Treinta y cinco

Treinta y cinco

Los soldados y hombres del pueblo habían estado toda la mañana ocupados en recoger aquellas cosas que pudiesen servir para algo, pero en el exterior de las barricadas había demasiados cuerpos hediondos para examinarlos como era debido. El arma de la que se apropió Reinmar era tosca, estaba embotada y oxidada, pero el joven necesitaba su peso tranquilizador mucho más que el filo de la hoja. La sujetó en la mano mientras marchaba con resolución hasta coronar la colina y entraba en el bosque de abetos que rodeaba la casa de Albrecht Wieland.

Sobre el bosque se veía humo, pero procedía de la chimenea de la casa y no de brasas de la madera con que estaba construida. El enemigo que había caído sobre el pueblo con temeraria furia no había pasado por allí, ni tampoco parecía haber restos del monstruoso ejército que acecharan en el bosque, a pesar de que los centinelas de Von Spurzheim se habían retirado hacía más de un día. Reinmar no dejaba de mirar a su alrededor mientras recorría el sendero y volvía constantemente la cabeza para asegurarse de que nadie se le acercaba por la espalda, pero el bosque de abetos parecía desierto por completo. No cantaban los pájaros, el viento no susurraba en las hojas de los árboles, y la hierba parecía extrañamente desteñida.

Sin embargo, cuando tuvo a la vista la puerta de la casa, observó que estaba abierta, cosa que le pareció una mala señal, y aferró con más fuerza el puño de la espada. Se acercó con sigilo y tuvo buen cuidado de que sus botas no hiciesen ruido alguno al pisar el suelo cubierto de hojas que se extendía junto al sendero tosco que llevaba hasta la puerta. Al llegar al umbral se detuvo a escuchar con atención, pero no pudo oír voces.

Entró en silencio y no tardó en comprender por qué no se oían voces. Por el momento, al menos, la lucha había concluido.

Si la sala de estar de Albrecht había estado desordenada antes, en ese momento era un caos total. La mesa estaba volcada, y las sillas habían sido lanzadas a los lados. Allá donde había habido una pila, se veía una serie de objetos desparramados, algunos aplastados y otros hechos trizas.

Los cinco integrantes del combate se habían separado después de que la furia parecía haber concluido, en apariencia para contar las bajas, aunque uno de ellos estaba tan quieto que lo más probable fuera que se hallara entre los contados más que no entre los que contaban, y otra estaba tan bien sujeta que con toda probabilidad no debía considerársela en absoluto como combatiente.

Posiblemente Margarita habría gritado al ver a Reinmar, pero estaba amordazada. También estaba atada, con las manos a la espalda y los tobillos juntos. La habían dejado en un rincón, tal vez de pie al principio, pero la muchacha se había acuclillado. Albrecht, el que parecía cadáver, yacía a la izquierda de ella, a un metro de distancia, más o menos.

El hombre estaba enroscado en una posición completamente fetal; se había llevado las manos al vientre en el momento en que lo habían herido, y tenía las piernas recogidas con gesto de dolor, de modo que las manos y los muslos compartían el intento de retener las entrañas en su sitio. El hermano de Albrecht, Luther, aún con aspecto joven y demente —aunque entonces quizá no más loco que Wirnt—, se encontraba arrodillado junto al cadáver y mostraba las manos vacías como si lo espantara su propia impotencia.

Reinmar no tenía la más mínima duda de que la espada que había abierto el abdomen de Albrecht era la suya, blandida por Wirnt, el cual aún la tenía en la mano y parecía dispuesto a usarla, aunque por el momento había adoptado una postura defensiva y había apoyado la espalda contra la otra pared, que partía del rincón en que se encontraba Margarita, acuclillada. No parecía haber sufrido herida alguna, pero jadeaba con fuerza. Tenía una botella en la mano izquierda, la cual Reinmar reconoció como la que le habían dado los monjes a Valeria y que ésta había dejado allí, llena hasta la mitad. Entonces estaba vacía y, si Reinmar interpretaba correctamente la expresión del rostro de Wirnt, el resto había sido derramado, no bebido.

