustace, con la mirada fija en la playa y el mar, no parecía desear más que correr y correr hasta agotarse, como un perro habituado a su casa y la correa al que sueltan de pronto en el monte y disfruta de la emoción de trepar por las rocas gozando de su libertad.

—Tenemos que agradecértelo a ti, Isabella —comenté cuando caminábamos hacia la playa y cruzamos una valla de madera para internarnos en las dunas—. ¿Quién querría estar en la sofocante y vieja Norwich pudiendo estar aquí?

—Ann Williams siempre hablaba de Great Yarmouth —contestó ella quitándose los zapatos y hundiendo los pies en la arena.

Eustace la imitó instantes después. Recogí sus zapatos y calcetines y los metí en mi bolsa de viaje.

—Tuvo una infancia muy feliz, Ann Williams, o eso nos contó. Las infancias felices parecen cosa de libros, ¿no cree? No pasan en la vida real.

—¿Ann Williams? —El nombre no me sonaba de nada—. ¿Quién es? ¿Una amiga tuya?

—No, yo no tengo amigas, se habrá dado cuenta ya, Eliza Caine.

Miré hacia otro lado, sin saber qué responder.

—Ann Williams fue la tercera institutriz, después de la señorita Golding, pero antes de la señorita Harkness.

—Ah, ya.

—Ann Williams me caía bien —comentó Isabella mirando hacia el mar y, con el rostro iluminado por una vez, añadió—: ¡Qué azul se ve! Y las olas parecen tan apetecibles, que creo que me bañaré.

—La señorita Williams siempre jugaba al escondite conmigo —susurró Eustace tironeándome de la manga—. Se tapaba los ojos, contaba hasta cincuenta y venía a buscarme. Pero nunca me encontraba, claro. Me escondo muy bien.

—No lo dudo —repuse, ansiosa por cambiar de tema.

Todavía tenía que llegar al fondo de la cuestión de las otras institutrices. Sabía que debía volver al despacho del señor Raisin, pero ya no sentía la urgencia de un par de semanas atrás y había ido postergándolo. No estaba segura de querer saberlo todo, aunque me diera la impresión de que era mi deber.

—Me he traído el bañador —dijo Isabella—. ¿Puedo bañarme?

—¿Por qué no? ¿Y tú, Eustace? ¿Te apetece darte un baño?

El crío negó con la cabeza y se acercó más a mí.

—A Eustace no le gusta el agua —explicó su hermana—. A mí sí, siempre me ha gustado. Mi madre solía decir que en otro tiempo fui una sirena.

La miré y advertí que palidecía un poco. Isabella jamás mencionaba a sus padres. Tragó saliva y desvío la vista, segura de que yo la escrutaba y sin querer mirarme a los ojos.

—Me cambiaré en las dunas —anunció, y salió a la carrera—. ¡Vuelvo enseguida!

Eustace y yo caminamos un poco para dejarle privacidad y nos sentamos en una bonita franja de arena blanca para verla nadar. Estar allí con el sol en la cara y respirando aire límpido era como estar en el paraíso. Podíamos ir a la playa todos los días, daba igual el tiempo que hiciera. Lavarnos la mancha de Gaudlin Hall.

Entonces Isabella pasó corriendo en traje de baño y tuve una visión de cómo sería una década después, con la edad que yo tenía entonces. Sería muy distinta a mí, por supuesto, pues ya estaba convirtiéndose en una belleza, lo que yo no era. Supuse que tendría muchos jóvenes pretendientes y rompería varios corazones antes de encontrar al que fuera de su agrado. Seguro que sería un joven muy especial quien supiera ganarse y conservar su afecto.

—Se está bien aquí, ¿verdad? —comenté, y Eustace asintió—. ¿Tú nunca te bañas?

—Lo intenté una vez, de pequeñito. Pero no pude. Me daba miedo no tener suelo bajo los pies.

—Nadar no es tan difícil, sólo hace falta confianza. Flotamos por naturaleza, ¿sabes? —Por su mirada, me di cuenta de que no me entendía, de modo que expliqué—: No nos hundimos por nosotros mismos. Ya sé que muchos adultos aseguran que no saben nadar, pero ¿sabes que si tirases un bebé al mar flotaría sin dificultades?

