El funeral de mi padre se celebró la mañana del lunes siguiente en la iglesia de St. James, en Paddington. Me consoló un poco que media docena de compañeros suyos del Museo Británico, junto con tres de mis colegas de la escuela St. Elizabeth, donde trabajaba como maestra de las niñas más pequeñas, acudieran a darme sus condolencias. No teníamos parientes vivos, de modo que asistieron muy pocas personas: entre ellas, la viuda que vivía en la casa de al lado pero que siempre parecía poco dispuesta a saludarme por la calle; un joven educado pero muy tímido, alumno de mi padre y a quien éste guiaba en sus estudios de entomología; nuestra criada por horas, Jessie, y el señor Billington, el estanquero de Connaught Street, que servía a mi padre su tabaco con aroma a canela desde siempre, y cuya presencia me conmovió y agradecí sinceramente.
El señor Heston, superior inmediato de mi padre en el Departamento de Entomología, cogió mi mano entre las suyas y la apretó ligeramente, al tiempo que me aseguraba tener en gran estima la inteligencia de mi progenitor. Y una tal señorita Sharpton, una mujer cultivada que al principio, cuando la contrataron, había causado cierta inquietud a mi padre, me comentó que echaría de menos su ingenio tan despierto y su agudo humor, observación que me asombró bastante, pero que aun así me confortó. (¿Había una faceta paterna que yo no conocía? ¿Un hombre dado a las bromas, que cautivaba a las jóvenes damiselas, que derrochaba bonhomie?) Yo admiraba bastante a la señorita Sharpton, y deseé haber tenido la oportunidad de conocerla mejor. Sabía que había estudiado en la Sorbona, donde se había licenciado (aunque, como es natural, las universidades inglesas no reconocían su título). Al parecer, debido a este hecho su propia familia había roto lazos con ella. Mi padre me había contado una vez que le había preguntado si quería casarse, para no tener obligación de trabajar; la respuesta de ella —que antes preferiría beberse el tintero— lo había escandalizado, pero a mí me había intrigado.
Al salir de la iglesia, mi propia patrona, la señora Farnsworth, que me había dado clases de niña y luego contratado como maestra, me dijo que debía tomarme el resto de la semana libre para llorar a mi padre, pero que el trabajo duro podía ser un consuelo extraordinario y que esperaba que volviese a la escuela al lunes siguiente. No es que no tuviera corazón: ella misma había perdido a su marido un año antes, y a un hijo el anterior, de modo que entendía perfectamente lo que era el duelo.
Gracias a Dios, no llovió mientras le dábamos sepultura, pero la niebla era tan densa que apenas se distinguía el ataúd cuando lo bajaron a la fosa. Entonces pasó algo que quizá fue una bendición: me perdí el instante en que tienes conciencia de estar posando la mirada en el féretro por última vez. Pareció que simplemente se lo tragara la niebla. Sólo cuando el párroco acudió a estrecharme la mano y darme el pésame, caí en la cuenta de que el entierro había concluido, que no me quedaba más que volver a casa.
Sin embargo, decidí no regresar de inmediato y dar un paseo por el cementerio, observando entre la niebla los nombres y las fechas grabados en las lápidas. Algunas inscripciones parecían bastante naturales, hombres y mujeres que habían vivido hasta los sesenta y en algunos casos hasta los setenta años. Otras eran aberrantes: vidas de niños segadas en la primera infancia, de jóvenes madres enterradas con sus hijos nacidos muertos. Di con la tumba de Arthur Covan, antiguo colega mío, y me estremecí al recordar nuestra amistad de antaño y el posterior escándalo. Por un breve período mantuvimos cierta relación, Arthur y yo, relación que esperaba que se convirtiera en algo más. El recuerdo de aquellos sentimientos, junto con la conciencia del daño que aquel atribulado joven había causado, sólo consiguió aumentar mi desazón.
Comprendí que no era muy sensato permanecer en un sitio como aquél y busqué la salida, pero me vi perdida. La niebla cada vez era más densa, a tal punto que ya no conseguía leer las inscripciones de las lápidas. A mi derecha (¡qué increíble!) estuve segura de oír reír a una pareja. Me di la vuelta, preguntándome quién podría comportarse de tal manera allí, pero no vi a nadie. Inquieta, tendí la mano ante mí y no logré divisar nada más allá de mis propios dedos enfundados en los guantes.