Hasta que entró Reinmar, los ojos de Wirnt habían estado fijos en Gottfried Wieland, que se apoyaba en la pared opuesta, aún erguido pero herido por un largo corte que se extendía desde su hombro izquierdo casi hasta su cintura, del cual manaba tanta sangre que la camisa y los pantalones de Gottfried estaban empapados en ella. Reinmar calculó que el corte había hecho mella en una media docena de costillas y tenía que ser muy doloroso, pero, a pesar de que la pérdida de sangre parecía enorme, era probable que no amenazara la vida de su padre. Si se le infectaba, entonces Gottfried tendría que luchar por su vida, pero por el momento estaba muy vivo y plenamente consciente. De haber tenido un arma en la mano, habría sido un oponente formidable para Wirnt, que era más pequeño y menos atlético, pero en el curso de la pelea se había visto obligado a soltar el arma que entonces yacía bajo un pie de Wirnt. Por esa razón, si no por otra, Gottfried se conformaba con mantener la espalda contra la pared y no plantear ninguna amenaza obvia para su enloquecido primo.

Tanto Margarita como Gottfried le lanzaron una mirada implorante a Reinmar cuando lo vieron, pero ninguno de ellos habló. Margarita guardaba silencio porque no tenía más remedio, y cabía suponer que Gottfried hizo lo mismo porque no sabía qué decir. Pero Wirnt sí.

—No fue culpa mía —fue lo primero que dijo, y se apresuró a explicar esa afirmación—. No tenía intención de hacerle daño a nadie, y menos aún a mi padre…, pero no quiso darme el vino. Era una disputa totalmente privada entre padre e hijo, que nunca habría acabado en derramamiento de sangre si no se hubiesen metido en la riña los que no tenían derecho a intervenir. Primero llegó este maníaco que llamó hermano a mi padre e insistió en que era mi padre quien debería beberse el vino. Fue él quien me obligó, al final, a desenvainar la espada, precisamente porque él no llevaba ninguna y necesitaba una demostración de fuerza para controlarlo… Pero, claro, estaba demasiado furioso para controlarlo, incluso con la visión de una espada desnuda. Con tiempo, yo diría que habría entrado en razón, pero entonces llegó este completo estúpido, y en cuanto vio mi espada sacó la suya y manifestó su opinión de que nadie debería tocar el vino. Incluso entonces podríamos haber solucionado la discusión como hombres civilizados si hubiese consentido en envainar la espada mientras hablábamos, tanto más cuanto el verdadero objeto de su ira era esta criatura que él llamó padre, pero insistió en conservar el arma en la mano.

»En cuanto me di cuenta de cuál era la verdadera situación me puse conciliador, un pacificador de la cabeza a los pies, pero mis intentos de calmar las cosas fueron inútiles. Hubo un momento, te lo aseguro, en que dejó de importarme si mi padre me dejaría beber el poco vino que le quedaba, porque me di cuenta de lo insignificante que era en comparación con la otra reserva, la que mi tío Luther juraba que había escondido en la bodega. Era mucho mejor, les dije, que uniéramos nuestras fuerzas con el fin de que uno o dos de nosotros pudiesen interceptar a la muchacha gitana antes de que se alejara demasiado hacia el sur, mientras alguien esperaba aquí tu llegada por si habías logrado retener el frasco. Era todo tan sencillo…, tan sencillo…, pero tu padre y su padre no podían estarse callados, y Albrecht simplemente no quería entregarme esa bebida insignificante, así que llegamos a las manos, con el resultado que ves ahora. Los herí a ambos, lo confieso, pero no fue culpa mía.

