15

A la hora de almorzar me sentía bastante recuperada.

Los niños estuvieron encantados con no tener clase aquella mañana, pues no me quedó más remedio que cancelarla; tras haber vivido una experiencia tan traumática y angustiosa no habría podido concentrarme en los sonetos de Shakespeare o en la diferencia entre una península y una ensenada.

Cuando la señora Livermore se hubo marchado —se retiraba a su casita oculta entre los árboles al otro lado de los establos, de donde iba y venía, casi siempre sin que yo la viera—, deambulé por la casa, sintiéndome perdida y desconsolada. Isabella y Eustace estaban fuera, jugando, pero no era capaz de ponerme a leer o a coser o practicar en el pequeño piano que me había aficionado a tocar de un tiempo a esta parte. Rogué que llegara la noche y poder acostarme y dormir, lo que Coleridge había llamado «la gran bendición», y despertar al día siguiente recobrada y con ganas de empezar de nuevo. ¿Sentiría aquella presencia fantasmal que iba y venía a su antojo por la casa? Sin embargo, reinó la calma hasta que sonó el timbre, que me sobresaltó y casi me arrancó un grito.

Ya había caído la tarde. En esos días oscurecía temprano; la niebla había vuelto a cernirse. No oía a los niños, ni los veía por la ventana.

Recorrí el vestíbulo con nerviosismo, inquieta por quién sería. Abrí la puerta, sólo un resquicio, y entonces la vi.

—Señora Toxley —dije, abriendo del todo y relajándome.

Por un instante me extrañó aquella visita, pero entonces recordé que la había invitado yo misma a visitarme esa tarde, aunque lo había olvidado.

—Parece sorprendida de verme —dijo, echando una ojeada nerviosa al porche—. Habíamos quedado hoy, ¿verdad?

—Sí, sí, por supuesto. Cuánto lo siento. ¿Puedo serle franca y decirle que se me ha pasado? Han ocurrido una serie de incidentes perturbadores y me he olvidado.

—Pues volveré cualquier otro día, si es más conveniente —sugirió, dando un paso atrás con cierta expresión de alivio, pero negué con la cabeza y la hice pasar.

—Debe de tener muy mala opinión de mí. ¿Qué clase de persona invita a otra a tomar el té y luego se olvida? Sólo puedo disculparme. —Escudriñé la niebla. Una sombra pasó entre los árboles; parpadeé y desapareció—. No habrá visto a los niños en la avenida, ¿no?

—A Isabella. Caminaba muy decidida con una pelota en las manos, como enfadada. Y he oído a Eustace llamándola a gritos, pero no lo he visto. ¿Va todo bien?

Eché un vistazo al reloj del vestíbulo. Aún podían pasar fuera un rato más.

—Sí, sí.

—Se la ve cansada, señorita Caine —comentó preocupada—. ¿Duerme bien?

—Sí. Pero esta mañana me he levantado muy temprano, es posible que no tenga muy buen aspecto.

—Que alguien le diga a una que parece cansada es lo peor que hay, ¿verdad? —Esbozó una sonrisa tranquilizadora—. Siempre he pensado que es muy grosero, no debería haber dicho nada.

—Vayamos a la cocina. Pondré agua a hervir para el té.

Me siguió, y le cogí el sombrero, el abrigo y los guantes. Luego me tendió un paquetito con un envoltorio precioso.

—Un detallito —dijo.

Lo abrí, emocionada ante su gesto de amabilidad. Al instante me llegó una vaharada de aromas. La señora Toxley había traído pastelillos de pera con canela. Sentí que me fallaban las piernas.

—Los he comprado en el salón de té de la señora Sutcliffe, en el pueblo —explicó—. Los habría hecho yo misma, pero Alex me pidió que ni me acercara al horno, no fuera a envenenar a alguien. Se me da fatal la cocina. Señorita Caine, ¿se encuentra bien?

Asintiendo, me dejé caer en una silla y me llevé las manos a la cara. Casi sin darme cuenta, las lágrimas afloraron y empezaron a deslizarse por mis mejillas.

