Treinta y dos
Después de que todos lograron salir de los botes que los habían llevado hasta allí, los recién llegados no eran más de seis ante una compañía de defensores que aún sumaban cerca de cien, pero se trataba de monstruos de una clase más extravagante que cualquiera que los defensores hubiesen visto antes.
Contaban seis extremidades, con los cuartos traseros de reptil, si se exceptuaba el hecho de que los enormes aguijones que tenían parecían de escorpión. Los cuartos delanteros presentaban apenas una traza de humanidad en las articulaciones de los brazos, pero éstos estaban rematados por zarpas, como en el caso de los hombres bestia astados. Sus cabezas eran de insecto, con grandes ojos compuestos, pero sus bocas se parecían más a esfínteres circulares desde los que se extendían enormes lenguas tentaculares que se retorcían como serpientes. Eran muy grandes, y más largos y altos que caballos.
Esos enemigos, a diferencia de sus predecesores, eran silenciosos, lo cual le dio a Vaedecker la posibilidad de hacerse oír.
—¡Espadachines, retroceded! —gritaba—. ¡Ballesteros, disparad! ¡Inundad al enemigo con flechas! ¡Ahora! ¡Ahora!
Reinmar apenas había tenido tiempo de reparar en los variados hedores que habían impregnado el almacén durante las etapas anteriores de la lucha, pues su olfato estaba insensibilizado por el penetrante olor de la madera quemada, y mientras había estado jadeando a causa del esfuerzo había respirado por la boca. El olor del icor que manaba de los hombres bestia astados era mucho menos dulce y empalagoso que el de la sangre, y su malignidad se había superpuesto al asco que, por lo general, va aparejado con otros olores típicos de un combate mortal. No obstante, Reinmar reparó, por un instante, en aquella obscena variedad aromática, porque se vio de repente combinada con algo infinitamente más dulce que se impuso a todo lo demás, algo que de inmediato le recordó la conmoción que había sufrido en el mundo subterráneo cuando su olfato se vio asaltado por los olores del vino de los sueños derramado.
Esa conmoción había aumentado aún más cuando olió el néctar con el cual se hacía el vino de los sueños…, y lo mismo le sucedía en ese momento. Reinmar se sintió como si una espada invisible le hubiese herido el pecho y algo le hubiese metido dentro de la cavidad pectoral una zarpa que le aferrara el corazón.
Vaedecker aún les gritaba a los hombres de la planta baja del almacén para ordenarles que retrocedieran ante las criaturas a las que había llamado enemigos. A Reinmar le pareció que esa orden no debería haber sido necesaria, en especial cuando los ballesteros estaban echando rápidamente mano de sus reservas de flechas. Pero pronto se hizo obvio que no todos eran capaces de obedecer. Los hombres que se hallaban más cerca de los monstruos avanzaron hacia ellos en lugar de alejarse, y no lo hicieron con una evidente intención agresiva.
Reinmar advirtió, casi como si se observara a sí mismo con ojos distantes y ajenos, que él se hallaba entre el grupo que avanzaba en lugar de retroceder, y comprendió muy bien, mientras el olor hacía que la cabeza le diese vueltas, qué debía estar sucediendo. Allí había un perfume animal relacionado con el néctar floral con el que hacían el vino de los sueños; lujoso, hipnotizador, disparatadamente adictivo. Sus efectos eran inmediatos, aunque podrían resultar pasajeros, pero cualquiera que aspirara la suficiente cantidad de esa esencia perdería la cabeza durante el tiempo necesario para correr hacia los brazos abiertos de los monstruos, donde los aguardaba la máxima y definitiva brutalidad.
Mientras los hombres hipnotizados avanzaban, indefensos, los seis aguijones atacaban una y otra vez, no para herirlos a ellos sino a aquellos que iban a ayudarlos y arrastrarlos hacia atrás. Los brazos provistos de garras asestaban algún golpe como sables blandidos con destreza, pero las serpentinas lenguas parecían igualmente ávidas y casi igual de peligrosas. Los golpes que daban esas lenguas no eran violentos en absoluto —de hecho, parecían lamer con lascivia—, pero a pesar de eso resultaban eficaces. Esos lametones, aparentemente, no mataban a las víctimas, pero todos los alcanzados por las serpenteantes lenguas caían sin sentido o saltaban estúpidamente a un lado, al parecer incapaces de ejecutar ninguna otra acción inteligente.