Reinmar escuchó hasta que Wirnt acabó de hablar, porque sabía que tenía que entender qué había sucedido; no obstante, en cuanto el torrente de palabras cesó, le dirigió la palabra a su abuelo.

—¿Está muerto? —preguntó, refiriéndose a Albrecht.

—Todavía no —replicó Luther con tristeza, para dar a entender que haría falta un milagro para salvarlo.

—¿Padre? —fue la siguiente pregunta de Reinmar.

—Es un corte superficial a pesar de la sangre —respondió Gottfried, ceñudo—. No moriré, pero no puedo negar que estoy débil y soy prácticamente inútil. Si alguien lo mata, tendrás que ser tú. Si no fueses mi hijo, te diría que fueras por él y mucha suerte, pero, en el caso de que tengas lo que quiere, podríamos ahorrarnos un montón de problemas si se lo dieras.

—¿Tienes lo que necesito? —quiso saber Wirnt.

—Sí, lo tengo —replicó Reinmar, sin ver necesidad alguna de demostrarlo—. Tal vez deberías cogerlo, si te atreves.

Luther sonrió al oírlo aquello, pero era una sonrisa carente de humor.

—Esto es un asunto de familia, después de todo —dijo Wirnt—. Ni siquiera ahora existe razón alguna para que seamos enemigos. No tenía intención de herirlo. Incluso ahora, lo que deseo es la reconciliación y la armonía. Necesito el néctar, pero, una vez que lo tenga, estaré más que dispuesto a hacer pactos y contratos. Von Spurzheim está muerto, al igual que la mitad de su séquito. En Eilhart habrá soldados durante muchos años, y cazadores de brujas en las colinas, pero no ha cambiado nada fundamental. Hay otras batallas en las que luchar, otras cruzadas que organizar, y los soldados y cazadores de brujas se darán cuenta muy pronto de que serán de más provecho si actúan en alguna otra parte. Somos empresarios, ¿verdad? Comportémonos como comerciantes honrados.

—Si puedes matarlo —le dijo Gottfried Wieland a su hijo—, te agradecería que lo hicieras pronto.

—Creo que puedo hacerlo —dijo Reinmar…

Sin embargo, su oportunidad de hacerlo ya se había desvanecido. Le habría resultado bastante fácil entrar en la casa sin que lo oyeran aunque los ocupantes de la misma hubiesen estado momentáneamente en silencio, y fue aún más fácil hacerlo para aquellos que llegaron después que él. No tuvo ni idea de que había alguien a sus espaldas hasta que sintió que un brazo se deslizaba por encima de su hombro como una serpiente, y que el filo de una daga se posaba sobre su garganta.

Pero quien habló no fue el hombre que sujetaba el cuchillo, sino una mujer que había entrado detrás y que entonces pasó a su lado.

—Mi hijo tiene razón en lo que dice —declaró—, aunque sus acciones lo hayan llevado en la dirección equivocada. Por muchos desastres que nos hayan acontecido y por malheridos que estemos, somos una familia civilizada. Aquellos de nosotros que somos eruditos hemos estado apartados de los que son comerciantes, pero eso siempre fue una estupidez de intolerantes. Ahora, nuestra meta debe ser la reconciliación.

Valeria hizo lo que nadie más se había atrevido a hacer: situarse con descuido en el centro mismo de la habitación para mirar con aire regio a todos los demás ocupantes, que se encontraban arrimados a las paredes.

Lo único que Reinmar pudo ver del hombre que tenía a la espalda fue la manga del hábito, pero calculó que se trataba del hermano Noel porque le oyó murmurar la orden de que soltara el arma. No tuvo más alternativa que obedecer.

Valeria no parecía tan joven como cuando Reinmar la había visto por última vez, aunque aún se la veía más vibrante que cuando la conoció.

—Pensaba que os habíais marchado al valle secreto —dijo Reinmar con acritud—. Pensaba que el ataque contra Eilhart no os concernía.

