Nunca he necesitado despertador, ni, de niña, que mi padre llamase a mi puerta para levantarme e ir al colegio. Cuando mi tía Hermione me llevó a Cornualles a pasar el verano, tras la muerte de mi madre, la asombraba muchísimo verme bajar la escalera para desayunar a la hora precisa convenida la noche anterior. Decía que no era una niña normal, pero parecía impresionada por mi puntualidad. Cuando sé que debo despertar a una hora determinada, me despierto; siempre me ha pasado.
De modo que el día después de mi cita con el señor Raisin, cuando decidí despertarme a las cuatro de la mañana, supe que no fallaría. En efecto, mis ojos se abrieron a esa hora; la habitación seguía a oscuras. Me levanté, descorrí las cortinas y miré el jardín de Gaudlin Hall sin acercarme mucho a la ventana, aunque no lo temía, porque el espíritu que embrujaba aquel lugar parecía poco interesado en repetir sus trucos. El miedo me lo provocaba no saber dónde golpearía a continuación. Ni cómo.
Los jardines estaban envueltos por la niebla, un manto tan denso que me recordaba mucho al de Londres. Fuera apenas se distinguía nada. Me vestí rápidamente y bajé a la cocina. Preparé té y, sentándome de tal forma que no perdiera de vista a alguien que entrara por ese lado de la casa, esperé. Pasaron las cuatro y media, dieron las cinco y apareció una finísima franja de luz en el horizonte. Se me cerraban los ojos y a punto estuve de dar una cabezada, así que fui a la biblioteca en busca de un libro con que mantenerme despierta. Mientras elegía uno, oí moverse a alguien en la habitación de al lado. Al asomarme a la cocina, comprobé satisfecha, aunque un poco asustada, que por fin había conseguido atrapar a mi presa.
—¿Señora Livermore?
Sobresaltada, la mujer dio un respingo. Soltó un juramento y se volvió en redondo, llevándose la mano al pecho de la sorpresa.
—¿Qué demonios hace? —Eran las primeras palabras que me dirigía, a pesar de que llevábamos las dos en aquella casa, o en torno a ella, varias semanas—. ¿Por qué me asusta de esa manera? Podría haber sufrido un ataque.
—¿Cómo iba a hablar con usted si no? —repuse, prescindiendo de formalidades—. No es fácil encontrarse con usted.
—Ya —respondió, asintiendo con la cabeza y mirándome desdeñosa. Después se volvió hacia los fogones, donde había puesto a hervir un recipiente con agua—. Quienes se pasan la mañana en la cama es muy probable que jamás me vean. Tiene que levantarse temprano, institutriz, si lo que quiere es conversación.
—¿Y me habría dirigido la palabra? Sospecho que se habría negado a cualquier diálogo.
Suspiró y me miró con cara de agotamiento. Era una mujer recia, quizá más cerca de los cincuenta años que de los cuarenta, y llevaba el pelo canoso recogido en un moño tirante. Sin embargo, tenía ojos vivaces. Me dio la sensación de que no estaba dispuesta a aguantar tonterías.
—Puede hablarme sin tanto miramiento —dijo sin levantar la voz—. No soy una mujer culta.
Asentí, un poco avergonzada. ¿Sería «diálogo» una palabra que sólo utilizaban las personas cultivadas?
Al cabo de un momento, pareció ceder un poco y se volvió de nuevo hacia la cocina.
—Estaba preparando té —dijo.
—¿Puedo acompañarla?
—Supongo que no va a dejarme tranquila por más que me niegue, ¿verdad? Siéntese ahí. Le llevaré el té, entonces me dirá lo que tenga que decirme y después seguiré con mi trabajo. ¿Le parece bien?
Asentí de nuevo y me di la vuelta en dirección al salón, una estancia que no había pisado mucho. Antes de salir de la cocina, al darme cuenta de que tenía una mancha gris en la mano —polvo de la barandilla, de cuando había bajado la escalera—, me acerqué al fregadero para limpiármela. Al notar el agua fría, solté un gritito.
