11

Los domingos, los niños y yo asistíamos al oficio religioso en la iglesia del pueblo. Durante aquellas primeras semanas, cada vez que avanzábamos por la nave central hacia el banco de la familia, en las primeras filas, tuve la sensación de ser un animal de zoológico. Todas las cabezas se volvían, con disimulo para que no fuera evidente que nos miraban, pero aun así sus ojos parecían clavarse en nosotros. Al principio pensé que los niños eran el blanco de las miradas, siempre tan elegantes, pero al poco empecé a sospechar que era a mí a quien escrutaban, lo que me producía una sensación extraña, pues no estaba acostumbrada a ser el centro de atención.

En paz entre los muros de piedra de la iglesia, con el ánimo algo repuesto debido al coro, casi invisible en la galería que teníamos detrás, me descubrí esperando con ilusión las mañanas dominicales y el solaz que me ofrecía el oficio. Los sermones del reverendo Deacons siempre eran muy interesantes y, a diferencia de algunos que había oído en Londres, no parecía repetir sus palabras mecánicamente una y otra vez delante de cada congregación; pero, claro, aquel sacerdote era todavía un hombre joven, entusiasmado con su vocación. Cuando hablaba de amor y generosidad hacia nuestros congéneres, mis pensamientos volvían a menudo a mi padre, y a veces tenía que esforzarme por contener mis sentimientos. Me había adaptado bien a Norfolk, o eso creía, pero mi brusca partida de Londres tras su repentina muerte me había dejado emocionalmente en carne viva, y ahora que la situación se había estabilizado un poco, pensaba en él con mayor frecuencia cuando estaba sola o en la iglesia. Lo echaba muchísimo de menos, la verdad. Añoraba nuestras conversaciones, incluso sus libros de insectos, y lamentaba no haberme quedado uno, en lugar de haberlos dejado todos bajo la custodia del señor Heston y el Museo Británico. «Siempre cuidaré de ti —me había dicho mi padre cuando regresé de Cornualles—. Y estarás a salvo». Ahora que él se había ido, ¿quién cuidaría de mí? ¿Quién me protegería? ¿Quién me mantendría a salvo si me topaba con problemas en el camino?

Después de una homilía especialmente conmovedora, sintiéndome al borde del llanto al recordar cuán felices habíamos sido juntos, les dije a los niños que deseaba quedarme unos minutos más y rezar a solas, en la intimidad, y que nos encontraríamos luego en la fuente del pueblo, de donde partía el camino a Gaudlin Hall. El resto de la congregación salió como de costumbre mientras yo me postraba, con la cabeza entre las manos, y rogaba a Dios por el reposo del alma de mi padre, a quien pedí que siguiera velando por mí y protegiéndome. Cuando alcé la cabeza me percaté de que había estado llorando y, para mi bochorno, el reverendo Deacons, que estaba recogiendo el altar, me miraba. Volví a sentarme en el banco e intenté sonreírle cuando se acercó.

—¿Se encuentra bien? —quiso saber.

—Sí, gracias —contesté, sonrojándome un poco—. Tendrá que disculparme, no pretendía llamar la atención.

Él negó con la cabeza, se aproximó más, tomó asiento en un banco de la fila de delante y se volvió hacia mí. Me agradó su amable rostro.

—No hay nada que perdonar —dijo, encogiéndose de hombros—. Es usted la señorita Caine, ¿verdad?

—Sí, así es.

—¿La nueva institutriz de Gaudlin Hall? —Cuando volví a asentir, movió un poco la cabeza con una leve expresión preocupada—. Creo que le debo una disculpa, señorita Caine.

Arqueé una ceja, desconcertada.

—¿Por qué motivo? —pregunté.

—Ya lleva por aquí un par de semanas como mínimo. La he visto en el pueblo, en la iglesia, pero no he sido capaz de acercarme a usted. De presentarme, por decirlo así. Espero que no me lo tenga en cuenta.

—En absoluto —repuse; la verdad era que ni se me había pasado por la cabeza que tuviera que acercarse a saludarme. ¿Quién era yo, mas que una empleada? Una institutriz. No era la señora de Gaudlin Hall, aunque fuese la única mujer adulta que residía allí—. Supongo que está usted muy ocupado.

