Si el señor Cratchett estaba desesperado por librarse de mí el domingo por la tarde, parecía resignado a mi presencia cuando aparecí en la oficina del señor Raisin el martes, poco antes de las once. Había ido andando al pueblo desde Gaudlin Hall, un trayecto de casi una hora, pero que se me antojó infinitamente preferible a montarme en el velocípedo. Las magulladuras en el pecho y la espalda se habían intensificado y vuelto multicolores, eran muy desagradables de aspecto y angustiosamente sensibles al tacto. De modo que pensé que caminar un poco quizá aliviase la carga de mis lesiones. Además, me apetecía pasear, porque tenía la moral muy baja y quizá el aire libre me resultaría estimulante.
Naturalmente, el domingo por la noche, después de aquel terrorífico incidente, había dormido muy mal. Al no querer contar a los niños lo ocurrido, me hallé en la deplorable situación de no tener a quién confiárselo. Ningún amigo, ni pariente, ni confidente de ningún tipo podía acudir en mi ayuda. Cuánto añoré entonces haber tenido un hermano mayor, alguien que hiciera suyas mis tribulaciones; o que mi hermanita pequeña, Mary, hubiese sobrevivido y fuera ahora mi compañera. Pero no tenía a nadie. Estaba sola.
Pensé en dejar esa habitación e instalarme en uno de los muchos dormitorios vacíos del segundo o el tercer piso de la mansión. Sin embargo, me dije que aquel espíritu que tanta animosidad sentía hacia mí no se arredraría ante un cambio tan sencillo. Después de todo, había intentado evitar que entrase en la casa, cuando me había obligado a bajarme del velocípedo, y ahora trataba de echarme usando medios más expeditivos. Pensé en escribir a mi anterior patrona, la señora Farnsworth, para pedirle consejo, pero no me decidí, pues sabía que confiar por escrito cosas semejantes me haría pasar por una chiflada. Me contestaría que estaba imaginando cosas, quizá hasta contase confidencialmente a las demás profesoras de St. Elizabeth que me había refugiado en la bebida para aliviar mi pena. Pero aunque otros pudieran dudar de mí, yo no podía hacerlo, pues los hematomas de mi cuerpo eran prueba suficiente de la agresión sufrida. Aquellas heridas no eran autoinfligidas, tampoco inventadas, meras fantasías de una mente perturbada.
Así que decidí quedarme en la habitación. Por supuesto, estaba muy asustada. Mi vida, como la de las anteriores institutrices, corría peligro, y al llegar la madrugada, cuando el temor y la ansiedad amenazaban con vencerme, estuve tentada de hacer la maleta, coger el carruaje de Heckling y volver a la estación de Thorpe, para subir al primer tren a Londres, Cardiff o Edimburgo, no importaba dónde. Pero una razón me impidió llevar a cabo aquel plan tan drástico; bueno, más bien dos razones: Isabella y Eustace. No podía dejarlos solos con aquella presencia en la casa. Si me había herido a mí, una mujer adulta, ¿qué no sería capaz de hacer a dos niños indefensos? No, no me sentía valiente, pero tenía el sentido común suficiente para saber que no podía abandonar Norfolk con el peso de su sufrimiento en la conciencia. Hasta la señorita Bennet había sentido esa responsabilidad. Esa mañana había tomado la decisión de superar aquella experiencia, entenderla y, si era necesario, vencerla.
—Señorita Caine —me saludó el señor Cratchett cuando entré, dirigiéndome una sonrisa obsequiosa—. Encantado de verla.
Debía de haberse afeitado precipitadamente aquella mañana, pues tenía dos costras de sangre seca en la cara, una sobre el labio superior, la otra bajo la barbilla. ¡Qué imagen tan poco edificante!
—Buenos días, señor Cratchett —contesté devolviéndole la sonrisa.
No sentía la misma férrea determinación que cuando lo había abordado al salir de la iglesia; una vez más, me abrumaba el hecho de que ellos fueran dos hombres de mundo, hombres de negocios y propiedades, y yo sólo una institutriz que dependía de su trabajo para mantenerse.
—Confío en no haberle parecido demasiado atrevida el domingo —añadí, deseosa de hacer las paces—. Pero concertar una cita con el señor Raisin estaba resultándome muy difícil.
—Ah, no se preocupe, estimada señorita —repuso él haciendo ridículos aspavientos—. No hace falta que se disculpe, se lo aseguro.
—Es usted muy amable —respondí, a punto de señalar que no le había pedido disculpas, que sólo le daba una explicación, pero me contuve.
—Señorita Caine, la señora Cratchett y yo llevamos casados unos tres años. Si existe una situación con que esté familiarizado ahora mismo, es la tendencia del bello sexo a padecer de los nervios. —Y me dedicó una educada reverencia.
Tuve ganas de coger el enorme pisapapeles que había sobre su escritorio, con la forma de Irlanda, no sé por qué, y aplastárselo en la cabeza. ¿Me condenaría algún jurado del país?