—¿Hola…? —dije con un hilo de voz, no muy segura de querer realmente oír una respuesta, aunque ésta no llegó.
Me topé con un muro, donde tuve esperanzas de hallar una puerta; luego, al darme la vuelta, estuve a punto de caer sobre unas lápidas antiguas apiladas en un rincón, y entonces el corazón se me aceleró, presa de la ansiedad. Me dije que debía calmarme, respirar hondo, encontrar la salida. Al volverme de nuevo, solté un grito al verme de repente ante una niña de no más de siete años, de pie en el centro del camino y sin abrigo a pesar del mal tiempo.
—Mi hermano se ahogó —dijo, y yo abrí la boca para responder, pero no pude—. Le dijeron que no se acercara al río, pero se acercó. Fue desobediente. Y se ahogó. Mamá está sentada en su tumba.
—¿Dónde? —quise saber.
Ella señaló detrás de mí.
Aunque miré en esa dirección, no divisé a ninguna mujer entre la bruma. Volví a mirar a la niña y de pronto la vi dar media vuelta y echar a correr, perdiéndose en la niebla. Presa del pánico, habría sucumbido a la histeria de no haberme obligado a caminar deprisa por los senderos hasta que por fin, para mi gran alivio, conseguí llegar a la calle, donde a punto estuve de chocar contra un hombre grueso que, casi con toda seguridad, era el vigilante de nuestro distrito.
De regreso a casa, al pasar ante el Goat and Garter, una taberna donde nunca había entrado, me asombró ver a la señorita Sharpton sentada junto a la ventana bebiendo una pinta de cerveza negra, con la vista fija en un libro y tomando notas en un cuaderno. Reparé en las caras de los hombres que había detrás de ella: como cabía esperar, estaban atónitos y suponían que se trataba de alguna clase de criatura anómala. Sin embargo, me dio la sensación de que a ella esas opiniones no le importaban lo más mínimo. ¡Cuánto deseé entrar en el local y sentarme a su lado! Dígame, señorita Sharpton, le habría preguntado, ¿qué hago ahora con mi vida? ¿Cómo puedo mejorar mi posición y mis perspectivas? Ayúdeme, por favor, pues me he quedado sola en el mundo y no tengo amigos ni benefactores. Dígame qué debo hacer.
Otras personas tenían amigos. Sí, claro que los tenían; era lo natural. Hay gente que se siente cómoda en compañía de los demás, compartiendo intimidades y secretos. Nunca he sido esa clase de persona. Fui una chica estudiosa, a quien le gustaba estar en casa con su padre. Y no soy guapa. En el colegio, las demás chicas formaban alianzas de las que siempre me excluían. Me dedicaban ciertos insultos que no repetiré aquí. Se reían de mi cuerpo mal proporcionado, de mi piel pálida, de mi pelo alborotado. No sé por qué nací así. Mi padre era un hombre guapo, mi madre, toda una belleza. Pero ignoro la razón por la que su progenie no se vio favorecida con una hermosura similar.
Habría dado cualquier cosa por tener una amiga en aquel momento, una amiga como la señorita Sharpton, que me hubiera convencido de no tomar la decisión precipitada que estuvo a punto de destruirme. Y que aún podría destruirme.
Miré por la ventana del Goat and Garter y deseé que alzara la vista y me viese, que me hiciera señas con la mano y me instara a reunirme con ella; pero como no lo hizo, me volví apesadumbrada y continué hasta casa, donde pasé el resto del día sentada en la silla junto a la chimenea y, por primera vez desde la muerte de mi padre, lloré.
A última hora de la tarde alimenté el fuego con unos carbones más y, decidida a recuperar cierta normalidad, me dirigí a la carnicería de Norfolk Place, donde compré dos chuletas de cerdo. No tenía mucha hambre, pero me pareció que, si me quedaba en casa sin comer nada, me sumiría en una melancolía inexorable, y pese a lo reciente de mi pena, estaba decidida a no permitir que ocurriera nada semejante. Al pasar por la tienda de la esquina decidí comprar unos caramelos y hacerme con un ejemplar del Morning Post para leerlo más tarde. (Si la señorita Sharpton podía asistir a la Sorbona, yo al menos podría enterarme de lo que ocurría en nuestro país.)
