Cuando salí de Londres hacía un día sorprendentemente soleado. La ciudad se las había arreglado para matar a mi querido padre, pero una vez conseguido su cruel propósito se mostraba benévola de nuevo. Experimenté una fuerte antipatía hacia el lugar que abandonaba, emoción desconocida para mí, pues siempre me había encantado la capital. Sin embargo, mientras el tren salía de la estación de Liverpool Street y el sol entraba a raudales por la ventanilla, pensé que era una ciudad injusta y dura, una vieja amiga que se había vuelto contra mí sin motivo alguno, y que me alegraba de alejarme de ella. En aquel momento creí que podría llevar una vida satisfactoria sin volver a posar jamás la mirada en Londres.
Sentado frente a mí en el vagón iba un joven más o menos de mi edad, y aunque no habíamos cruzado ni una palabra, me permití mirarlo a hurtadillas, pues era bastante atractivo. Por mucho que intentara centrar mi atención en los campos y tierras de labranza que íbamos dejando atrás, mis ojos volvían una y otra vez a su rostro. Si he de ser sincera, me recordaba a Arthur Covan. Cuando entrábamos en Colchester advertí que palidecía levemente y los ojos se le humedecían. Los cerró un instante, quizá confiando en contener las lágrimas, pero al abrirlos de nuevo unas pocas surcaron sus mejillas, que se enjugó con el pañuelo. Cuando reparó en que lo observaba, se pasó una mano por el rostro. Entonces sentí el impulso de preguntarle si se encontraba bien, si tal vez le apetecía charlar un poco, pero, fuera cual fuese el dolor de su corazón, el trauma que le hacía perder el control de sus emociones, no deseaba compartirlo, de tal modo que, en cuanto el tren hubo salido de la estación, se puso en pie y, avergonzado por el espectáculo ofrecido, cambió de vagón.
Por supuesto, con la distancia que da el tiempo, hoy sé que las decisiones que tomé aquella semana fueron impulsivas y alocadas. Estaba ofuscada por el dolor, mi mundo se había venido abajo en apenas siete días, y cuando podría haber encontrado alivio en mi trabajo, mi escuela, mis párvulas, e incluso en compañía de personas como la señora Farnsworth y Jessie, tomé la decisión precipitada de apartarme de cuanto había conocido hasta entonces: las calles aledañas a Hyde Park, donde jugaba de niña, el Serpentine, que tantos recuerdos me traía todavía de Bull’s Eye, las vueltas y revueltas de los callejones que me llevaban de casa a la familiaridad de mi aula. Ansiaba un cambio, pero podría haber descorrido las cortinas de aquella oscura habitación del piso de arriba donde se había extinguido la vida de mis padres y de mi hermanita; podría haber abierto las ventanas de par en par para que entrara a raudales el fresco aire londinense; podría haber redecorado la casa hasta volverla acogedora una vez más, para convertirla en un lugar donde vivir, no donde morir. Dejaba atrás todas aquellas cosas y me dirigía a una parte del país que nunca había visitado, ¿para qué? Para convertirme en institutriz de no sabía cuántos niños en una familia que ni siquiera había enviado a alguien a conocerme antes de ofrecerme el puesto. ¡Qué tonta fui! Podría haberme quedado en Londres y haber llevado una vida feliz.
En Stowmarket el sol londinense dio paso a un viento frío, que soplaba contra el tren causándome inquietud, y que para cuando llegamos a Norwich, al atardecer, se convirtió en una niebla densa, de esas espesas como puré que tanto me recordaban a mi hogar, pese a mis grandes esfuerzos por quitármelo de la cabeza. Cuando nos acercábamos a la estación de Thorpe, saqué del bolso la carta que había recibido la mañana anterior y la releí, quizá por décima vez.
Gaudlin Hall,
24 de octubre de 1867
Estimada señorita Caine:
Le agradecemos el envío de su solicitud de empleo. Sus referencias son aceptables. Se le ofrece un puesto remunerado como institutriz, con el salario y las condiciones especificados en el Morning Post (21 de octubre). Esperamos su llegada la tarde del 25 en el tren de las cinco. El criado de Gaudlin, Heckling, la recogerá con el carruaje. Por favor, no se retrase.
