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Mi padre siempre fue un lector apasionado. Poseía una biblioteca selecta en su estudio de la planta baja, donde se retiraba cuando quería estar solo con sus pensamientos y recuerdos. Una pared albergaba una serie de volúmenes dedicados a su especialidad, la entomología, un tema que le había fascinado desde la niñez. Me contó que, de muchacho, tenía horrorizados a sus padres a causa de una vitrina de cristal donde guardaba montones de insectos vivos y que tenía en un rincón de su habitación. En el rincón opuesto había una segunda vitrina con los cuerpos de los bichos post mortem. El paso natural de los insectos de un rincón al otro de la habitación constituía para él una gran satisfacción. No quería verlos morir, claro está, y prefería estudiar sus hábitos e interacciones, pero llevaba una serie de laboriosos diarios en los cuales anotaba su conducta durante su desarrollo, madurez y descomposición. Naturalmente, las criadas protestaban por tener que limpiar aquella habitación —una incluso se despidió en señal de protesta cuando se lo exigieron— y su propia madre se negaba a pisarla. (Su familia tenía dinero por aquel entonces, de ahí la presencia del servicio doméstico. Un hermano mayor, muerto años antes de los hechos que relato, había dilapidado la herencia, de ahí que nosotros no pudiéramos permitirnos tales lujos.)

Junto a los volúmenes que describían los ciclos vitales de las termitas reinas, el tracto intestinal de los escarabajos longicornios y los hábitos de apareamiento de los estrepsípteros, había una serie de legajos que recogían su correspondencia a lo largo de los años con William Kirby, su mentor particular, quien le dio su primer empleo remunerado en 1832, cuando mi padre acababa de alcanzar la mayoría de edad, como ayudante en un nuevo museo de Norwich. A continuación, el señor Kirby se lo había llevado a Londres para que lo ayudara a fundar la Sociedad Entomológica, tarea que a su debido tiempo lo llevaría a convertirse en conservador de insectos en el Museo Británico, un trabajo que a mi padre le encantaba. Yo no compartía esa pasión suya. Los insectos siempre me han parecido repugnantes.

El señor Kirby había muerto dieciséis años atrás, pero mi padre seguía disfrutando de la lectura de sus cartas y notas, y le gustaba continuar con el proceso de adquisición que había llevado a la sociedad, y finalmente al museo, a poseer una colección tan maravillosa.

Todos esos «libros de bichos», como los llamaba yo en tono burlón, estaban cuidadosamente dispuestos en unos estantes en la pared contigua a su escritorio, según un orden que sólo mi padre entendía. En la pared opuesta, sin embargo, junto a una ventana y un sillón de lectura donde la luz era mejor, había una colección mucho más reducida de libros, todos ellos novelas, y el autor que más proliferaba en aquellos estantes era, por supuesto, el señor Dickens, quien en opinión de mi padre no tenía igual.

—Si escribiera una novela sobre una cigarra o un saltamontes, en lugar de un huérfano —observé una vez—, supongo que ya sería el súmmum.

—Querida mía, te olvidas de El grillo del hogar —replicó mi padre, cuyo conocimiento de las obras del novelista era insuperable—. Por no hablar de la familia de arañas que habita el pastel de bodas intacto de la señorita Havisham. O de las pestañas de Bitzer en Tiempos difíciles. ¿Cómo las describe? «Como antenas de ajetreados insectos», si la memoria no me falla. No, los insectos aparecen de forma regular a lo largo de la obra de Dickens. Es sólo cuestión de tiempo que les dedique un volumen más sustancial. Creo que es un auténtico entomólogo.

Habiendo leído yo misma la mayoría de dichas novelas, no estoy tan segura de la verdad de tal afirmación, pero mi padre no leía a Dickens por los insectos, sino por las historias. Lo cierto es que la primera vez que lo recuerdo sonriendo de nuevo, tras el fallecimiento de mi madre y a mi regreso de la casa de mi tía en Cornualles, fue cuando releía Los papeles póstumos del club Pickwick, cuyo protagonista siempre acababa por hacerle reír hasta las lágrimas.

—Eliza, tienes que leerlo —me dijo cuando cumplí los catorce, poniéndome en las manos un ejemplar de Casa desolada—. Es una obra de un mérito extraordinario, y mucho más acorde con los tiempos que corren que esas fantasías de un penique que tanto te gustan.

