Treinta y tres
Reinmar se había enfrentado con espadachines, con hombres bestia astados e incluso con los escorpiones transfigurados, pero se estremeció al encontrarse a solas con los muertos. Sin embargo, no permaneció solo durante mucho tiempo. Otros hombres de la ciudad, seleccionados por los soldados de Vaedecker, avanzaban con paso trabajoso tras él. Uno o dos de ellos tenían arcadas a causa del hedor venenoso, pero a ninguno le quedaba ya nada en el estómago que pudiera vomitar. Todos necesitaban algo mejor para respirar, y se sintieron tan agradecidos como Reinmar por el hecho de que el aire no contuviese nada más asqueroso que el humo.
En el centro del pueblo, había edificios ardiendo, pero eran unos pocos. La población no quedaría destruida a menos que las cosas empeoraran mucho más, y las fuerzas enemigas parecían haber agotado sus recursos. Habían atacado de modo rápido y furioso, y había pagado un alto precio.
Reinmar continuó apoyado contra la pared mientras sufría otra náusea, aunque ésta lo hizo sentir mejor. El total vaciado del estómago lo había dejado con una sed espantosa, y pensó que moriría sin remedio si no podía encontrar pronto un vaso de agua o uno de buen vino blanco del Reik, pero sabía que sólo se encontraría a pocos minutos de su casa una vez que lograse convencer a su cuerpo de que se moviera.
Cuando por fin lo consiguió, fue capaz de poner un pie delante del otro con razonable estabilidad. Dos de sus vecinos caminaban junto a él, pero no les habló, y ellos tampoco le dijeron nada.
No había hombres bestia sedientos de sangre corriendo por las calles, aunque él y sus compañeros pasaron junto a un medio centenar de hombres tan maltratados como ellos, y su estado fue comentario más que elocuente de la ferocidad con que se había librado la batalla principal. Mientras pasaba de una calle a otra, Reinmar vio que aunque habían obligado a los atacantes a salir de la zona con bastante prontitud, éstos no se habían marchado sin dejar huella.
Ya fuese mediante magia o violencia, los enemigos de Eilhart habían llegado mucho más allá de las barricadas defensivas para propagar su malevolencia. Habían dejado sangre y cristales rotos en todas las calles, y Reinmar sabía que habría sido mucho peor en la plaza del mercado y los muelles; no dudaba que la luz de la mañana mostraría cicatrices en todas las casas de los mercaderes y fabricantes artífices y conservadores de la prosperidad de Eilhart.
Al acercarse más a su casa, Reinmar vio que uno de los chisporroteantes incendios ardía en la vecindad inmediata de la bodega Wieland, pero no en la tienda misma, y los vecinos que habían formado una cadena para transportar agua con el fin de extinguirlo parecían tener la situación controlada. No se ofreció para ayudar, sino que se encaminó hacia la puerta de su casa.
Mientras manipulaba el cerrojo, bajó la mirada, y al ver el estado en que tenía la ropa, se dio cuenta de que debía ser una figura atemorizadora en la media luz rojiza del fuego, manchado como estaba de sangre e icor.
«Vaya —pensó—, pero si yo mismo me he convertido en una especie de monstruo…»
La puerta estaba cerrada con llave y la golpeó con toda la fuerza de que fue capaz con la esperanza de que Margarita se encontrase dentro y no estuviese demasiado asustada para abrirla. Esperó, pero no apareció nadie.
Se llevó la mano a la empuñadura de la espada como para sentir el poder que había en ella después de haber derramado tanta sangre enemiga, pero no la desenvainó. A su padre no le gustaría que forzara la puerta, y ya tendría que trabajar mucho para limpiar, afilar y pulir el arma sin necesidad de doblar la hoja por haberla usado como palanca. Sabía que debería trepar hasta el alféizar de la ventana y deslizarse a través de ella como había hecho tantas veces antes, pero vaciló al pensar en el esfuerzo que eso requeriría. Golpeó la puerta una segunda vez, en esa ocasión con más fuerza que antes. No respondieron con prontitud a la llamada y, al fin, comenzó a girar para marcharse. Entonces, oyó sonidos de movimiento dentro de la tienda, así que esperó.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde el interior: era Margarita.
—Reinmar —replicó él.
—¿Estás solo? ¿Estás herido?
—Solo, sí. Herido…, es posible que un poco, aunque no de muerte.
