Salí al jardín delantero de la casa, donde, como había dicho Eustace, había un velocípedo apoyado contra una columna, con su pesado armazón de madera y el asiento sobre su eje entre dos fuertes ruedas. Lo cogí, monté a horcajadas en el sillín y me dirigí hacia la avenida, notando la grava crujir a mi paso. Para mi sorpresa, considerando que llevaba en Gaudlin Hall menos de doce horas, noté una curiosa sensación de alivio al alejarme de la casa.
Eustace no se había equivocado en sus indicaciones, ni en el tiempo requerido. El trayecto hasta el pueblo fue muy agradable, y mi humor mejoró considerablemente al recorrer los caminos serpenteantes, flanqueados de campos recién cosechados que verdeaban, sintiendo el aire fresco en el rostro y un bienestar general. ¿Por qué la gente vivía en Londres, la sucia, neblinosa y oscura Londres, donde asesinos, prostitutas y delincuentes acechaban en cada esquina? Con el apestoso y tortuoso río que contaminaba nuestros cuerpos, el palacio vacío que lloraba a su reina ausente, el tiempo calamitoso, los trabajadores en huelga, la suciedad de las calles… Parecía estar en un mundo totalmente distinto. Era idílico. Y en medio del campo no había rastro de experiencias desalentadoras como las de la noche anterior en la mansión. Allí, en aquellas tierras, podía descubrirse algo mucho más enriquecedor. Cuando tomé el giro final y el camino se abrió revelando un pintoresco pueblecito, por primera vez desde la muerte de mi padre sentí que el mundo era un lugar hermoso y que mi tarea en él tenía algún valor.
Al llegar al pueblo, dejé el velocípedo apoyado contra la verja de la iglesia y miré alrededor, deseosa de descubrir cómo era mi nuevo hogar. Estaba allí para encontrar la oficina del señor Raisin, desde luego, pero no iba justa de tiempo ni mucho menos, de modo que merodear un poco por la nueva localidad me pareció pertinente. La iglesia en sí era magnífica, no muy grande, pero su inteligente diseño sacaba el máximo partido de su planta. Aproveché para entrar un rato y examinar las tallas, la elaborada ornamentación de los techos y la enorme vidriera con la imagen de Moisés en el monte Sinaí, quitándose las sandalias y volviéndose, mientras el rostro de Dios aparecía en la zarza ardiente que tenía ante sí. Era muy hermosa. ¿El maestro vidriero sería de la localidad o habrían importado aquella maravilla? Recordé que mi padre me había llevado una vez, de niña, a Whitefriars para visitar la fábrica de Powell & Sons, cuyos diseños intrincados tanto me fascinaban, igual que su firma, la imagen de un monje, que colocaban en un ángulo. Ahora, al inclinarme un poco para ver si se había incluido un sello semejante allí, vi la imagen de una mariposa macaón, parecida a una que había visto en el pasillo de Gaudlin Hall. Tal vez se trataba de un insecto típico de la región. Sin duda mi padre lo habría sabido.
En la iglesia reinaba el silencio. Sólo había otra persona en el templo, una anciana sentada en el extremo de un banco a medio camino del pasillo central, que se volvió para mirarme, me saludó con una inclinación de cabeza y sonrió, aunque luego pareció cambiar de idea, pues su expresión se ensombreció antes de volverse otra vez. No me extrañé, pues debía de contar más de ochenta años y quizá estuviese un poco senil, de modo que continué paseando por la nave, hasta dar con una pequeña capilla con cabida para diez o doce fieles ante un altar sencillo, en la cual me senté. Al mirar en torno, me sorprendió la naturaleza truculenta de algunas tallas, violentas criaturas de ojos enloquecidos que me miraban, grifos y duendes, figuras que parecían más propias del folclore medieval que de un lugar de culto.
Oí unos pasos que se aproximaban, pero cuando me volví estremecida, fueron apagándose hasta desvanecerse. La anciana había desaparecido, aunque aquellas pisadas vigorosas y juveniles no podían haber sido suyas, ya que además ella tenía un par de bastones apoyados en el asiento.