Yo abrí el volumen con una sensación de pesadumbre, que fue acrecentándose en mis intentos por discernir el significado y la intención de la demanda judicial de Jarndyce contra Jarndyce, pero mi padre tenía razón, cómo no, porque, en cuanto hube conseguido abrirme paso en los capítulos iniciales, la historia se desplegó ante mí y las experiencias de Esther Summerson me despertaron una profunda compasión, por no decir que me sentí totalmente cautivada por el romance que mantenía con el doctor Woodcourt, un hombre honrado que la ama a pesar del desafortunado aspecto físico de ella. (En este sentido puedo identificarme plenamente con Esther, aunque ella había perdido su belleza a raíz de la viruela, mientras que yo nunca he sido guapa.)

Antes de sus problemas de salud, mi padre siempre había sido un hombre vigoroso. Hiciera el tiempo que hiciese, todas las mañanas iba a pie al museo y regresaba por las tardes también andando, sin servirse del ómnibus que podría haberlo traído de vuelta casi directamente hasta nuestra puerta. Cuando durante unos años tuvimos un perro mestizo llamado Bull’s Eye, un animal mucho más amable y comedido que el maltratado compañero de Bill Sikes, hacía incluso más ejercicio al sacarlo a pasear dos veces al día por Hyde Park, y le arrojaba palos en Kensington Gardens o lo dejaba correr libremente por las orillas del Serpentine, donde, en una ocasión, aseguraba haber visto a la princesa Elena sentada junto al agua, llorando. (¿Por qué? No lo sé. Se acercó a ella para preguntarle si se encontraba indispuesta, pero ella lo rechazó con un ademán.) Nunca se acostaba tarde y dormía profundamente toda la noche. Comía con moderación, no bebía en exceso, no estaba demasiado gordo ni demasiado flaco. No había motivo alguno para pensar que no llegaría a una edad avanzada. Pero así fue.

Quizá tendría que haberme mostrado más inflexible cuando traté de disuadirlo de asistir a la charla del señor Dickens, pero en mi fuero interno sabía que, aunque le gustaba dar la impresión de que delegaba en mí los asuntos domésticos, yo no podría hacer nada para evitar que atravesara el parque rumbo a Knightsbridge. A pesar de su entusiasmo como lector, no había tenido todavía el gusto de oír hablar en público al gran autor, y era bien sabido que las apariciones del novelista en escena eran comparables, si no superiores, a cualquiera de las que podían disfrutarse en los teatros de Drury Lane o Shaftesbury Avenue. De modo que no dije nada y, sometiéndome a su autoridad, accedí a que fuéramos.

—No te inquietes, Eliza —me dijo al salir de casa aquel viernes por la tarde, cuando le sugerí que al menos llevase una segunda bufanda, porque el frío era espantoso y, aunque no había llovido en todo el día, el cielo estaba encapotándose. Pero a mi padre no le gustaba que estuviesen encima de él, y decidió pasar por alto mi consejo.

Nos dirigimos del brazo hacia Lancaster Gate y dejamos los Jardines Italianos a nuestra izquierda para atravesar Hyde Park por el sendero central. Cuando, unos veinte minutos más tarde, salíamos por la Puerta de la Reina, me pareció divisar un rostro familiar como surgido de la niebla, y al entornar los ojos para verlo bien, di un respingo… ¿Acaso no se trataba de la misma cara que había visto en el espejo la mañana anterior, el reflejo de mi difunta madre? Incrédula, tiré de mi padre hacia mí al detenerme en seco en la calle, y él se volvió sorprendido, mientras la dama en cuestión aparecía entre la bruma y me saludaba con una inclinación de cabeza. No era mi madre, desde luego (¿cómo iba a serlo?), sino una mujer que podría haber sido su hermana o una prima, a tal punto era extraordinario el parecido, sobre todo los ojos y la frente.

Empezó a llover casi de inmediato, gruesas gotas que caían pesadamente sobre nuestras cabezas y nuestros abrigos mientras la gente corría en busca de refugio. Me estremecí; había sido presa de un mal presentimiento. Un roble grande, un poco más adelante, ofrecía algo de cobijo, así que señalé en su dirección. Pero mi padre, negando con la cabeza, dio unos golpecitos con el dedo en su reloj de bolsillo.

—Si nos apresuramos, llegaremos dentro de cinco minutos —declaró, apretando el paso calle abajo—. Si nos ponemos a resguardo ahora, nos lo perderemos.

