7

Resultó un gran alivio que mi primera mañana en Gaudlin fuera tan radiante y soleada, pero también una sorpresa que una noche de fuertes lluvias pudiera dar paso a una jornada tan bonita. No conocía bien el clima de Norfolk, y aquélla podía ser la reacción típica tras una tormenta nocturna, pero no recordaba la última vez que había despertado con un cielo tan despejado y unas condiciones tan agradables. En Londres siempre vivíamos con la penumbra de una niebla espesa, el olor a carbón quemado y la sensación de que el cuerpo quedaría subrepticiamente cubierto por algún residuo infame y parasitario que a través de los poros penetraría en nuestra piel, un asesino al acecho. Pero allí, mirando por los grandes ventanales los terrenos que rodeaban la casa, pensé que, si salía y me llenaba los pulmones del puro y saludable aire campestre, mis traumas de la semana anterior empezarían a disiparse y no amenazarían más mi espíritu.

Fue esa sensación optimista la que elevó mi ánimo, que podría haberse visto afectado por la aprensión y la soledad. Para mi sorpresa, había acabado por dormir bien aquella noche, y los diversos asuntos desagradables de la velada anterior (mi escarceo con la muerte en la estación de ferrocarril, mi dificultad para conversar con Heckling, la incertidumbre con respecto a mis patronos, aquella ridícula pesadilla cuando me acosté… porque había sido una pesadilla, ahora estaba segura, una fantasía fruto del agotamiento y el hambre) se me antojaban algo remoto. Estaba decidida a que aquel día, el primero de mi nueva vida lejos de Londres, fuese estupendo.

Seguí el rastro de un olor a comida a través de una serie de habitaciones conectadas entre sí en la planta baja, un aroma que iba intensificándose en cada una que cruzaba. El salón donde me había sentado con los niños la noche anterior, un comedor bastante recargado, en torno a cuya mesa podían haberse reunido veinte comensales, una pequeña sala de lectura, inundada de una luz preciosa, un pasillo de paredes decoradas con acuarelas de mariposas y, por fin, la cocina. No sabía dónde desayunaban los Westerley, porque no había visitado aún toda la casa, pero estaba segura de que siguiendo mi olfato hallaría a la familia entera sentada a la mesa y dispuesta a darme la bienvenida. Seguramente entonces se despejarían las incógnitas sobre los padres de Isabella y Eustace.

Sin embargo, me asombró ver la cocina desierta, aunque por los olores que flotaban no había duda de que alguien había estado allí hacía poco, preparando el desayuno.

—¡Hola! —llamé, dirigiéndome hacia la despensa en busca de la cocinera—. ¿Hay alguien?

Pero no, no había nadie. Miré alrededor; los estantes estaban bien provistos. Había verduras frescas y fruta en unas cestas, y al abrir una fresquera me encontré con unas tajadas de buey y de aves de corral colocadas en contenedores de cristal. En el alféizar de la ventana, un cuenco contenía huevos morenos, junto a una hogaza de pan con frutos secos, de la que ya se habían cortado varias rebanadas. Me detuve, sin saber muy bien qué hacer, y entonces me llamó la atención la ventana, muy bonita y con un arco de estilo románico, a través de la cual vi a una dama corpulenta de mediana edad, vestida con lo que parecía un uniforme de criada. La mujer avanzaba por la grava en dirección a los establos de Heckling con una bolsa muy llena en la mano izquierda; un abrigo y un sombrero remataban su corpachón. ¿Se trataría tal vez de la señora Livermore, a quien Isabella había mencionado la noche anterior? No le había preguntado entonces quién era, suponiéndola el ama de llaves, pero aquel atuendo sugería otra cosa.

Fui hasta la puerta de la despensa y tuve que forcejear con la llave en la cerradura, que se negaba a girar, igual que las ventanas de mi dormitorio, cuya resistencia no había logrado vencer tampoco esa mañana. Sin embargo, conseguí abrir a la fuerza y salí al jardín justo cuando la mujer doblaba la esquina de la casa y desaparecía de mi vista. La llamé, con la esperanza de que me oyera y volviera sobre sus pasos, y me apresuré decidida a alcanzarla, mas cuando doblé la esquina, un instante después, se había esfumado. Miré alrededor asombrada, pues no parecía que hubiese algún lugar donde meterse, ni podía haber recorrido todo el camino hasta el otro extremo en tan poco tiempo. Sin embargo, el hecho es que estaba allí un instante antes y al siguiente había desaparecido. Miré a mi izquierda, a través de unos árboles; el caballo Winnie esperaba junto a los establos mirándome fijamente, de un modo que me intranquilizó. Confusa, no se me ocurrió más que dar la vuelta y dirigirme de nuevo hacia la puerta de la despensa.