Reinmar tenía ganas de gritarles a los hombres situados detrás de él que debían dejarlo tranquilo y salvarse, pero de nada habría servido. Sigurd trabajaba para la familia Wieland, y nada en el mundo podría haberlo persuadido de retroceder cuando Reinmar se encontraba en peligro mortal. El estibador aferró a Reinmar con un brazo mientras la mano del otro dejaba caer el bastón para recoger una media pica que había en el suelo.
Reinmar no pudo evitar ponerse a luchar contra el brazo que lo sujetaba y sintió que sus fuerzas aumentaban al hacerlo, como se dice que sucede con la fuerza de un demente; pero Sigurd era un gigante, y él, a pesar de todo, aún era un muchacho. Si la magia del monstruo era irresistible, también lo era la resolución de Sigurd, y éste estaba decidido a que el monstruo que había capturado a Reinmar no pudiese conservarlo. Cuando el aguijón salió disparado, lo mismo hizo la media pica, y lo que se partió e hizo añicos fue el exoesqueleto sobre el que se asentaba el aguijón.
Las zarpas ya avanzaban hacia él, y Sigurd no tenía ni tiempo ni espacio para esquivarlas, así que en ese momento tuvo que utilizar ambas manos. Al soltar a Reinmar, el gigantesco brazo lo hizo rotar como una peonza y lo lanzó girando y dando traspiés hacia un lado, incapaz de seguir la orden que se le había metido en el cerebro.
El espantoso perfume aún llenaba la cabeza de Reinmar y se negaba a permitir que en su mente se formase cualquier determinación que no fuese la de lanzarse hacia el monstruo; pero en la caída había sufrido arañazos y golpes, y el aire salió de golpe de sus pulmones, por lo que no tuvo más alternativa que la de quedarse allí tendido como una marioneta con los hilos cortados.
Entretanto, Sigurd atacó al monstruo con toda la furia de que era capaz. Una zarpa se hizo pedazos y la punta de la media pica penetró en un bulboso ojo de la criatura, pero la zarpa restante aferró el cuello de Sigurd como una tijera y apretó con una fuerza terrible. Un hombre menos fuerte habría sido decapitado en un santiamén, pero el cuello de Sigurd era tan resistente como el resto de su persona, y dispuso de uno o dos segundos para reaccionar. La punta de la media pica volvió a cortar, esa vez el cuello del monstruo.
Fue el último golpe de Sigurd, pero tuvo toda la fuerza de una herida definitiva. Cuando la tráquea del gigante quedó destrozada y las arterias de los laterales del cuello se transformaron en fuentes de sangre, la abominable criatura que lo había matado murió a su vez con la horrible cabeza medio separada del cuerpo compuesto. Reinmar había pensado que su incapacidad para moverse era la peor expresión del total dominio a que lo sometía el vil olor de la criatura, pero entonces descubrió que no era así. Lo peor de todo fue la emoción extraña que explotó en su conciencia al sentir la ola de exultación que experimentó el enemigo en el instante de destruir a Sigurd y, simultáneamente, el lacerante destello del mortal dolor del gigante.
Como una cucaracha sin cabeza, el monstruo no murió de inmediato, sino que salió corriendo como un carruaje desbocado, aunque ya no tenía poder para causar ningún daño físico.
Pero, ¡ay!, el poder de su perfume no era tan fácil de neutralizar, y Reinmar se sintió como si la conmoción de la muerte de la criatura le recorriera el cuerpo desde la cabeza a los pies como un duro rayo de tormenta. Había desaparecido la compulsión de lanzarse hacia los brazos abiertos de la criatura, pero su ausencia transformó sus sentidos en un torbellino y tuvo que luchar con toda su fuerza mental sólo para permanecer consciente y reparar en lo que sucedía dentro del almacén.