—Tuve un sueño —fue la réplica de la dama. Al parecer ella la creyó adecuada.

Luther se puso de pie y le volvió la espalda a su hermano inconsciente.

—¿Has venido por mí? —preguntó.

—Ha venido por mí —se apresuró a decir Wirnt—. Soy su hijo.

—Creo que descubriréis que ha venido por el néctar —intervino Reinmar con voz queda.

—No he venido a oír cómo jugáis a las adivinanzas —informó Valeria con impaciencia—. Soy la única aquí que sabe qué está sucediendo, y la única que sabe cómo se debe proceder. Soy la elegida de confianza, la única.

Reinmar se sorprendió, pero sólo un poco, ante la clara nota de ansiedad que había en la voz de la mujer. Había tenido el control de la situación la última vez que visitó la casa, pero sabía que entonces las cosas eran diferentes.

—Ninguno de vosotros goza de confianza; jamás se ha confiado en vosotros y jamás se confiará —declaró Reinmar con temeridad—. El vuestro es un juego en el que la confianza no tiene lugar, y la lujuria lo es todo.

La daga se apretó más contra su garganta, pero el filo no hirió la piel.

—¡Ahora resulta que el cachorro lo sabe todo! —exclamó Valeria al mismo tiempo que alzaba una mano con lánguido gesto de desprecio—. Al parecer, es digno hijo de su padre. ¡Qué estúpido fuiste, Luther, al someterte a gente como ésta!

—Dales lo que quieren, Reinmar —dijo Gottfried—. Ahora tienen todas las ventajas. Dales lo que quieren y llévate a Margarita de vuelta a Eilhart. Yo puedo caminar detrás de ti mientras todos ellos encuentran su propio camino hacia el infierno. Mi padre ha tenido su última oportunidad. A partir de ahora, somos nuestros propios señores, sin obligación ninguna hacia él.

Reinmar sabía que su padre hablaba con esperanza al mismo tiempo que intentaba convencerse de que todo podría salir bien. Sin embargo, él tenía pleno conocimiento de que no todo estaba bien.

—No entiendo —dijo—. ¿Por qué no trajiste el néctar cuando pudiste hacerlo, abuelo? ¿Y por qué Marcilla volvió a dejarlo donde tú lo habías encontrado? ¿Por qué vuelve siempre a mis manos?

—Tú lo robaste —murmuró Noel en su oído, aunque con voz lo bastante alta para que los demás lo oyeran—. Los ladrones deben tener cuidado con lo que roban, no sea que los objetos de su deseo los roben a ellos a su vez. Ahora eres nuestro, maese Wieland, tanto si lo sabes como si no.

—¡Eso es mentira! —se apresuró a decir Gottfried—. Todos éstos ya son esclavos, pero tú no. Deberías haber destrozado el frasco cuando lo encontraste, o haberlo derramado en las alcantarillas del pueblo para que se mezclara con la sangre que ya ha derramado. Ni siquiera ahora es demasiado tarde.

—Sí que lo es —insistió el hermano Noel.

—Callaos —les dijo Valeria a Gottfried y al monje—. Vuelvo a decir que no deberíamos estar peleándonos por esto. Éste es un asunto familiar, a fin de cuentas; incluyo a la muchacha, por supuesto, dado que parece tan deseosa de unirse a nuestro pequeño clan. Lo que llevas en el zurrón, Reinmar, es lo que nos ha reunido después de una separación tan larga, y podría mantenernos unidos a despecho de nuestros cortes y contusiones. Puede hacernos fuertes otra vez, tras demasiados años de debilidad.

—Anoche luché para defender el pueblo de monstruos salidos de una pesadilla —replicó Reinmar—. Vi cómo mataban a mis amigos y yo mismo escapé de la muerte por los pelos. ¿Crees que ahora estoy dispuesto a convertirme en parte de esa pesadilla?

