Me quedé dormida poco después, y caí en un sueño agitado e incómodo. Soñé que volvía al colegio, o más bien a un colegio parecido a St. Elizabeth pero que no era exactamente el mismo, y que la señora Farnsworth estaba allí, hablándoles a mis niñas, mientras mi padre se hallaba en la fila de atrás, enfrascado en una conversación con la señorita Bennet, aunque no tuviera la misma fisonomía que la mujer del andén. Mientras que la mujer real era rechoncha y pelirroja, la de mis sueños era morena y muy guapa, con rasgos mediterráneos. Nadie me hablaba (no parecían verme), y a partir de ese momento todo se volvía más nebuloso e iba fundiéndose en una mezcla de extrañeza y misterio, como suele ocurrir en los sueños. Pero supongo que dormí un buen rato, porque cuando desperté estaba mucho más oscuro que antes, ya había caído la noche, y recorríamos un pequeño sendero que por fin se abría y dejaba a la vista unas puertas extraordinarias de hierro forjado.
—Ahí está Gaudlin Hall —anunció Heckling refrenando un instante el caballo e indicando un lugar en la distancia, aunque era imposible verlo en la oscuridad.
Me incorporé en el asiento y me alisé la falda por debajo de la manta, notando mi mal sabor de boca y que me pesaban los párpados. Mi ropa estaba húmeda. Lamenté presentarme ante mis nuevos patronos (fueran quienes fuesen) en un estado tan lamentable. Nunca he sido una mujer atractiva, pero siempre he intentado cuidar mi aspecto y tener la mejor apariencia posible; en aquel momento no eran posibles semejantes finuras. Confié en poder excusarme y dirigirme rápidamente a mi habitación a fin de hacerme algunos retoques básicos.
Mi idea de una larga avenida principal no era del todo errónea; de hecho, transcurrieron varios minutos antes de que la mansión apareciera plenamente a la vista. No era Pemberley, desde luego, pero sí una casa de campo hermosa y grandiosa. Alto e imponente, el exterior mostraba cierto esplendor barroco, con dos alas que sobresalían de un impresionante pórtico central. Sospeché que su origen se remontaba al siglo XVII y que se trataba de una de esas mansiones cuyo diseño se vio influido por las modas europeas posteriores a la Restauración. Me pregunté cuántos dormitorios habría (supuse que al menos una docena), y si el salón de baile, porque desde luego era muy posible que hubiese uno en una casa de tal tamaño, se usaría o no.
Como no estaba nada acostumbrada a ese estilo de vida, me embargó la emoción al imaginarme residiendo en semejante lugar. Sin embargo, también había algo tenebroso en aquel sitio, cierta oscuridad que deduje que la mañana disiparía. Pero mientras contemplaba mi nuevo hogar, sentí el extraño impulso de pedir a Heckling que diese la vuelta y volviera a llevarme a Norwich, donde me sentaría en un banco de la estación de Thorpe hasta que saliese el sol, y luego volvería a Londres.
—¡Soo, Winnie! —exclamó el cochero al detenerse ante la puerta principal.
Se apeó y la grava crujió bajo sus botas cuando se dirigió a la parte posterior para bajar mi maleta.
Al comprender que aquel hombre no tenía la educación suficiente para abrirme la portezuela, me dispuse a asir yo misma el tirador. Para mi sorpresa, no cedió. Fruncí el ceño, recordando cuán suavemente había girado al subirme. Ahora parecía atrancado.
—¿Se va a quedar ahí o qué? —soltó Heckling, el muy zoquete, de pie al otro lado del carruaje y sin hacer ademán alguno de ayudarme.
—No puedo abrir, señor Heckling —repuse—. Parece que se ha atascado.
—No le pasa nada. —Tosió y, desde el fondo de la garganta, regurgitó un horrendo gargajo, que escupió en el sendero—. Sólo tiene que girarlo.