De vuelta en casa, me desanimé mucho al advertir mi error. ¿Dos chuletas de cerdo? ¿Para quién era la otra? Mis costumbres se habían impuesto a mis necesidades. Sin embargo, freí ambas; acongojada, me comí una con una patata hervida y le di la otra al spaniel de la viuda que vivía al lado, porque me disgustaba tanto guardarla como comérmela. (Y estaba segura de que mi padre, un gran amante de los perros, habría aprobado mi acto caritativo.)
Al caer la noche, volví a instalarme en mi butaca, puse dos velas en una mesita, me coloqué la bolsa de caramelos en el regazo y abrí el periódico; sin poder concentrarme en ningún artículo, lo hojeé con rapidez y estaba a punto de echarlo al fuego sin más cuando un anuncio en particular atrajo mi atención.
Una persona llamada «H. Bennet», de Gaudlin Hall, condado de Norfolk, solicitaba una institutriz para el cuidado y educación de los hijos de la casa. El puesto debía ocuparlo sin dilación una candidata cualificada; se prometía remuneración satisfactoria. Había que enviar la solicitud de inmediato. Poco más se añadía. Quienquiera que fuese «H. Bennet», no especificaba cuántos niños requerían supervisión, y tampoco otros detalles como su edad. El anuncio en su conjunto pecaba de cierta falta de elegancia, como si se hubiera redactado a toda prisa y enviado al periódico sin repasarlo. Sin embargo, su urgencia me atrajo por algún motivo, y lo leí de cabo a rabo repetidas veces, preguntándome cómo sería Gaudlin Hall y qué clase de persona podía ser H. Bennet.
En toda mi vida, sólo había salido de Londres una vez, doce años antes, cuando tenía nueve, inmediatamente después de la muerte de mi madre. Durante mi niñez, en nuestra pequeña casa reinaba un ambiente de considerable armonía. Mis padres poseían un rasgo muy notable que los diferenciaba de los de la mayoría de mis compañeras de colegio: eran muy cariñosos el uno con el otro. Cosas que parecían naturales en nuestro hogar, como que se despidieran cada mañana con un beso, que por las noches se sentaran juntos a leer, en lugar de en salones separados, que compartieran dormitorio y que rieran juntos y se prodigaran caricias a menudo, se gastaran bromas o sencillamente comentaran lo felices que se sentían, eran ajenas a otros hogares. Yo lo sabía muy bien. En las raras ocasiones en que visitaba las casas de niñas vecinas, me encontraba con padres muy distanciados, como si no fueran dos personas que se habían conocido y enamorado, intercambiado intimidades y unido ante un altar con el objetivo de pasar la vida juntos, sino unos desconocidos, compañeros de celda quizá, obligados a un confinamiento compartido, con muy poco en común aparte de las décadas en que se habían visto obligados a soportar su mutua presencia.
Mis padres no podrían haber hecho gala de una conducta más distinta, pero si el afecto que sentían el uno por el otro era evidente, no era nada comparado con el cariño que me profesaban. No me malcriaban, pues, estrictos anglicanos ambos, creían en la disciplina y la contención. Pero mi presencia los colmaba de alegría y me trataban con gran ternura. Fuimos una familia feliz hasta que, cuando cumplí los ocho años, me sentaron y me anunciaron que en primavera tendría un hermanito o una hermanita. Como es natural, ellos estaban encantados, porque hacía largo tiempo que esperaban la bendición de un segundo hijo, lo que con el paso de los años habían llegado a creer que no sería posible. Sin embargo, para su gran alegría, por fin pudieron comunicarme que en nuestra pequeña familia pronto seríamos cuatro.
Confieso que, al rememorar aquellos meses, comprendo que no me comporté con la dignidad debida. Yo no sentía la misma felicidad que mis padres ante la idea de dar la bienvenida a un bebé en nuestro hogar. Era hija única desde hacía tanto tiempo que posiblemente albergaba egoísmo en mi corazón, un egoísmo que se materializó en forma de pasiones desatadas en una serie de ocasiones. Tan mala fue mi conducta, fui tan inusualmente traviesa, que en el último mes de gestación de mi madre, mi padre me llevó aparte y me pidió que no me preocupase, que nada cambiaría, porque en nuestro hogar había amor suficiente para compartirlo con un nuevo hijo, y que algún día, al mirar atrás, me resultaría difícil imaginar cómo habría podido pasar sin aquel hermanito, a quien muy pronto aprendería a querer.