—¿Qué mejor momento podría haber? —inquirió Valeria a su vez—. Pero nadie te está pidiendo eso, Reinmar. Ninguno de los aquí presentes luchaba anoche en el otro bando. Teníamos mejores cosas que hacer con nuestro tiempo y con nuestra juventud. Los jóvenes no conocen el valor de la juventud, Reinmar, pero te aseguro que yo lo conozco como cualquier persona viva. Puede ser que pienses que la uso con temeridad, pero un día lo entenderás…, como lo entendió Albrecht, aunque intentó olvidarlo con tanto ahínco, y como lo entiende Luther ahora, otra vez, aunque no siempre pudo recordarlo. Todos sabemos que es mejor apartarse de la batalla que es la existencia mundana, y más aún del tipo de batalla en la que tú luchaste anoche. Tal vez sea bueno que lo hayas hecho porque necesitas aprender, pero hay muchísimas cosas más que podrías aprender con que sólo aprovecharas la oportunidad.

—Esto es una tontería —dijo Wirnt, impaciente—. Tú puedes jugar todos los juegos que quieras, madre, pero yo vine aquí para conseguir el vino de los sueños para mi propio consumo, y sigo con la intención de conseguirlo. Puedo cogerlo, si tengo que hacerlo.

Avanzó un paso al mismo tiempo que alzaba apenas el brazo para recordarles a todos que aún empuñaba la espada de Reinmar, y que ésta era, con mucho, la mejor arma presente.

El paso que dio fue un error porque lo acercó a su madre lo bastante como para permitirle a ésta extender un brazo y cogerle la muñeca derecha con su mano delicada. Aquel acto despreocupado podría haber sido interpretado como un gesto de afecto, destinado a tranquilizarlo, pero no lo era.

De inmediato, Wirnt intentó soltarse pero no pudo hacerlo y, mientras luchaba, su rostro se hizo algo más viejo y el gris de sus cabellos aumentó su proporción con respecto al negro. La carne pareció derretirse de su vientre generoso en exceso, y lo dejó casi tan delgado como lo había estado su padre. Entretanto, Valeria recobró la diminuta fracción de juventud que había perdido desde que bebió el vino de la botella que Wirnt aún sujetaba en la mano.

—No seas necio, Wirnt —dijo, para luego dirigirle la palabra a Reinmar—. Los hijos pueden ser muy revoltosos, pero las madres tienen siempre el dominio de ellos incluso cuando los padres no conservan ni un ápice de su autoridad.

Reinmar oyó la amordazada exclamación de asombro de Margarita, pero nadie más pareció ni ligeramente sorprendido por lo que acababa de suceder. Como ella misma había declarado de modo abierto, era la que sabía mejor qué estaba sucediendo y cómo se debía actuar…, pero había una ansiedad audible en cada frase que pronunciaba, por despectivas que pudiesen ser las palabras. Sabía cómo debía acabar el enfrentamiento, pero no estaba en absoluto segura de que fuese a concluir del modo previsto.

—Yo no seré tu aprendiz, señora —declaró Reinmar.

—Ni yo la tuya —replicó ella—, pero hay que dirigir una empresa y organizar un comercio, y eso requiere un hombre fiable. Tú eres un hombre fiable en todos los sentidos.

—Mi padre dirige la empresa —dijo Reinmar—. No tengo ninguna intención de reemplazarlo hasta que él no esté dispuesto a que lo reemplace.

—Saca el néctar, Reinmar —dijo Valeria—. Déjanos ver de qué va todo esto.

—No lo hagas —dijo Gottfried, pero Reinmar sabía que no tenía ningún sentido dejarlo donde estaba. Sacó el frasco y lo sostuvo en alto.

—Hay más que suficiente para que todos bebamos un sorbo —observó Valeria—. También la muchacha, si quiere. Nos calmará a todos y allanará las negociaciones. Revivirá a los que necesiten que los revivan, e incluso podría tener el poder suficiente para salvar a Albrecht.