—Querida —dijo, sentándose a mi lado y rodeándome con un brazo—. ¿Qué le ocurre?

—Lo siento mucho —repuse; traté de sonreír y enjugarme el llanto al mismo tiempo—. No era mi intención incomodarla. Es que asocio el olor a canela con mi difunto padre. Murió hace sólo un mes y pienso mucho en él. Especialmente ahora que las cosas se han puesto tan difíciles aquí.

—Oh, cuánto lo lamento. Es culpa mía. No debería haber traído esos pastelillos.

—¿Cómo iba usted a saberlo? —Me enjugué las lágrimas y respiré hondo. Sonriendo, añadí—: Bueno, ya está bien de tonterías. Iba a prepararle un té, ¿no?

Me acerqué al fregadero, abrí el grifo y dejé correr el agua un minuto para que quedara libre de sedimentos de las tuberías. Al poner los dedos bajo el chorro, los aparté de inmediato: ¡estaba tan helada como por la mañana!

Una vez sentadas tomando el té, la señora Toxley me pidió que la llamara por su nombre de pila, Madge, y la tuteara. Me apresuré a comerme mi pastelillo de pera, para que el aroma a canela se disipara cuanto antes.

—¿Cómo te van las cosas aquí? —quiso saber.

—Bien, al menos al principio iban bien. Pero por lo visto cada día hay algo nuevo a lo que enfrentarse.

—Sabes ya lo del señor Westerley, ¿verdad? —preguntó al fijarse en mi expresión.

Asentí con la cabeza.

—Me enteré ayer. El señor Raisin me contó lo de la traumática relación con su esposa. Lo he visto antes.

—¿Al señor Raisin?

—No, al señor Westerley.

—¿Que lo has visto? —Abrió los ojos desmesuradamente—. Me dejas perpleja. Pensaba que no… Bueno, creía que no le estaba permitido a nadie.

—No estoy segura de que tuviese permiso para verlo —repuse, encogiéndome de hombros—, si he de serte franca. Digamos que he insistido.

—¿Y cómo estaba? —inquirió. Negué con la cabeza y ella suspiró—. Está ahí arriba, en algún sitio, ¿verdad? Sólo de pensarlo me pongo muy triste. Verás, Alex y yo éramos muy amigos de los Westerley. Comíamos juntos a menudo. Alex y James tiraban al blanco en pareja. Pasamos épocas muy felices.

—¿Conocías bien a su esposa?

—¿A Santina? Sí, claro. Desde hacía años. Nos hicimos amigas cuando James la trajo de España. El viejo Westerley puso el grito en el cielo al saber que una extranjera, y más siendo una don nadie, formaría parte de la familia. Sin embargo, a mí me pareció una chica dulce y muy guapa. Aunque hubo quien sospechó que andaba detrás del dinero.

—¿Y era así?

Madge se echó a reír y negó con la cabeza.

—No ha habido una mujer a quien le importara menos el dinero que a Santina Westerley. Aunque tampoco se oponía a tenerlo, claro. ¿Por qué iba a oponerse? Pero no, no se casó con James por su dinero.

—¿Por amor, entonces?

Madge consideró mis palabras.

—No estoy segura —respondió al cabo—. En aquellos primeros tiempos le tenía cariño, eso sin duda. No; creo que se casó porque le ofrecía una vía de escape. Aun así, el anciano señor Westerley se negó al principio a darle una asignación, estaba convencido de que era una cazafortunas. Pero Santina no tenía un interés particular en lo material. Por ejemplo, no solía comprarse vestidos nuevos; parecía contenta con los que tenía. Ni le gustaban las joyas. James le regaló algunas al principio, cómo no, pero el escote de Santina era de los que lucen más sin adorno alguno. Quizá llevara un colgante de vez en cuando, sólo eso. No, hasta el viejo señor Westerley tuvo que admitir al final que no se había casado con James por intereses económicos.

—¿Y él la quería?

—Ay, sí. Diría que sí. Claro que ambos eran muy jovencitos cuando James volvió de España con su nueva mujer. Pero en aquellos tiempos se los veía muy felices juntos. No fue hasta mucho después cuando ella empezó a parecer… atribulada.