Suspiré y aferré el tirador de nuevo (pero ¡qué malos modales tenía aquel hombre!), y cuando intentaba accionarlo, recordé de pronto que una de mis alumnas, Jane Hebley, la había tomado con la escuela un día por alguna tontería y se había negado a salir del baño de las niñas. Cuando yo intentaba abrir desde fuera ella cogía el tirador con fuerza por dentro; haciendo gala de una tremenda obstinación, había conseguido seguir encerrada unos minutos antes de que yo lograra abrir. Idéntica sensación tenía en aquel momento. Era una idea ridícula, lo sé, pero sentía que cuanto más fuerte intentaba girar la manija, con mayor empeño la sujetaba una fuerza desconocida desde el exterior. De no haber estado al aire libre, de no haber sido Heckling el único ser vivo a la vista, habría jurado que alguien estaba jugándome una mala pasada.
—Por favor —dije, volviéndome para mirarlo—. ¿Podría ayudarme?
Masculló una blasfemia, dejó caer mi maleta al suelo con brusquedad y rodeó el carruaje. Lo miré con irritación, preguntándome por qué se mostraría tan reacio. Quería que probase a abrir él mismo para que se cerciorase de que no era una estúpida incapaz de abrir una portezuela. No obstante, para mi sorpresa, en cuanto él la tocó, la manija cedió con toda facilidad, igual que había ocurrido al subirme al coche un par de horas antes.
—No era tan difícil —gruñó, y se alejó sin ofrecerme siquiera la mano para que me apeara.
Me limité a negar con la cabeza. ¿Qué estaba ocurriéndome? ¿Habría girado el tirador en el sentido contrario? Era absurdo. La portezuela estaba sellada. No podía abrirse. Pero él había podido.
—Gaudlin Hall —anunció mientras nos dirigíamos a la puerta principal.
Tiró de una gruesa soga y oí que dentro sonaba una campanilla; en ese momento, el cochero dejó la maleta a mi lado en el peldaño y se llevó la mano al sombrero.
—Pues buenas noches, institutriz.
—¿Usted no entra? —pregunté, sorprendida de que me depositase allí de aquella manera, como si fuera un bulto de equipaje.
—Nunca entro —contestó alejándose—. Yo vivo fuera.
Y, para mi asombro, se limitó a encaramarse al carruaje y enfilar la avenida de entrada. Me quedé boquiabierta. ¿Era así como trataban a los nuevos empleados?
Un instante después se abrió la puerta. Me volví, esperando hallarme al fin cara a cara con mi nuevo patrón, fuera quien fuese.
Pero ante mí no se encontraba un hombre ni una mujer, sino una niña. Era mayor que mis alumnas, de unos doce años, calculé, y muy pálida y guapa. Llevaba tirabuzones hasta los hombros, o más largos incluso. Iba vestida con un camisón blanco abrochado hasta al cuello y que le cubría los tobillos. Allí de pie, con las luces del vestíbulo iluminándola desde atrás, su aspecto espectral me asustó.
—Hola —saludó en voz baja.
—Buenas noches —respondí sonriendo, intentando tranquilizarme y fingir normalidad—. No esperaba que abriese la puerta la hija de la casa.
—¿Ah, no? ¿Y quién esperaba que lo hiciera? ¿El primer ministro?
—Pues no sé, el mayordomo —repuse—. O la criada.
La niña sonrió.
—Pasamos tiempos un poco difíciles —dijo tras una pausa.
Asentí. No tenía respuesta para eso.
—Bueno, quizá debería presentarme. Me llamo Eliza Caine. Soy la nueva institutriz.
La niña arqueó las cejas levemente, y luego abrió más para dejarme entrar.
—Sólo han transcurrido unas horas —comentó.
—¿Desde cuándo?
—Desde que se fue la última. La señorita Bennet. Pero bueno, al menos se ha ido. Deseaba muchísimo marcharse. Pero no podía, claro, hasta encontrar una sustituta. Ha sido muy amable por su parte, supongo. La honra mucho. Y aquí está usted.