Me maldije por haber olvidado el paraguas junto a la puerta principal mientras discutíamos por la bufanda, así que corrimos sorteando los charcos hacia nuestro destino carentes de toda protección. Para cuando llegamos, estábamos empapados. En el vestíbulo, mientras me quitaba los guantes mojados, ansiaba encontrarme ante la chimenea, en nuestro cómodo hogar. Mi padre sufrió un acceso de tos que parecía proceder de lo más hondo de su ser; algunos asistentes, que lo miraron con desdén al pasar, despertaron mi profundo desprecio. Le costó unos minutos recobrarse. Estuve a punto de parar un carruaje para que nos llevase de vuelta a casa, pero él se negó en redondo y se adelantó cruzando el vestíbulo. ¿Qué podía hacer yo, dadas las circunstancias, sino seguirlo?

Allí dentro había congregadas unas mil personas, igual de mojadas e incómodas; un hedor a lana húmeda y a sudor impregnaba el ambiente. Miré alrededor en busca de una zona más tranquila donde sentarnos, pero a aquellas alturas ya estaban ocupados casi todos los asientos, de modo que no nos quedó más remedio que acomodarnos en dos sitios en el centro de una hilera, rodeados por miembros del público que tiritaban y estornudaban. Por suerte no tuvimos que esperar mucho, pues al cabo de unos minutos el señor Dickens en persona apareció entre aplausos. Todos los presentes nos pusimos en pie y le dimos la bienvenida con grandes vítores, para su evidente deleite. Abrió los brazos como si quisiera abrazarnos a todos, agradeciendo aquel fervoroso recibimiento igual que si fuera un derecho que se le reconocía.

Dado que no mostró indicio alguno de querer que la ovación remitiera, transcurrieron quizá cinco minutos más hasta que por fin se colocó en la parte delantera del escenario, indicándonos con un ademán que podíamos suspender nuestra admiración por un instante, y nos permitió tomar asiento una vez más. Tenía el rostro cetrino y el cabello y la barba bastante desaliñados, pero tanto el traje como el chaleco que vestía eran de un tejido tan exquisito que experimenté el curioso deseo de sentir su textura entre los dedos. ¿Cómo sería su vida?, me pregunté. ¿Sería cierto que se movía con la misma facilidad en las callejas del East End londinense que en los privilegiados pasillos del castillo de Balmoral, donde se decía que la reina, de luto, lo había invitado a hacer una lectura dramatizada? ¿Se sentía tan cómodo en compañía de ladrones, carteristas y prostitutas como entre obispos, ministros del gobierno y grandes industriales? En mi inocencia, no era capaz de imaginar qué se sentiría al ser un hombre tan mundano, famoso a ambos lados del océano, amado por todos.

Nos miró entonces con una media sonrisa.

—Hay muchas damas presentes esta noche —dijo, y su voz reverberó en toda la sala—. Como es natural, me complace mucho que así sea, pero también me preocupa, porque espero que ninguna de ustedes tenga el temperamento sensible característico de su sexo. Pues, queridos lectores, amigos míos, gentes de letras, no me propongo entretenerles esta noche con algunas de las ocurrencias más estrambóticas de esa deliciosa criatura que es Sam Weller. Tampoco tengo pensado levantarles el ánimo con la valentía de mi querido muchacho, el señor Copperfield. Ni pretendo conmoverlos en exceso relatando de nuevo los últimos días de ese desgraciado ángel, la pequeña Nell Trent, que Dios se apiade de su alma. —Se interrumpió.

Nuestra expectación fue en aumento mientras lo mirábamos fijamente, cautivados ya por su presencia.

—Bien al contrario —continuó tras una larga pausa, con voz cada vez más profunda y melosa, pronunciando las palabras con lentitud—, me propongo leer una historia de fantasmas que escribí hace poco y que está previsto que aparezca en el número de Navidad de All the Year Round. Es un relato terrorífico, damas y caballeros, destinado a helar la sangre y perturbar los sentidos. Habla de lo paranormal, de los no muertos, de esas criaturas desgraciadas que vagan por la otra vida en busca de reconciliación eterna. Hay un personaje que no está ni vivo ni muerto, que no es ser sensible ni espíritu. Lo escribí para sobrecoger a mis lectores y enviar seres terroríficos a lo más profundo de sus sueños.

Entonces se oyó un grito procedente del centro de la sala. Al volver la cabeza, como hizo la mayoría del público, vi a una joven más o menos de mi edad, veintiún años, que corría pasillo abajo haciendo aspavientos, aterrorizada. Suspiré y la maldije mentalmente por desacreditar a nuestro sexo.

—Si otras damas desean irse —dijo el señor Dickens, encantado al parecer con aquella interrupción—, les ruego que lo hagan ahora. No querría que entorpecieran el devenir de la historia, porque ha llegado el momento de empezar.