—¿Y ahora qué le pasa, muchacha?
—Es el agua —respondí, ruborizándome un poco—, está muy fría.
—Vaya, pues claro. ¿Dónde cree que está, en el palacio de Buckingham?
Me aparté, frotándome las manos para calentarlas. Estaba helada, por supuesto; si uno quería agua caliente en Gaudlin Hall, tenía que ponerla a hervir.
—El té —anunció la señora Livermore minutos después, cuando entró en el salón con una bandeja con dos tazas, la tetera, una jarrita de leche y un cuenco con azúcar—. No tengo nada para acompañar, así que no me lo pida. Puede prepararse su propio desayuno más tarde.
—No se preocupe. Y siento haberla asustado antes. De verdad que no era mi intención.
—Ya —repuso ella mirando hacia otro lado—. Pues piénselo mejor la próxima vez, institutriz, porque puede pasar que alguien le lance un cucharón a la cabeza.
Sonreí y tendí una mano hacia la tetera, pero ella la apartó.
—Déjelo un poco más, que coja bien el sabor.
Hurgó en los bolsillos del delantal, sacó un cigarrillo corto y lo encendió. La miré perpleja. Nunca había visto fumar a una mujer, y mucho menos un pitillo liado a mano. Había oído decir que estaba de moda entre las damas de Londres, que estaban en su derecho, pero que una criada fumara en una casa señorial me resultó extraordinario.
—No tengo más —dijo al advertir mi interés—, así que no me pida.
—No tenía intención —declaré, pues esa cosa tan maloliente no me interesaba.
Miré la tetera, y ella asintió con la cabeza, dándome a entender que ya podía servir. El té estaba fuerte y humeante; añadí leche y azúcar y di un sorbo para calentarme un poco.
—Bueno, pues adelante —me dijo—, escúpalo de una vez.
La miré sin saber qué quería decir. ¿Le habría echado veneno al té?
—No sea zoqueta, institutriz, no me refiero al té. Suéltelo ya, no vaya a hacerla explotar.
—Ayer vi al señor Raisin —expliqué en tono serio; no estaba dispuesta a dejarme intimidar—. El abogado del pueblo.
—Ya sé quién es el señor Raisin —repuso ella con desdén—. Mi salario semanal no ha estado cayéndome del cielo.
—Ya, bueno. Pues concerté una cita con él y mantuvimos una charla. Tuvo la amabilidad de explicarme ciertas cosas.
—¿La amabilidad de explicarle qué exactamente? —quiso saber la señora Livermore entornando los ojos e inclinándose para coger su taza.
—Que el señor Westerley sigue aquí, en Gaudlin Hall. Que reside en esta casa.
Soltó una breve carcajada y negó con la cabeza. Luego dio una buena calada al pitillo y se quitó el mal sabor de boca con un largo trago de té.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, institutriz?
—Tres semanas.
—Pues la chica anterior a usted, la señorita Bennet, así se llamaba, lo sospechó en la mitad de tiempo. Y la pobre señorita Harkness, que vino antes, que Dios se apiade de su alma —se santiguó—, no tardó ni dos días en descubrirlo. Claro que era de las que andan metiendo las narices en todo, y un poco histérica también. Ya sé que no debería hablar mal de los muertos, pero yo digo lo que pienso, señorita… —Me miró sorprendida—. No sé cómo se llama usted.
—Eliza Caine.
Siguió fumando mientras se formaba una opinión de mí.
—Mi madre se llamaba Eliza —dijo por fin—. Siempre me ha gustado ese nombre. Le decía a mi Henry que, si teníamos una niña, deberíamos ponerle Eliza. Sólo que tuvimos un chico tras otro, ¿sabe? Unos zoquetes, todos ellos. Cada uno tan malo como el de después. ¿Es usted de Londres? —Asentí—. Estuve allí una vez, de jovencita, cuando tenía más o menos su edad. No pude soportarlo. ¡Menudo ruido! No sé cómo pueden aguantarlo. A mí me haría perder la razón. No entiendo cómo no están todos locos allí. ¿No le parece que la gente de Londres está un poquito chiflada, institutriz?