Sin saber qué pensar de aquel discurso insólito, entré y miré alrededor, esperando ver bajar por la escalera a la madre o el padre pese a lo que había dicho Heckling. Al instante me impresionó la grandiosidad de la casa. Era muy tradicional y no habían ahorrado en ornamentación. Sin embargo, me pareció que la decoración era de años atrás y en tiempos recientes se había puesto poco empeño en mantenerla. Aun así, se veía limpia y ordenada. Quienquiera que se encargara de aquella casa, hacía un buen trabajo. Cuando la niña cerró la puerta detrás de mí, un sonoro chasquido me hizo dar un respingo y volverme, asustada. Mi sobresalto fue mayor cuando junto a ella, de pie, con un camisón también blanco e inmaculado, descubrí a un niño pequeño, quizá unos cuatro años menor que ella. No lo había visto antes. ¿Se escondía acaso detrás de la puerta?
—Eliza Caine —dijo la niña, dándose unos golpecitos en el labio inferior con el índice—. Qué nombre más raro. Parece vulgar.
—Supongo que las clases trabajadoras tienen nombres así —comentó el niño esbozando una mueca.
¿Acaso pretendía mostrarse descortés? Pero entonces sonrió de una manera tan amistosa que me pareció que simplemente se limitaba a señalar lo que para él era obvio. Si hablábamos en términos de clases, entonces, desde luego, yo pertenecía a la trabajadora. Al fin y al cabo había ido allí a trabajar.
—¿Tenía institutriz de pequeña? —quiso saber el niño—. ¿O fue al colegio?
—Fui al colegio. A St. Elizabeth, en Londres.
—Siempre me he preguntado cómo sería ir a un colegio —comentó la niña—. Me parece que Eustace sufriría horriblemente en una escuela normal —añadió haciendo un gesto con la cabeza hacia su hermano—. Es un niño muy delicado, como puede ver, y los chicos son muy brutos. O eso me han dicho. Yo no conozco a ninguno. Aparte de Eustace, claro. ¿Conoce usted a muchos chicos, señorita Caine?
—Sólo a los hermanos de las niñas a las que enseño. O enseñaba. Era maestra.
—¿En el mismo colegio al que asistió de niña?
—Sí.
—Madre mía —soltó la niña con una sonrisita—. Es como si nunca hubiera llegado a crecer del todo. O no quisiera crecer. Pero lo que digo es cierto, ¿no? Lo de los niños. Que pueden ser muy brutos.
—Algunos sí. —Miré a mi alrededor, preguntándome si íbamos a quedarnos allí charlando toda la noche o si me enseñarían mi habitación y me presentarían a los adultos. Sonreí e intenté mostrar firmeza—. En fin, ya estoy aquí. ¿Podríais decirle a vuestra madre que he llegado?… O a vuestro padre. A lo mejor no han oído el carruaje.
Noté que Eustace se ponía ligeramente tenso al oír una referencia a sus padres, pero que trataba de disimular. La niña dejó traslucir algo más: se mordió el labio y desvió la mirada con expresión ligeramente abochornada.
—Pobre Eliza Caine —dijo—. Me temo que la han traído aquí de manera fraudulenta. Se dice así, ¿verdad? —añadió—. Lo leí hace poco, y me gusta cómo suena.
—Sí, así se dice. Aunque no creo que signifique lo que tú crees. Me han contratado para ser vuestra institutriz. Vuestro padre puso el anuncio en el Morning Post. —No me importaba lo que había dicho Heckling; la idea de que la institutriz anterior hubiese publicado el anuncio era absurda.
—No, pues resulta que no lo puso él —contestó la chica con ligereza.
Eustace se volvió y se apretó contra su hermana, que le pasó un brazo por los hombros. Ciertamente, era un niño muy delicado. Casi me pareció que podía quebrarse con suma facilidad.
—Quizá deberíamos sentarnos, señorita Caine —declaró la niña dirigiéndose hacia el salón—. Debe de estar usted muy cansada del viaje.