—Sí, sí, lo estoy —se apresuró a contestar—. Pero eso no es excusa. Tendría que haber encontrado el tiempo para verla. Me decía que debía hablar con usted, pero… —Se estremeció ligeramente, como ante un mal presentimiento, como si algo de aquel lugar lo perturbara—. En fin, en cualquier caso, lo siento —concluyó, negando con la cabeza para sacudirse cualquier pensamiento que hubiese podido albergar—. ¿Qué tal le va?

—Bastante bien. Los niños son encantadores.

—Son niños muy especiales —replicó el reverendo, pensativo—. Tienen buen corazón, por supuesto, pero han sufrido mucho. Isabella es una niña extraordinariamente inteligente. Supongo que algún día se convertirá en la esposa de un hombre brillante. Eustace también promete.

Fruncí el entrecejo.

—¿Que han sufrido? —pregunté—. ¿Qué quiere decir?

—Todos sufrimos —respondió vacilante—, ¿no le parece, señorita Caine? La vida es puro sufrimiento. Hasta que llegue el Día del Juicio Final, cuando los puros de corazón y quienes hayan obrado bien recobrarán la paz y la calma.

Lo miré perpleja. No conocía bien al reverendo Deacons, desde luego, pero tuve la sensación de que aquella afirmación era un subterfugio poco digno de él.

—Pero ha dicho que habían sufrido —insistí—. Me ha parecido que se refería a que habían sufrido por algo concreto. ¿Puedo preguntarle qué ha querido decir?

—Han visto cosas muy turbadoras en su vida —repuso bajando la vista y fijándola en su libro de salmos, que, según advertí, llevaba grabadas las letras A. D.—. No sé si sabrá que en los últimos doce meses usted es… debe de ser… la sexta institutriz de Gaudlin Hall.

Lo miré muy sorprendida.

—¿La sexta? Debe de estar usted equivocado, sólo soy la segunda. La señorita Bennet fue la institutriz anterior. Y llevaría ya algún tiempo…

—Ah, no, de eso nada —repuso el reverendo—. No, la señorita Bennet sólo estuvo aquí un mes. O menos.

—¿Un mes? —repetí—. Pero no lo entiendo… ¿Por qué se fue tan pronto? Y si está usted en lo cierto, ¿qué fue de las otras cuatro? No pudieron pasar mucho tiempo aquí, si soy la sexta en doce meses.

El párroco parecía incómodo, como si lamentase haber iniciado la conversación. Daba la impresión de estar deseando volver a su vicaría, donde lo aguardaban los placeres de la comida dominical y un paseo vespertino con su cachorro.

—El señor Raisin —dijo de repente—. Él es quien debería comentar estos asuntos con usted. Al fin y al cabo, la finca está bajo su responsabilidad.

¡El señor Raisin! ¡Otra vez aquel hombre! Para mi asombro, me sonrojé al oír su nombre. Quizá en aquellos últimos días había pensado de vez en cuando en él.

—He intentado verlo —repuse, irritada ante mi propia estupidez, con tono de disgusto—. Varias veces, de hecho. Pero es muy difícil. Su escribiente, el señor Cratchett, lleva su agenda con mano de hierro. He llegado a pensar que sería más fácil conseguir acceso al Reino de los Cielos que al despacho privado del señor abogado.

El reverendo Deacons alzó una ceja. Yo aparté la vista, pensando que tal vez mi comentario fuese sacrílego.

—Lo siento —añadí—. Es que resulta descorazonador. No obtengo respuestas en ninguna parte. A veces me siento muy sola.

—Debería ser más insistente —aconsejó él con amabilidad—. No deje que Cratchett le diga lo que puede o no hacer, a quién puede o no ver. Tiene usted todo el derecho a saber —añadió con súbita vehemencia, lo que me produjo un escalofrío—. Una mujer en su situación, y que además es poco más que una niña… ¡Tiene usted todo el derecho a saber!

En mi mente se agolparon las preguntas, pero titubeé, intentando elegir la adecuada. Si presionaba demasiado al reverendo, éste se cerraría del todo y repetiría que debía hablar con el abogado. Sin embargo, intuía que podía contarme ciertas cosas si lograba planteárselas de la forma correcta.