Atentamente,
H. Bennet
Como ya me había ocurrido antes, al releerla me pareció una carta muy extraña. Redactada precipitadamente, una vez más no se mencionaba cuántos niños tendría a mi cargo. ¿Y quién sería ese misterioso «H. Bennet» que omitía el requerido «don» antepuesto al nombre? ¿Sería siquiera un caballero, o la cabeza visible quizá de una casa venida a menos? ¿A qué se dedicaría? Nada lo indicaba. Suspiré algo ansiosa cuando el ferrocarril entraba en la estación, pero decidí ser fuerte y no dejarme amilanar. Decisión que en cierto sentido me resultaría muy útil en las semanas siguientes.
Bajé del tren y miré alrededor. Era casi imposible ver nada en medio de aquella niebla grisácea, pero pensé que encontraría la salida si seguía a los demás viajeros, de modo que eché a andar mientras oía cerrarse las puertas de los vagones, listos para el trayecto de regreso, y el silbato del guardavía. Varias personas pasaron corriendo por mi lado, apresurándose para subir al tren antes de que saliera. Probablemente por no haberme visto en la bruma, una mujer chocó conmigo y nuestras maletas cayeron al suelo de forma simultánea.
—Perdón —dijo.
No me pareció que su tono fuera de disculpa, pero no le di importancia porque resultaba evidente que no quería perder el tren. Cuando me agaché a recoger su maleta, que había caído a mi izquierda, y se la tendí, advertí unas iniciales grabadas en rojo en el cuero oscuro: H. B. Las miré fijamente, sin saber muy bien por qué aquellas letras significaban algo para mí. En aquel momento miré a la dama a los ojos, y por su expresión, de lástima y pesar a la vez, tuve la sensación de que me conocía. Luego me arrebató su equipaje de la mano, negó con la cabeza y desapareció entre la niebla hacia el vagón más cercano.
Me quedé allí de pie, sorprendida por su grosería, y entonces caí en la cuenta de por qué H. B. me resultaba tan familiar. Pero era ridículo, claro. Una coincidencia, nada más. En Inglaterra debía de haber miles de personas con aquellas iniciales.
Al darme la vuelta, me sentí desorientada. Eché a andar hacia lo que me pareció la salida del andén, pero como no había pasajeros ni subiendo al tren ni bajando, dudé de mi elección. A mi izquierda, la locomotora que iba a emprender el regreso a Londres hacía cada vez más ruido, dispuesta a partir; a mi derecha había otra vía, por la que oí aproximarse un segundo convoy. ¿O lo tenía justo detrás? Era difícil saberlo. Me volví, nerviosa. ¿Hacia dónde debía ir? Había ruido por todas partes. Fui a tientas por si algo me indicaba el camino, pero nada estaba donde yo esperaba. Cada vez me llegaban voces más fuertes; volví a ver a gente que se apresuraba cargada con maletas y bolsos de viaje. ¿Cómo podían ver por dónde iban, cuando yo ni siquiera me veía la mano ante la cara? No había sentido tanta inquietud desde aquella tarde en el cementerio. El miedo fue cobrando fuerza hasta convertirse en pánico y malos presentimientos. Si no echaba a andar con decisión me quedaría para siempre en aquel andén, sin ser capaz de ver ni de respirar, y allí acabaría mis días. De modo que, haciendo de tripas corazón, me dispuse a ponerme en marcha una vez más, pero en aquel preciso momento, un potente silbato (el del segundo tren que se acercaba) fue en aumento hasta convertirse en un chillido agudo y, para mi espanto, noté unas manos que me empujaban por la espalda. Di un traspiés, y a punto estaba de caer cuan larga soy cuando una tercera mano me asió del codo y tiró de mí hacia atrás, haciéndome retroceder trastabillando hasta casi darme contra una pared. Allí la niebla se disipó un poco y vi al hombre que me había arrastrado de forma tan brusca.
—¡Por el amor de Dios, señorita! —exclamó. Tenía rasgos dulces y finos, y unos anteojos muy elegantes—. ¿No veía por dónde iba? ¡Ha estado a punto de arrollarla el tren! ¡La habría matado!
Confusa, lo miré, y luego hacia el lugar desde donde me había arrastrado, para comprobar que, en efecto, el segundo tren estaba deteniéndose allí mismo. Un paso más y habría acabado debajo del convoy, aplastada. Casi me desvanecí.
—Pero yo no quería… —dije vacilante.
—Un instante más y habría caído bajo la locomotora.
—Alguien me ha empujado —declaré mirándolo a los ojos—. He notado unas manos.
Él negó con la cabeza.
—No lo creo. Yo estaba mirándola. He visto adónde iba. No había nadie detrás de usted.
