Londres, 1867
Charles Dickens fue el culpable de la muerte de mi padre.
Cuando trato de esclarecer el momento en que mi vida pasó de la serenidad al horror, en que lo natural se convirtió en inenarrable, me veo sentada en el saloncito de nuestra pequeña casa cerca de Hyde Park, observando los bordes deshilachados de la alfombra ante la chimenea y preguntándome si ya era hora de comprar una nueva o de intentar remendarla. Pensamientos sencillos, domésticos. Aquella mañana caía una llovizna continua. Al apartar la vista de la ventana para contemplarme en el espejo sobre la chimenea, mi aspecto se me antojó descorazonador. Es cierto que nunca he sido atractiva, pero estaba más pálida de lo habitual y tenía el cabello encrespado y despeinado. Me hallaba allí sentada, con los codos sobre la mesa y una taza de té en las manos. Traté de relajarme y corregir la postura. Entonces hice algo ridículo: sonreí, esperando que la manifestación de cierta alegría mejorase mi imagen, y en ese instante me sobresalté al advertir un segundo rostro, mucho más pequeño que el mío, que me miraba fijamente desde una esquina inferior del espejo.
Con un grito sofocado, me llevé una mano al pecho, para acabar riéndome de mi propia insensatez: aquella imagen no era más que un retrato de mi difunta madre que pendía en la pared detrás de mi silla. El espejo nos captaba a ambas, una junto a la otra, aunque yo no salía bien parada de la comparación, pues mi madre era una mujer muy hermosa, de ojos grandes y brillantes, mientras que los míos eran pequeños y apagados; la curva de su mandíbula era femenina, pero la mía se veía dura y algo masculina, y ella era una mujer esbelta, en tanto que yo siempre me había sentido grandota y ridícula.
El retrato me resultaba muy familiar. Llevaba tanto tiempo colgado de aquella pared que quizá ya ni siquiera reparaba en él, de igual manera que a menudo pasamos por alto las cosas más familiares, como los cojines de nuestro asiento o los seres queridos. Sin embargo, aquella mañana su expresión atrajo mi atención, y me vi lamentando de nuevo haberla perdido, aunque hubiese dejado este mundo hacía más de una década, cuando yo era una niña. ¿Cómo sería la otra vida? ¿Dónde residiría su espíritu tras la muerte? ¿Habría pasado aquellos años observándome, alegrándose con mis pequeños triunfos y lamentando mis numerosos errores?
La niebla matutina empezaba a descender sobre la calle; un viento persistente que se colaba por la chimenea y se abría paso entre la mampostería, remitiendo sólo levemente al penetrar en la habitación, me obligaba a arrebujarme aún más en el chal que llevaba sobre los hombros. Me estremecí y deseé volver a la calidez de mi cama.
Sin embargo, me sacó de mi ensueño la exclamación de alegría de mi padre, que, sentado frente a mí, con los arenques y huevos a medio comer, hojeaba las páginas del Illustrated London News. Aquel periódico estaba abandonado desde el sábado anterior sobre una mesita en la misma habitación donde nos encontrábamos, y yo había pensado tirarlo esa misma mañana, pero no sé qué extraño impulso llevó a mi padre a echarle un vistazo mientras desayunaba. Lo miré con aprensión, pues me pareció que se había atragantado. En realidad su rostro estaba encendido de emoción; dobló el periódico en dos y dio unos toquecitos insistentes con un dedo mientras me lo pasaba.
—Mira, querida. ¡Es maravilloso!
Cogí el diario y eché un vistazo a la página que me indicaba. El artículo parecía hacer referencia a un importante congreso dedicado a temas relacionados con el continente norteamericano que se celebraría en Londres antes de Navidad. Leí rápidamente varios párrafos, pero no tardé en perderme en la jerga política, que parecía pensada para provocar e intrigar simultáneamente al lector, y al poco rato levanté la mirada hacia mi padre, confusa. Él nunca había mostrado interés alguno en los asuntos americanos. De hecho, en más de una ocasión había asegurado que quienes vivían al otro lado del Atlántico no eran más que unos bribones bárbaros y hostiles, a los que nunca deberían haberles concedido la independencia, un acto de deslealtad hacia la Corona por el cual el nombre de Portland debería caer en la ignominia para siempre.
