Todos los días impartía clases a los niños en el aula de la casa, situada al fondo del pasillo del segundo piso, a la que se accedía por un pequeño tramo de escalera. Era muy luminosa y contaba con una vista magnífica de la finca, una pizarra en la pared, un escritorio enorme para mí con numerosos cajones y dos pupitres más pequeños para los niños, colocados uno junto al otro.
—¿A cuántas niñas enseñaba en su colegio de Londres? —me preguntó Isabella una mañana, sentada a su pupitre y vestida tan inmaculadamente como siempre, con los lápices colocados en una ordenada hilera ante sí.
—En mi clase había unas treinta.
—¿Y eran de mi edad, o de la de Eustace?
—Más bien de la de Eustace —observé, y eso hizo que el niño alzara la vista y sonriera. Tenía un rostro encantador; aunque normalmente su expresión era cauta y asustadiza, cuando sonreía su temor desaparecía y parecía distinto—. Un poco más pequeñas, en realidad. Las llamábamos las chiquitinas.
—¿Y le daban problemas? —quiso saber Isabella.
—¿Problemas?
—¿Tenía que castigarlas alguna vez?
—De vez en cuando. Pero muy poco. Debes entender, Isabella, que el colegio donde yo trabajaba no se asemejaba a los de las novelas. Las maestras no aprovechaban la menor oportunidad para azotar a las desafortunadas niñas a su cargo, o para obligarlas a deambular por el patio con una tablilla que rezara: «Cuidado, que muerde». Y tampoco había ningún señor Brocklehurst en nuestra escuela. No, tratábamos a nuestras pupilas con amabilidad, y a cambio ellas mostraban respeto e interés en sus tareas. Al menos la mayor parte de las veces.
—Me gustaría ir a un colegio con otras niñas —declaró Isabella, pensativa—. Pero mi padre decía que debíamos seguir nuestros estudios aquí.
—Las clases particulares son privilegio de las familias ricas —expliqué—. Sólo los niños más pobres han de educarse juntos. La verdad es que la mayoría de mis niñas tienen que dejar la escuela al cumplir los doce o trece años.
—¿Y qué les pasa entonces? —quiso saber Eustace—. ¿Se casan?
—¡Ay, no, madre mía! —exclamé, con una risita—. ¡Serían demasiado pequeñas! ¿Te imaginas a Isabella casada?
Eustace soltó un leve bufido y su hermana lo silenció con la mirada. La niña se volvió hacia mí con expresión hosca, y me percaté de que le había sentado muy mal mi comentario, hecho a la ligera.
—Eso ha sido muy grosero —murmuró—. ¿Acaso piensa que nadie me querría?
—¡Vamos, vamos, Isabella! —repuse para quitar hierro al asunto—, no pretendía sugerir eso, ni mucho menos. Sólo me refería a que sería insólito que una niña de tu edad tuviese un pretendiente, ¿no crees? A su debido tiempo, por supuesto, habrá muchísimos jóvenes que se disputarán tu mano.
—¿Y qué pasa con usted, Eliza Caine? —replicó la niña. Se inclinó y cogió uno de sus lápices; apoyó la punta, muy afilada, contra el dorso de su mano izquierda y fue ejerciendo presión lentamente—. Usted no está casada, ¿verdad?
Titubeé, inquieta ante la idea de que pudiera hacerse daño.
—No, no lo estoy.
—Pero es bastante vieja. ¿Cuántos años tiene?
—¿Cuántos os parece? —repuse, deseando cambiar de tema.
—Sesenta y siete —terció Eustace.
—Tengo veintiún años, niño descarado —repliqué sonriendo.
—Veintiuno y no está casada… —comentó Isabella—. ¿No le preocupa quedarse para vestir santos?
—No dedico mucho tiempo a pensar en eso —mentí.
—¿Nunca? ¿Jamás?
—No. Tengo un trabajo, aquí, en Gaudlin Hall. Y estoy muy contenta con él.
—Pero ¿nos prefiere a nosotros a un marido?
—Bueno, eso no lo sé, la verdad —contesté con un deje de incertidumbre.
—¿No le gustaría tener hijos propios? ¿No es muy pesado estar siempre al cargo de los hijos de los demás?
—Claro que me gustaría tener hijos. Confío en que algún día los tendré.
—Pero si se casara no podría trabajar, ¿verdad? —continuó Isabella. Su tono era más apasionado a medida que intentaba convencerme con sus argumentos, al tiempo que el lápiz presionaba su piel cada vez con mayor fuerza, hasta que empezó a preocuparme seriamente que pudiera lastimarse.
—¿Por qué no?
—Bueno, ¿quién cuidaría entonces de sus hijos? No dejaría que los criara otra mujer, ¿verdad?
—¡Isabella! —susurró Eustace, propinándole un codazo con una mezcla de aprensión y horror ante aquellos comentarios, que a mí me parecían inofensivos.
—Supongo que no —admití—. Supongo que mi marido trabajaría y yo dedicaría mi tiempo a cuidar de mis hijos. El mundo funciona así. Pero, la verdad, Isabella, esto no son más que hipótesis y…
—Los niños son responsabilidad de la madre, ¿no es cierto? —prosiguió la niña—. Y ninguna mujer que no sea ella debería intentar ocupar el lugar materno.