Por desgracia, las expectativas que había empezado a albergar jamás se cumplirían. Mi madre tuvo un parto muy difícil y dio a luz a una segunda hija que, pocos días después, yació en un ataúd, protegida por los brazos de la mujer que la había llevado en su seno nueve meses, bajo una lápida que rezaba: ANGELINE CAINE, 1813-1855, AMADA ESPOSA Y MADRE, Y LA PEQUEÑA MARY. Mi padre y yo nos habíamos quedado solos.
Naturalmente, tras la muerte de mi madre, dado el gran amor que mi padre le profesaba, él quedó deshecho y se encerró en su estudio; incapaz de leer, casi de comer, sucumbió a menudo al vicio del alcohol, descuidando su trabajo y a sus amigos y, lo más importante, a mí. De haberse prolongado, esta situación podría habernos conducido a ambos al asilo de pobres o a la prisión por deudas, pero, afortunadamente, las aguas volvieron a su cauce con la llegada de las dos hermanas mayores de mi padre, Hermione y Rachel, que aparecieron sin previo aviso procedentes de Cornualles y quedaron conmocionadas al descubrir las condiciones en que vivían su hermano y su sobrina. A pesar de las protestas de mi padre, limpiaron la casa de arriba abajo. Él intentó echarlas con un escobón, como quien se deshace de un roedor, pero sus hermanas no le hicieron caso y se negaron a irse mientras el evidente declive de nuestras condiciones de vida no se hubiera invertido. Se ocuparon de la ropa y los efectos personales de mi madre, conservando sólo las pertenencias más valiosas: sus escasas joyas y un bonito vestido que quizá podría ponerme yo una década después. El resto lo repartieron entre los pobres de la parroquia, cosa que enfureció a mi progenitor, pero ellas, damas sabias y comedidas, no se inmutaron por la ira de su hermano y siguieron a lo suyo.
—Nos negamos a consentir la autocompasión —me informaron al revisar nuestra despensa, de la que tiraron la comida estropeada y la sustituyeron por productos frescos—. No somos de las que se regodean en la desgracia. Y tú tampoco debes regodearte, Eliza —insistieron, sentadas junto a mí, una a cada lado, tratando de compaginar la amabilidad y la comprensión con la desaprobación ante nuestras nuevas y desaliñadas costumbres—. Tu madre ha fallecido, ahora está con el Señor, y es muy triste y terrible, pero ya pasó. La vida debe continuar, para nuestro hermano y para ti.
—Para mí, la vida ha terminado —replicó amargamente mi padre, de pie en la puerta, haciéndonos dar un respingo, pues no nos habíamos percatado de su presencia—. Lo único que deseo es reunirme con mi querida Angeline en ese lugar oscuro del cual nadie vuelve.
—Tonterías, Wilfred —repuso mi tía Rachel poniéndose de pie para dirigirse hacia él con los brazos en jarras y una expresión entre furiosa y compasiva, pues ambas emociones pugnaban por imponerse—. No he oído estupidez semejante en mi vida. ¿No crees que es una crueldad hablar así delante de la niña, que ya ha sufrido una pérdida terrible?
El rostro de mi padre fue el vivo retrato del sufrimiento. No deseaba infligirme más daño, pero su dolor era tal que no podía resistirse a aquel lenguaje autocompasivo. Cuando lo miré y él volvió la cara, incapaz de mirarme a los ojos, me eché a llorar y tuve ganas de salir corriendo a la calle, alejarme de aquel sitio, desaparecer entre las anónimas multitudes londinenses y convertirme en una indigente, una vagabunda, en nadie.
Mis tías revoloteaban en torno a nosotros, reprendiéndonos y consolándonos a partes iguales, intentando controlar su comprensible desazón. No tardó en hacerse evidente que mi padre estaba demasiado sumido en su dolor para cuidar de mí. Se decidió que me fuera a Cornualles con mi tía Hermione a pasar el verano, mientras mi tía Rachel se quedaba en Londres para cuidar de su hermano menor. Fue una decisión muy sensata, porque pasé un verano muy feliz en el campo, llegué a aceptar mi pérdida y aprendí a sobrellevarla, y, de alguna manera, mi tía Rachel consiguió sacar a mi padre de los abismos de su desesperación y llegar a una situación en que pudiera encargarse de nuevo de su vida, sus responsabilidades y su hija. Cuando volví a casa en otoño y nos reconciliamos, quedó claro que lo peor ya había pasado. Echaríamos de menos a mi madre, por supuesto, y hablaríamos de ella a menudo, pero ambos habíamos llegado a comprender que la muerte era un fenómeno natural, aunque doloroso para quienes quedan atrás, pero que todo hombre o mujer debe aceptar como el precio que se paga por la vida.