Me levanté y me dirigí pasillo abajo hacia un atril donde había un libro abierto, una recopilación de versículos bíblicos, uno para cada día del año. Leí el correspondiente a aquel día: «Entonces oí decir al Señor a los otros hombres: “Seguidle por la ciudad y matad a todos aquellos cuya frente no esté marcada. ¡No mostréis misericordia! ¡No tengáis piedad! Matadlos a todos, viejos y jóvenes, niñas y mujeres, niños pequeños. Pero no toquéis a nadie que lleve la marca”».
Turbada, me volví, instante en que desde la galería superior me llegaron los acordes de un órgano, que enmudeció tan de repente como había empezado a sonar. Me pareció que ya había pasado allí tiempo suficiente y me apresuré a salir. Me dirigí entonces al camposanto, donde examiné las lápidas, la mayoría de personas ancianas, unos pocos niños desdichados y una más reciente de una joven llamada Harkness, fallecida unos meses atrás. Era sólo un par de años mayor que yo, pobrecilla. Ante aquel recordatorio de mi propia mortalidad, me invadió la inquietud. ¿De qué me sonaba aquel nombre? Sin conseguir hacer memoria, seguí adelante.
Cuando volví a la calle vi un pequeño salón de té en una esquina y, al darme cuenta de que tenía hambre, pues apenas había tocado el desayuno de Isabella, decidí entrar y pedir un té y un panecillo con mermelada de grosellas, típica de la zona.
—Es usted una recién llegada, ¿verdad, señorita? —me preguntó la joven que estaba detrás del mostrador mientras me servía.
Su aspecto era algo tosco, sin duda a causa de una niñez dedicada a trabajar con las manos, pero su expresión era cordial, como si se alegrara de tener compañía. Los hoyuelos de las mejillas le conferían cierto encanto, aunque era un poco bizca: el ojo izquierdo me miraba directamente y en cambio la pupila derecha estaba situada casi en la comisura, lo que la afeaba bastante. Era difícil no mirar aquel ojo.
—¿O sólo está de paso? —añadió.
—He venido para quedarme, supongo. Llegué anoche, así que me apetecía dar una vuelta por el pueblo esta mañana. Tiene un bonito salón de té. ¿Lo lleva usted sola?
—Es de mi madre. Pero está guardando cama por un dolor de cabeza, como le pasa a veces, de modo que como una tonta me he quedado aquí sola.
—Ah, pues debe de ser duro —repuse, confiando en hacer buenas migas con los comerciantes locales—. Supongo que habrá mucho trabajo a la hora de comer.
—Para serle sincera, todo resulta más fácil cuando ella no está —contestó la chica, rascándose la cabeza—. Siempre hace una montaña de un grano de arena. Qué va, cuando estoy sola lo hago todo mejor. ¿Sabe qué quiero decir, señorita? Yo lo hago todo a mi manera, y ella a la suya, y a veces no nos ponemos de acuerdo.
—Sí, claro, me hago cargo. —Le sonreí y le tendí la mano—. Me llamo Eliza Caine. Es un placer.
—Lo mismo digo, señorita. Yo soy Molly. Molly Sutcliffe.
Volvió detrás del mostrador y yo me senté junto a una ventana, a disfrutar del té y el bollito y ver pasar la vida al otro lado. Un ejemplar del Illustrated London News había ido a parar allí, a una mesa junto a la mía, de modo que lo cogí, aunque enseguida cambié de opinión: en aquel periódico se había anunciado la lectura del señor Dickens. Si mi padre no hubiera visto aquel anuncio, seguramente seguiría a mi lado, y por eso deseché el diario. Así que me limité a contemplar a los lugareños que pasaban por la calle. Vi a un párroco, un hombre bastante joven, alto y delgado, que se dirigía hacia la iglesia, con un cachorrito a la zaga. El perrito no debía de tener más de dos meses y estaba habituándose a la correa, porque se paraba de vez en cuando, retorcía la cabeza y mordía el cordón para soltarse. Pero el párroco era cuidadoso y no tiraba demasiado del animal, deteniéndose a darle unas palmaditas y susurrarle con afecto, y entonces el cachorro le prodigaba lametones, de tal modo que se restablecía la confianza. En una de esas ocasiones, cuando volvía a incorporarse, el párroco miró en mi dirección y nuestras miradas se encontraron. Él se encogió de hombros sonriendo, y yo sonreí y seguí contemplando a la dispar pareja hasta que cruzaron la cancela del cementerio.