Para mi frustración, ésta se había cerrado y atrancado desde dentro, aunque no sé cómo, pues la había dejado abierta de par en par y no corría el menor soplo de brisa; de manera que no me quedó más remedio que rodear el edificio y pasar por la entrada principal de Gaudlin Hall, que por fortuna se hallaba abierta, y atravesar la casa para volver al punto de partida.

Desconcertada, me senté a la mesa de la cocina, sin saber qué hacer. ¿Debía prepararme mi propio desayuno? ¿Lo habían tomado ya los niños? ¿Estaban despiertos, o se esperaba que los despertara yo? Casi había decidido subir y llamar a la puerta de Isabella cuando, para mi horror, unas manos me asieron de los tobillos, como la maligna criatura de mi fantasía la noche anterior. Pero antes de que pudiera chillar o saltar de mi asiento, un niño pequeño surgió de debajo de la mesa con una sonrisa traviesa.

—Eustace… —dije, llevándome una mano al pecho—. Qué susto me has dado.

—No me había visto aquí abajo, ¿verdad?

—Pues no —respondí sonriente. Era imposible enfadarse con él—. Creía que estaba sola.

—En Gaudlin Hall nunca estás solo —declaró—. La señorita Harkness decía siempre que habría dado la paga de un mes entero por un solo día de paz y tranquilidad.

—Yo prefiero la compañía. De haber querido soledad, me habría quedado en Londres. Pero caramba… —añadí al momento, poniéndome en pie y mirándolo de arriba abajo—, ¡qué guapo estás!

Era cierto; estaba muy elegante. Iba con unos pantalones blancos, una camisa también blanca con corbata y una chaqueta de sarga azul tan bonita que alargué la mano y acaricié la tela, como había deseado hacer con el chaleco del señor Dickens una semana antes, para experimentar la sensación que producía un tejido tan caro. El niño se había lavado, además: notaba el intenso aroma a jabón fénico que desprendía. Y llevaba el pelo cuidadosamente peinado, con raya a un lado y un poquito de brillantina. Tenía un aspecto tan respetable que parecía que fuera a visitar a algún familiar o asistir a la iglesia.

—Mamá quiere que vaya bien vestido todos los días —me dijo en tono confidencial, inclinándose un poco hacia mí, aunque no había nadie más en la cocina—. Dice que vestir en casa como si fuera a salir es lo que distingue a un caballero. Nunca se sabe quién puede aparecer.

—Eso es verdad. Pero cuando yo era niña, no mucho mayor que tú, prefería llevar mi ropa de diario cuando sabía que no teníamos previsto recibir a nadie. Me sentía más a gusto. ¿No estás un poco incómodo con tus mejores galas? En especial en un día como hoy, tan caluroso…

—Es lo que prefiere mamá —insistió él, y se sentó en la silla junto a la mía—. ¿No le gustaría desayunar? Debe de tener hambre.

—Pues sí, la verdad —admití—. Pero no he encontrado a vuestra cocinera por ninguna parte.

—No tenemos cocinera —explicó—. Ya no. Antes había una, claro. La señora Hayes. Olía a jabón y siempre intentaba revolverme el pelo. Yo tenía que pedirle que no lo hiciera, porque era tomarse demasiadas libertades, ¿no le parece? Aunque era buena cocinera —añadió, asintiendo con aire de entendido—. Pero ya no está. Se fue. Después, quiero decir.

—¿Después? —pregunté, pero él se limitó a encogerse de hombros y desvió la mirada—. Bueno, ¿quién prepara la comida entonces, si no tenéis ninguna ayuda?

—Pues la institutriz, normalmente. O Isabella. Mi hermana es muy buena cocinera. Me burlo de ella y le digo que un día acabará sirviendo, pero entonces me pega, así que no lo haré más.

Miré alrededor, sorprendida, reprimiendo las ganas de reír ante una situación tan inaudita. ¿Acaso debía ocuparme de todas las tareas de aquella casa? No se mencionaba nada de cocinar en el anuncio, aunque empezaba a comprender que era ciertamente muy engañoso.

—Pero esto es inadmisible —declaré, haciendo aspavientos—. Yo no sé dónde están las cosas; ni qué os gusta comer. Y alguien ha estado cocinando esta mañana. Lo huelo.