La seguí, perpleja; aquellos modales de adulta me divertían y desazonaban a la vez. Esperó a que hubiese tomado asiento en un largo sofá y entonces lo hizo ella en una butaca frente a mí, como si fuera la señora de Gaudlin, no la hija de la casa. Eustace permaneció indeciso entre ambos sitios, pero al final optó por sentarse en el otro extremo del sofá y se puso a mirarse los pies descalzos.
—Vuestros padres están en casa, ¿verdad? —dije.
Allí sentada, frente a la niña, empecé a preguntarme si aquella situación no sería un sofisticado ardid destinado a engañar, sin motivo aparente, a una joven de luto. Quizá la familia entera estuviera compuesta por lunáticos.
—Me temo que no. Sólo estamos Eustace y yo. La señora Livermore viene a diario para ocuparse de distintas cosas. Cocina y nos deja la comida preparada. Espero que le guste la comida recalentada y las verduras medio crudas. Pero ella vive en el pueblo. Y ya habrá conocido a Heckling, claro. Tiene una casita fuera, junto a los establos. Es un hombre horrible, ¿no cree? Me recuerda a un simio. ¿Y a que huele muy raro?
—Huele a caballo —puntualizó Eustace sonriendo, y vi que le faltaba un incisivo.
Pese a mi inquietud, no pude evitar devolverle la sonrisa.
—Pues sí, la verdad —repuse antes de volverme hacia su hermana y añadir en tono confuso—: Perdona, pero no me has dicho cómo te llamas.
—¿No se lo he dicho?
—No.
Ella frunció el ceño y asintió.
—Qué descortés por mi parte —respondió al cabo—. Me llamo Isabella Westerley. Me pusieron ese nombre por una de las grandes reinas de España.
—Isabel de Castilla —apunté.
—Sí, esa misma —convino ella, complacida al ver que sabía a quién se refería—. Mi madre nació en Cantabria, ¿sabe? Mi padre, en cambio, aquí. En esta misma casa.
—¿Así que sois medio ingleses y medio españoles?
—Sí, si desea expresarlo en términos de fracciones —replicó.
La miré. A continuación eché una ojeada a la estancia. Había algunos retratos interesantes, supuse que de antepasados, y un tapiz bastante bonito en la pared que miraba al patio. Seguro que disfrutaría contemplándolos con más detalle al día siguiente, a la luz del día.
—Pero no… —dije, interrumpiéndome pues no sabía muy bien cómo expresarme—, no viviréis aquí solos, ¿verdad? Los dos solos…
—Ah, no, claro que no —aseguró Isabella—. Somos demasiado pequeños para que nos dejen solos.
Suspiré aliviada.
—Gracias a Dios. Bueno, si vuestros padres no están, ¿quién hay entonces? ¿Podéis llamar a los adultos de la casa?
Para mi asombro, sin moverse lo más mínimo en su asiento, Isabella abrió la boca y soltó un grito agudo y aterrador. Creí que era un simple chillido hasta que caí en la cuenta de que en realidad había pronunciado mi nombre, Eliza Caine.
—¿Qué demonios…? —exclamé, llevándome una mano al pecho, asustada.
Me notaba el corazón acelerado. Miré a Eustace, pero el niño parecía imperturbable, me observaba sin más. El blanco de sus ojos destacaba a la luz de las velas.
—Perdone —se excusó Isabella, sonriendo levemente—, pero me ha pedido que llamara a los adultos de la casa.
—Y has dicho mi nombre. De hecho, lo has gritado.
—Usted es el adulto de la casa, ahora que se ha ido la señorita Bennet. Ha ocupado su lugar. Es la única adulta responsable aquí.
—¡Vaya! —soltó Eustace, con expresión incrédula. No era el único que parecía asombrado. Yo tampoco conseguía dar sentido o crédito a aquello.
—Pero el anuncio… —rebatí, cansada ya de dar explicaciones.
—Lo puso la señorita Bennet —me interrumpió Isabella—. Ya se lo he dicho. Usted la sustituye.
—Pero ¿quién se hace cargo de las cosas? Por ejemplo, ¿quién me pagará?
—El señor Raisin.