Cuando hube apurado el té, pagué y le di las gracias a Molly. Ella recogió mi taza vacía y el platillo de la mesa. Me dijo que esperaba volver a verme pronto, pero que no me preocupara si su madre andaba por allí y gritaba un poco, porque en ocasiones podía ser algo bruta.
—Estoy segura de que vendré a menudo —repuse—. Soy la nueva institutriz de Gaudlin Hall, así que espero acudir al pueblo con frecuencia.
En ese instante, la taza de té se le escurrió de las manos y se hizo añicos contra el suelo.
—¡Oh! —exclamé mirando el desastre—. Espero que no fuese muy valiosa.
Pero la joven no miraba la taza rota, sino a mí, con expresión de pánico. Toda la simpatía y calidez de antes se había esfumado. Me observaba en silencio mientras yo seguía allí de pie, sin saber qué le pasaba, hasta que al fin recobró la compostura y se alejó con rapidez en busca de una escoba y una pala, con las cuales procedió a recoger los fragmentos. No se volvió para mirarme, y supuse que se sentía algo abochornada por su torpeza.
—Bueno, pues adiós —me despedí.
Me di la vuelta y me alejé, preguntándome a qué se debería aquel repentino cambio de humor. Sin embargo, dispuse de poco tiempo para considerarlo, porque nada más poner un pie en la calle pasó a gran velocidad un carro lechero; de haber salido un segundo más tarde, los caballos me habrían arrollado. Solté un grito ahogado, me concedí un momento para recuperar la serenidad y me dije que en el futuro debería mirar muy bien por dónde iba. No importaba que aquél fuese un pueblo pequeño: nunca se sabe dónde puede hallarse el peligro.
Avancé por la calle sin entrar en ninguna tienda, pero contemplando los productos en los escaparates. Era un hábito adquirido hacía más o menos un año, en Londres, donde paseaba por Regent Street para admirar los preciosos artículos de las tiendas destinados a la gente de alcurnia, artículos que yo jamás podría permitirme, pero que despertaban mi deseo. Pasé junto a una tienda de comestibles muy bonita, donde se exhibían frutas y verduras. Nunca había visto nada parecido. Eran productos de la región, sin duda. Qué suerte vivir tan cerca de las tierras de labranza, pensé, donde la comida siempre es saludable. Lo que me llevó a pensar en Isabella y en aquel desayuno con aspecto de mazacote. Esperaba que la comida fuese un poco mejor; sería más sensato que la preparase yo misma. Por el escaparate de una sastrería vi a otra pareja de madre e hija, una ayudaba a una dama a decidirse sobre un vestido mientras que la otra estaba sentada a su máquina de coser, con la boca tan llena de alfileres que pensé que más valía que nadie le diera un susto, porque se podía tragar unos cuantos. En una pastelería se exhibían exquisiteces; pensé en llevarme algunas a casa (¡a casa!: qué palabra más extraña para referirme a Gaudlin Hall, como si aquél pudiera convertirse en un hogar para mí) a fin de conquistar a los hermanos. Más adelante, en la misma acera por la que iba, después de una fuente de la cual bebían unos niños, descubrí una pequeña placa de caoba junto a una puerta, con la siguiente inscripción: ALFRED RAISIN, ABOGADO, PARA CLIENTES EXIGENTES. Así que me alisé el abrigo, me encasqueté bien el sombrero y entré.