Cuando la hechicera habló de beber un trago, a Reinmar se le ocurrió que ni siquiera ella tenía la más remota idea de lo poderoso que era el néctar. Luther lo sabía, si aún estaba en posesión de las facultades suficientes para saber algo, y cabía suponer que Noel también estaba al tanto, pero Wirnt y su madre lo ignoraban.

—Lo último que yo necesito es una medicina de ese tipo —gruñó Gottfried—. Yo no beberé, y tampoco lo liará mi hijo; ni Margarita.

—Beberé encantado tu parte —le contestó Luther con brusquedad a su hijo—. Encantado.

Wirnt abrió la boca como si quisiera reclamar el néctar, pero de ella no salió más que un graznido. Parecía atónito ante su repentina debilidad, espantado por el conocimiento de que había intentado hablar y sólo había sido capaz de proferir un sonido inarticulado que podría haber sido el suspiro agónico de un cuervo carroñero.

Reinmar continuaba estando seguro de que jamás se había previsto que él encontrara el camino hasta el mundo subterráneo, pero entonces comprendía que no todo lo que había hecho allí habían sido movimientos suyos dentro del juego en curso. Cuando había cogido el frasco había cedido a la tentación, y desde entonces ya no se había librado de ella. Ni siquiera ésa era una oportunidad para librarse de la tentación, sino sólo para posponer el conflicto hasta otro momento. Ya estaba marcado, y el vino de los sueños lo seguiría adondequiera que fuese porque él había penetrado en su más preciado secreto. Los acontecimientos de la noche anterior podrían no ser más que una muestra de las cosas que le acontecerían en el futuro si no se unía a la conspiración de Valeria. Entonces, ella sonreía, pero su sonrisa era intranquila.

—Éste es un gran día —dijo, aunque se hizo obvia la falsedad de su confianza—. La reunión de una familia; la curación de heridas nuevas y viejas; el comienzo de una empresa.

—Yo no formaré parte de ella —insistió Gottfried—. Reinmar…

—No seas estúpido, Gottfried —lo interrumpió Luther—. Eras joven y testarudo cuando te pusiste en contra de este comercio, tan joven como Reinmar lo es ahora, pero ya no lo eres tanto. Necesitas el vino más que cualquiera de nosotros, o morirás chillando cuando se te infecte la herida.

—No moriré chillando —le respondió Gottfried a su padre con un tono colérico y escandalizado a la vez—. Toda la carne debe marchitarse y morir, al igual que todo espíritu.

Nada puede impedir lo inevitable. En ese frasco no hay más que ilusión, y es breve. He visto sus promesas, y cómo se deshacían. Soy un comerciante honrado e intentaré continuar así durante muchos años por venir. Tú debes hacer tu propia elección, Reinmar, pero ya has visto lo que la vida ha hecho de mí, y has visto lo que la vida ha hecho de tu abuelo.

—He visto mucho más que eso, padre —replicó Reinmar—. He visto el lugar de origen del vino, tanto las flores como las raíces de sus tentaciones.

—No podías salvar a la gitana —le dijo Valeria, aunque él ya lo sabía—, porque ella nunca tuvo el más mínimo deseo de que la salvaran. Estaba hecha para ser una soñadora y nada podría haberla mantenido despierta durante mucho tiempo una vez que fue llamada a soñar; nada. ¿Qué podría haberle ofrecido un simple hombre cuando ya tenía el amor de un dios?

—Suéltame —le dijo Reinmar al hermano Noel—. Aparta el cuchillo y abriré el frasco.

El monje vaciló, pero tuvo que mirar a Valeria para saber qué hacer. Ella asintió con la cabeza, y Noel retiró el brazo, e incluso retrocedió un paso, por completo convencido de que si las cosas se torcían, él tendría todas las oportunidades para apuñalar a Reinmar por la espalda.