Oyó el sonido de la barra que raspaba contra la puerta al ser retirada. La puerta se abrió apenas, se detuvo y luego acabó de abrirse, aunque no apareció la cara de Margarita. Pensando que la muchacha se había retirado para usar la puerta a modo de escudo, Reinmar entró. La única luz del interior era una vela colocada sobre un candelabro que habían dejado sobre el primer escalón de la escalera que llevaba al primer piso.
La puerta se cerró de golpe detrás de él, y Reinmar se volvió con presteza. Margarita estaba allí, aunque no se encontraba sola, y el hombre que se había situado detrás de ella tenía un cuchillo contra la garganta de la muchacha.
Reinmar sintió una punzada de amargo pesar por haber permitido que su entrada secreta hubiese sido vista y utilizada.
—Primo Wirnt —musitó con voz ronca—. Tus amigos y parientes han estado preguntando por ti.
—He tenido que ser cuidadoso, primo —le aseguró el robusto hombre—. Apenas acababa de marcharme de tu tienda cuando los hombres de Von Spurzheim ya me pisaban los talones. ¡Qué peste es ese hombre! No me quedó más alternativa que esconderme, y para cuando intenté ponerme en contacto con mi padre, ya se lo habían llevado. Estuve a punto de regresar a Holthusen, pero eso podría haber sido aún más peligroso, así que pensé que era mejor esperar otra oportunidad para hablar con mi tío. Cuando lo vi salir, estuve a punto de no reconocerlo…, pero luego me di cuenta de que tú debías haberle traído vino de la mejor calidad. Todavía estoy dispuesto a pagar un precio justo por la mercancía, claro… si aún puede considerarse preciosa una vida después del espectáculo de destrucción de esta noche.
—Lo siento, Reinmar —dijo Margarita con una voz casi tan ronca como la del joven.
Con ansiedad, Reinmar observó que el resplandor de los ojos de Wirnt no era el del vino de los sueños, sino algo más eléctrico. Resultaba evidente que su ansia de bebida había aumentado. No estaba loco, no como lo había estado Luther, pero se encontraba desesperado, era peligroso y no se podía confiar en la firmeza de su mano.
—Suéltala —dijo Reinmar—. Margarita no tiene nada que ver con los desacuerdos que puedas tener conmigo. Ha venido aquí para poder prestar un servicio de extraordinaria bondad.
—¿Debería amenazar a la gitana, entonces? —preguntó Wirnt a su vez, sin apartar la punta del cuchillo del cuello de Margarita—. Me temo que ésa no te servirá para nada. La llamada que el origen enviará después de esta noche de herejía será irresistible. Puede ser que incluso la oigas tú; pero yo debo estar lejos por la mañana si quiero aprovechar al máximo esta oportunidad, y no puedo marcharme sin un poco de vino. Tú tienes una abundante reserva, ¿no es verdad?
—La verdad es que no —replicó Reinmar—. Mi abuelo se lo llevó todo. No queda ni una gota en la casa.
—Cuando lo vi no llevaba ninguna botella en la mano —dijo Wirnt—, y no puede ser tan estúpido para andar por las calles de Eilhart con una jarra de vino oscuro cuando están llenas de cazadores de brujas. ¿Dónde está, primo? ¿En las bodegas? Ya basta de mentiras.
—Lo que se llevó era néctar puro, no vino diluido —aclaró Reinmar—. No te estoy mintiendo. Si le haces daño a la muchacha, te mataré. Suéltala.
La única respuesta de Wirnt a la amenaza y exigencia del joven fue presionar el cuello de Margarita con la punta de la daga y hacer que manara un hilo de sangre. La fugitiva luz de vela que se reflejaba en los ojos de ella hizo visible el terror que sentía, pero no gritó. Intentaba con todas sus fuerzas ser valiente.
—Cuéntame una mentira más, primo —dijo Wirnt con voz fría—, y podría apretar el cuchillo más de la cuenta.
—Eso ya lo has hecho —le contestó Reinmar con igual frialdad—. Ahora tendrás que ganarte suficiente consideración para persuadirme de que te deje salir de aquí con vida. No tienes ni idea de cuánto he matado esta noche, seres que no eran del todo hombres, quimeras medio humanas y escorpiones gigantes de olor hipnótico.
—¿Has matado a unos enemigos semejantes? —preguntó Wirnt con tono de burla—. Eso lo dudo, a menos que tuvieras un ejército contigo…, y si lo tenías, ese ejército no está contigo ahora. Necesito el vino, primo Reinmar, y creo que a estas alturas entiendes lo fuerte que puede ser una necesidad así. Sabes perfectamente bien que lucharé contra ti si tengo que hacerlo, y que te mataré si tengo que hacerlo, y no pareces tener fuerzas suficientes para aplastar una mosca, así que mucho menos las tienes para trabarte en combate con un hombre como yo. No quiero hacerle daño a nadie. Sólo quiero el vino que trajiste del valle, y una vez que lo tenga puedes confiar en que me lo llevaré lejos de aquí. Me lo llevaré hasta Marienburgo si puedo.
