Esa presencia de ánimo me duró todo el almuerzo y hasta bien entrada la tarde, momento en el cual la extraña mezcla de emociones que había experimentado aquella mañana (dolor, confusión, frustración y euforia) pareció trocarse en cierta melancolía. Salí a pasear por la campiña, algo turbada por todo aquello de lo que me había enterado —o, más bien, me había dejado de enterar— desde esa mañana. ¡La sexta institutriz en un año! No daba crédito. Las cuatro primeras muertas y la quinta que había atravesado presurosa la estación de Thorpe, con tal precipitación que casi me había derribado con las prisas por irse. ¿Qué les habría ocurrido? ¿Qué las habría llevado a un final tan terrible?
Al volver a la casa y alzar la vista hacia la ventana de mi habitación, en la tercera planta, experimenté una clara intranquilidad; me abracé y me froté los brazos para darme algo de calor. No sabía si las institutrices anteriores se habían alojado en esa misma habitación. Dado que había diez o doce en la casa, era muy posible que no… Pero sentí un escalofrío al suponer que a todas nos hubiera correspondido la misma. Ya había pensando antes que mi habitación contaba con demasiadas comodidades, que no era como las que solían ofrecer a una empleada, o eso suponía. Era muy amplia y con unas vistas maravillosas a los jardines. De no haber sido por las ventanas selladas, habría sido casi perfecta. Miré hacia la ventana y suspiré. Quizá los niños me habían reservado una habitación nueva, que no llevara asociados malos recuerdos.
Justo en ese momento me sobresalté al divisar tras las cortinas una figura que miraba hacia mí. No logré distinguir quién era, pues entre el cristal y la persona en cuestión se interponía el encaje blanco. Disgustada, deduje que se trataba de Isabella. (Eustace no me parecía un niño interesado en husmear entre las pertenencias de otra persona.) Precisamente por eso no quería dejar abierta mi habitación. Deseaba preservar intacta aquella pequeña parcela de intimidad. Advertí que la figura se movía y se apartaba de la ventana. Un instante después, entré por la puerta principal de la casa, dispuesta a mostrarme firme con la niña, y, para mi asombro, la vi en el salón que se hallaba a mi izquierda, sentada en el sofá con las piernas estiradas y absorta en la lectura de uno de sus libros de cuentos. Menuda sorpresa, como poco. Incluso me sentí algo decepcionada. ¡Así que era Eustace! Quizá había juzgado mal su carácter. No me gustaba la idea de reñirlo, porque lo consideraba un niño bueno, pero no podía pasarlo por alto; tendría que reprenderlo. Cuando me dirigía hacia la escalera directa a mi habitación, Eustace apareció a la izquierda de su hermana, donde antes me había quedado oculto, seguido de Pepper, que mirando al techo gruñía sordamente, con una pata trasera rascando el suelo, como a punto de atacar.
Sin miedo alguno, subí la escalera hasta el rellano, giré a la izquierda, acometí el largo tramo hasta el segundo piso y recorrí el pasillo hasta mi habitación. Entonces abrí de par en par y miré alrededor, dispuesta a enfrentarme al intruso.
Atónita, constaté que allí no había nadie. Confundida, eché un segundo vistazo. Había transcurrido menos de un minuto desde que había divisado la figura tras las cortinas; nadie podía haber salido de la habitación y bajado la escalera sin cruzarse conmigo. Abrí el armario, miré bajo la cama, pero la habitación estaba vacía. Me entraron ganas de reír. ¿Acaso eran imaginaciones mías? ¿Habrían alterado mi mente y desatado mi imaginación los acontecimientos de la jornada? Suspiré. Era la única explicación posible. Sin embargo, ¡estaba tan segura de haberla visto!
Fui a la ventana, descorrí las cortinas y apoyé ambas manos contra el enorme cristal, adoptando la misma postura en que había imaginado a la figura. Exhausta, cerré los ojos y relajé el cuerpo contra el cristal. Lo que ocurrió a continuación no duró más de diez segundos, a lo sumo quince, pero aún lo recuerdo como si estuviera viviéndolo, y juro que me pareció una hora entera.
La ventana inutilizada, la que tenía la cerradura sellada con brea, se abrió de repente de par en par, ambas hojas se separaron y se desplazaron hacia fuera, y una bocanada de aire penetró en la habitación al tiempo que dos manos (¡las noté, noté las dos manos!) me empujaban con fuerza por la espalda, levantándome del suelo con la misma violencia que aquel terrible viento la tarde que volví a Gaudlin Hall. Me empujaron con tanta decisión como la fuerza invisible que había intentado arrojarme bajo las ruedas del tren a mi llegada a Thorpe. Mi cuerpo se precipitó por el hueco de la ventana. Pero en el preciso instante en que eso ocurría, mientras miraba con ojos desorbitados la caída de quince metros hasta el suelo que sin duda me mataría, otras dos manos, otro par invisible, más grandes y más fuertes, me empujaron a su vez por delante, arremetiendo contra mi estómago como si me propinaran un puñetazo que me dejó sin resuello, obligándome a retroceder de nuevo hacia el dormitorio. El viento rugía y yo jadeaba. Aquellos pocos segundos me conmocionaron tanto que no comprendía qué sucedía, ni siquiera era capaz de sentir miedo. Entonces, las manos que me habían empujado por atrás volvieron a hacerlo, y de nuevo salí por la ventana y el suelo desapareció bajo mis pies, vi la tierra allá abajo, el sitio donde iba a morir, donde mi cuerpo quedaría aplastado. Y una vez más, antes de caer, aquellas segundas manos volvieron a empujarme hacia atrás, esta vez más fuerte, con tanta fuerza que nunca había sentido un dolor semejante. Caí de espaldas sobre el suelo de la habitación. Retrocedí como pude hasta la pared, y me di un golpe en la espalda que me hizo chillar. En ese instante la ventana se cerró, el viento amainó y allí me quedé, aterrorizada y sollozando, con el cuerpo estremecido de dolor, sin saber muy bien qué había pasado.
Debí de permanecer allí al menos media hora, incapaz de moverme, temiendo incorporarme por lo que pudiera ocurrir. No obstante, por fin intuí que la calma había vuelto y poco a poco, con sumo cuidado, me puse en pie. Me desabroché el vestido y me miré el vientre. Tenía una magulladura tremenda, roja, grande y sensible al tacto, que seguramente cambiaría de color en los días siguientes. De haber podido verme la espalda, sin duda habría descubierto marcas similares. Decidida a combatir el miedo, me aproximé a la ventana y, muy despacio, alargué las manos hacia los tiradores, temiendo tocarlos, pero a la vez extrañamente segura de que mi suplicio había llegado a su fin. Intenté accionarlos, pero no cedían. Seguían tan sellados como antes, como si nunca se hubiesen abierto.
Me desplomé boca arriba en la cama y sentí que me subía a la garganta un espantoso alarido de terror, así que me tapé la boca para contenerlo. ¿Qué había pasado en aquellos quince segundos? ¿Cómo podía haber ocurrido nada semejante? No eran imaginaciones mías, pues las contusiones eran reales. En aquella casa había una presencia, una presencia maligna. Una posibilidad que antes había desechado como pura fantasía se volvía realidad de pronto, convenciéndome de su veracidad. Pero había algo más, algo que antes ni siquiera había sido capaz de imaginar.
No se trataba de una sola, sino de dos.