En un intervalo de dos o tres minutos, quince o veinte hombres habían quedado muertos o incapacitados, mientras que sólo uno de cada dos atacantes habían caído bajo la lluvia de flechas de ballesta. Los proyectiles tenían la fuerza suficiente para perforar la armadura natural de las criaturas, pero los órganos que perforaban no eran lo bastante vitales como para derribarlas.
—¡Lanzas! —estaba gritando Vaedecker.
—Arrojadles cualquier cosa que tengáis a mano…, pero ¡manteneos a distancia! ¡Manteneos a distancia si valoráis la vida!
Reinmar calculó que Vaedecker no estaba en absoluto lo bastante lejos, y cuando la formación de monstruos se abrió en abanico y avanzó, las criaturas se movieron con la rapidez suficiente como para atrapar a muchos de aquellos que estaban intentando obedecer la orden del sargento y alejarse. En la prisa por huir, los hombres chocaban unos con otros y tropezaban con los cuerpos caídos. Algunos aún intentaban arrastrar a los compañeros hipnotizados a una distancia segura, pero por cada uno que lo logró, otro fue capturado.
Las flechas continuaban haciendo tres y cuatro blancos por vez, pero los monstruos no caían.
Matthias Vaedecker recogió una lanza y se la arrojó con todas sus fuerzas a una criatura que se encaminaba directamente hacia él. Parecía un acto de vida o muerte porque tuvo que afirmar bien los pies para hacerlo, y la criatura corría a tal velocidad que el hombre tuvo que quedarse dentro del radio de influencia de su mortal perfume; sin embargo, la lanza le acertó de pleno en lo que habría sido el pecho si la criatura hubiese sido humana, y la punta lo atravesó limpiamente para asomar por detrás.
La visión de Reinmar estaba nublada, pero no podía equivocarse con la expresión de puro júbilo del rostro de Vaedecker. Nunca había visto a un hombre tan exultante. Lo más notable fue que provocó un eco en el alma del Reinmar cautivo, una renovación de la sensación que lo había inundado cuando su sometimiento al primer enemigo lo había obligado a compartir el éxtasis del asesino deleite.
La lanza de Vaedecker había causado más daño del que era capaz de soportar incluso una criatura como aquélla, y el monstruo se desplomó, aunque no murió y continuó exudando su seductor perfume.
Vaedecker debería haber retrocedido, pero, en cambio, avanzó, atraído sin remedio. La exultación de su rostro desapareció con tan pasmosa celeridad bajo una expresión de miedo que Reinmar no pudo evitar preguntarse si la exultación no sería más que terror disfrazado. Deseó levantarse, correr en ayuda del sargento por estúpido que pudiese ser ese acto, pero en el instante en que logró mover apenas un brazo se vio abrumado por una ola de puro placer que ahogó su mente una vez más y lo dejó impotente.
Si el monstruo no hubiese estado herido, tal vez Vaedecker habría muerto de inmediato, porque el aguijón podría haberlo picado; sin embargo, los músculos que controlaban el aguijón parecían haber perdido la fuerza, y las garras yacían también en el suelo y no podía emplearlas como sables. Lo único con lo que podía hacer algo era con la lengua serpentina que salía y entraba de la boca por reflejo. Reinmar, a despecho de su impotencia, logró fijar los ojos en aquella lengua y vio que Vaedecker quedaba empapado en su abominable saliva al cabo de pocos segundos.
Una vez más, Reinmar luchó para levantarse, intentando oponerse a la droga que lo había derribado. Se dijo que ya había catado el vino de los sueños y había soñado a consecuencia de aquella circunstancia, pero que no era su esclavo y que la resistencia que hasta ese momento había ejercido contra el vino tenía que acudir entonces en su ayuda.
Pero no sucedió así. Fue uno de los hombres de Vaedecker quien corrió hacia el sargento con prisa y decisión. Si podía juzgarse por su expresión, también él experimentó una ola de puro júbilo al golpear la lengua serpentina con la espada, cercenarla y hacer que volara lejos.