—Dice usted que soy la sexta institutriz en un año —empecé en voz baja y tono normal—. Entonces, ¿los padres de los niños llevan ausentes todo este tiempo?

—Sí. Más de un año, en realidad.

Fruncí el ceño. ¿Qué clase de padres abandonan a sus hijos durante tanto tiempo? Sí, claro, eran gente adinerada y viajar resultaba más fácil últimamente. Uno podía embarcarse en Southampton rumbo a Francia y estar en Roma en cuestión de semanas, si no se entretenía por el camino. Y así vivían las clases pudientes, ¿no es así? O eso creía, por mis lecturas. Recorrían Europa. Alquilaban villas en Italia y casas en Mesopotamia. Hacían cruceros por el Nilo y pasaban las veladas bebiendo cócteles en el Bósforo. No eran como yo, condenada a pasarme la vida en un solo lugar, sin posibilidad de cambio. Pero ¿abandonar a sus hijos a tan tierna edad? Eustace habría cumplido los ocho y ellos estaban ausentes. Era vergonzoso. Que se considerasen una clase superior, preocupándose tan poco de sus niños, se me antojaba una farsa cruel. Las tarántulas se comen a sus propias crías.

—¿Y las otras cuatro institutrices? —continué—. ¿Hicieron lo mismo que la señorita Bennet? ¿Trabajaron por un breve período y luego pusieron un anuncio para que las sustituyeran? ¿Esperan acaso los caballeros del Morning Post que publique un anuncio a mi vez dentro de unos días?

El reverendo pareció turbado.

—Sólo la señorita Bennet puso un anuncio. El señor Raisin puso los demás.

—Bueno, algo es algo. Pero las otras cuatro… ¿qué motivos tuvieron para irse? ¿Acaso no les gustaba la casa? ¿Cómo es posible, si es tan bonita? ¿Es que no les gustaban los niños? No puedo creerlo, cuando son tan… —No se me ocurría el adjetivo adecuado; adorables era de todo punto erróneo; ¿cariñosos?, ciertamente no; ¿alegres?, tampoco; al final opté por el mismo que él había usado—. Inteligentes… E interesantes.

—No tuvo que ver con la casa ni con los niños —respondió tan deprisa que se trabó con las palabras.

Comprendí que se hallaba sometido a una tremenda presión, pero yo no tenía intención de cejar.

—Y dígame, ¿qué fue, entonces? ¿Por qué se marcharon?

—¡No se marcharon! —contestó casi con un grito que resonó en la nave, reverberando por doquier—. Murieron.

Lo miré. Me alegré de estar sentada, porque me había mareado.

—¿Que murieron? —repetí finalmente con un hilo de voz—. ¿Todas? ¿Cómo?

—No, todas no —especificó apartando la vista—. La primera, la señorita Tomlin, sí. Murió en terribles circunstancias. Y las otras tres, la señorita Golding, la señorita Williams y la señorita Harkness también fallecieron. Pero la señorita Bennet, su predecesora, sobrevivió. Hubo un incidente espantoso, desde luego, que precipitó su partida, pero sobrevivió.

—¿Qué incidente? —quise saber, inclinándome hacia el párroco—. Por favor, ignoraba todo esto. Le ruego que me lo cuente.

—Ya he hablado demasiado —repuso levantándose y negando con la cabeza—. Hay ciertas cosas que… son confidenciales, señorita Caine. ¿Lo entiende? Le he pedido que hable con el señor Raisin de estas cuestiones; le ruego que lo haga. Si tiene preguntas, hágaselas a él. Si tiene preocupaciones, pídale a él que las alivie. Si tiene tribulaciones espirituales, entonces sí, acuda a mí, pero no con nada relacionado con los últimos doce meses en Gaudlin Hall. He enterrado a demasiadas de sus predecesoras y no tengo ningún deseo de enterrar a otra. Y ahora, discúlpeme; me he comportado mal, me temo que la he dejado con más interrogantes que respuestas, pero debo irme.