—Ya —dije, apartando la vista e intentando controlar mi irritación—. Pero confío en que el señor Raisin haya encontrado un hueco en su agenda para recibirme.
—No sin ciertas dificultades —respondió el escribiente, decidido a hacerme saber que seguía al mando—. Pero, por suerte, logré llevar a cabo algunos… ¿cómo definirlo?… ajustes en el tablero, eso es. Moví una cita de aquí para allá, una de esta tarde a otro día de la semana… —Agitaba las manos en el aire, como si de verdad estuviese moviendo algo—. En resumen, lo que había que hacer se ha hecho. Y me complace decirle que el señor Raisin ha conseguido un hueco para dedicárselo a usted.
—Gracias —respondí aliviada—. ¿Puedo…? —Señalé hacia el otro despacho, por si podía entrar sin más, pero él negó con la cabeza y me acompañó hasta una butaca que acababan de colocar allí.
—Saldrá enseguida —aseguró—. Por favor, tome asiento hasta que la reciba. Me temo que aquí no tengo lecturas aptas para señoras. El único periódico que nos llega a diario es el Times. Seguro que lo encuentra usted muy aburrido. Todo es política, delincuencia y cuestiones relacionadas con la economía.
—Bueno, le echaré un vistazo, a ver si encuentro alguna información sobre los sombreros de moda —ironicé sonriendo—. O alguna receta interesante o el patrón de una labor de punto.
Suspirando, el escribiente cogió el periódico, me lo tendió y se sentó otra vez a su escritorio, se encajó los quevedos y retomó sus transcripciones. Un momento después se abrió una puerta tras él y, sin que el ocupante saliera a la oficina exterior, una voz pronunció el nombre del señor Cratchett, el cual a su vez me dijo que podía pasar.
—Señorita Caine —me saludó el señor Raisin cuando entré.
Estaba sentado a su escritorio en mangas de camisa, con corbata y chaleco, encendiendo una pipa; parecía tener dificultades para prender la bola de tabaco en la cazoleta. Al poco, la cerilla se apagó; encendió otra y dio chupadas a la boquilla hasta que por fin lo consiguió.
—El tabaco se ha secado —explicó, señalando el sofá que había contra la pared, al que me dirigí para tomar asiento, mientras él se ponía la chaqueta que tenía colgada en un perchero y se sentaba en una butaca frente a mí.
Para mi sorpresa, volví a sentirme sumamente cómoda en su presencia.
—Es culpa mía, claro está —prosiguió—. Anoche me lo dejé en el salón y me olvidé de poner la tapa. Siempre que me pasa, tengo este problema.
—Mi padre era un gran fumador de pipa —le confié, aunque el aroma de la pipa del señor Raisin no se parecía al de mi padre, cosa que agradecí, pues los recuerdos que habría desencadenado aquel aroma sin duda me habrían abrumado.
—Es muy relajante —dijo sonriendo—. Sir Walter Raleigh era un hombre excepcional.
Lo miré fijamente, confusa, pero entonces recordé que se trataba del explorador que había traído la planta de tabaco del Nuevo Mundo.
—¿Sabía usted —continuó el abogado, quitándose la pipa de la boca y señalándome con la boquilla— que, tras su ejecución, la viuda de sir Walter llevaba consigo su cabeza a todas partes, metida en una bolsa de terciopelo?
—Pues no, no lo sabía —admití, sorprendida.
—¿No le parece algo extraordinario?
—Debía de quererlo mucho —comenté, encogiéndome de hombros.
Mi comentario le arrancó una carcajada.
—Yo quiero mucho a mi mujer, señorita Caine. Muchísimo. Pero le aseguro que si le cortaran la cabeza en Old Palace Yard por traidora, la enterraría con el resto de su cuerpo, no la llevaría conmigo por ahí. Es muy macabro, ¿no cree? Sería llevar el duelo a extremos grotescos.
—El duelo puede provocar extrañas reacciones en una persona —musité, y acaricié la suave madera de la mesa que nos separaba. No sé por qué, sus comentarios me habían revuelto ligeramente el estómago. Tuve ganas de salir huyendo de aquel despacho y poner la mayor distancia posible entre ambos, pese a las numerosas preguntas que quería formularle—. No se nos puede reprochar lo que hagamos en circunstancias semejantes.
—Mmm… —El abogado pareció pensativo, no del todo convencido—. ¿Qué tabaco fumaba su padre? ¿Era un hombre de Old Familiar, como yo?
—Johnson’s Original —repuse, consciente de que el tema estaba afectándome—. ¿Lo conoce?
—Sí. No es mi mezcla preferida. Me gusta el tabaco más dulce.
—La pipa de mi padre siempre me evocaba el olor de la canela y las castañas. Una combinación extraña, lo sé, pero todas las noches, cuando la encendía, leyendo junto al hogar, el aroma a canela y castañas impregnaba la habitación. Me reconfortaba mucho.