Un joven sentado a un escritorio alzó la cabeza del libro de contabilidad en que trabajaba cuando sonó la campanilla de la puerta. Tenía un aspecto bastante extraño, con calvicie prematura, mejillas rosadas y regordetas y unas patillas que necesitaban un buen retoque. Bajo el ojo izquierdo tenía una mancha oscura de tinta, que sin duda él no habría advertido. Se quitó los anteojos, volvió a colocárselos en la nariz y dejó la pluma sobre el escritorio. Tenía las manos cubiertas de marcas negras y las mangas de la camisa serían todo un desafío para su esposa a la hora de la colada.
—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —inquirió.
—Eso espero. ¿Es usted el señor Raisin?
—Cratchett —contestó—. El escribiente personal del señor Raisin.
—¿Cratchett? —repetí, reprimiendo las ganas de reír.
—Sí, eso es, señorita —confirmó él—. ¿Acaso le divierte mi nombre?
—Le ruego me disculpe —me excusé—. Pensaba en otro escribiente con un nombre muy parecido al suyo. Cratchit, en la historia de fantasmas Cuento de Navidad. ¿La ha leído usted?
Me miró como si le hablara en chino.
—No dispongo de mucho tiempo para leer. Mis obligaciones como escribiente me mantienen demasiado ocupado. Quien tenga tiempo hará muy bien en leer, supongo. Pero yo no puedo.
—Bueno, al menos habrá oído hablar de esa historia…
—Pues no —repuso negando con la cabeza.
—¿Nunca ha oído hablar de Cuento de Navidad? —insistí asombrada, porque aquella novela corta había tenido un éxito popular tremendo—. Es de Charles Dickens.
—No, señorita, no conozco a ese caballero.
Me eché a reír, convencida de que me tomaba el pelo. Él enrojeció de ira. ¿No había oído hablar de Dickens? ¿Era posible? ¿Habría oído hablar de la reina Victoria? ¿Y del papa de Roma?
—Bueno, no importa —dije, un poco incómoda, porque su forma de mirarme evidenciaba que era terriblemente quisquilloso—. Me gustaría hablar con el señor Raisin. ¿Está disponible?
—¿Tiene usted una cita?
—Pues me temo que no. ¿Es necesario concertar una?
Cratchett consultó el reloj y frunció el ceño.
—Tiene una reunión con un cliente importante dentro de un rato. Puedo preguntarle si puede recibirla ahora, pero tendrá que ser rápida. ¿Su nombre, por favor?
—Eliza Caine.
Asintió y se encaminó a otra habitación. Yo permanecí allí de pie, mirando alrededor. No había donde sentarse y nada interesante que ver. Del escritorio de Cratchett cogí un ejemplar del Times de aquella mañana y eché un vistazo a los titulares. Había habido otro crimen en Clerkenwell, una jovencita esta vez. Y otro en Wimbledon, una mujer de mediana edad a quien la policía ya conocía. También había desaparecido un niño pequeño en la estación de Paddington. El príncipe de Gales tenía previsto visitar Newcastle.
—¿Señorita Caine? —Cratchett estaba de vuelta.
Dejé caer el periódico como si acabaran de pillarme en falta. La mirada del escribiente se posó en el escritorio y pareció disgustado al ver que había husmeado entre sus cosas.
—Venga conmigo. El señor Raisin puede dedicarle cinco minutos.
Asentí con la cabeza.
—Con cinco minutos tendré más que suficiente —repuse, sin creérmelo ni por asomo.
Tenía preguntas suficientes como para quedarme cincuenta minutos, pero bastaría con cinco para empezar. Lo seguí hasta el despacho contiguo, mucho más lujoso que la antecámara, y tras hacerme pasar cerró la puerta. Junto a la ventana había un enorme escritorio de roble, lleno de documentos y muy ordenado. Un hombre se levantó y se me acercó tendiéndome la mano. Tenía algo menos de cuarenta años, iba pulcramente vestido y su rostro, aunque amable, traslucía cansancio. Y era bastante apuesto si una sentía predilección por los caballeros de cierta edad.
—Alfred Raisin —se presentó con una educada inclinación—. Tengo entendido que quiere usted verme, pero me temo que hoy no dispongo de mucho tiempo. No sé si Cratchett le ha dicho…
—Sí, sí, lo entiendo perfectamente —respondí, sentándome donde él me indicaba, ante su escritorio. El abogado volvió a ocupar su lugar—. He venido por si acaso. Esperaba que pudiera recibirme.