—¿Atribulada? ¿En qué sentido?

Madge vaciló con expresión ceñuda, como buscando las palabras precisas.

—Le había ocurrido algo, estaba claro. Me refiero a cuando era niña.

—El señor Raisin me lo mencionó —repuse, inclinándome hacia ella. Me angustiaba que un adulto pudiera hacer daño a una cría como había dado a entender el abogado—. Es una abominación.

—Sí, pero creí que había dejado atrás esos tiempos, si tal cosa es posible. Estaba convencida de que James y ella encontrarían juntos la paz. Yo defendí su unión contra viento y marea. Y por un tiempo fueron felices. Nadie me convencerá nunca de lo contrario.

Entonces guardamos silencio, limitándonos a dar sorbitos al té, absortas en nuestros pensamientos. Yo pensaba en Santina de niña, en lo que le habría ocurrido para provocarle una psicosis tan perjudicial. Por su parte, Madge sin duda recordaba los tiempos felices en la relación de ambas parejas.

—¿Llevas casada mucho tiempo? —pregunté después.

—Nueve años —repuso sonriendo y asintiendo con la cabeza—. Alex y yo nos conocimos cuando mi hermano lo trajo a casa un fin de semana. Estudiaban juntos en la universidad y habían hecho buenas migas desde el principio. Yo tenía sólo dieciséis cuando lo vi por primera vez, y él tres años más, así que, como es natural…

—Te enamoraste de él —sonreí a mi vez.

—No, qué va, me pareció odioso —repuso ella, riendo—. Ay, no pongas esa cara, Eliza, no me duró mucho. Aquel primer fin de semana se burló terriblemente de mí, ¿sabes? Me dijo cosas muy desagradables y yo le pagué con la misma moneda. Una noche, mi madre me comentó que tendría que sentarnos separados en la cena para evitar que nos lanzáramos tantas ofensas. Todo era una farsa, por supuesto. Poco después me escribió para disculparse por haber sido tan desconsiderado.

—¿Y te explicó por qué?

—En su carta decía que, cuando me vio por primera vez, supo que sería incapaz de pasarse el fin de semana haciendo lo que de verdad deseaba: lograr que me volviera loca por él. Así que decidió empeñarse en que lo despreciara. Como es natural, le contesté que jamás en mi vida había conocido a nadie tan vulgar, fanfarrón, despreciable, desagradable, grosero y maleducado, y que si se le ocurría pasar con nosotros otros dos días, yo no querría tener ningún contacto con él. Cuando apareció el fin de semana con flores y un volumen de los poemas de Keats, le confesé que lo que decía en mi carta era mentira y que no paraba de pensar en él.

Me sorprendió que fuera tan abierta, que estuviera tan dispuesta a contarme su noviazgo, pero advertí que disfrutaba al evocarlo.

—Al cabo de menos de un año ya estábamos casados. Tuve mucha suerte. Es un hombre estupendo. Bueno, ¿qué me dices de ti, Eliza? ¿Tienes algún pretendiente esperándote en Londres?

Me ruboricé y negué con la cabeza.

—Creo que no soy exactamente lo que busca un joven.

Debo decir en favor de Madge Toxley que no me contradijo, pues tenía la prueba de mis palabras ante sus ojos. Madge era una belleza capaz de hacer que un hombre como Alex Toxley se enamorara locamente de ella de inmediato; yo no.

—Bueno —dijo, revolviéndose inquieta en la silla—, quién sabe qué puede depararte el futuro. —Y cambiando bruscamente de tema, añadió—: Dime, ¿qué tal está? Me refiero a James. ¿Está bien?

—No.

—Ya, claro que no —repuso, sonrojándose un poco—. Por supuesto que no lo está. Quería decir… ¿cómo se las apaña? ¿Sabes que se niega a vernos? El año pasado, Alex se llevó un disgusto tremendo. Cuando James volvió del hospital, trató de verlo una y otra vez, en vano. Le escribió cartas, habló con los médicos. Cuando la señora Livermore empezó a ocuparse de él, Alex vino a verla y ella le prometió que haría cuanto pudiera, pero por lo visto James se muestra categórico. No quiere visitas.