—¿Qué pasa? —pregunté—. No querrás asistir como manifestante, ¿verdad? Me parece que el museo no se tomaría demasiado bien que te inmiscuyeras en cuestiones políticas…
—¿Cómo? —respondió él, confuso ante mi comentario, y acto seguido negó con la cabeza—. No, no. No se trata del artículo sobre esos villanos. A ésos déjalos, que ya se han cavado su propia fosa y por mí pueden meterse en ella, me da igual. No, mira a la izquierda. El anuncio que está a un lado de la página.
Cogí de nuevo el periódico y entonces supe a qué se refería. Se anunciaba que Charles Dickens, el novelista de fama mundial, leería una de sus obras la tarde siguiente, el viernes, en la sala de conferencias de Knightsbridge, que quedaba a menos de media hora de donde vivíamos. Se rogaba encarecidamente a quien deseara asistir que lo hiciera temprano, pues el señor Dickens siempre atraía a un público muy numeroso y entusiasta.
—¡Tenemos que ir, Eliza! —exclamó mi padre, radiante de felicidad, y tomó un bocado de arenque para celebrarlo.
El viento arrancó una teja de pizarra, que fue a estrellarse en el jardín. Oí moverse algo en los aleros.
Me mordí el labio y releí el anuncio. Mi padre llevaba más de una semana con una tos persistente y el pecho muy cargado, sin indicio alguno de mejoría. Dos días antes había acudido al médico, que le había prescrito un jarabe verde y viscoso que tuve que obligarle a tomar, pero que, en mi opinión, no le había hecho mejorar en nada. Más bien parecía haber empeorado.
—¿Crees que será sensato? —le pregunté—. Todavía estás enfermo, y hace un tiempo inclemente. ¿No sería mejor que te quedaras unos días más en casa, ante la chimenea?
—Tonterías, querida —repuso negando con la cabeza y consternado al ver que intentaba privarle de aquel inmenso placer—. Casi estoy recuperado del todo, te lo aseguro. Mañana por la noche me encontraré bien.
Pero, desmintiendo esa afirmación, fue presa al instante de un cavernoso y persistente acceso de tos que lo obligó a apartarse de mí; enrojeció y los ojos se le humedecieron. Corrí a la cocina y le serví un vaso de agua, que dejé ante él; dio un buen trago y por fin me sonrió con expresión traviesa.
—Esto significa que mi organismo está librándose de la tos. Te aseguro que mejoro por momentos.
Miré por la ventana. Si hubiésemos estado en primavera, si el sol hubiese brillado entre las ramas de los árboles en flor, quizá me habría dejado persuadir por sus argumentos. Pero no era primavera, sino otoño. Y me parecía muy imprudente que arriesgase más su precaria salud sólo por oír hablar en público al señor Dickens, cuando el lugar más digno para las palabras de un novelista se halla entre las cubiertas de sus novelas.
—A ver cómo te encuentras mañana —dije en un intento de conciliación, pues no me parecía necesario decidir todavía.
—No, decidámoslo ahora y sanseacabó —insistió, apartando el agua para coger la pipa.
Vació en el plato los restos de la fumarada de la noche anterior y luego rellenó la cazoleta con su tabaco preferido. Percibí aquel aroma familiar a castaña y canela. Aquel tabaco que fumaba mi padre contenía bastante de esa especia, y dondequiera que yo captara ese olor, me hacía evocar la confortable calidez de mi hogar.
—El museo me ha permitido faltar a mi puesto hasta finales de semana. Hoy me quedaré todo el día en casa y mañana hasta la tarde, cuando nos pondremos los abrigos e iremos juntos a oír hablar al señor Dickens. Por nada del mundo me lo perdería.
Suspiré y asentí; sabía que, aunque valorase mi consejo, estaba decidido a salirse con la suya.
—¡Estupendo! —exclamó.
Prendió una cerilla y la dejó arder unos segundos para que se consumiera el fósforo; luego la acercó a la cazoleta y chupó por la boquilla tan contento que no pude evitar sonreír ante el intenso placer que le proporcionaba fumar. En la penumbra de la habitación, a la luz de las velas, el fuego y la pipa, su piel se veía muy fina y espectral, y mi sonrisa se desdibujó un poco al darme cuenta de lo mucho que había envejecido. ¿Cuándo habían cambiado nuestros papeles tanto que yo, la hija, tenía que darle permiso para salir a él, el progenitor?