—Supongo que así es, en efecto —admití, sin saber adónde quería llegar.
—Usted no lo permitiría, ¿no? Me refiero a si alguien le pidiera que se casara con él. Y si usted aceptara. Y si tuviera hijos. No permitiría que los criara otra mujer.
—No. Sería asunto mío.
—Entonces lo comprende. —La niña se reclinó en el asiento. Volvió a colocar el lápiz en la ranura que había en la tapa de su pupitre, al parecer satisfecha.
—¿Qué comprendo? —quise saber, pues no tenía ni idea de qué intentaba demostrar Isabella.
—Todo —concluyó ella con un hondo suspiro, y apartando la mirada se volvió y la fijó en la ventana.
Estuve observándola lo que se me antojó un largo rato. Parecía estar en las nubes. Su aturdimiento se me contagió de algún modo, de tal forma que sólo al oír hablar a Eustace conseguimos salir las dos de nuestro ensimismamiento.
—Señorita Caine —musitó el niño casi en susurros, y me volví en redondo.
—¿Sí? A trabajar, niños. No podemos pasarnos el día charlando, ¿verdad? Hoy deberíamos dar un repaso a los reyes y reinas de Inglaterra. Con ellos se aprende mucha historia. Estoy segura de que lo encontraréis fascinante.
—Ya sabemos algunas cosas de la realeza —observó Eustace—. Un rey estuvo aquí una vez, en Gaudlin Hall.
—¿Lo dices en serio? —pregunté riendo, pensando que estaba inventándoselo.
—Lo que dice es verdad —afirmó Isabella, volviéndose para mirarme, clavando en los míos sus ojos de un azul penetrante—. Mi padre nos lo contó. Pasó hace mucho, eso sí. Hace más de cien años. En 1737, para ser exactos. Cuando mi bisabuelo era el señor de Gaudlin.
—En 1737 —murmuré, rebuscando en mi memoria—. De modo que el rey tuvo que ser…
—Jorge II. Ya le he dicho que no se lo inventa. No me habría salido tan rápido si fuera mentira, ¿verdad?
—No, claro que no. Bueno, Eustace, no es que dudara de ti —añadí mirando al niño, que me dedicó una sonrisa radiante—. Es que me ha sorprendido, nada más. ¡El soberano aquí, en Gaudlin Hall! Qué emocionante hubo de ser para todo el mundo…
—Yo diría que sí —repuso Isabella—. Pero la reina, Carolina de Ansbach, enfermó tras pasear por el jardín. La sangraron y purgaron en la habitación que está junto a la suya, Eliza Caine, aunque fue en vano. El médico era un idiota, ¿sabe? No tenía ni idea de cómo tratarla, ése fue el problema. Los doctores de provincias suelen ser unos ignorantes. Es preferible dejar que la naturaleza siga su curso que confiar en un médico de Norfolk. Harían mejor en prodigar sus cuidados a los caballos del establo o al perro de Heckling.
La miré entre divertida y perpleja; era evidente que había oído muchas veces aquel discurso. Quizá las palabras en sí fueran de su propio padre, quien habría contado aquella historia a sus amigos, de sobremesa. Oír hablar con una sintaxis tan propia de un adulto a una niña me desconcertó, incluso me inquietó.
—Al final se la llevaron a Londres —prosiguió—. Pero se le desgarró el intestino y murió. El rey quedó desolado. La quería mucho, ¿sabe? Aunque vivió casi un cuarto de siglo más, no tomó otra esposa. Lo cual le honra, ¿no le parece? Pero la emprendió con mi bisabuelo, por asociación. Nunca más lo invitó a la corte. Mi bisabuelo quedó tremendamente decepcionado, porque él prestaba todo su apoyo a la Corona. Nuestra familia lo ha hecho siempre desde la Restauración. Estuvimos en el bando equivocado durante la guerra de las Dos Rosas, pero de eso hace muchísimo. Y se nos perdonó, a su debido tiempo. De todas formas, una cosa así siempre deja huella ¿no cree? Una muerte en casa…
—Pero has dicho que la reina no murió aquí —puntualicé.
—No me refería a la reina —repuso con un ademán, desechando mi comentario, que al parecer encontraba sumamente estúpido—. Bueno, entonces, ¿estudiamos hoy a Jorge II, Eliza Caine, o tenía pensado retroceder más en el tiempo? ¿Hasta los Lancaster y los York, quizá, ya que he sacado el tema?
—Mucho más atrás —respondí mientras abría el libro por el capítulo que había señalado. Noté una leve corriente en el aula y deseé haber cogido el chal, pero no tenía ganas de recorrer la casa desierta para ir en su busca y pasar ante la habitación donde habían sangrado a Carolina de Ansbach, pobre mujer—. He pensado que podríamos empezar con la captura de Edmundo Tudor en los inicios de esa dinastía de reyes vencedores, aunque bastante sanguinarios.
Miré hacia la ventana y suspiré. Uno de los niños debía de haber escrito en el vaho mientras yo no miraba. Se trataba de algo tan vulgar que no quise prestarle la menor atención.