Ese golpe debería haber salvado la vida de Vaedecker. En un mundo más justo, así habría sido, pero aún quedaba un monstruo más en pie y su aguijón continuaba funcionando. La criatura pasó por encima del cuerpo de su compañero caído y, mientras Vaedecker aún vacilaba, incapaz de controlar sus piernas, la punta del aguijón le dio de pleno en la cara, le atravesó la mejilla y penetró en la mandíbula.
Esa vez, por fortuna, no resonó ninguna sensación en el propio cuerpo de Reinmar, y tuvo la libertad de experimentar angustia al ver morir a su amigo.
El monstruo fue herido de inmediato por media docena de lanzas y cayó unos diez segundos más tarde que su última víctima, pero Reinmar sabía que Vaedecker estaba acabado y nunca volvería a levantarse. La batalla del almacén habría dejado unos sesenta u ochenta supervivientes en el bando de Eilhart, los que sin duda se considerarían héroes y vencedores, pero ni Sigurd ni Vaedecker estarían entre ellos, y eso para Reinmar era una derrota.
El perfume hipnotizador no desapareció al morir el sexto y último enemigo, pero su seductor efecto sufrió un repentino cambio en la fugitiva conciencia de Reinmar, y la más absoluta repugnancia sustituyó al poder atractivo con tal brusquedad que lo hizo vomitar sin remedio. Esa vez perdió del todo la visión, y con ella todo sentido del tiempo y el espacio. No quedó inconsciente, pero no sabía dónde estaba dentro del almacén ni dentro de su propio cuerpo. Era como si lo hubiesen hecho ascender a una gran altura desde la cual el mundo entero le habría parecido diminuto si pudiese haberlo visto.
No obstante, cuando recobró una parte de la visión lo único que pudo ver fue Eilhart: Eilhart en llamas que se derrumbaba en ruinas calcinadas mientras el fuego rodeaba su cuerpo; Eilhart con ogros y necrófagos que corrían por las calles, en las que la parte más afortunada de la población era pasada por la espada; Eilhart reclamado por vegetación leprosa y alimañas babosas, no más que una cicatriz en la tierra que rodeaba el maloliente pantano que en otros tiempos había sido el orgulloso extremo final del comercio del Schilder. Era una mera ilusión, claro, no más verdadera que el soñado castillo de las nubes hasta el que había ascendido después de catar el vino de los sueños.
Cuando volvió a tomar conciencia de su cuerpo, se levantó con piernas inseguras y su nariz no percibía más que olor a sangre y hedor a mierda. Sacudió la cabeza para intentar despejarla, pero aún tenía la vista borrosa y no podía ver hacia dónde debía ir o de qué necesitaba alejarse. Durante varios segundos estuvo indefenso, y luego sintió que un brazo fuerte lo aferraba y se lo llevaba.
Había una voz que gritaba muy cerca de su oído, pero no parecía gritarle a él. Pedía más flechas y más lanzas, pero había en la voz un tono desesperado que sugería que no había más flechas de ballesta para disparar y muy pocas lanzas. El cuerpo de Reinmar continuaba resistiéndose a las exigencias de la voluntad, pero no porque continuara en poder de una magia olorosa. Advirtió, un poco para su propia sorpresa, que simplemente se habían agotado sus fuerzas. Las piernas no le funcionaban bien y su respiración era increíblemente laboriosa. Necesitaba acostarse, que le dieran un descanso durante el que pudiera recobrarse, pero la batalla aún continuaba, de alguna manera. Ya no había horrores de seis patas corriendo por el almacén de un lado a otro, pero aún quedaban unos cuantos hombres bestia que luchaban con zarpas y garrotes.
—¡Vamos! —dijo la voz, con mucha mayor claridad al dirigirse sólo a Reinmar—. Tengo que sacarte de aquí. Tenemos hombres más que suficientes para acabar la limpieza.
Lo dejaron sin ceremonias sobre un piso que parecía haberse vuelto increíblemente duro, y allí quedó durante varios segundos mientras el hombre que lo había ayudado —por un momento se preguntó si sería Vaedecker, por imposible que eso fuese— se ocupaba de algo más urgente.