—¿Y qué te hace pensar que podrás? —preguntó Reinmar a su vez con la esperanza de que si lo retrasaba durante el tiempo suficiente podría reunir las fuerzas necesarias para luchar—. Si incluso yo puedo oír una llamada por el mero hecho de haber olido un corcho, ¿qué evitará que acabes en el valle oculto, dentro de un nicho del suelo de piedra, con una adorable flor brotándote del cuerpo? ¿O es que nadie te ha contado aún cómo se hace el vino de los sueños?
—Reinmar, por favor.
El ruego procedía de los labios de Margarita, aún aterrorizada.
—Tu amiguita no te perdonará con facilidad esta demora innecesaria —dijo Wirnt con una sonrisa ceñuda—. Y cuando se haga recuento del coste de esta noche, necesitarás todos los amigos que puedas encontrar. Tú trajiste a esos monstruos hasta aquí, Reinmar, tú. Probablemente soy el único hombre en doscientos kilómetros a la redonda que no te guarda rencor por eso, porque sé lo que tu obra ha hecho con el precio del vino oscuro y tengo intención de quedarme con tu reserva secreta. Soy bastante joven, así que necesito apenas una gota para mi propio consumo, y sé con exactitud qué precio pedirles por el resto a aquellos cuya necesidad y sed son mucho mayores. Sólo deja que coja lo que quiero, y a la muchacha no le sucederá nada. Me marcharé en un abrir y cerrar de ojos.
—Tendrás que encontrar a Luther —dijo Reinmar, entonces más desesperado.
Pero al hablar vio que los ojos de Wirnt ya no estaban fijos en los suyos. El hombre robusto miraba detrás de él, a alguien que estaba en la escalera, y a su mirada afloró una nueva certidumbre.
Reinmar se volvió con la esperanza de ver a Luther, a Godrich o incluso a Albrecht rejuvenecido, pero a quien vio fue a Marcilla, tal vez despierta pero aún soñando.
La muchacha gitana tenía la cabeza ligeramente alzada, como si escuchara con atención o intentara captar un aroma ligero y fugitivo. Se movía con lentitud, pero su cuerpo estaba muy erguido, aunque sus ojos abiertos no veían. Al llegar al pie de la escalera, avanzó hacia el comienzo de otra, la que bajaba a las bodegas.
—Me parece que a fin de cuentas no te necesito, maese Wieland —observó Wirnt con tono triunfante—. Puede ser que tu escondrijo sea a prueba incluso de un paladar educado como el mío, pero ella le pertenece por completo al vino, y así ha sido desde el momento de su concepción. ¡A ella no puedes ocultárselo!
Reinmar no estaba seguro de que esa teoría pudiese ser correcta, dado que la madre de Wirnt parecía ser una hechicera mientras que la de Marcilla sólo había sido una gitana; pero ya le habían advertido que la gitana podría encontrar el néctar dondequiera que estuviese oculto. Él la había sacado del valle, pero parecía que nada que él pudiese hacer la liberaría de la llamada que había oído.
Por primera vez comprendió lo desesperanzado que había sido su amor, lo pequeño e impotente que era cualquier afecto ante el tipo de orden que encarnaba el perfume del ser que Sigurd había matado, y que a su vez había matado a Sigurd.
También entendió que tal vez Luther no había sido lo bastante estúpido para llevarse el néctar cuando salió de la casa. Quizás había vuelto a esconderlo en algún lugar secreto.
—¡Síguela! —dijo Wirnt con brusquedad—. Yo también os acompañaré…, y recuerda que la seguridad de esta bonita doncella está en tus manos. Si consigo lo que necesito, estará a salvo. Si no…, con independencia de lo que nos suceda a ti o a mí, ella morirá.
Reinmar hizo lo que le ordenaba. Cogió el candelabro que reposaba sobre el último escalón de madera y lo levantó lo bastante como para alumbrarle el camino a Marcilla pollas escaleras de piedra, aunque ella no parecía tener ninguna necesidad de que la guiara una simple luz.
«Esto es una suerte —se dijo Reinmar mientras bajaba tras la hechizada muchacha—. No habría logrado convencer a Wirnt de que mi abuelo tenía el néctar ni de que yo no podía encontrar su escondrijo, pero ahora veré dónde está antes que él. El tiene la daga, pero yo tengo la vela».