—¿Por qué iba a tirar alguien un bebé al mar? —quiso saber, horrorizado ante tal idea.

—Bueno, tampoco abogo por eso, sólo quiero decir que, antes de que aprendamos a tener miedo de las cosas, nuestros cuerpos saben hacerlas. Es uno de los aspectos más decepcionantes de hacerse mayor. Tenemos más miedo y podemos hacer menos cosas.

Reflexionó un instante, pero luego negó con la cabeza, como si fuera demasiado complicado. Cogió sendos puñados de arena y poco a poco la dejó caer sobre las piernas desnudas; siguió hasta cubrirlas por completo y después las levantó despacio, como monstruos que emergieran de una ciénaga. Lo repitió varias veces, disfrutando, porque sonreía sin parar.

—Me alegra que dispongamos de este ratito juntos, Eustace —dije al poco—. Quisiera comentarte algo.

Aunque no se volvió ni dejó de jugar, noté que me escuchaba. No sabía cómo expresar lo que llevaba varios días rondándome por la cabeza, a la espera de una oportunidad para abordarlo.

—¿Te acuerdas de cuando me quemé las manos? —pregunté. No dijo nada, pero tomé su silencio por una afirmación—. Hiciste entonces un comentario sobre un viejo.

—¿Sí? —repuso con inocencia.

—Sí, Eustace. Lo hiciste. Al volver a casa después de haberte lastimado la rodilla.

—Me caí —contestó, recordándolo, y levantó la pierna derecha para examinar el sitio de la herida ya curada.

—Eso es, te caíste. Porque viste a un hombre viejo.

Respiró tan fuerte por la nariz que me sobresaltó. Titubeé. Si no quería hablar, quizá no debía presionarlo. Sin embargo, decidí que estaba allí para cuidar de aquellos niños, para velar por su bienestar, y necesitaba saber si algo lo había alterado.

—Eustace, ¿me estás escuchando?

—Sí —repuso en voz baja.

—Háblame de ese hombre. ¿Dónde lo viste?

—Estaba de pie en la avenida. Donde empieza, entre los dos robles grandes.

—¿Había entrado en la finca desde el otro lado de los árboles?

—No, no creo. Me parece que estaba simplemente ahí, en la avenida.

—¿Y lo reconociste? —inquirí, extrañada.

—No. Bueno… sí, lo había visto antes, quiero decir, pero no sé quién es.

—O sea, ¿que no es del pueblo?

—Igual sí —repuso él encogiéndose de hombros—. No lo sé.

—A lo mejor es un amigo del señor Heckling, ¿no?

—A lo mejor.

—¿Y qué te dijo? Aquel viejo… ¿dijo algo que te inquietó?

Eustace negó con la cabeza.

—Nada. Sólo me miraba, nada más. O al menos creí que me miraba, pero cuando me fijé, advertí que… ¡Oh, mire! Isabella nos está saludando.

Miré hacia el mar y, en efecto, la niña agitaba la mano. Saludé a mi vez, pensando que debería vigilarla más de cerca. Pero cuando la vi bajar la mano e internarse más en las olas, dejando una estela perfectamente recta, comprendí que era buena nadadora —quizá su madre había estado en lo cierto— y que no tendría dificultades en el agua.

—¿Qué pasó cuando te fijaste en él, Eustace? —insistí volviéndome hacia el niño.

Se levantó, se sacudió la arena de las piernas y me miró alarmado.

—No quiero hablar de eso.

—¿Por qué no?

Volvió a soltar un bufido. Sin duda el asunto lo ponía nervioso, de modo que era necesario que insistiera.

—Si no te miraba a ti —continué—, ¿a quién miraba? ¿Observaba la casa? Quizá fuera un ladrón.

—No, no era eso. Ya le he dicho que era un viejo.

—Bueno, ¿y qué clase de viejo? ¿Qué aspecto tenía?

—Como cualquier viejo. No muy alto, un poco encorvado. Llevaba barba.

Suspiré. Aquella descripción encajaba con todos los viejos que había visto en mi vida.

—Eustace —dije, poniéndole las manos en los hombros. Al alzar la vista hacia mí, vi que le temblaba la barbilla y se le humedecían los ojos—. ¿A quién miraba ese hombre?