El señor Raisin asintió.
—¿Murió de forma inesperada?
—Fue una enfermedad bastante repentina —respondí, apartando la vista y mirando la alfombra—. Por exponerse al frío y la lluvia.
—¿Era un hombre muy anciano?
—No especialmente. Pero tenía problemas de salud. Me recrimino haberle permitido salir aquella noche, con el mal tiempo que hacía, pero él insistió. Íbamos a escuchar a Charles Dickens, ¿sabe? Leía algunas de sus historias de fantasmas en Londres, muy cerca de donde vivíamos.
—Ah, sí —repuso, esbozando una sonrisa que iluminó sus facciones, ya bellas de por sí—. ¿Quién no admira al señor Dickens? ¿Ha leído usted su última obra, Nuestro común amigo? En mi opinión, es un poco fantasiosa. Espero que la siguiente mejore.
—Pues no, señor, no la he leído. No recibimos periódicos en Gaudlin Hall.
El abogado suspiró.
—Entonces las cosas han cambiado mucho desde los tiempos gloriosos de esa casa. El señor Westerley recibía todos los periódicos populares. Y Household Words, por supuesto. El Illustrated Times, All the Year Round… Cuanto cabía esperar. Era un gran lector, ¿sabe? Y le gustaba mantenerse informado de los acontecimientos. Como su padre. Por supuesto, si algo tenía el anciano señor Westerley era que…
De repente pensé que el señor Raisin estaba lanzándose a una charla trivial para agotar la entrevista. Cuanto más hablase de mi difunto padre, de Charles Dickens o de los diversos periódicos disponibles para aquellos que podían permitírselos, menos preguntas debería responder. Los minutos, sencillamente, irían pasando. Las manecillas del reloj avanzarían hacia el mediodía, y antes de que me diera cuenta, su celoso ayudante entraría y me instaría a salir, insistiendo en que tenía más citas para aquel día y en que mi tiempo se había agotado.
—Señor Raisin —lo interrumpí.
Me miró fijamente, con los ojos muy abiertos y la expresión asombrada de quien que no está acostumbrado a que lo interrumpan, y menos una mujer. Por lo visto, no sabía cómo tomárselo.
—Discúlpeme —dije—, pero ¿no podríamos ir al grano? Hay una serie de asuntos que me gustaría discutir con usted.
—Por supuesto, señorita Caine, por supuesto —contestó, recobrando la compostura—. Va todo bien, ¿verdad? ¿Algún problema con sus emolumentos? No habrá tenido dificultades con Heckling, ¿verdad?
—Mi salario se me abona puntualmente. Y mi relación con el señor Heckling es tan buena como la de cualquiera. La verdad es que nuestra anterior entrevista, la única que hemos mantenido, por cierto, fue bastante insatisfactoria en sus conclusiones.
—Vaya —suspiró—. No me diga que…
—Señor Raisin, cuando llegué a Norfolk estaba encantada de tener un empleo y un hogar. Me sentía feliz porque empezaba una nueva vida tras haber perdido a mi padre. Ahora veo que acepté este puesto sin considerarlo debidamente, sin reflexionar. Tendría que haber preguntado más cosas, y deberían haberme hecho más preguntas a mí. Pero aquí estamos, lo hecho, hecho está. Y ahora que llevo aquí unas semanas, debo admitir que me siento más… —No daba con la palabra adecuada.
—¿Curiosa? —sugirió él—. ¿Inquisitiva?
—Preocupada. Han ocurrido una serie de incidentes poco habituales, y para serle sincera, no estoy segura de cómo hablar de ellos sin que dude usted de mi cordura. Pero, si es preciso, los dejaré de lado por el momento y me centraré en asuntos más concretos. Señor Raisin, me gustaría hacerle una pregunta directa, a la que agradecería que me respondiera sin rodeos.
El abogado asintió con la cabeza lentamente y la ansiedad se adueñó de su semblante. Quizá empezaba a comprender que no le serviría de nada seguir disimulando. Abrió un poco los brazos y con el pulgar y el índice derechos se quitó una hebra de tabaco de entre los dientes y luego se llevó la pipa de nuevo a la boca. Una nube de humo gris desdibujó sus rasgos un instante.
—Formule esa pregunta, señorita Caine —dijo en tono resignado—. No le garantizo que vaya a responderle. Debe comprender que estoy obligado a cierta confidencialidad cuando se trata de mis clientes. —Suspiró y pareció ceder un poco—. Pero por favor, pregunte. Si puedo contestar, le prometo que lo haré.
—El señor y la señora Westerley, los padres de los niños, ¿dónde están?
Él asintió y apartó la vista. Tuve la clara impresión de que la cuestión no lo pillaba por sorpresa; de hecho, la esperaba.
—Lleva usted en este pueblo varias semanas —comentó sin alterar el tono.
—Así es.