Intentó con desesperación pensar en un modo de convertir esa discrepancia en ventaja sin exponer a Margarita al riesgo de que le cortaran el cuello. Aún era terriblemente consciente de su propio debilitamiento físico.
Marcilla llegó al pie de la escalera y avanzó con rapidez hacia los laberínticos corredores que había entre los botelleros.
Allí apenas había espacio suficiente para que la gente se moviera en fila india, y Wirnt tenía que arreglárselas con Margarita además de con su propio cuerpo, más ancho de lo normal. Por desgracia, Wirnt sabía que era peligroso permitir que Reinmar se le adelantara demasiado, así que de inmediato le gritó una orden para que se detuviera.
—Ahora, mi querida —le dijo Wirnt a Margarita cuando Reinmar obedeció—, quiero que te acerques a tu amigo por detrás y extiendas un brazo con mucho cuidado. Quiero que le quites la espada de la vaina y la dejes caer al suelo.
Para hacer eso, Margarita tardó más de lo que Wirnt esperaba, pero lo hizo y la espada repiqueteó sobre el piso de piedra.
—Bien —dijo Wirnt—. Rodéalo con los brazos y sujétalo bien. A partir de ahora los dos debéis moveros como si fuerais uno solo, pero yo me quedaré aquí atrás con la daga y te la meteré entre las costillas si me das el más pequeño motivo para hacerlo. Ahora, moveos.
Reinmar continuó. Las manos de Margarita se aferraban con fuerza ante su pecho, y la presión de los brazos de la muchacha parecía restringir sus movimientos mucho más de lo que en realidad lo hacía. No obstante, oyó que Wirnt recogía su espada al pasar, y supo que entonces se encontraba en auténtica desventaja, aunque aún tuviese el control de la luz.
Marcilla había continuado avanzando con rapidez, pero en ese momento se detuvo y movió los brazos con incertidumbre, como si las puntas de sus dedos fuesen capaces de percibir la dirección en que se encontraba el frasco desaparecido. Entró en un corredor lateral sin salida y se encaminó hacia una zona de pared desnuda.
En aquella pared no se veía más evidencia de que hubiese un trozo de mortero suelto que en el dormitorio de Reinmar, pero el joven sabía que Luther había vivido en la casa durante mucho tiempo, y que Von Spurzheim no podía ser el primer funcionario autorizado que pensaba que debían registrarse las bodegas.
Wirnt, que obviamente había llegado a la misma conclusión, profirió un audible suspiro de expectación.
Luego, se oyó un tremendo choque cuando algo estalló sobre la cabeza del robusto hombre.
Margarita gritó cuando la espada o la daga le pinchó la espalda, y aferró a Reinmar con tal fuerza que éste soltó el candelabro. La luz de la vela osciló, pero no se extinguió, y acabó por estabilizarse otra vez cuando el candelabro se posó en la posición correcta.
Reinmar se volvió al mismo tiempo que rodeaba protectoramente con los brazos el cuerpo de Margarita y esperaba con fervor que no estuviese malherida.
No lo estaba, ya que Wirrit había sido derribado de modo demasiado repentino como para cumplir su amenaza. Lo habían golpeado desde arriba, no por la espalda, y no había tenido la más mínima oportunidad de ver u oír que el atacante se acercaba.
El atacante estaba tendido en lo alto de un botellero del que había sacado la jarra de vino que había destrozado sobre la sólida cabeza de Wirnt. Al parecer, Ulick no había salido de la casa, sino que se había escondido en un sitio que era demasiado estrecho para que cupiese nadie que no fuese tan delgado como él.
Los ojos del chico gitano estaban abiertos de par en par y tenía que haber sido lo bastante capaz de ver para dirigir bien el golpe, pero, al mirarlos, Reinmar supo que el estado de Ulick era exactamente igual al de Marcilla y dedujo que lo habían enviado allí para vigilar el frasco que Luther Wieland había ocultado en la pared, y para guardarlo para su hermana y tal vez incluso para sí mismo.
A pesar de eso, Reinmar pensó que tenía que hacer un esfuerzo por hablarle al chico de modo sensato.
—Ulick —dijo en voz baja—, no debes permitir que Marcilla beba el néctar. Si los dos consentís en no acercaros a él, aún existe una posibilidad de que sobreviváis a este horrible asunto. Ahora entiendo que nunca debí sacarlo del valle, pero estaba confundido a causa de su perfume. Es maligno por completo y debe ser destruido.