—Me temo que te he fallado —me dijo mi padre una vez ya solos en casa—. Jamás volverá a ocurrir, te lo prometo. Siempre cuidaré de ti, Eliza. Y estarás a salvo.
A partir de entonces formamos una pareja moderadamente feliz y algo resignada en nuestro hogar. Como es natural, yo me ocupaba de las tareas domésticas. Me hice cargo de la cocina hasta que el salario de mi padre nos permitió emplear a una criada para todo, Jessie, una chica escocesa que venía dos tardes a la semana y limpiaba la casa de arriba abajo, quejándose de dolor de espalda y artritis en las manos, aunque sólo tuviera un año más que yo. A pesar de lo gruñona que era, me sentía agradecida por el hecho de que pudiéramos permitírnosla, porque limpiar no me gustaba y ella me descargaba de esa odiosa tarea.
En la escuela St. Elizabeth, a la que había asistido desde niña, siempre fui una alumna excelente. Poco después de completar mi educación me ofrecieron el puesto de maestra de las niñas más pequeñas, una ocupación tan adecuada para mí que se volvió permanente al cabo de seis meses. Disfrutaba mucho con mis pequeñitas de entre cinco y seis años. Les enseñaba los rudimentos de las sumas y la ortografía, la historia de los reyes y las reinas de Inglaterra y las preparaba para las materias más difíciles que deberían afrontar con la señorita Lewisham, a cuyas encallecidas manos las entregaría, gimiendo y llorando, doce meses después. Se me hacía difícil no sentirme apegada a mis pequeñas; eran muy dulces y hacían gala de una confianza ciega en su trato conmigo. Sin embargo, no tardé en comprender que, si quería prosperar como maestra (pues daba por sentado que siempre lo sería, ya que el matrimonio parecía improbable, dado que carecía de fortuna y de estatus social, y lo peor, que tenía una cara, como dijo una vez mi tía Hermione, capaz de agriar la leche —«Y no lo digo con mala intención, niña», añadió cuando advirtió mi malestar, aunque no se me ocurre con qué otra intención pudo decirlo—), debía compensar el afecto con cierta dureza. Esa posibilidad encajaba bien conmigo. Viviría como una solterona, enseñaría a mis niñas y quizá aprovecharía las vacaciones estivales para hacer algún viaje corto. Soñaba con visitar los Alpes franceses o Venecia; ocasionalmente me preguntaba si podría incluso encontrar empleo como acompañante de alguna dama en verano. Y entretanto cuidaría de mi padre y la casa. Compadecería a Jessie por sus problemas de salud mientras le preguntaba si había limpiado ya los zócalos. No me preocuparía por improbables pretendientes, y afrontaría la vida con seriedad y actitud positiva. Y por todo eso me sentía satisfecha y feliz.
El único cambio en tales circunstancias vino de la mano de Arthur Covan, profesor de nuestras niñas mayores, y con quien, como he mencionado, forjé una amistad especial. El señor Covan procedía de Harrow y necesitaba un año de experiencia docente para acceder a la universidad como profesor de Clásicas. Arthur me hacía reír (era un mimo estupendo) y me halagaba con sus atenciones. Era un joven apuesto, un año menor que yo, de cabello oscuro y sonrisa fácil. Para mi bochorno, me permití las más benévolas fantasías sobre cómo sería «salir juntos», aunque él nunca fomentara semejante ilusión. Ni siquiera cuando meses después todo quedó al descubierto, su nombre apareció en los periódicos y la gente pidió a gritos su cabeza, ni siquiera entonces fui capaz de condenarlo por completo, aunque, claro, nunca más volví a hablarle. Y luego él, por supuesto, se quitó la vida. Pero ya basta. Estaba hablando de mi puesto en St. Elizabeth, no de ensoñaciones sentimentales.
Únicamente entonces, tras la desaparición de mi padre, pensé en lo sola que estaba, sin saber si el sencillo plan que tenía reservado para mi futuro bastaría para satisfacer mis necesidades. Mis tías habían muerto ya. No tenía hermanos de quienes preocuparme y nadie que se ocupase de mí, ni primos cuyas vidas pudieran despertar mi interés, ni persona que pudiera tener interés alguno en la mía. Estaba totalmente sola. Si desaparecía en plena noche, si un día me asesinaban de regreso a casa desde la escuela, nadie me echaría de menos ni se preguntaría por mi desaparición. Me había convertido en una figura solitaria.