—Entonces me resulta curioso que necesite preguntármelo. Yo llevo toda la vida en Gaudlin, como sabe, y siempre me ha parecido que el flujo de habladurías es muy eficaz. Confiaría más en los rumores que en el servicio de correos para enviar una información cualquiera a un destinatario.
—De hecho, he sacado el tema de los padres de Isabella y Eustace con varias personas. Pero cada vez me encuentro con una hostilidad total y se niegan a responderme. En cuanto menciono a los Westerley, todo el mundo cambia de tema. De repente, nos ponemos a hablar del tiempo, o del precio del grano o de si el señor Disraeli tiene posibilidades de convertirse en primer ministro. Todos, desde la joven del salón de té hasta el párroco, me han dado siempre la misma respuesta.
—¿Que es…?
—«Pregúntele al señor Raisin».
Se echó a reír.
—Y por eso está usted aquí.
—Así es. Aquí estoy. Preguntándoselo al señor Raisin.
Inspiró hondo. Se puso en pie, fue hasta la ventana y se asomó al jardín trasero, donde alcancé a ver las hojas de un arce que se teñían de un amarillo intenso. A un lado había una hilera de rosales muy bonitos, tal vez los cuidara él, o el señor Cratchett. Sin embargo, decidí no interrumpir sus pensamientos. En aquel momento me pareció que estaba decidiendo si me contaba la verdad, y si lo apremiaba, quizá no descubriera nada. Por fin, tras una larga pausa, se volvió en redondo, tan serio que comprendí cómo se sentiría una persona acusada en aquel despacho cuando aquel rostro se volviera hacia ella.
—Lo que estoy a punto de contarle, señorita Caine —empezó—, es un asunto de dominio público, de modo que aquí no entra en juego la cuestión de la confidencialidad. Con toda sinceridad, me sorprende mucho que no lo sepa ya, porque fue motivo de cierto escándalo en los periódicos hace poco más de un año.
Fruncí el ceño. Lo cierto es que, aunque alardeara de ello, nunca leía los periódicos. Estaba al día de ciertas cuestiones políticas, por supuesto. Sabía quiénes eran el primer ministro y el ministro del Interior. Y algo sobre la guerra de Prusia y sobre el intento de asesinato en Kiev, porque eran temas que se habían discutido en la sala de profesores de St. Elizabeth. Pero aparte de esto, supongo que era bastante ignorante de la actualidad informativa.
—Los padres de los niños… —continuó—. Bien, supongo que debería empezar con el señor Westerley. Lo conozco desde niño, ¿sabe? Nos educaron juntos. Éramos como hermanos. Mi madre murió cuando yo era pequeño, de modo que mi padre me crio solo. Y como trabajaba exclusivamente para el padre del señor Westerley, James y yo pasamos mucho tiempo juntos desde edad muy temprana.
—Su historia es similar a la mía, pues —tercié—. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años.
Asintió con la cabeza y su expresión se suavizó un poco.
—Bueno, entonces sabrá usted lo que es criarse sólo con la compañía de un padre. El caso es que James era un niño muy travieso, pero, al crecer, se convirtió en un hombre excepcionalmente bondadoso y atento, muy leído y muy popular en el pueblo. Su padre, el anciano señor Westerley, tenía mal genio, pero es normal. Cuando uno tiene dinero y responsabilidades, no es fácil que se muestre amistoso con todo el mundo. Sus planes para casar a James con una chica de Ipswich, hija de un terrateniente de la zona, no llegaron a buen fin. En definitiva, ya no estábamos en tiempos feudales. James no estaba dispuesto a que le dijeran con quién debía contraer matrimonio. Al final ni siquiera se casó con una mujer inglesa.
—Isabella me lo contó. Dijo que su madre era española.
—Sí, es cierto. James fue a Madrid seis meses (calculo que hará unos catorce años) y allí conoció a una joven, de la que se enamoró. No era nadie, por supuesto. Su familia no tenía nada y se había visto envuelta en alguna clase de escándalo, del que resultaba poco delicado hablar. Pero a James no le importaba el pasado familiar de ella. Quería a Santina, pues así se llamaba aquella joven, y al parecer ella también a él. El caso es que volvió a Norfolk con aquella chica para que conociera a su padre. Ni que decir tiene que se armó un gran revuelo, y el padre se negó a que se casaran, pero era demasiado tarde. Ella ya lucía la alianza. Fue un gran disgusto para todos, desde luego, pero el señor Westerley, aunque era muy duro, decidió no pelearse con su hijo y a su debido tiempo llegó a perdonarlo y se avino a mostrar cierta cortesía hacia su nuera.
—Entonces, ¿no hubo distanciamiento?
—Sí lo hubo —admitió—. Pero por poco tiempo. Se reconciliaron en cuanto se calmaron los ánimos. Hay que reconocer que Santina hizo un gran esfuerzo. Trató al anciano señor Westerley con sumo respeto, se hizo amiga de los lugareños. Se adaptó y participó en la vida de aquí. Aquellos primeros años no hubo nada fuera de lo normal en su situación. A pesar de que fuera extranjera, la gente la aceptó y las cosas fueron bien.