—Ah. —Eustace se dirigió al fogón, abrió la portezuela y miró dentro—. Tiene razón. Mire, hay dos desayunos aquí esperándonos, para usted y para mí. ¡Hurra! Los habrá preparado Isabella. A veces es muy considerada, pero otras es muy desagradable. Deberíamos comérnoslo si no queremos que se ponga asqueroso.

Me eché a reír a mi pesar. Qué comentario tan raro, me dije. En efecto, había dos platos con comida caliente, así que los saqué con un trapo para no quemarme y los dejé sobre la mesa. Nada muy elaborado, sólo un par de salchichas, unas tiras de beicon y unos huevos revueltos. Cualquier persona medianamente capaz podría haberlos preparado, pero, no sé por qué, hechos por Isabella tenían un aspecto muy poco comestible. Quizá llevaban demasiado tiempo allí metidos.

—¿Y Heckling? —pregunté cuando empezamos a comer, y traté de sonar inocente para que contestara cuando añadí—: ¿Dónde come?

Eustace se encogió de hombros.

—En los establos, supongo. Con los caballos.

—¿Y la otra señora? ¿La criada?

—¿Qué criada?

—La he visto esta mañana en el jardín. ¿Dónde come ella?

—No tenemos criada.

—No me engañes, Eustace. —Intenté no parecer severa—. La he visto hace menos de diez minutos. He intentado darle alcance, pero la he perdido de vista.

—No tenemos criada —repitió.

—Entonces, ¿quién era la dama con bolso y uniforme que he visto por la ventana de la despensa? ¿Acaso me la he imaginado?

Guardó silencio, y decidí no presionarlo. Que me respondiera a su debido tiempo. No volvería a hablar hasta que el niño lo hiciera.

—No sé mucho de ella —dijo por fin—. Va y viene, nada más. Se supone que no he de hablar con ella.

—¿Quién lo dice?

—Mi hermana.

—¿Y eso por qué? ¿Es que Isabella y la señora Livermore no se llevan bien? Porque se llama señora Livermore, ¿verdad? Isabella mencionó ese nombre anoche.

Él asintió.

—¿No son amigas? —insistí—. ¿Se han peleado?

—No sé por qué piensa que somos niños malos —dijo Eustace de pronto, frunciendo el ceño, mientras dejaba los cubiertos sobre la mesa. Se puso de pie y me miró con expresión hosca—. Acaba de conocernos. Creo que es muy injusto que me diga que miento y que mi hermana se mete en peleas, cuando ayer a estas horas ni siquiera nos conocía.

—No, Eustace, no pienso eso, en absoluto —contesté, ruborizándome un poco—. Eres un niño muy bien educado, desde luego. No quería ofenderte. Es que… bueno, no sé, pero lo siento. Estoy segura de que si Isabella y la señora Livermore no son amigas, se deberá a algún motivo. Tu hermana parece tan bien educada como tú.

—Mamá cree que tenemos que hablar bien y actuar siempre de forma decorosa —replicó el niño—. Insiste mucho. No permite que ninguno de los dos seamos malos. Se enfada mucho si nos portamos mal.

—¿Y dónde está tu mamá? —quise saber, pensando que quizá podría sonsacarle más información—. Estoy deseando conocerla.

Eustace volvió la cara y aspiró sonoramente por la nariz.

—¿No va a comerse el desayuno? —preguntó—. Se enfriará y no habrá servido de nada prepararlo.

Miré mi plato, pero la imagen de los huevos derramándose sobre la carne me revolvía un poco el estómago.

—Creo que ahora mismo no. —Aparté un poco el desayuno—. No me encuentro del todo bien, después del viaje de ayer. Ya comeré algo más tarde.

—Isabella se ofenderá —repuso él en tono grave.

Lo miré sin saber qué decir.

—Bueno —contesté por fin—. Me disculparé con tu hermana y ya está, ¿no? —Sonreí y me incliné hacia él, en un intento de congraciarme—. Pero ¿por qué estás tan preocupado, acaso tiene muy mal genio? ¿Me reñirá mucho?

—Claro que no —respondió él, apartándose de mí—. No dirá nada.

—¿Nada de nada?

—Isabella dice que no tenemos que decir nunca lo que pensamos.

—¿Por qué?

De nuevo aspiró sonoramente por la nariz, miró la mesa y se puso a rascar una muesca de la madera con el pulgar.

—Eustace —insistí—. ¿Por qué no debéis decir lo que pensáis?

—Isabella dice que es mejor que no hablemos de eso con nadie —murmuró.