—No había nadie más —contestó por fin—. Sólo Isabella y yo. Pero el hombre miraba más allá de nosotros y dijo que ella debía marcharse.

—¿Quién?

—¡No lo sé! —exclamó el niño—. Sólo dijo que ella debía marcharse, que no hacía falta allí.

Fruncí el ceño. Montañas de explicaciones plausibles se agolparon en mi mente, pero la más curiosa fue la posibilidad de que aquel viejo, quienquiera que fuese, pudiera haber hablado a la presencia. Que viera al espíritu con su forma humana. Pero si él podía, ¿por qué yo no?

—Eustace. Si vuelves a ver a ese hombre, o si notas a tu alrededor… no sé cómo decirlo… a alguien o algo que no reconoces, entonces quiero que me lo…

—Mire —interrumpió él señalando a lo lejos, donde una forma oscura parecía acercarse.

Miré hacia la orilla y vi a Isabella nadando, ya más cerca de la playa. Luego centré la vista en aquello que se acercaba donde señalaba Eustace.

—Es un perro —dijo el niño en voz baja instantes después—. Quiere atacarnos.

Desconcertada, comprobé que en efecto el perro corría derecho hacia nosotros. Me volví, por si su dueño se hallaba en la playa detrás de nosotros, llamándolo; pero no, nos encontrábamos solos. Inquieta, sentí el impulso de dar la vuelta y volver al camino, pero sabía que huir corriendo de un perro que se dispone a atacar sólo sirve para azuzarlo. Era mejor tratar de congraciarnos con él, para que supiera que no pretendíamos hacerle ningún daño.

Cuando pude verle bien, parecía un animal de pesadilla. Negro como la noche, de su boca colgaba una lengua color rosa brillante. Empezó a ladrar con tal ferocidad que el corazón se me desbocó.

—No corras, Eustace —susurré, rodeándole los hombros en gesto protector—. Por lo que más quieras, no corras. No nos hará nada si te quedas muy quieto.

—No quiere morderme a mí —contestó con voz tranquila, y lo miré, pero el niño miraba al perro.

Entonces advertí que Isabella salía del agua alisándose el traje de baño y nos observaba.

El animal llegó donde estábamos. Se detuvo ante nosotros, profiriendo un amenazador gruñido sordo. Le caían estalactitas de baba.

—Buen chico —dije en tono tranquilizador—. Buen perro.

Tendí una mano para darle unas palmaditas, pero volvió a ladrar con tal furia que retiré mi pobre mano quemada y aferré a Eustace. Dicho gesto pareció enfurecerlo más, pues volvió a babear y soltar gañidos, y luego ladridos tan feroces que fui presa del pánico. Arremetió contra nosotros, aunque sin saltar todavía sobre mí. Eustace y yo nos separamos y él quedó entre los dos, haciendo caso omiso del niño y centrando su oscura rabia en mí.

—Por favor… —rogué, sintiéndome ridícula por tratar de razonar con un perro enfurecido, pero ¿qué otra cosa podía hacer que pedirle tranquilidad?—. Por favor…

Cuando lo vi rascar la arena con la pezuña izquierda y luego agazaparse y bajar la cabeza, sin quitarme la vista de encima, supe que había llegado el momento. Disponía de unos segundos antes de que se abalanzara sobre mí, pues entonces ya no tendría elección. Sería una lucha a vida o muerte. Musité una plegaria y planté bien los pies, lista para defenderme.

—¡Lárgate! —gritó una voz salida de la nada. Y de pronto, ante mi desconcierto, Isabella estaba entre el perro y yo—. Vete, ¿me oyes? ¡Fuera de aquí!

El animal retrocedió un poco, con un gañido de protesta, pero la niña no estaba dispuesta a que cuestionara sus órdenes.

—Vete de aquí. ¿No me has oído?

El perro se volvió en redondo y, vencido, se alejó trotando, ahora como la viva imagen de una mascota obediente. Atónita, me desplomé en la arena. Isabella, volviéndose hacia mí con expresión de desprecio, me dijo:

—No me diga que le asustan los perros… Sólo han de saber quién manda, nada más.