Asentí. Estaba claro que no iba a contarme nada más, de modo que me levanté, le estreché la mano y recorrí el pasillo central hacia la entrada del templo. Era un día bonito y soleado. Miré atrás y vi que el reverendo cambiaba de banco y se sentaba pesadamente, con la cara entre las manos. Lo observé unos instantes y salí.

En la calle, busqué a los niños pero no los vi. Sin embargo, sí vi al doctor Toxley y su esposa, la pareja que me había rescatado mi primer día en Norfolk, cuando casi me había precipitado bajo un tren.

—¡Señorita Caine! —saludó animadamente ella en cuanto me vio—. ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias. Me alegro de verla. Estaba pensando en si le gustaría venir a tomar el té una tarde de esta semana. ¿El miércoles quizá?

No había pensado en nada semejante, desde luego. Se me acababa de ocurrir. Pero no tenía ninguna amiga en el mundo. Y la señora Toxley sólo era unos años mayor que yo. ¿Por qué no invitarla a un té? Sí, yo era una simple institutriz y ella la esposa de un médico, pero ¿qué importaba? Su sonrisa se desvaneció un poco, y noté que su marido parecía de pronto muy incómodo.

—Bueno, sí, claro —respondió ella con un ligero estremecimiento, quizá sorprendida por mi ridícula espontaneidad—. Pero ¿qué le parece si nos encontramos en el salón de té de la señora Sutcliffe, aquí en el pueblo? ¿No sería más conveniente para usted?

—Me encantaría que viniera a Gaudlin Hall.

—La señora Sutcliffe prepara unas tartas de crema excelentes. Creo que le gustaría…

—Por favor —insistí, tendiendo una mano y posándola en su brazo, un gesto impropio de mí, pues no soy una persona dada a tocar a nadie—. Por favor, venga a Gaudlin Hall. ¿Qué le parece el miércoles a las tres?

Ella miró a su marido, a quien se lo veía muy preocupado, pero luego pareció decidir por sí misma, pues asintió, aunque sin pronunciar palabra, y sonrió.

—Gracias —dije—. Nos veremos entonces. Por favor, no quiero que piense que soy una maleducada, pero acabo de ver al señor Cratchett saliendo de la taberna y necesito hablar un momento con él.

Los Toxley me observaron de hito en hito cuando me alejé de manera casi tan precipitada como los había abordado y me dirigí hacia el escribiente, quien al verme pareció sorprendido, se dio la vuelta y echó a andar en sentido contrario.

—¡Señor Cratchett! —llamé, pero no me hizo caso, de modo que insistí—: ¡Señor Cratchett, por favor!

No tuvo otro remedio que volverse, al igual que otros lugareños que pasaban y que me miraron como si fuera una indeseable.

—Ah, señorita Caine… —dijo—. Encantado de verla.

—No nos andemos con jueguecitos, señor Cratchett. Quería comunicarle que iré a ver al señor Raisin el martes por la mañana a las once. Necesitaré disponer de una hora entera con él, y preferiría que no nos molestaran en ese tiempo. Espero que esté libre a las once, pero han de saber los dos que, si no lo estuviera, estoy dispuesta a sentarme en su despacho hasta que se halle disponible. Me llevaré un libro para pasar el rato. O dos, si hiciera falta. Podría llevarme hasta las obras completas de Shakespeare, si insiste en hacerme aguardar interminablemente. Pero no me iré hasta que lo haya visto, ¿ha quedado claro? Pues bien, le deseo un feliz domingo, señor Cratchett. Disfrute del almuerzo. El aliento le huele a whisky.

Y acto seguido me volví en redondo y me alejé, dejándolo perplejo ante mi audacia, pero muy satisfecha por haber conseguido soltar aquel discurso improvisado sin trabarme ni una vez. El martes a las once. La cita ya estaba acordada y las respuestas las obtendría, costara lo que costase. Miré al frente, casi riéndome de mi aplomo, y me alegró ver a Isabella y a Eustace jugando con un palo y una pelota junto a la fuente, como les había indicado.

—Vamos, niños —dije cuando los alcancé. Me sentía como nueva—. No nos entretengamos. El almuerzo no se preparará solo, ¿sabéis?