—¿Hablar de qué? —Lo miré fijamente, sintiendo el súbito impulso de sacudirlo—. Eustace, ¿qué quieres decir? ¿Qué es lo que no me estás contando?

Alzó la mirada hacia mí, con esos ojos castaños en un mar de blancura que podían fundir el corazón más encallecido, y abrió la boca, pero volvió a cerrarla a la vez que su mirada me reveló que había algo, o alguien, detrás de mí.

Asustada, brinqué de la silla, me volví y mascullé un juramento, porque la niña estaba muy cerca de mí y yo ni siquiera había notado su presencia.

—Buenos días, Eliza Caine.

—Isabella —dije, casi sin aliento de pura sorpresa.

Iba tan arreglada como su hermano: el vestido de encaje que llevaba habría resultado adecuado para una boda o una presentación en la corte. Tenía el pelo suelto sobre los hombros muy bien cepillado.

—No te he oído entrar.

—Espero que Eustace no la haya aburrido con historias absurdas —dijo, sin moverse y con expresión serena—. Los niños pequeños son muy teatreros, ¿no cree? No paran de inventar cosas. Y dicen mentiras. Es un hecho científico. Lo leí en un libro.

—Yo no digo mentiras —replicó Eustace—. Y no soy pequeño. Tengo ocho años.

—Bueno, eso no es mucho —comenté volviéndome hacia él, y el crío frunció el ceño, disgustado. Lamenté haberlo dicho. Habría sido más amable mostrarme de acuerdo con él.

—Si no se lo va a comer —dijo Isabella, señalando mi plato—, ¿puedo dárselo a los perros? Viven con Heckling en los establos, y lo agradecerán. Es un pecado desperdiciar la comida.

—Sí, supongo que sí. Aprecio mucho que me hayas preparado el desayuno, pero me temo que esta mañana no tengo mucho apetito.

—Ninguna institutriz lo tiene nunca —replicó, y cogió el plato de la mesa para dirigirse hacia la puerta trasera—. Es increíble. No sé cómo consiguen ustedes seguir vivas.

—¡Isabella! —exclamó Eustace.

Yo lo miré, sorprendida de que le hubiesen horrorizado tanto esas palabras de su hermana, y cuando volví a mirar a ésta, ella también me pareció un poco alterada.

—Quiero decir que… —titubeó, perdida la compostura por una vez—. Desde luego, no quería… —Negó rápidamente con la cabeza, como queriendo borrar el diálogo, y me sonrió. Luego repitió—: Se lo daré a los perros. Se pondrán muy contentos y me considerarán su mejor amiga.

Y salió al jardín, dejándonos solos de nuevo a Eustace y a mí. Él todavía parecía escandalizado por lo que había dicho su hermana, reacción que me pareció excesiva. Después de todo, no era más que una forma de hablar. No había querido decir nada. Fui al fregadero, abrí los grifos y me lavé las manos con el agua helada.

—¿Puedes decirme dónde está la oficina del señor Raisin? —pregunté—. El abogado que mencionó tu hermana anoche.

—En el pueblo, me parece —repuso Eustace—. Nunca he ido, pero seguro que está allí.

—¿Y queda muy lejos, el pueblo?

—No, qué va. Y es una carretera recta, imposible perderse. ¿Quiere ir a verlo?

Asentí.

—Creo que es importante que vaya —declaré—. Sobre todo, dado que tus padres no están aquí para recibirme. Quizá me marche ahora mismo. ¿Cuánto rato tardaré andando?

—Hay un velocípedo en el jardín delantero —anunció el niño—. Puede cogerlo si quiere. Llegará en quince minutos.

¡Un velocípedo! Me encantó la idea. La señora Farnsworth acudía a diario al colegio en un vehículo de ésos, haciendo caso omiso de las miradas de los londinenses, que consideraban que una dama no debería dejarse ver montada en semejante artefacto. Tan prendada estaba yo de él que me había permitido usarlo en varias ocasiones, y conseguí aprender con bastante rapidez los rudimentos para su uso. Subirme a uno ahora me parecía una aventura, y la fresca brisa matutina me sentaría muy bien. A lo mejor me quitaba de la cabeza todas aquellas tonterías.

—¿Y qué vas a hacer tú esta mañana, Eustace? —quise saber—. Me refiero a mientras yo esté fuera.

—Tengo tareas pendientes —respondió, empleando aquel tono misterioso de nuevo.

Se levantó y salió bruscamente de la cocina.

Sonreí. Era un niñito muy peculiar, pero empezaba a resultarme simpático.