Reinmar cambió el frasco de la mano derecha a la izquierda, pero no intentó abrirlo. En cambio, miró a Wirnt.

—Creo que tú tienes mi espada —dijo.

Wirnt dudó, y Reinmar vio que un destello aparecía en los ojos que relumbraban en el rostro de su primo, repentinamente avejentado. Wirnt liberó la muñeca de la mano de Valeria e hizo el gesto de tender la espada hacia Reinmar, pero fue la punta lo que le presentó, no la empuñadura.

—No seas necio, Wirnt —volvió a decir Valeria.

Dio la impresión, no obstante, de que Wirnt ya estaba harto de oír esa frase en particular, porque hizo un barrido lateral con el arma, al parecer con toda la fuerza que fue capaz de reunir, dirigido a su madre en lugar de a Reinmar. La hoja abrió un tajo en la garganta de la mujer, le cortó la tráquea e hizo manar un manantial de sangre de las arterias de ambos lados del cuello.

La expresión de ella fue del más absoluto asombro. Mientras Valeria se desplomaba sobre el piso sembrado de desperdicios, Wirnt liberó la espada con un tirón brusco y describió con la punta un arco que amenazaba con herir a cualquier otro que se moviera.

—Los hijos pueden ser muy revoltosos —dijo con tono burlón—, pero las madres deben aprender a soltarlos. ¿No estás de acuerdo conmigo, primo Reinmar? ¿No estarás de acuerdo conmigo en que yo no tenía elección? La verdad es que ella no debería haber intentado favorecerte a ti por encima de su propio hijo, ¿no te parece? Eso no estuvo bien. Tú no quieres realmente el frasco, ¿verdad? No te estaré robando al quitártelo de las manos.

Reinmar sonrió como para manifestar su acuerdo y tendió hacia adelante el objeto del feroz deseo del otro, como si quisiera entregárselo.

Fue entonces cuando el hermano Noel, a quien la vocación le había llegado a edad tardía, lanzó la daga con todas sus fuerzas. La hoja se hundió hasta la empuñadura en el pecho de Wirnt y le atravesó el corazón. Mientras Wirnt caía, Reinmar avanzó y se valió de la mano izquierda para arrancar el arma de los insensibles dedos del hombre muerto.

El hedor compuesto de sangre y mierda colmó la habitación, pero a esas alturas Reinmar estaba habituado a eso y no sintió la necesidad de un perfume más fuerte para combatir la repugnancia. Entonces era un hombre para quien la vista y la proximidad de la muerte resultaban cosas naturales; un hombre que podía prever la malicia de los otros y hacerles pagar el precio de su desatino. ¿Y por qué no iba a cobrar ese precio en toda su cuantía, cuando no sólo era un hombre que había luchado con hombres bestia y los había matado, y había superado en ingenio a sus enemigos, sino que además era un comerciante honrado?

—La dama Valeria debería haber sabido, más que cualquier otro, lo débiles que se vuelven los lazos de afecto familiar cuando son manchados por el vino de los sueños —observó—. Ahora debes marcharte, abuelo. Aquí no hay lugar seguro para ti. Si logras llegar a Marienburgo, diles a cuantos te pregunten que no podrá encontrarse vino oscuro durante un año o más, y que no podrá comprarse ni una gota en Eilhart de aquí en adelante, al menos no en la tienda de los Wieland.

Tras haber dicho eso, se sintió de pronto muy cansado, pero sabía que había tomado una decisión que no lamentaría en el curso de los próximos años, mientras estuviese despierto y libre de sueños.

—Un día, Reinmar —dijo Luther en voz baja—, lo entenderás. Ahora eres demasiado joven, pero nunca tendrás el don de absoluta insensibilidad de Gottfried, por mucho que intentes cultivarlo. Un día lo entenderás.