Sin embargo, mientras Reinmar hablaba, Ulick bajó del botellero y recogió la daga de Wirnt.
El joven Wieland podría haber cogido su espada si Margarita no hubiese estado en su camino, pero no podía soportar la idea de empujarla con rudeza por encima del cuerpo caído de Wirnt y usarla como escudo. Habría sido excesivamente cruel, aunque no hubiese resultado demasiado peligroso. Aún era Marcilla a quien amaba, pero Margarita era amiga suya y ya la habían aterrorizado y había sufrido un corte por amor a él.
—¿El néctar es tuyo, maese Wieland? —preguntó Ulick con una voz que no le pertenecía del codo—. ¿Lo reclamas para ti mismo?
—No —respondió Reinmar—, no lo reclamo. No es el tipo de cosa que pueda o deba poseer un simple hombre; quien lo tiene es poseído.
En ese momento, sintió que una mano se posaba sobre su hombro desde detrás, y que los dedos de Marcilla le acariciaban el flanco del cuello. Sintió el aliento de la muchacha en la mejilla cuando ella se inclinó para susurrarle al oído, pero la voz que le habló no era de ella y supo que, por mucho que él hubiese luchado para negar el hecho, la gitana ya estaba poseída.
La voz de Marcilla, al igual que la de Ulick, era entonces la misma que le había hablado, procedente de la nada, cuando estaba bien despierto, y también la que le había hablado de modo mucho más sutil durante el sueño inducido por el vino oscuro.
—Adorado Reinmar —dijo la voz—, estamos todos poseídos desde el momento en que aprendemos a ver hasta el momento en que tenemos que aprender a morir. Estamos poseídos por nuestros apetitos y nuestra lujuria, y por mucho ahínco que ponga la razón en luchar por su imperio, esos reclamos de posesión nunca pueden hacerse a un lado. Tú estás poseído, cariño mío, y la chiquilla que tienes entre los brazos también está poseída, sin remedio y para siempre. No tienes más alternativa que ser una posesión, y nunca la tendrás; la única libertad que tendrás es la libertad de usar esa alternativa de un modo mejor que algunos de tus congéneres. Puedes ser mío, si lo quieres, pero si no quieres ser mío sólo serás de otro, o te poseerán en común todos mis pasmosos congéneres que te lanzarán de un lado a otro y nunca conocerás el verdadero descanso, la justa certidumbre ni el placer real. Es mucho mejor que seas mío, tesoro, con conocimiento y voluntad. De ese modo, al menos tendrás alguna ligera gratificación en la vida, en lugar de preocupaciones interminables y afanes infinitos. Créeme, adorado Reinmar, no existe nada que vayas a desear más cuando te hagas viejo que la oportunidad de invertir el reloj y entregarte por entero a mí. Aprovecha ahora esa oportunidad, y ahórrate una enorme cantidad de dolor.
Los brazos de Reinmar continuaban en torno a Margarita, y ella se había relajado en su abrazo y presionaba su cuerpo contra el de él, pecho contra pecho. El joven sabía que ella había oído cada una de esas palabras, y que aguardaba su réplica con la respiración contenida.
—No puedo —respondió—. No puedo, Marcilla.
No estaba seguro de si Margarita estaría dispuesta a creer que él le hablaba a Marcilla y sólo a Marcilla, pero pensó que sería mejor que así lo creyera.
—Corrompido por la disciplina —dijo la voz con pesar—. Si pudieras matar por mí, hallarías mucho más placer en matar. Creo que eso lo intuiste un momento antes de que muriera el enemigo. ¿No puedes recordar lo que debería ser matar, amor mío? ¿Debes convertirlo en un asunto de deber y disciplina?
—Llévate el néctar y márchate, Marcilla —dijo Reinmar con la voz seca de sed—. Llévatelo, te lo ruego, y márchate.
La mano se apartó de su hombro, pero no se retiró, sino que los dedos ascendieron para presionarle los ojos con suavidad e impedirle que viera.
—¡Ay, mi querido tonto! —dijo la voz—. Podría haber hecho eso en cualquier momento desde que saliste del mundo subterráneo, pero el juego aún no ha terminado. No me entiendes en absoluto, a pesar de todos tus sueños anhelantes.
Y dicho eso, Reinmar se encontró con que se sumía lentamente en la inconsciencia. Aún tenía la garganta desesperadamente seca, pero al fin resultó que estaba todavía más cansado que sediento. Se desvaneció en un delicioso sueño sin sueños.