En cuanto acabó la frase, por un lateral del escenario apareció un niño pequeño que se acercó al novelista, le hizo una reverencia y le entregó un fajo de hojas. El chico se alejó corriendo. Dickens observó las hojas, miró alrededor con expresión de poseso y empezó a leer.

—«¡Eh! ¡Ahí abajo!» —bramó de pronto, y di un respingo.

Una dama que estaba detrás de mí soltó un juramento y a un caballero que se hallaba junto al pasillo se le cayeron los anteojos. Disfrutando al parecer de la reacción provocada por sus gritos, el señor Dickens hizo una pausa y luego prosiguió. No tardé en sentirme cautivada por su relato. Un único foco iluminaba su pálido rostro, mientras su tono iba variando en función del personaje, describiendo el terror, la confusión y la angustia sólo con un leve cambio en la modulación. Poseía un sentido del ritmo impecable: decía una cosa que nos hacía reír, luego otra que nos intranquilizaba y por último una que nos llevaba a temblar de espanto. Interpretaba con tanto entusiasmo a los dos protagonistas de la historia —un guardavía que trabajaba junto al túnel de un ferrocarril y un excursionista que pasaba por allí— que casi parecía que hubiese dos actores en el escenario. El relato en sí, como había indicado en su presentación, era bastante desconcertante y se basaba en la creencia del guardavía de que un espectro le informaba de las calamidades que acaecerían. El fantasma apareció una vez y hubo un accidente terrible. En la segunda ocasión, una dama murió en un tren que pasaba. Más recientemente había aparecido una tercera vez, gesticulando como un loco para advertir al guardavía que se apartara del camino, pero todavía no había sucedido ninguna desgracia, y el hombre, nervioso, era presa de la inquietud al pensar en qué horrores podía depararle el futuro. Me pareció que el señor Dickens obtenía cierto placer diabólico despertando las emociones de su público. Cuando advertía que estábamos asustados, daba otra vuelta de tuerca, incrementando la tensión y la sensación de amenaza expuesta, y luego, cuando teníamos la certeza de que iba a ocurrir algo terrible, todo se desinflaba, volvía la paz, y quienes conteníamos el aliento, esperando algún nuevo terror, nos sentíamos libres de respirar por fin sintiendo que de nuevo todo iba bien en el mundo. Pero entonces nos pillaba por sorpresa con una sola frase, haciéndonos chillar cuando creíamos que ya podíamos relajarnos, provocándonos un miedo cerval, mientras él se permitía una leve sonrisa al comprobar con qué facilidad podía manipular nuestras emociones.

Mientras avanzaba en la lectura, empecé a temer que no dormiría en toda la noche, tan segura estaba de hallarme rodeada por los espíritus de quienes se habían despojado de su forma corpórea pero todavía no se les había permitido atravesar las puertas del cielo, y por tanto debían arrastrarse por el mundo chillando, desesperados para que los oyeran, sembrando confusión y tormento allá donde fueran, sin saber cuándo se verían liberados por fin para disfrutar de la paz de la vida ultraterrena y la promesa del descanso eterno.

Cuando el señor Dickens terminó, inclinó la cabeza y entre el público se hizo un silencio que duró al menos diez segundos. Luego prorrumpimos en aplausos, en pie y pidiendo más a gritos. Me volví para mirar a mi padre, que, en lugar de estar emocionadísimo como esperaba, se hallaba muy pálido; un velo de sudor le cubría el rostro y respiraba jadeante, mirando el suelo y con los puños apretados, como decidido a recuperar el aliento y temiendo al mismo tiempo ser incapaz de ello.

En las manos, crispadas, tenía un pañuelo manchado de sangre.

Cuando salimos del teatro a la noche húmeda y fría, yo todavía temblaba por el dramatismo de la lectura, convencida de que me rodeaban apariciones y espíritus. Mi padre, en apariencia recuperado, declaró que había sido la velada más agradable en muchos años.

—Es tan buen actor como escritor —aseguró mientras cruzábamos el parque de vuelta a casa.

En el camino empezó a llover otra vez; la niebla casi nos impedía ver más allá de unos pasos.

—Creo que participa a menudo en representaciones dramáticas —dije—, en su casa y en las de sus amigos.

—Sí, lo he leído. ¿No sería maravilloso que te invitaran a…? —Presa de otro acceso de tos y esforzándose por respirar, se dobló por la cintura en plena calle en una postura muy poco digna.

—¡Padre…! —exclamé rodeándole los hombros con un brazo para intentar enderezarlo—. Tenemos que llegar a casa. Cuanto antes te quites esta ropa mojada y te des un baño caliente, mejor.