—Por supuesto, señorita…
—Caine. Eliza Caine.
—Habrá llegado hace poco a Gaudlin, ¿no? Creo que no la había visto antes…
—Así es. Llegué anoche en el tren de Londres a Norwich, y luego el señor Heckling me trajo hasta aquí en el carruaje.
—Heckling —repitió, un tanto sorprendido—. No se referirá a…
—Sí, el cochero de Gaudlin Hall —expliqué—. Soy la nueva institutriz.
Él se llevó las manos a la cara y se presionó unos instantes los ojos cerrados, como si estuviera completamente exhausto; luego se arrellanó en el asiento y me miró con curiosidad y sorpresa. Se levantó, consultó el reloj y negó con la cabeza.
—Es imposible —dijo—. Se me había olvidado que tengo una cita con… con el señor Hastings, de Bramble Lodge… No puedo hablar ahora con usted.
—Por favor. No le robaré mucho tiempo.
—Lo siento, señorita Caine, pero…
—¡Por favor! —insistí, alzando la voz.
Se hizo un silencio. Como seguía mirándome, aparté la vista y entonces reparé en un reloj bastante bonito, incrustado en un barco de madera, sobre la repisa de la chimenea. Estaba tallado con mucho detalle y no carecía de cierta belleza. Sentí deseos de acercarme a él, liberarlo de sus amarras y acariciar la madera trabajada.
—La nueva institutriz… —Por fin volvió a sentarse, suspirando—. Vaya. De modo que ya ha llegado.
—¿Sabía usted que venía, entonces? —pregunté, volviéndome hacia él.
—La señorita Bennet me comentó algo —respondió, pero me pareció que fingía—. Bueno, en realidad me dijo bastante. Estuvo aquí no hace ni tres días, sentada en el mismo asiento que usted ahora. Me comunicó que se marchaba. Yo intenté persuadirla de lo contrario.
De repente, sin saber por qué, me sentí incómoda. No me gustaba la idea de estar sentada en la silla de otra mujer. No tenía sentido, pues tampoco la mujer en cuestión había muerto allí, pero me revolví en el asiento, a disgusto, y deseé que nos trasladáramos a los sofás que había contra las paredes del despacho.
—Pues ya es más de lo que me dijo a mí —respondí—. Señor Raisin, he venido a verle porque estoy confusa. Entiendo que me ha contratado una familia como institutriz de sus hijos. Sin embargo, llegué anoche y descubrí que no estaban ni el señor ni la señora Westerley, que ninguno de ellos se encuentra siquiera en Gaudlin Hall y que la anterior institutriz abordó el tren del que yo me apeé para emprender el viaje de regreso. No sé qué está pasando.
El abogado asintió con un suspiro. Me sonrió e hizo un leve gesto, como encogiéndose de hombros.
—Ya me imagino que para usted esto resulta un poco desconcertante, señorita Caine.
—Pues se lo imagina usted correctamente, señor.
—Bien —dijo entonces, juntando las yemas de los dedos de las manos bajo la nariz—, y dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
Titubeé, sin saber por qué me formulaba una pregunta tan ridícula.
—Bueno —respondí con creciente irritación—, me informaron de que usted lleva los asuntos financieros relacionados con la propiedad.
—En efecto. Sí, así es. —Se incorporó de repente—. Ah, creo que ya lo entiendo. Está preocupada por su salario. No tiene que inquietarse por eso, señorita Caine. Puede recoger su estipendio semanalmente aquí, en este despacho, cada martes por la mañana. Cratchett lo tendrá preparado para usted. Las cuentas están en perfecto orden.
—No estaba pensando precisamente en mi salario —dije, aunque debo admitir que era una cuestión que también tenía presente. Después de todo, no disponía de muchos ahorros, sólo lo que había conseguido guardar de mi trabajo en St. Elizabeth y unos centenares de libras que me había legado mi padre en su testamento, un capital que había decidido no tocar, para poder recurrir a los intereses. Si quería sobrevivir, necesitaba que me pagasen.