Asentí con la cabeza, pensativa. Una extranjera, alguien ajeno, en un lugar como aquél. En aquella casa tan grande. Supuse que nada habría sido fácil para la nueva señora Westerley.
—Lo explica como si hubiera sido una época idílica. ¿Por qué tengo la sensación de que está a punto de echarlo todo por tierra?
—Es usted muy perspicaz, señorita Caine. Un año después, más o menos, el señor Westerley falleció y James heredó. Santina estaba embarazada, y cuando, meses después, dio a luz una niña, Isabella, las cosas cambiaron. Fue increíble. Recuerdo que la vi en Gaudlin pocos días antes de que naciera la niña y luego cuando Isabella tenía una semana de vida: le prometo que estaba ante una mujer distinta.
—¿En qué sentido? —quise saber inclinándome hacia delante.
Frunció el ceño y se quedó pensativo. Por lo visto, aquellos recuerdos lo afligían y le costaba expresarse.
—Mi mujer compró un regalo de bienvenida para la niña —prosiguió, sentándose de nuevo y mirándome con expresión de dolor—. Un juguete. Nada fuera de lo común. Fuimos a Gaudlin a ver a los Westerley, y cuando llegamos, Santina estaba en el dormitorio, algo indispuesta. James subió a buscarla, dejándonos a mi mujer y a mí solos con la niña. Charlotte se fue al tocador de señoras, que estaba justo al lado. Un instante después, Isabella despertó y, supongo que hambrienta, se echó a llorar. Debe comprender, señorita Caine, que yo también tengo hijos. Estoy acostumbrado a tratar con niños muy pequeños, y me enorgullece decir que, a diferencia de la mayoría de los de mi género, me hace muy feliz calmar a un bebé que llora. La niña estaba intranquila, así que, con la mayor naturalidad del mundo, me incliné para cogerla. En ese mismo momento, en el instante que la tomaba en brazos, apareció Santina en el umbral y soltó un alarido. ¡Fue terrorífico! Aquel grito no se parecía a nada que yo hubiese oído antes. No sabía qué pasaba, así que me quedé petrificado, inmóvil, conmocionado. Incluso Isabella dejó de llorar, tan intenso y espeluznante era el sonido que brotaba de los labios de su madre. Enseguida entró James, nos miró desconcertado a ambos, sin saber qué ocurría. Yo volví a dejar a Isabella en su cuna y me retiré. Fui a la parte delantera de la casa, donde Charlotte se reunió conmigo instantes después. Entonces llamamos a Heckling para que nos trajera el carruaje. Fue una escena terriblemente inquietante. Yo había hecho algo que había asustado a Santina… pero ¿qué? No lo entendía.
—¿Y lo único que hizo fue coger en brazos a la niña? —pregunté, mirándolo a los ojos.
—Le prometo que eso fue todo.
—¿Y por qué estaba ella tan preocupada?
—¿Preocupada? —repuso el abogado, riendo con amargura—. No estaba preocupada, señorita Caine. Había enloquecido. Había perdido el control de sí misma. Unos minutos después salió James, también muy nervioso. Se disculpó, yo me disculpé, y como éramos dos idiotas, ambos insistimos en que era culpa nuestra. Luego Charlotte y yo tuvimos que irnos, y él nos despidió. Mi mujer y yo nos dirigimos a nuestra casa muy inquietos, pero traté de no pensar en ello.
—La señora Westerley y usted —dije al cabo de un momento, tras haber meditado sus palabras—, ¿eran amigos antes? Ha dicho que el señor Westerley y usted se criaron juntos, casi como hermanos. ¿Estaba celosa ella de su relación, quizá?
—No lo creo —repuso el abogado—. Charlotte y yo acogimos con mucho cariño a Santina cuando llegó a Inglaterra. En más de una ocasión Santina me expresó su agradecimiento. Siempre pensé que nos caíamos bien, la verdad. Lo cierto es que nunca habíamos intercambiado una palabra acre, ni hubo situaciones incómodas entre nosotros, hasta entonces.
Se quitó la pipa de la boca y la dejó en la mesa. Advertí que las manos le temblaban un poco, que contar aquellos hechos le causaba cierto nerviosismo. Luego se dirigió hacia un lado del despacho, donde había un pequeño mueble con bebidas.
—Ya sé que es temprano —dijo mientras se servía un whisky—, pero creo que me hace falta. Hacía mucho que no hablaba de todo esto.
—No se preocupe.
—¿Quiere usted uno?
Decliné el ofrecimiento y él hizo un gesto afirmativo. Dejó la licorera y dio un sorbo.
