Subí al asiento posterior del carruaje de Heckling, con mi maleta bien asegurada en la parte trasera, y entonces, con un grito que pareció surgir de lo más hondo de su ser, el criado de Gaudlin azuzó al caballo, Winnie. Sentí un intenso deseo de mirar atrás de nuevo, a los Toxley, porque su extraña conducta, unida al accidente que había estado a punto de sufrir en el andén, me había inquietado bastante, pero decidí tranquilizarme y ser fuerte. Si era presa de los nervios se debía al hecho de estar en un lugar poco familiar, lejos de la única ciudad que había conocido en mi vida; me costaría cierto tiempo adaptarme a aquel nuevo entorno. No podía permitir que mi imaginación se desatara. Aquél era el comienzo de una nueva vida, así que decidí ser optimista.
—¿Siempre es tan espesa la niebla? —pregunté inclinándome hacia delante, pero Heckling no mostró el menor indicio de querer conversar conmigo.
Aquella bruma, que se había disipado ligeramente en el andén mientras hablaba con los Toxley, se había vuelto densa mientras iniciábamos el trayecto. ¿Cómo se las apañaba el criado para ver con precisión la carretera que finalmente nos conduciría a nuestro destino, a unos kilómetros al oeste de Norfolk Broads?
—¿Señor Heckling? —insistí, visto que no daba muestras de responder. Su espalda se tensó un poco—. Le he preguntado si la niebla es siempre tan espesa por aquí.
Él volvió la cabeza ligeramente y movió la mandíbula de una manera bastante desagradable, como si masticara algo. Luego se encogió de hombros y volvió a mirar hacia la carretera.
—Siempre igual de espesa, supongo —comentó—. Bueno, al menos que yo recuerde. En verano no hay tanta. Pero ahora sí. —Se quedó pensativo y asintió con la cabeza—. Nos las apañamos.
—Usted nació y se crio en Norfolk, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces debe de gustarle esto…
—¿Ah, sí? —murmuró con una voz grave que traslucía aburrimiento e irritación a partes iguales—. Sí, bueno, supongo que sí. Si usted lo dice…
Suspiré y me arrellané en el asiento, decidida a no conversar con él si iba a mostrarse tan cascarrabias. A mi padre, además de desagradarle los americanos, los franceses y los italianos, tampoco le gustaba demasiado la gente de Norfolk, y Heckling, que ciertamente no era ningún Barkis como el de David Copperfield y que estaba haciendo gala de muy mal carácter, lo habría irritado sobremanera. Durante su época en el museo de Norwich, los lugareños se le antojaron suspicaces y descorteses, aunque es muy posible que simplemente no les gustara la idea de que un joven londinense llegara a su ciudad para desempeñar una tarea que un chico del lugar podría haber hecho igual de bien. Qué coincidencia que ambos trabajásemos un tiempo en aquella comarca. Me pregunté si tendría oportunidad de visitar en algún momento el museo que él y el señor Kirby habían fundado juntos, a poco más de ochenta kilómetros de allí.
Arrellanada en mi asiento, vi pasar el paisaje, o lo poco que alcanzaba a distinguir. El carruaje era bastante cómodo, afortunadamente. Había una gruesa manta en el asiento; me la eché sobre el regazo y puse las manos encima, sintiéndome bastante satisfecha. Como los caminos por los que transitábamos eran bastante accidentados, el viaje habría resultado más incómodo de no haber sido el asiento tan refinado, lo que me daba motivos para creer que mi patrón era un hombre de fortuna considerable. Empecé a pensar en H. Bennet y la vida que me esperaba. Ojalá aquel hogar fuese feliz, los Bennet, una pareja cariñosa, y sus hijos, los que fuesen, se mostraran amables y me recibiesen bien. Después de todo, yo carecía de hogar y, suponiendo que aquel empleo me gustara y ellos se encariñasen conmigo, igual que yo esperaba encariñarme con ellos, Gaudlin Hall podía convertirse en mi residencia por muchos años.
Me imaginé una casa grande, con muchas habitaciones, de aire palaciego; una avenida tortuosa llevaba hasta ella y los jardines se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Creo que basaba esas suposiciones en el hecho de que mi patrón se apellidaba Bennet, nombre que asociaba con la joven dama protagonista de Orgullo y prejuicio. Su historia había llegado a su resolución en una mansión extraordinaria, el hogar del señor Darcy, en Pemberley. Quizá estos Bennet habían tenido buena suerte también… Aunque, por supuesto, Elizabeth y sus hermanas pertenecían a la ficción, y aquello, la casa a la que me dirigía, no. Sin embargo, mientras acariciaba la gruesa tela que tapizaba el asiento del carruaje, se me ocurrió que al menos sí tenían dinero, lo que significaba que Gaudlin era un lugar especial.
—Supongo que el señor Bennet… —dije, inclinándome hacia delante y secándome la cara, pues caía una fina llovizna— se dedicará a los negocios, ¿no?
—¿Quién? —preguntó Heckling, sujetando las riendas con fuerza y con la vista fija en el oscuro camino.