Aquel nombre otra vez. El señor Raisin, el abogado. De modo que Heckling no me había engañado del todo.
—¿Y dónde está el señor Raisin, si puede saberse?
—Vive en el pueblo. Puedo decirle dónde mañana, si quiere.
Miré el bonito reloj que se alzaba en un rincón de la habitación. Eran más de las diez de la noche.
—El señor Raisin se ocupa de todo —añadió Isabella—. Paga a la institutriz, a la señora Livermore y a Heckling. Y nos da dinero para nuestros gastos.
—¿E informa a vuestros padres? —pregunté, pero la niña se encogió de hombros y apartó la vista.
—Debe de estar cansada —dijo.
—Pues sí, bastante —admití—. Ha sido un día muy largo.
—¿Y no tiene hambre? Seguro que hay algo en la cocina si…
—No —zanjé negando con la cabeza y poniéndome en pie bruscamente. Ya había tenido bastante por una noche—. No, el traqueteo del carruaje me ha revuelto un poco el estómago. Lo mejor sería que me enseñarais mi habitación. Un buen sueño reparador seguro que arregla las cosas, y mañana iré a ver al señor Raisin para hablar de este asunto.
—Como quiera —dijo Isabella levantándose. Eustace la imitó y se pegó a ella. La niña me sonrió, de nuevo con aquella expresión de señora de la casa—. ¿Quiere hacer el favor de seguirme?
Nos dirigimos al piso de arriba. No pude resistir la tentación de pasar la mano por la balaustrada de mármol de la magnífica y recargada escalinata. La alfombra era de la mejor calidad, aunque, como el resto de la casa, parecía llevar muchos años necesitando un reemplazo.
—Eustace y yo dormimos aquí, en la primera planta. —Isabella indicó un par de habitaciones hacia el final de un pasillo que no se distinguían bien en la oscuridad, pues sólo ella llevaba una vela—. Usted, en el piso de arriba. Confío en que se sienta cómoda, de verdad que sí.
La miré, preguntándome si intentaba burlarse de mí, pero su expresión era impasible. Subimos juntos, Isabella con la vela tres pasos por delante de Eustace, y éste tres por delante de mí. Le miré los pies descalzos. Eran pequeños y tenía una llaguita en cada talón, como si hubiese llevado zapatos de una talla por debajo de la suya. ¿Quién cuidaba de aquel niñito si no había adultos en la casa?
—Por aquí, Eliza Caine —indicó Isabella avanzando por un pasillo.
Abrió una puerta de roble y entró en la habitación. Al penetrar yo, advertí que con su vela encendía otras tres. Miré alrededor, ahora que veía un poquito mejor: era un dormitorio bastante bonito, grande y espacioso; no hacía frío ni calor, y la cama parecía cómoda. Mi intranquilidad se disipó y sentí benevolencia hacia los niños y su hogar. Me dije que por la mañana todo iría bien. Las cosas se aclararían.
—Pues buenas noches —dijo Isabella, y se dirigió hacia la puerta—. Espero que duerma bien.
—Buenas noches, señorita Caine.
Eustace siguió a su hermana y yo sonreí, les hice una inclinación de la cabeza, les deseé felices sueños y les dije que esperaba que nos conociéramos mejor al día siguiente.
A solas por primera vez desde que había salido de mi casa aquella mañana, me senté en la cama un momento y respiré aliviada. Miré alrededor, debatiéndome entre llorar o reír ante aquella jornada tan extraña y lo absurdo que resultaba todo. Cuando por fin abrí la maleta, decidí que de momento no desharía el equipaje ni guardaría la ropa en el armario. Eso podía esperar a la mañana siguiente. Me limité a sacar el camisón y ponérmelo, contenta de librarme por fin de la ropa húmeda. Me lavé un poco en la palangana que me habían dejado junto a una jarra de agua en una mesa auxiliar. Al descorrer la cortina, comprobé complacida que mi habitación estaba situada en la parte delantera de la casa, con vistas al jardín. Intenté abrir las altas ventanas para respirar el aire nocturno, pero estaban atrancadas y, por mucho que tiré de los picaportes, fue en vano. Veía la avenida por la que habíamos llegado Heckling y yo, que serpenteaba hacia lo lejos; media luna iluminaba parte de la finca, desierta en aquel momento. Aliviada, me encaramé a la cama y comprobé satisfecha que el colchón era mullido y las almohadas muy blandas. Todo iría bien, me dije. Todo tiene siempre mucho mejor aspecto tras una buena noche de sueño.