—Después de aquel suceso —continuó—, todo cambió en Gaudlin Hall. Santina se convirtió en una mujer distinta. No podía soportar estar separada de su hija ni un minuto y no confiaba en nadie para que la cuidara. Naturalmente, James tenía intención de contratar una niñera, porque así se habían hecho siempre las cosas en la familia Westerley, pero ella no quiso ni oír hablar del asunto. Aseguró que ella misma se haría cargo de su hija.
—Pero eso es natural, sin duda —comenté en mi ignorancia, pues de aquellos asuntos nada sabía—. Se dedicaba por entero a su hija. Una actitud así es admirable.
—Pues no lo es, señorita Caine —me contradijo—. Yo sé qué es la devoción. Mi propia esposa se dedica por entero al cuidado de nuestros hijos. La mayoría de las mujeres que conozco hacen lo propio. Y también la mayoría de hombres, aunque intenten ocultarlo con bravatas y fanfarronería. Pero aquello no era devoción. Era algo obsesivo. Sencillamente, no permitía que nadie se acercara a Isabella, ni la tocara ni la cogiera en brazos. Ni la cuidara. Ni siquiera James. Una vez, una noche en que reconozco que quizá habíamos bebido demasiado whisky escocés, mi amigo me confió (perdóneme, señorita Caine, pero debo hablar con toda crudeza si he de contarle la verdad) que ya no compartían el lecho conyugal.
Yo aparté la vista, súbitamente angustiada por haber acudido a aquel despacho. ¿Qué me importaba a mí todo aquello? ¿Por qué me había creído con derecho a conocer los entresijos de un matrimonio al que ni siquiera había visto? Quise irme, salir corriendo. No deseaba saber nada más. Pero, como Pandora al abrir su caja y dejar escapar todos los males del mundo, le había preguntado al señor Raisin por los padres de los niños, y eso me estaba explicando ahora; la caja no podía cerrarse hasta que hubiese dado la respuesta.
—¿Desea que me interrumpa, señorita Caine? Parece un poco alterada.
—Por favor, continúe —pedí, tragando saliva—. Dígame cuanto sepa.
—Como es natural, la relación de pareja se volvió difícil. Así que imaginará usted mi sorpresa cuando, años más tarde, Santina volvió a quedarse embarazada. De Eustace. James me confió que hubo un breve acercamiento y él había hecho valer sus derechos maritales. El resultado fue aquel segundo hijo. Pero las cosas siguieron igual. Incluso peor. La obsesión de Santina por sus hijos se volvió casi patológica. Estaba con ellos las veinticuatro horas del día, y ay de aquel que intentara interponerse. Estaba enferma, desde luego. Su mente sufría alguna disfunción, me parece. Necesitaba cuidados médicos. Quizá algún suceso de su propia niñez la obsesionaba y dañaba, no lo sé. Ya he mencionado antes los rumores difamatorios que había oído, pero no hay forma de saber si eran ciertos o no.
—¿No ha dicho que hubo un escándalo? ¿Qué clase de escándalo?
—Señorita Caine… fue algo espantoso. Creo que no deberíamos comentarlo.
—Pues me gustaría saberlo.
Él me miró y, por un instante, me pareció que se le humedecían los ojos.
—James me habló del asunto una vez —dijo finalmente, en voz baja—. Me contó lo que le había dicho Santina. O más bien me lo insinuó. Creo que ni siquiera él podía encontrar las palabras para explicar una conducta tan cruel y depravada.
—Tendrá que hablar con mayor claridad, señor Raisin.
El abogado carraspeó y añadió:
—El padre y el tío de Santina eran hombres muy viles. Parece que se comportaron… ¿cómo expresarlo?… de una manera terriblemente inadecuada con ella de niña. Se tomaron las libertades más despreciables. No sólo delictivas, sino incluso algunas contrarias a las leyes de la naturaleza. ¿Debo expresarlo con mayor claridad, señorita Caine, o me comprende usted?
Asentí con la cabeza, sintiendo náuseas.
—Le comprendo perfectamente, señor —contesté, sorprendida ante la firmeza de mi voz—. La pobre niña debió de sufrir terriblemente.
—No creo que podamos ni imaginarlo. Pensar que un padre sea capaz de algo semejante… Y un tío. No lo comprendo, ésa es la verdad. ¿Somos acaso animales bajo nuestras apariencias, señorita Caine? ¿Enmascaramos nuestros instintos más bajos con palabras bonitas, ropa elegante y conducta decente? Dicen que si diéramos rienda suelta a nuestros verdaderos instintos, nos arrojaríamos los unos sobre los otros con una sed de sangre sin parangón.