—No especialmente. Aunque sé que se suele generalizar en ese sentido. Pero es como decir que en el campo todos son unos ignorantes un poco estúpidos.
Exhaló un anillo de humo muy desagradable. Su expresión traslucía aprobación y cierta admiración hacia mi comentario.
—Lo que quiero decir… —repuso por fin, inclinándose para hablarme en un tono más refinado, como para persuadirme de la importancia de sus palabras—. Lo que quiero decir es que ya lleva aquí tres semanas y acaba de enterarse de las cosas. Es usted una lumbrera, ¿eh? ¿Está segura de que no lleva un poco de sangre de campo en las venas?
—Lo cierto es que no sabría nada de este asunto de no habérmelo contado el señor Raisin. Y creo que alguien podría habérmelo mencionado antes, la verdad. Mi propio patrón está aquí, en esta casa, y todavía tengo que hablar con él personalmente. No lo he visto con sus hijos. No nos acompaña en las comidas. ¿Cuándo va y viene? ¿Dónde come? ¿Es un fantasma, o tiene forma humana?
—Ah, pues le aseguro que existe. No es ningún fantasma. Ahora mismo está aquí, en la casa. Pero si el señor Raisin le contó todo eso, ¿por qué no le preguntó también estas cosas? No me corresponde a mí explicárselas.
—No disponíamos de más tiempo. Tenía otras citas. Y le afectó bastante hablarme del episodio ocurrido aquí, en Gaudlin Hall.
—¿El episodio? —repitió frunciendo el entrecejo.
—Cuando la señora Westerley… —Titubeé; era muy temprano para hablar de historias tan terribles—. Cuando agredió a su marido y a la primera institutriz, la señorita Tomlin.
—¡Qué cosas tiene! —exclamó la señora Livermore soltando una amarga carcajada—. Un lenguaje muy refinado para un acto muy feo. ¿Que les agredió, dice? Querrá decir que molió a golpes, a una hasta dejarla seca y al otro casi.
—Sí. A eso me refería exactamente.
—Episodio, menuda majadería.
—El señor Raisin me comentó que debería conocer al señor Westerley.
—Oh, vaya, conque eso dijo…
—Pues sí —repuse mirándola a los ojos—. Y que usted me lo presentaría.
—Pues a mí no me ha dicho nada —respondió apartando la vista con aire disgustado.
—Le aseguro que es verdad.
—El señor Westerley me ve sólo a mí, normalmente.
—Y a los niños, por supuesto —añadí.
—No les ha visto el pelo a sus hijos desde el episodio, como usted lo llama.
La miré de hito en hito.
—Pero no puede ser. ¿Por qué no?
—Si lo viera, lo entendería. Pero no creo que le convenga verlo.
—¡Pues me parece increíble! —exclamé descorazonada y haciendo aspavientos—. El señor de esta finca, el padre de esos niños, permanece oculto y sin otra compañía que… bueno, no se ofenda, que la suya, señora Livermore.
—Hay cosas peores.
—No sea sarcástica, por favor. Sólo pretendo entender la situación. Al fin y al cabo, ambas estamos empleadas aquí. ¿No podemos compartir confidencias? Yo en mi papel de institutriz y usted en el de cocinera o criada o lo que sea.
Dio una larga calada al cigarrillo, de un modo que me recordó al señor Raisin. Permaneció callada, como reflexionando.
—Cocinera, dice. O criada —dijo al fin, en voz más baja.
—Bueno, sí. Si eso es lo que hace, claro. No tenía intención de faltarle el respeto.