—Querida —dije, posando una mano en la suya—, la verdad es que no creo que se percatara siquiera de vuestra presencia.

—¿Qué quieres decir? —inquirió mirándome.

—El hombre al que he visto esta mañana (y uso la palabra «hombre» con mucha cautela, pues de tal le queda muy poco) está… bueno, no sé cómo sobrevivió al ataque. Tiene la cara destrozada… Perdona, Madge, no deseo angustiarte, pero cuesta reconocer en él a un ser humano.

Se llevó una mano a la boca, pero no lamenté haberlo descrito así. Yo me había ganado el derecho a conocer la verdad sobre el señor Westerley y era una completa extraña para él, mientras que Madge y su marido eran viejos amigos suyos. Si Madge creía que estaba sentado en la cama dando órdenes sobre quién lo visitaba o no, y se sentía dolida por la exclusión, merecía conocer la verdad.

—¿Sigo o prefieres que no? —quise saber—. ¿Es demasiado terrible?

—Lo es, pero quiero saber. Y diría que Alex también. Por favor, cuéntamelo todo.

—Lo que hay ahí tendido —expliqué, soltando un suspiro— es poco más que una masa humana informe. La piel de medio rostro ha desaparecido y asoman huesos y cartílagos. Según me cuenta la señora Livermore, le cambia los vendajes tres veces al día para evitar infecciones. No tiene dientes. La boca está siempre abierta y le falta el aliento. Hace un ruido espantoso al respirar, Madge, como un perro moribundo. Y el resto… bueno, no le he visto el cuerpo, por supuesto, pues está cubierto por las mantas, pero nunca volverá a caminar, no hay duda. Apenas puede mover los brazos. Para mí sería un hombre muerto si no fuera porque el corazón aún late. Es una blasfemia, lo sé, pero para ese pobre hombre habría sido mejor morir en el ataque que sobrevivir. —Y con una risa breve y amarga, repetí—: ¡Sobrevivir! Como si eso fuera supervivencia.

Madge Toxley palideció visiblemente. Advertí que estaba al borde de las lágrimas, pero era una mujer fuerte, como me pareció intuir el día que la había visto en el andén, de manera que se limitó a respirar hondo y asentir con la cabeza.

—No sé qué decir, Eliza. De verdad. Todavía me asombra que Santina pudiese hacer algo así.

—¿Estabas aquí la noche en que pasó?

—Un poco después, sí. No vi el cuerpo de la señorita Tomlin, tampoco a James. Alex estaba atendiéndolo. Pero sí vi a Santina cuando se la llevaba la policía. Había… tenía sangre en la cara. Y en la pechera del vestido. Fue espantoso.

—¿Hablaste con ella?

—Un poco. En aquel momento yo no sabía qué había pasado. Suponía que alguien había entrado por la fuerza en la casa, que quizá los Westerley habían sorprendido a un ladrón y la situación había acabado con gran violencia, de la que sólo Santina había salido ilesa. No se me ocurrió ni por un instante que ella fuese la agresora.

—¿Y cómo la viste?

Madge pareció concentrarse.

—Serena —contestó finalmente—. Relajada. Como alguien que por fin cumple con algo que lleva mucho tiempo planeando. Como salida de otro mundo, no sé si me explico. Más que una mujer, se me antojó un espíritu, alguien irreal.

—¿Y volviste a verla?

—Varias veces. En el juicio, por supuesto. Me llamaron como testigo, al igual que a Alex, para que opinara sobre su personalidad y las actividades algo insólitas que llevó a cabo en la época que precedió al crimen. Y luego otra vez cuando se dictó sentencia. Y en una ocasión más, la mañana en que la ahorcaron. No le conté a Alex que iba a verla. No lo habría entendido. Fueron días muy traumáticos para nosotros. Todavía no lo hemos superado del todo. Si te confío lo que pasó, ¿podré contar con tu absoluta discreción? No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

—Te lo prometo. Pero necesito saberlo. Porque lo cierto es que siento su presencia aquí, en esta casa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Madge mirándome con extrañeza y arrellanándose un poco en el asiento.