Él asintió y echó a andar penosamente, tosiendo y estornudando. Avanzamos apoyándonos el uno en el otro. Para mi alivio, la lluvia cesó de pronto, cuando girábamos por Bayswater Road hacia Brook Street, pero a cada paso notaba los pies más empapados en los zapatos, y no quería ni imaginar cómo debían de estar los de mi padre. Por fin llegamos y él se metió en la bañera media hora; luego se puso la camisa de dormir y el batín y se reunió conmigo en el salón.

—Nunca olvidaré esta noche, Eliza —declaró cuando ya estábamos sentados delante del fuego, tomando té caliente y tostadas con mantequilla. El aroma a canela y castañas de su pipa impregnaba de nuevo la habitación—. Qué hombre tan magnífico.

—A mí me ha parecido terrorífico —repuse—. Disfruto con sus libros tanto como tú, desde luego, pero ojalá hubiese leído alguna de sus novelas dramáticas. No me gustan los cuentos de fantasmas.

—¿Te dan miedo?

—Me perturban… —repliqué, negando con la cabeza—. Creo que todas las historias que tienen que ver con la otra vida y con fuerzas que la mente no es capaz de comprender pueden alterar mucho al lector. Aunque nunca he experimentado miedo de verdad. No sé qué significa estar aterrorizada, sólo desconcertada o incómoda. El guardavía de la historia, por ejemplo. Estaba aterrorizado porque sabía que se avecinaba algo espantoso. Y esa mujer del público que ha salido corriendo de la sala. No me imagino cómo será sentir tanto miedo.

—¿No crees en fantasmas, Eliza? —quiso saber mi padre, y me volví para mirarlo, sorprendida por la pregunta.

La habitación estaba en penumbra y sólo lo iluminaba el resplandor rojizo de las brasas, que volvía sus ojos más oscuros de lo habitual y proyectaba en su piel el brillo de alguna llama esporádica.

—No lo sé —contesté, insegura—. ¿Tú sí?

—Creo que esa mujer era una estúpida —declaró mi padre—. Eso creo. El señor Dickens ni siquiera había empezado a leer y ya se había asustado. No tendría que haber asistido, si su temperamento es tan sensible.

—Yo prefiero relatos más realistas —proseguí, desviando la mirada—. Las novelas que exploran las vidas de huérfanos, sus relatos en que se triunfa sobre la adversidad. Copperfield, Twist y Nickleby siempre tendrán más sitio en mi corazón que Scrooge o Marley.

—«Marley estaba muerto, eso para empezar» —recitó mi padre, con voz profunda, imitando tan bien al escritor que me estremecí—. «No cabe duda alguna al respecto».

—Ay, no, no hagas eso —supliqué, riéndome a mi pesar—. Por favor…

Cuando me fui a la cama no tardé en dormirme, pero caí en un sueño intermitente e intranquilo. Tuve pesadillas. En lugar de correr aventuras, me encontraba con espíritus. Nada de picos alpinos o canales venecianos: el paisaje consistía en oscuros cementerios y panoramas truncados. Pero dormí de un tirón, y cuando desperté, un poco embotada y desazonada, la luz de la mañana ya se filtraba por las cortinas. Miré el reloj de pared: ¡casi las siete y diez! Solté una exclamación, pues iba a llegar tarde al trabajo, y aún tenía que preparar el desayuno a mi padre. Sin embargo, cuando entré en su habitación minutos más tarde, para ver si había mejorado durante la noche, advertí que estaba más enfermo de lo que había pensado. La lluvia de la víspera se había cobrado su precio y el frío parecía haberlo calado hasta los huesos. Estaba mortalmente pálido, con la piel sudorosa; me asusté mucho. Me vestí de inmediato y corrí al final de nuestra calle, donde vivía el doctor Connolly, amigo y médico nuestro desde hacía largos años. El doctor volvió conmigo e hizo cuanto estaba en su mano, no me cabe duda, pero me explicó que sólo podíamos confiar en que la fiebre remitiera. Así que no fui al trabajo y pasé el resto de la jornada junto a la cabecera de mi padre, rogándole a un dios que no suele ocupar demasiado mis pensamientos, y al anochecer, cuando el sol ya había descendido y campaba la perpetua niebla londinense que tanto nos atormenta, noté que la presión de la mano paterna en la mía se debilitaba, hasta que me soltó por completo y emprendió plácidamente el camino para reunirse con el Creador, dejándome huérfana como los personajes que había mencionado la noche anterior, si es que alguien puede considerarse huérfano a los veintiún años.