—En cuanto a los demás gastos domésticos —continuó—, no tiene usted que preocuparse por nada. El tendero de la localidad se encarga de la comida y de que se la envíen. Todas las facturas de las tiendas me las mandan directamente a mí, y se pagan enseguida. El salario de Heckling, de la señora… —Carraspeó y se corrigió al momento—: De cualquier salario que deba pagarse, nos ocupamos nosotros. Usted sólo debe preocuparse de lo obvio.
—¿Lo obvio? ¿Y qué es lo obvio?
—Bueno —repuso, sonriéndome como si fuera una perfecta idiota—, pues cuidar de los niños, por supuesto. ¿Quién iba a hacerlo sino la institutriz?
—¿Sus padres? —sugerí—. Supongo que no se me dejará sola con Isabella y Eustace indefinidamente. ¿Volverán pronto?
El señor Raisin apartó la vista y el semblante se ensombreció.
—¿Decía eso la señora Bennet en su anuncio? —quiso saber entonces.
—Pues no —admití—. Pero, como es natural, supuse…
—La verdad es que la señorita Bennet no tenía por qué haber puesto un anuncio sin consultarme antes. Cuando leí el Morning Post no daba crédito. Tuvimos una discusión al respecto, señorita Caine, no me importa decírselo. Cruzamos palabras fuertes. Pero ella estaba decidida a irse. Supongo que no puede culpársela, pero…
—¿Por qué? —interrumpí, inclinándome hacia delante—. ¿Por qué no puede culpársela?
—Bueno —repuso él, tratando de dar con una respuesta—. Pues… ella no encajó aquí, eso pasó. No era feliz. No era «de aquí» —añadió, haciendo énfasis en las últimas palabras.
—Pero, señor Raisin, yo tampoco soy «de aquí».
—No, pero tal vez se adapte mejor que la dama en cuestión. —Miró el reloj—. Dios mío, qué tarde… Siento tener que pedirle que se vaya, señorita Caine —añadió poniéndose en pie y haciendo que yo me incorporara a mi vez—. Como ya le he dicho, tengo otra cita.
—Claro —respondí, descorazonada por sus evasivas, mientras me acompañaba a la puerta—. Pero aún no ha respondido a mi pregunta sobre los padres de Eustace e Isabella. ¿Cuándo podré verlos?
Me miró a los ojos y arrugó la frente consternado. Hubo un largo silencio, pero estaba decidida a no romperlo yo. Tendría que hablar él, qué demonios.
—¿Ha venido a Gaudlin sola? —quiso saber, y enarqué una ceja, sorprendida ante aquel cambio de tema tan brusco.
—¿Perdone?
—Me preguntaba si tendría compañía, eso es todo. ¿Algún pariente quizá, un hermano mayor?
—No tengo hermanos, señor Raisin, ni amigos; mi madre murió cuando yo era pequeña y mi padre hace poco más de una semana. ¿Por qué lo pregunta?
—Mis condolencias —repuso tocándome ligeramente el brazo, un gesto de intimidad tan sincera que casi quedé sin aliento—. La pérdida de un ser querido es terrible.
Abrí la boca para contestar, pero no supe qué decir. Su mano seguía apoyada en mi codo, y para mi asombro, la ternura de aquel gesto me fue de gran consuelo. Miré su mano, él siguió mi mirada y de repente la retiró, carraspeó y se apartó un poco. Entonces, recobrándome, repetí mi pregunta sobre el paradero de los padres de los Westerley.
—Pues no lo sé —fue la respuesta que me dio—. Señorita Caine, a usted le gustan los niños, ¿verdad?
—¿Disculpe? —dije, asombrada por semejante interpelación—. Pues… claro que me gustan los niños. En Londres era maestra, daba clase a niñas pequeñas.
—¿Y los niños de los Westerley, le gustan? Sé que acaba de conocerlos, pero ¿le gustan?
Me quedé pensativa.
—Bueno, son un poco especiales. Pero muy listos. La niña es todo un personaje. El niño es encantador. Estoy segura de que acabaremos llevándonos muy bien.