Tal vez la mayoría de las jóvenes de mi edad no tuvieran experiencia en situaciones como la descrita por el señor Raisin, pero yo conocía algo, y de buena tinta, esa clase de conductas a raíz de los sucesos acaecidos en St. Elizabeth el año anterior. Las niñas medianas, que rondaban los diez años, se habían puesto bajo la tutela de mi joven amigo, el señor Covan. Una de esas niñas, una pequeña tranquila y guapa cuyo nombre no consignaré aquí, pasó de estudiante modélica a problemática en unos meses, ante la estupefacción general. Un día se puso tan violenta en clase que intentó atacar al señor Covan y tuvieron que sujetarla. Cuando estaban a punto de expulsarla, tras un exhaustivo interrogatorio, reveló a la señora Farnsworth una serie de circunstancias, a raíz de las cuales aquel mismo día se llamó a la policía, que se llevó al señor Covan. El juicio no llegó a celebrarse porque el joven se quitó la vida, pero fue un episodio terrible que consternó a todos los profesores y en particular a mí, que había llegado a sentir gran afecto por él y me sentí traicionada y horrorizada cuando salió a la luz su verdadera naturaleza. Pero, desde luego, no fue nada comparado con el daño infligido a la propia niña, quien, cuando yo abandoné la escuela, seguía sin ser la misma y parecía decidida a causar todo el caos posible a su alrededor.
—Me resulta muy perturbadora la naturaleza humana —le confesé al señor Raisin—. La gente es capaz de las peores crueldades. Si la señora Westerley sufrió a manos de su propia familia, quizá fue natural que deseara tener siempre cerca a sus hijos. Y que no quisiera que nadie les hiciera daño.
—Entiendo el deseo de Santina de protegerles, señorita Caine. Pero, por Dios, si apenas dejaba que su propio padre los cogiera en brazos o jugara con ellos, y mucho menos otras personas. Semejante situación era inadmisible. Sin embargo, las cosas no cambiaron. Siguieron igual varios años, y simplemente fuimos acostumbrándonos a que hubiera una loca en Gaudlin Hall. Supongo que nos confiamos y pensamos que no era asunto nuestro. La relación entre James y Santina se volvió muy problemática, él envejeció de repente. El pobre no sabía qué hacer. Las cosas podrían haber seguido así indefinidamente, pero todo se precipitó hace dieciocho meses, cuando tuvo lugar un incidente lamentable. Santina estaba en el parque con Isabella y Eustace y, al darles la espalda un momento, otra dama invitó a los niños a jugar con sus dos hijos al escondite. Santina, al perderlos de vista unos segundos, se puso… bueno, ya he usado la palabra «loca» antes, pero de verdad, señorita Caine, que es la única forma de definirlo. Perdió la razón por completo.
Me quedé inmóvil, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué hizo? —quise saber.
—Cogió una rama del suelo. Una bastante pesada y contundente. Y arremetió contra la mujer. La golpeó con saña a la pobre. Podría haberla matado de no haber intervenido otras personas. Fue terrible. De verdad. —El abogado palideció—. Llamaron a la policía, claro, pero, no sé cómo, James consiguió evitar que la acusaran. No ignorará usted, señorita Caine, que, en un lugar como éste, con dinero y posición social uno puede lograr muchos favores. Habría sido mejor para todos que la hubiesen arrestado y encarcelado aquel día. Así no habría pasado nada más. —Se llevó una mano a los ojos y suspiró; luego dio otro sorbo de whisky, más largo esta vez—. Me temo que mi historia se vuelve bastante perturbadora a partir de este punto, señorita Caine. Debo advertirle que se prepare.
—Ya es muy perturbadora. Me cuesta imaginar algo peor.
—Pues inténtelo —propuso, soltando otra risa amarga—. No sé a qué acuerdo llegó James con la policía, ni de qué habló con su mujer después de aquel ataque, pero el caso es que consiguió quitarse el velo que llevaba tantos años nublándole los ojos y fue capaz de comprender hasta qué punto había llegado a ser enfermizo el vínculo existente entre Santina y sus hijos. Comprendió que el amor había rebasado sus fronteras naturales para transformarse en obsesión y crueldad. Ya conoce usted la curiosa naturaleza de Isabella: madurez combinada con infantilismo. Tiene su raíz en la relación íntima con su madre. El caso es que James insistió en que debía establecerse una nueva relación. La madre no podía pasar todo el tiempo con los niños. Ellos necesitaban otras influencias. Y, haciendo caso omiso de las objeciones de su mujer, contrató a una institutriz. La primera. La señorita Tomlin, una joven encantadora. Un poco mayor que usted, bastante guapa, en su estilo. A todos nos resultaba simpática. Hablaba francés con fluidez, aunque eso no importaba a nadie. Cuando a veces la veía en el pueblo con los niños, me daba por jugar solo a un juego ridículo: ¿dónde estará Santina? Porque estaba seguro de que, si miraba alrededor, acabaría descubriéndola en algún sitio, escondida, vigilando, preocupada. Pero, aun así, eso me parecía más saludable que la situación anterior. Creía que la madre estaba aprendiendo a soltar el cordón que la unía a Isabella y Eustace. Y estaba persuadido, de verdad, señorita Caine, de que sería mejor para todos, a largo plazo. Los niños crecerían, se casarían y se irían de Gaudlin Hall, de manera que Santina debía prepararse para ese momento. Pero estaba equivocado, porque ella no podía vivir sabiendo que sus niños estaban a cargo de otra persona. Estaba convencida de que cada día corrían peligro.