—El señor Bennet —repetí—. Mi nuevo patrón. Me preguntaba cuál es su ocupación. ¿Se dedica a los negocios? O… —Me esforcé en dar con una opción. (Apenas sabía qué significaba eso de «dedicarse a los negocios», aparte de que muchos grandes hombres se describían a sí mismos con dicha expresión, aunque no parecían muy dispuestos a definirla de manera más inteligible)—. ¿Es el diputado de la zona, quizá? —Tenía entendido que muchas familias ricas destinaban al Parlamento al heredero de la hacienda.
Heckling se dignó volverse y me miró irritado. En realidad, me miró como si yo fuera un perro que corretease en torno a sus pies, buscando captar un poco de su atención, ladrando y tocándolo con la pata, cuando lo único que él quería era que lo dejasen en paz con sus pensamientos. En mi situación, otra habría apartado la vista, pero yo le sostuve la mirada. No dejaría que me intimidase. Después de todo, iba a ser la institutriz y él no era más que un criado de Gaudlin.
—¿Y ése quién es? —preguntó por fin con desdén.
—¿Quién es quién? —quise saber, negando con la cabeza, molesta al comprobar que estaba adoptando sin querer el estilo de Norfolk—. ¿Qué quiere decir?
—Usted ha dicho el señor Bennet. No conozco a ningún señor Bennet.
Me eché a reír. ¿Era una especie de broma? ¿Un juego que habían inventado él y los otros criados para que la nueva institutriz se sintiera incómoda? De ser así, resultaba cruel y malicioso, y no quería participar en él. Ser maestra me había enseñado que si muestras la más mínima vulnerabilidad al principio, estás perdida para siempre. Sabía ser mucho más dura de lo que parecía y estaba decidida a demostrarlo.
—Vamos, señor Heckling. —Solté una risita y traté de que mi tono sonase ligero—. Claro que lo conoce. Lo han enviado a recogerme, ¿no?
—Sí me han mandado a recogerla —admitió—. Pero ningún señor Bennet.
Una súbita ráfaga de viento me obligó a retroceder de nuevo en el asiento, mientras la lluvia arreciaba. Ojalá Heckling hubiese traído el carruaje con capota en lugar del abierto. (¡Qué estúpida! Todavía estaba inmersa en aquella fantasía mía de Pemberley, y suponía que habría una flota entera de coches de caballos esperándome en Gaudlin Hall, uno para cada día de la semana.)
—Entonces ¿lo ha enviado el ama de llaves? —quise saber.
—Me ha enviado el señor Raisin. Bueno, el señor Raisin y la señorita Bennet. Entre los dos, supongo.
—¿Y quién es el señor Raisin, si no le importa decírmelo?
Heckling se acarició la barbilla y, con el anochecer, advertí que sus oscuras patillas se volvían grisáceas.
—Un abogado —dijo.
—¿Un abogado?
—Ajá.
Reflexioné.
—Pero ¿abogado de quién? —inquirí al cabo.
—De Gaudlin.
No respondí, limitándome a recopilar mentalmente los datos para considerarlos un instante.
—El señor Raisin es el abogado de la familia —dije, más en mi provecho que en el suyo—. Y le ha dado instrucciones para que me recogiera en la estación. Bueno, ¿y quién es la señorita Bennet, entonces? ¿La hermana del señor, quizá?
—¿De qué señor?
—El de Gaudlin —insistí con un suspiro, ya exasperada.
El cochero se echó a reír y luego pareció reflexionar.
—En Gaudlin no hay ningún señor —repuso por fin—. Ya no. La señorita se hizo cargo de todo.
—¿Que no lo hay? —¿Qué ridiculez era aquélla?—. Pues tiene que haberlo. ¿Quién es la señorita Bennet sino pariente del señor de la casa? Al fin y al cabo, es la persona que me ha contratado. Imaginé que era el jefe de la familia, pero según usted, no ocupa tal rango.
—La señorita Bennet era sólo la institutriz —puntualizó él—. Igual que usted. Ni más ni menos.
—Pero eso es ridículo. ¿Cómo pondría un anuncio la institutriz para buscar otra institutriz? Queda fuera de sus competencias.
—Porque se iba. Pero no podía irse hasta que encontrase otra nueva. Yo la he llevado en el carruaje hasta la estación, ella se ha bajado, me ha dicho que esperase, que usted vendría enseguida, y aquí está. Para ocupar su lugar. Winnie no ha disfrutado más que de diez minutos de descanso.
Me eché atrás en el asiento, boquiabierta, sin saber qué pensar. Qué absurdo. Según aquel hombre, en Gaudlin Hall no había señor, el anuncio para mi empleo lo había puesto su anterior titular, quien, conocedora de mi llegada al lugar, había considerado adecuado abandonarlo inmediatamente. ¿Qué sentido tenía? Aquel hombre debía de estar loco o borracho, o ambas cosas, y no volví a tratar el asunto con él. Me acomodé en el asiento, me reservé mi opinión y esperé a llegar a nuestro destino, donde seguramente todo se explicaría adecuadamente.
Y entonces me acordé. H. B. La mujer con quien había chocado tras bajar del tren. Tenía que ser ella. H. Bennet. Me había mirado como reconociéndome. Debía de estar esperando a una joven que coincidiera con mi descripción; después, al comprobar que era yo, huyó satisfecha. Pero ¿por qué? Era una conducta fuera de lo normal. Incomprensible.