Reinmar se volvió por un instante para mirar al hermano Noel, pero el monje había visto cómo Reinmar recuperaba su espada y sabía los estragos que esa arma había causado ya entre su hermandad, así que huía a toda velocidad. Reinmar no esperaba volver a verlo. Luther aún no se había movido para seguirlo y su actitud sugería que no tenía prisa ninguna, pero su postura incómoda denunciaba la profunda ansiedad que sentía.

Reinmar bajó los ojos hacia los cuerpos caídos de Wirnt y Valeria —que parecían entonces más viejos que antes de sufrir las fatales heridas—, para volver a mirar a su abuelo.

—No me pidas que te dé el néctar, abuelo —dijo—, y tampoco intentes quitármelo. Ya has bebido tu parte. Vete.

Luther pareció estar a punto de discutir, pero su locura no era tan aguda como antes. Los acontecimientos recientes le habían conferido una nueva cordura a su juventud duramente adquirida. Le lanzó una áspera mirada a su hijo, pero Gottfried giró la cabeza deliberadamente en otra dirección y se negó a observarlo.

Al final, Luther le echó una última mirada al estado de sus manos en otros tiempos arrugadas, y decidió que Reinmar tenía razón. Se atrevió a lanzar una mirada fugaz hacia Albrecht antes de salir, pero no se tomó la molestia de comprobar si quedaba algo de vida en el hombre caído.

Fue Gottfried quien tuvo que ponerse de pie con dolorosos movimientos y encaminarse hacia el lugar en que yacía su tío. El veredicto fue lacónico.

—Muerto. Sólo podemos esperar que haya vivido lo bastante para saber que fue adecuadamente vengado.

Cuando Reinmar volvió a bajar la vista, vio que el cuerpo de Valeria aún estaba mutando, aunque el de Wirnt había dejado de hacerlo. Su carne se había marchitado de modo considerable, tanto que la piel que cubría sus huesos parecía pergamino. La sangre que había manado de la herida abierta en su cuello era entonces negra como la tinta y estaba seca por completo.

Reinmar supuso que Valeria debía de haber abrigado la esperanza de ser invulnerable, porque sabía un poco de hechicería insignificante. De hecho, había sido tan vulnerable como lo era cualquier ser vivo al capricho de la misteriosa criatura a la que adoraba, el oscuro dios aficionado al juego cuyo nombre Reinmar aún no había logrado descubrir, y probablemente nunca descubriría. Había muerto llena de ansiedad, tal vez porque entendía lo veleidosamente vengativo que se había vuelto ese capricho.

Reinmar recordó algo que le había dicho Matthias Vaedecker: «El más grandioso poder de nuestros enemigos no reside en que puedan dejar demonios sueltos por el mundo, sino en que pueden retorcer sus cuchillos en el corazón de aquellos a los que conocemos y queremos, para volver al primo contra el primo y al hermano contra el hermano».

Lo que más presente tenía, sin embargo, era una de las máximas que su padre había puesto gran entusiasmo en enseñarle: «El buen vino envejece bien».

—Tenemos que regresar, padre —le dijo a Gottfried al mismo tiempo que iba a desatar a Margarita y la ayudaba a ponerse de pie—. La batalla ha terminado, pero la guerra continúa. Eilhart no se reconstruirá en un año, y desde ahora hasta que muramos todos habrá gente en el pueblo que se estremezca cada vez que oiga decir que hay monstruos en las colinas.

—Siempre habrá monstruos en las colinas —le aseguró Gottfried con voz débil—. Todos debemos aprender a vivir honrada y prudentemente con nuestros miedos, como debemos aprender a vivir honrada y prudentemente con nuestra lujuria y nuestros apetitos.

—Y con nuestros sueños —añadió Reinmar mientras volvía a guardar el frasco en el zurrón, no sin antes asegurarse con gran cuidado de que el tapón estaba bien encajado y de que el vidrio no corría peligro de romperse.

Sabía con total exactitud dónde iba a esconderlo, una vez que regresara a casa.