»Una noche, hará algo más de un año, mientras los niños se encontraban en el piso de arriba, entró en el salón de Gaudlin Hall y vio a su marido y la institutriz charlando. Muy tranquila y serena, esperó a que ambos le dieran la espalda y entonces cogió el atizador de la chimenea, el pesado atizador de hierro que llevaba allí varias generaciones, y arremetió contra los dos, pillándolos desprevenidos y con la misma furia de la que había hecho gala al atacar a la desgraciada dama del parque. Pero en esta ocasión no había nadie cerca que intercediera, y un atizador, señorita Caine, es un arma más mortífera que una rama. —Bajó la cabeza y guardó silencio.
—¿Asesinato? —susurré. Ante aquella temible palabra, él asintió.
—Eso me temo, señorita Caine —contestó en voz baja—. Asesinato a sangre fría. Cuando pienso en la encantadora señorita Tomlin, en su juventud, su belleza, su vida, que le fue arrebatada… La escena en Gaudlin Hall aquella noche fue espeluznante. Como abogado de la familia, como amigo de toda la vida, los agentes que descubrieron aquella carnicería me mandaron llamar. Le prometo, señorita, que jamás olvidaré lo que vi. Nadie debería presenciar nunca un horror semejante, después del cual no se puede volver a dormir tranquilamente.
Aparté la vista, sintiendo náuseas. Ojalá no hubiera oído aquella historia. ¿No era acaso una chismosa sin remedio, insistiendo en conocer aquellos secretos íntimos, cuando en realidad no me concernían? Pero, una vez llegados a este punto, más valía seguir hasta el final.
—Y la señora Westerley, Santina… Supongo que esta vez no la soltaron.
—La ahorcaron, señorita Caine. El juez no mostró misericordia; ¿por qué iba a mostrarla? La condenó a morir en la horca.
Asentí con la cabeza y me llevé una mano al dolorido y magullado regazo.
—¿Y las otras institutrices? —quise saber.
El señor Raisin negó con la cabeza.
—Hoy no, señorita Caine —dijo, echando un vistazo al reloj de pared—. Me temo que debemos dejarlo aquí. He de salir dentro de poco hacia Norwich y necesito algo de tiempo para tranquilizarme. ¿Podemos seguir hablando en otro momento?
—Por supuesto —respondí, poniéndome en pie y cogiendo mi abrigo—. Ha sido usted muy generoso. Creo que le debo una disculpa, señor Raisin. Ya veo lo afectado que está. Me parece que no he hecho más que contribuir a su dolor.
—Tenía usted derecho a saberlo —contestó él, encogiéndose de hombros—. Y tiene derecho a saber todo lo demás. Sólo que… por favor, hoy no.
Asentí y fui hasta la puerta, pero al asir el pomo vacilé y acabé por volverme.
—Pero es terrible, ¿no? —comenté, al imaginar que el amor pudiera llegar a degenerar tanto como para convertir el vínculo natural entre madre e hijo en pura obsesión—. Asesinar a dos personas sólo para evitar que alguien se acerque a tus hijos. Resulta inconcebible.
—¿A dos personas, señorita Caine? —inquirió el abogado, con el ceño fruncido.
—Sí. Al señor Westerley y la señorita Tomlin. Es espantoso.
—Lo siento —repuso, negando con la cabeza—. Me temo que no me he explicado bien. La señora Westerley no cometió un doble crimen. La señorita Tomlin fue la única víctima aquella noche terrible. Ah, sí, quería matarlos a ambos, por supuesto. Y casi lo consigue la muy condenada, si me disculpa la expresión. Pero no, el señor Westerley, James, no murió. Aunque considerando la vida que lleva ahora y el estado en que lo dejó esa mujer, habría sido mejor para él.
—¿El señor Westerley está vivo? —pregunté asombrada.
—Sí.
—Entonces vuelvo a mi pregunta de hace una hora. Quería saber dónde estaban los padres de los niños. Ahora sé dónde se halla la señora Westerley. Pero ¿y el señor Westerley?
Él me miró de hito en hito, como si estuviera un poco chiflada.
—¿No lo sabe?
—¡Por supuesto que no! —exclamé, cada vez más frustrada—. Si lo supiera, ¿por qué iba a preguntárselo? ¿Se fue de Norfolk? ¿Abandonó a sus hijos?
—Señorita Caine, James Westerley no sería capaz de abandonar a sus hijos, como yo no abandonaría a los míos. Y no ha salido de Norfolk desde el día en que volvió de aquel fatídico viaje a Madrid. No, James sigue aquí, con nosotros. Jamás se fue. Está en Gaudlin Hall. Está en la casa, con usted. Siempre ha estado allí, desde que usted llegó.