Y quizá por eso el anuncio para el puesto de institutriz en Norfolk me pareció una oportunidad tentadora.
¿Debería haber esperado más tiempo antes de adoptar la decisión de partir? Quizá, pero estaba trastornada, muy afectada por la profunda pena que sentía. Y las cosas también se precipitaron aquella misma noche, cuando llamaron a la puerta y me encontré ante un hombre con aspecto de matón que se hacía llamar señor Vile —un nombre que parecía hecho a medida— y que me informó de que la casa donde me había criado no era propiedad de mi padre, sino que éramos simples inquilinos, afirmación que respaldó con documentos irrefutables.
—Pero yo creía que ahora sería mía… —repuse, perpleja.
Él me sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes amarillentos con uno negro en medio.
—Puede serlo, si quiere —declaró—. Pero éste es el precio del alquiler, y espero mi dinero cada martes sin falta. Su padre nunca me decepcionó en ese sentido, que Dios se apiade de su alma.
—No puedo permitírmelo. Solamente soy una maestra de escuela.
—Y yo un hombre de negocios. Así que, si no puede pagar, será mejor que embale sus cosas. O que realquile una de las habitaciones. A una chica tranquila, quiero decir. Nada de hombres. No toleraré que esto se convierta en una casa inmoral.
Me ruboricé, humillada, y experimenté el impetuoso deseo de darle un puntapié. Ignoraba por qué mi padre no me había contado que la casa no era de su propiedad ni me había pedido nunca que contribuyese al alquiler, una vez encontré empleo. En cualquier otro momento me habría llevado un gran disgusto, pero entonces me pareció apenas un problema más. Recordando el anuncio del periódico, aquella misma noche me senté a redactar una solicitud de empleo, que a primera hora del día siguiente deposité en el buzón, antes de que pudiera cambiar de opinión. El martes y el miércoles fueron días muy ajetreados: tuve que revisar los efectos personales de mi padre y, con la ayuda de Jessie, organicé su dormitorio de forma que apenas revelara quién había sido el anterior ocupante. Escribí al señor Heston, del museo, que me respondió aceptando mi ofrecimiento de los libros de insectos y la correspondencia de mi padre. Puse todas las novelas del señor Dickens en una caja y la dejé al fondo de un armario, porque ya no soportaba verlas. Y entonces, el jueves por la mañana, llegó una carta de Norfolk en respuesta a la mía: expresando satisfacción por mis referencias, se me ofrecía el puesto sin entrevista alguna. Me sorprendí mucho, la verdad. El anuncio hacía hincapié en la urgencia del asunto, pero H. Bennet, que no tenía forma de saber si yo era adecuada para el trabajo, no obstante accedía a confiarme a sus niños.
No tenía la certeza de que una transformación tan radical de mi vida fuera sensata, pero ahora, con la aceptación delante, me pareció que un cambio de ambiente podía ser lo más adecuado, de manera que aquella misma mañana me reuní con la señora Farnsworth en su despacho y presenté mi dimisión. Ella la aceptó a regañadientes, señalando que la dejaba plantada en pleno curso escolar y quejándose porque con tan poco tiempo le costaría encontrar una sustituta. Asumí mi culpa y, del modo más nefando, me aproveché de mi reciente dolor para evitar más regañinas. Ella comprendió al fin que no cambiaría de opinión y me estrechó la mano de mala gana, deseándome lo mejor. Aquella tarde abandoné St. Elizabeth debatiéndome entre la ilusión y el miedo.
El viernes, cuando aún no había pasado ni una semana desde que mi padre y yo habíamos ido a Knightsbridge bajo aquella lluvia torrencial, cuando no hacía ni siete días que el señor Dickens había hecho su entrada en la sala de conferencias ante más de mil lectores devotos apiñados allí, mojados y sudorosos, cerré nuestra casa, despedí a Jessie con la paga de una semana como compensación, y subí a un tren rumbo a un lugar que nunca había visitado, para trabajar en una familia a la que no conocía y ocupando un puesto que jamás había desempeñado. Decir que aquélla fue una semana repleta de acontecimientos y emociones sería subestimar la situación. Pero sugerir que fue más terrorífica que las semanas siguientes sería, lisa y llanamente, mentir.