—Eso espero, institutriz —repuso, enfatizando mi título—. Muchas estarían encantadas con un empleo de cocinera o criada en Gaudlin Hall. Es un buen trabajo para la chica adecuada. O para una mujer viuda. Y en los viejos tiempos, cuando estaba la señora Westerley, había mucho personal de servicio. Ahora no. Este sitio decae poco a poco por falta de personal. Está muy abandonado, ¿no se ha dado cuenta? El techo se nos caerá encima el día menos pensado como a nadie se le ocurra apuntalarlo. Pero se equivoca si cree que soy cocinera o criada. Es verdad que le preparo la comida al señor Westerley. Pero usted también cocina, institutriz, ¿no es así? ¿Sabe hacer un estofado o un guiso de cordero?
—Sí, claro. Cuando vivía con mi padre en Londres cocinaba siempre yo.
—Y eso no la convierte en cocinera, ¿no?
—Bueno, no, claro que no. Lo siento, señora Livermore. No quería ofenderla. Aunque la verdad es que no consigo entender por qué se ha ofendido tanto.
Se echó a reír, negando con la cabeza.
—Va a tener que levantarse mucho más temprano para ofenderme. Tengo la piel muy dura. La vida me ha curtido. Pues no, no soy cocinera. No es ésa mi formación.
—Señora Livermore, ¿acaso está jugando a las adivinanzas? —repuse con cierto cansancio—. ¿No podemos hablar con claridad?
—Muy bien, como quiera —concluyó, apagando el cigarrillo. Al levantarse y alisarse el delantal, advertí que no parecía el de una cocinera—. Según usted, el señor Raisin afirma que debe conocer al señor; pues le tomo la palabra. —Fue hasta la puerta, se detuvo y se volvió—. ¿Y bien? ¿Viene o no?
—¿Ahora? ¿No es muy temprano? ¿No se enfadará si lo despertamos a estas horas?
—No se preocupe. Si piensa venir, sígame.
Y acto seguido cruzó la cocina tan deprisa que casi tuve que correr para seguirla. ¿Adónde me llevaba? Barajé mentalmente las posibilidades. En mis ratos de ocio había visitado muchas estancias de la casa, casi todas vacías. No había indicios de que allí viviese nadie. Sin duda el señor de Gaudlin dispondría de un ala entera, con dormitorio, biblioteca, estudio, baño privado…
Fuimos hasta la escalera principal y subimos hasta el rellano donde estaban los dormitorios de los niños.
—¿Aquí? —pregunté, pero ella negó con la cabeza.
—Todavía duermen. Venga, es más arriba.
Seguimos subiendo, hasta el piso donde se hallaba mi dormitorio y otras seis habitaciones vacías. Pero él no podía estar ahí, estaba segura de eso; había entrado en todas y estaban vacías. Para mi sorpresa, la señora Livermore se dirigió a la habitación del fondo del pasillo y abrió la puerta. Entré tras ella. No había nada que ver. La habitación estaba desierta, excepto por una cama con dosel en el centro, con el colchón a la vista. Nos miramos.
—No lo entiendo —dije.
—Por aquí —replicó.
Se volvió y presionó un panel de la pared; advertí que se trataba de una puerta, pintada del mismo color que la pared para camuflarla. Solté un gritito de sorpresa cuando se abrió y reveló un tramo ascendente de escalera de piedra, por la que la seguí, recogiéndome la falda para no arrastrarla por los polvorientos peldaños.
—¿Dónde estamos? —susurré.
—Todas las casas grandes tienen lugares secretos —me explicó mientras ascendíamos por la escarpada escalera—. Piense en cuando se construyeron. Los usaban para esconderse, como sitios defensivos. ¿Cree que es la única puerta de este tipo en la casa? Pues no. No suelo usarla, por supuesto. Entro siempre desde el exterior.
Recordé las dos ocasiones en que la había seguido y que al doblar la esquina de la casa se había evaporado. Como si me leyera el pensamiento, se volvió hacia mí y sonrió.