—Entonces lo único que le pido es que los cuide, señorita Caine. Para eso la han contratado. Para cuidarlos y educarlos un poco, si fuera necesario. Al niño, al menos. En cuanto a lo demás… —Abrió los brazos, como para sugerir que no podía hacer nada.
Por un instante, no supe si esperaba que me arrojara en sus brazos. (Y por ridículo que parezca, la verdad es que se me pasó por la cabeza hacerlo.)
Suspiré. Aquella entrevista no había sido nada satisfactoria y no estaba más cerca de comprender mi situación que antes. Pero por lo visto no me quedaba más opción que irme.
Ya en la calle, me sentí muy defraudada, pero en el trayecto de vuelta a Gaudlin Hall empecé a relajarme y me dije que no importaba, pues me había presentado al señor Raisin y podía hacerle otra visita en el futuro, y otra más, de ser necesario, para conocer mejor mis responsabilidades. Concertaría una cita. Si me concedía una de media hora, por ejemplo, no podría despedirme al cabo de cinco minutos.
Alfred Raisin. Un nombre bonito.
El retorno a la casa fue más difícil que la ida al pueblo, lo que me sorprendió, ya que no había pendientes en ninguno de los dos sentidos; en su mayor parte, la carretera era plana, como casi todo el paisaje de Norfolk. Llegué ante los grandes portalones que marcaban el límite de la propiedad, justo donde Heckling había hecho una breve parada la noche anterior para que viera la mansión entre los árboles. Noté que empezaba a levantarse viento, a pesar de que la mañana todavía era soleada. Mientras me dirigía hacia la casa, fue arreciando y empezó a empujarme hacia atrás, hasta que no tuve más remedio que apearme y llevar el velocípedo a mano el resto del camino.
En el jardín, al tratar de abrir bien los ojos bajo el vendaval que soplaba en contra, advertí que la puerta principal se hallaba abierta de par en par. Me encaminé hacia ella, acosada por el viento, que parecía decidido a impedirme entrar en la casa. Pero cuando subía los tres peldaños de la entrada, la puerta se cerró de golpe. Solté un grito ahogado. ¿Habría alguien detrás, uno de los niños, quizá, que pretendía gastarme una broma? Eustace se había escondido tras la puerta la noche anterior… ¿Estaría otra vez allí haciendo el tonto?
Tanteé en busca de la campanilla, pero mi brazo se veía vencido por el vendaval, que seguía arreciando. ¿Cómo era posible, si me encontraba tan cerca de la pared? Habría tenido que quedar resguardada del viento, no azotada por él. Intenté adelantar la mano, pero las ráfagas eran demasiado fuertes y furiosas. De repente me alzó del suelo, apartándome de la casa, y volvió a posarme, y entonces me hizo retroceder y tropezar en los escalones. Al tratar de evitar la caída, me tambaleé. El viento seguía empujándome, de modo que apenas podía permanecer en pie. Entonces volvió a levantarme del suelo, y esta vez caí cuan larga era. La rodilla derecha me impactó contra las piedras. Solté un grito tremendo, un alarido, que coincidió con el ruido de la puerta al abrirse. De pronto el viento, igual de rápido que se había desatado, amainó y remitió del todo.
—¡Eliza Caine! —exclamó Isabella, acercándose a mí seguida de su hermano—. Pero ¿qué hace ahí tirada en el suelo?
—Mira cuánta sangre —comentó Eustace en voz baja y solemne.
Me miré la pierna, que efectivamente sangraba en la rodilla, aunque sabía que no me había roto nada y que bastaría con lavar la herida y vendarla. Pero, aun así, estaba conmocionada, sobre todo al comprobar que ya no había ni un soplo de brisa, mucho menos el tornado que había tratado de apartarme de Gaudlin Hall, empujándome lejos del edificio.
—El viento… —dije mirando a los hermanos, que no tenían ni un solo pelo fuera de sitio—. ¡Vaya viento! ¿Lo habéis notado, niños? ¿No lo habéis oído?