Apagué de un soplo la vela de la mesita de noche, me arrebujé entre las sábanas, tapándome hasta los hombros, cerré los ojos y bostecé sonoramente. De repente, oí un grito lejano bastante desagradable. Pensé que sería Winnie, que se ponía cómodo para pasar la noche, pero lo oí de nuevo. No era el relincho de un caballo, desde luego. Entonces supuse que sería el viento entre los árboles, porque soplaba ahora con más fuerza y la lluvia arreciaba contra mi ventana. Sin embargo, eso no me mantendría despierta, por horrible que fuera el ulular del viento (que más bien parecía los gritos de una mujer a quien estuvieran estrangulando), porque estaba rendida por el viaje y la confusión en que me habían sumido los tres habitantes de Gaudlin que había conocido.
Cerré los ojos y suspiré. Desperezándome al máximo, estiré las piernas entre las sábanas esperando que mis dedos toparan con el armazón de madera de la cama. Como no fue así, sonreí comprendiendo que era más larga que yo y que podía estirarme cuanto quisiera, cosa que hice, satisfecha al notar que mis doloridos miembros se alargaban y relajaban. Moví los dedos de los pies con una deliciosa sensación placentera, hasta que de repente un par de manos me agarraron con fuerza de los tobillos, los dedos se hundieron hasta el hueso, y tiraron de mí para arrastrarme colchón abajo. Solté un grito y volví a incorporarme sobresaltada, preguntándome qué terrible pesadilla estaba viviendo. Salté del lecho, descorrí las cortinas y aparté la ropa de cama, pero allí no había nada. Me quedé ahí de pie, con el corazón desbocado. No eran imaginaciones mías. Dos manos me habían agarrado de los tobillos y habían tirado de mí. Todavía las notaba. Me miré los pies, incrédula, pero antes de que pudiera poner en orden mis pensamientos, la puerta se abrió de par en par, una luz intensa se proyectó desde el pasillo y una figura blanca, como un fantasma, surgió ante mí.
Isabella.
—¿Está bien, Eliza Caine? —quiso saber.
Solté un gemido y corrí hacia ella y hacia el consuelo de la vela.
—Hay algo… —empecé, sin saber cómo explicarlo—. En la cama, había algo… He notado…
Ella se acercó y alzó la vela para examinarlo todo, de la almohada a los pies.
—Está vacía —declaró—. ¿Ha tenido una pesadilla?
Me quedé pensativa. Era la única explicación posible.
—Seguramente —admití—. Creía que estaba despierta todavía, pero me habré dormido. Siento haberte despertado. No… no sé qué me ha pasado.
—Ha despertado a Eustace. Tiene el sueño ligero.
—Lo siento.
Ella enarcó una ceja, como sopesando si hacer gala o no de la magnanimidad de perdonarme, pero al final se limitó a dirigirme una educada inclinación de cabeza y salió, cerrando tras ella.
Me quedé de pie junto a la cama hasta convencerme de que mi imaginación me había jugado una mala pasada. Al final, dejé las cortinas abiertas para que entrase el resplandor lunar, volví a meterme en la cama, me arrebujé y poco a poco, muy despacio, fui estirando de nuevo las piernas, que no se toparon más que con el suave tejido de la ropa de cama.
Cerré los ojos, temiendo que aquella noche no sería capaz de dormir, pero el cansancio debió de vencerme, porque cuando desperté el sol entraba por las ventanas, la lluvia y el viento habían cesado y despuntaba un nuevo día, el primero que pasaría en Gaudlin Hall.