—Tendrá que echarle un buen vistazo a ese muro, institutriz. La puerta es perfectamente visible si uno se fija bien. Con una vez que la vea, ya nunca la pasará por alto. Sólo cuesta dar con ella la primera vez.
—¿Sabía que la seguía, entonces?
—Tengo orejas —gruñó, emprendiendo de nuevo el ascenso—. No estoy sorda.
Llegamos casi a lo más alto de Gaudlin Hall, a un punto desde donde descendía otra escalera por el lado opuesto de la casa.
—Por ahí se va al exterior —explicó la señora Livermore—. Es la que uso para entrar.
Ante nosotras se alzaba una puerta grande. Sentí un escalofrío. El señor no podía estar allí, ¿no? La señora Livermore hurgó en el bolsillo del delantal y sacó una llave grande y tosca. Titubeé; tuve la curiosa e inquietante sensación de que por allí se accedía a la azotea, desde donde aquella mujer me arrojaría por mi insolencia. Sin embargo, cuando entramos, vi dos escaleras que ascendían en distintas direcciones.
—Por ahí se va a la azotea —explicó indicando con la cabeza la de la izquierda—. El señor está por aquí.
Subimos de nuevo, un tramo corto, y al llegar arriba giramos y nos encontramos con otra puerta de roble. La mujer se detuvo y se volvió con una expresión ligeramente más amable.
—¿Cuántos años tiene, institutriz?
—Veintiuno —contesté, sorprendida por su pregunta.
—No me parece que haya visto muchas cosas desagradables en su vida, ¿me equivoco?
Consideré sus palabras un momento.
—No, no se equivoca —admití por fin.
—Si el señor Raisin dice que puede usted ver al señor —continuó, señalando la puerta—, no seré yo quien lo niegue. Pero sí le diré que no es necesario. Puede darse la vuelta ahora mismo y bajar por donde ha venido. Luego cerraremos la puerta y retomará el cuidado de los niños, y yo mi cometido, y es posible que duerma mejor esta noche. La decisión es suya. Pero decida ahora, porque no hay marcha atrás.
Tragué saliva. Ansiaba saber qué había al otro lado de aquella puerta, pero su advertencia era lo bastante seria como para pensármelo. Quería conocer al señor Westerley, cierto, y tenía todo el derecho a ello, pero ¿se habría convertido en alguna clase de monstruo tras el terrible ataque de su esposa? ¿Sería capaz de agredirme? Por no hablar de que era muy temprano. ¿No estaría durmiendo?
—Decídase ya, institutriz. No tengo todo el día.
Abrí la boca, casi dispuesta a decir que no, que había cambiado de opinión, pero de pronto recordé algo.
—Hace un momento me ha dicho que podrá volver a su cometido. Y abajo ha insistido en que no es cocinera ni criada.
—Ya —repuso frunciendo el ceño—. ¿Y?
—¿Qué cometido es ése, señora Livermore? ¿Qué cargo desempeña usted aquí?
Vaciló un instante, luego su rostro se relajó un poco, esbozó una leve sonrisa y me asió del brazo con gesto de ternura. Por un momento vi que, a pesar de las apariencias, era una buena mujer. Y que no trataba de impedirme saber, sino que simplemente no estaba segura de que fuera lo mejor para mí.
—¿No lo sabe, muchacha? ¿No se lo ha figurado todavía?
Negué con la cabeza.
—No, dígamelo, por favor.
Ella sonrió y apartó la mano.
—Soy enfermera. Soy la enfermera del señor Westerley.
Por un instante, percibí que había alguien detrás de mí, noté su aliento en la nuca: aquella presencia, espíritu o lo que fuera. Pero esta vez no era la presencia que me había hecho bajar del velocípedo o tratado de defenestrarme, sino una que me brindaba consuelo. Quizá fuera la misma que me salvó. O quizá no eran más que imaginaciones mías.
Asentí y miré la puerta, decidida.
—Por favor, ábrala, señora Livermore. Quiero conocer a mi patrón.