—¿Crees en el más allá?

—Creo en Dios, si te refieres a eso. Y en el Juicio Final.

—¿Y crees en el cielo y el infierno?

—Por supuesto.

—¿Y si un alma abandona esta vida pero no está ni en el cielo ni en el infierno? —pregunté, consciente de lo ridícula que sonaba, pero con la necesidad expresarme así—. ¿Y si se queda aquí? —Me miró y tragó saliva, sin saber qué responder. Añadí—: Has dicho que la viste una última vez. ¿Cuándo fue, en la prisión?

—Sí, la mañana en que iban a ahorcarla. Pese a todo lo ocurrido, pensé que Santina tenía que ver una cara amiga aquel día. De modo que fui a visitarla. No se lo dije a nadie. Le mentí a Alex, cosa que no había hecho ni he vuelto a hacer nunca.

—¿Y qué pasó? ¿Qué hizo ella? ¿Qué dijo?

—Nunca lo olvidaré —repuso desviando la mirada—. El recuerdo todavía me despierta algunas noches. Me condujeron a una habitación apartada, donde…

—Eliza Caine.

Di un respingo y Madge se llevó un buen susto. Ambas nos volvimos y descubrimos a Isabella y Eustace de pie en el umbral.

—¡Niños! —exclamé, furiosa al percatarme de que habían estado espiando. ¿Cuánto tiempo llevaban allí? ¿Cuánto habrían oído?—. ¿Qué hacéis aquí?

—Eustace se ha hecho daño —dijo Isabella.

El niño dio un paso adelante y le vi un corte en la rodilla; no parecía profundo, pero sangraba.

—Se ha caído en la gravilla —añadió la niña.

—No me he caído —repuso Eustace, con la mandíbula temblorosa por contener las lágrimas—. Me he llevado una sorpresa, nada más. El viejo me ha dado un susto; nunca lo había visto ahí fuera.

—Siéntate, Eustace —le pedí, y Madge se levantó y lo instaló en su silla—. Tengo que lavarte esa herida. Vas a ser un niño valiente, ¿verdad?

—Lo intentaré —contestó, sorbiendo por la nariz.

Madge se sentó a su lado y le rodeó los hombros con un brazo. Su presencia pareció consolarlo. Supuse que la conocía de toda la vida. Fui al fregadero, puse el tapón y abrí el grifo, para que fuera llenándose mientras iba a la antecocina por un trapo limpio. Enseguida volví y cerré el grifo para empapar el trapo en el fregadero a fin de lavar la herida con agua fría. Metí las manos hasta más arriba de las muñecas. Todavía recuerdo la extraña sensación que experimenté: por un instante, una fracción de segundo, sentí que pasaba algo raro, que el agua no estaba tan helada como había esperado. Pero apenas pude haberlo pensado una milésima de segundo, porque acto seguido empecé a chillar y dar alaridos. Saqué las manos y caí atrás, haciendo aspavientos en el aire con mis manos escaldadas, con la piel ya roja, a punto de cubrirse de ampollas y las uñas blancas contra la piel escarlata. El agua estaba hirviendo; el mismo grifo por el que sólo salía helada había llenado el fregadero de agua lo bastante caliente para casi arrancarme la piel antes de poder curar la herida del niño. Mis gritos sonaron terroríficos incluso a mis propios oídos. Vi a Isabella llevándose las manos a las orejas, a Eustace mirándome con ojos desorbitados y boquiabierto y a Madge levantarse de la silla y correr hacia mí.

Sin embargo, pese al tremendo dolor y a la certeza de que no haría sino empeorar en las horas y los días siguientes, una pequeña parte de mi cerebro se disoció de aquella terrible agonía y se centró en una simple frase de Eustace, frase que repetí mentalmente una y otra vez, preguntándome qué significaba.

«El viejo me ha dado un susto; nunca lo había visto ahí fuera».