—Pero he notado esas manos —insistí. Miré hacia el andén, tragué saliva y volví a mirarlo—. ¡Las he notado!
—Es por la impresión, nada más —concluyó el hombre, quien por lo visto consideraba absurda aquella idea, y a mí, una histérica—. ¿Le traigo algo para los nervios? Soy médico, ¿sabe? ¿Un poco de té con azúcar, quizá? Hay un pequeño quiosco aquí…
—No; estoy bien —repuse, intentando tranquilizarme.
Supuse que el hombre tenía razón. Si él había estado mirándome y no había nadie, serían imaginaciones mías. Cosa de la niebla, nada más. Me había jugado una mala pasada.
—Discúlpeme —dije al fin, y solté una risita para quitar hierro al incidente—. No sé qué me ha pasado. Me he mareado. No veía nada.
—Menos mal que he conseguido apartarla —respondió. Al sonreír, su dentadura se reveló muy blanca y regular, y añadió—: Vaya… ha sonado muy pretencioso, ¿verdad? Como si esperase una medalla en la solapa por mi valor.
Sonreí; me resultaba simpático. Se me ocurrió algo ridículo: que me diría que olvidase por completo la idea de ir a Gaudlin y me marchara con él. ¿Adónde? No lo sabía. Casi me eché a reír ante una ocurrencia tan absurda. ¿Qué estaba pasándome? Primero el joven del tren, y ahora éste… Era como si mis valores morales se hubiesen trastocado.
—Ah, aquí viene mi esposa —anunció él.
Me volví y vi una mujer joven y muy guapa que se acercaba a nosotros. Adoptó una expresión de inquietud cuando su marido le explicó lo ocurrido. Intenté sonreír.
—Debe venir a casa con nosotros —declaró la señora Toxley, pues ése era el apellido de la pareja, observándome con aprensión—. Está usted muy pálida. Le vendrá bien un reconstituyente.
—Es usted muy amable —contesté, preguntándome si debía hacer algo tan raro, si sería apropiado o no. Quizá me permitieran ser institutriz de sus hijos, si los tenían, y así no iría a Gaudlin Hall—. Me gustaría, pero es que…
—¿Eliza Caine?
Una voz a nuestra izquierda nos sobresaltó. Nos volvimos. Allí, de pie, había un hombre. Rondaba los sesenta, según me pareció, iba mal vestido y tenía un rostro rubicundo. Parecía llevar varios días sin afeitarse y el sombrero no casaba con el abrigo, confiriéndole un aire un poco ridículo. Olía a tabaco y whisky. Se rascó la cara y vi que tenía las uñas oscuras y sucias, con manchas amarillentas, al igual que los dientes. No dijo una palabra más; esperaba mi respuesta.
—Sí, soy yo. ¿Le conozco?
—Heckling —declaró, llevándose el pulgar al pecho varias veces—. Aquí está el carruaje.
Y acto seguido se alejó en dirección al mencionado carruaje, mientras yo me quedaba allí plantada con mis maletas, mi salvador y su esposa, que se volvieron para mirarme, un poco incómodos por la grosería del hombre.
—Soy la nueva institutriz —expliqué—. De Gaudlin Hall. Ha venido a recogerme.
—Ah —repuso la señora Toxley mirando a su marido, quien a su vez la miró fugazmente. Tras una pausa, añadió—: Comprendo.
Se hizo un silencio un poco violento. Al principio pensé que quizá había ofendido a los Toxley, pero comprendí que no: no había dicho nada indecoroso, sino que me había limitado a explicar quién era; pero su calidez y generosidad de repente se transformaron en ansiedad e incomodidad. Qué gente más rara, pensé mientras recogía mi maleta. Les di las gracias y me dirigí hacia el coche. ¡Con lo amables que me habían parecido!
Cuando me alejaba, sin embargo, un extraño impulso me hizo volver la vista atrás: seguían mirándome como si quisieran decirme algo pero no dieran con las palabras. La señora Toxley murmuró alguna cosa a su marido, que negó con la cabeza con aire perplejo, como si no supiera lo que se requería de él.
Las cosas parecen muy fáciles cuando las vemos en retrospectiva, y ahora, al rememorar aquel momento, pienso en Alex y Madge Toxley allí de pie en el andén de la estación de Thorpe, y quiero gritarles, echar a correr y sacudirlos por los hombros; quiero mirarlos y decirles: lo sabíais, ya entonces lo sabíais. ¿Por qué no me dijisteis nada? ¿Por qué no hablasteis?
¿Por qué no me lo advertisteis?