El almacén estaba sumido en una oscuridad mayor que antes porque las lámparas se habían apagado o estrellado contra el suelo, pero cuando la visión del joven se aclaró aún había la claridad suficiente para que viera el rostro que se inclinaba sobre él cuando lo hicieron girar para que quedara tendido de espaldas. Al principio, le pareció que era el rostro de una mujer adorable, pero luego las facciones cambiaron y se transformó en el rostro de una mariposa nocturna, como las que había visto en el sueño, y en esa forma, por alguna perversa razón, parecía aún más hermoso. Luego, volvió a cambiar de manera brusca y se convirtió en la cara del soldado de infantería que había hablado con él y Sigurd antes de comenzar la batalla.
«Este es real», decidió Reinmar, y los otros habían sido ilusiones. Sintió una presión contra la pierna izquierda, y se dio cuenta de que el soldado le había quitado la espada de la mano para metérsela en la vaina.
—Está bien —dijo el hombre con voz ronca de tensión—. Ya ha terminado, ya está, al fin. El cabo quiere que treinta se queden de guardia y treinta vayan a la plaza para reforzar la posición de Von Spurzheim, pero tú no estás en condiciones de hacer ninguna de las dos cosas. Descansa un poco y luego vete a casa, si puedes.
Reinmar luchó para concentrar sus pensamientos.
—¿Vaedecker? —preguntó con voz débil.
—Muerto —respondió el soldado—, y el gigante también. No los hemos detenido. No importa cuántos hayamos matado, no los hemos detenido. Pero tú has hecho tu parte y has sobrevivido. Contusionado, pero sin cortes; eso cambia mucho las cosas cuando hay tanto peligro de infección. En cuanto puedas caminar, márchate a casa, pero ve con cuidado.
—¿Sigurd? —fue lo único que pudo decir Reinmar.
El soldado, sin embargo, ya había respondido a esa pregunta y no era el tipo de noticia que le gustaba repetir. Lo que sí repitió fue el consejo de que se marchara a casa. Se mostraba amable, aunque había acertado por completo en su estimación de que Reinmar era incapaz de hacer más esfuerzos.
Cuando lo dejó a solas, el joven se quedó tendido donde estaba. Necesitó varios minutos para dilucidar en qué lugar se encontraba exactamente, pero al fin lo logró y comenzó a calcular la distancia que mediaba entre él y la puerta que daba a la calle. En el almacén, reinaba un silencio pesaroso, y el aire estaba cargado de olor a humo, pero ese humo había entrado procedente de algún otro sitio porque el edificio no estaba en llamas.
Por fin, Reinmar logró ponerse de pie. Le dolían las extremidades y tenía la sensación de que sus pulmones estaban llenos de vapores nauseabundos, pero, en efecto, no presentaba corte alguno y podría no haber tenido contusiones si no lo hubiesen arrojado al suelo tantas veces.
Cuando se encaminó hacia la puerta, los hombres apostados a ambos lados de la misma no discutieron su derecho de traspasarla.
—Bien hecho, muchacho —murmuró uno de ellos.
—Ten cuidado —dijo el otro—. La calle vuelve a estar en nuestro poder, pero si vas hacia el centro de la ciudad podrías encontrarte con algún enemigo perdido.
Cuando salió a la calle, el olor a humo se hizo más intenso, aunque comparado con lo que acababa de soportar no le pareció ni desagradable ni peligroso. Había dado media docena de pasos cuando tuvo que detenerse y recostarse contra una pared, pero pudo sentir que unas reservas de fuerza de las que hasta entonces no había tenido conocimiento se apoderaban de su corazón y sus piernas.
—Vete a casa —le susurró una voz que no pudo reconocer pero que parecía muy dulce y amorosa—. Vete a casa y apaga la sed.
No había rostro alguno tras la voz, pero, cuando se volvió a mirar a sus espaldas, algo se retiró hacia las sombras y sintió en una mejilla lo que podrían haber el roce de unas alas en vuelo. La fuerza que lo estaba inundando continuaba en aumento, pero de pronto se dio cuenta de lo seca que tenía la garganta. Miró hacia atrás y hacia adelante, e hizo inventario de los cuerpos que yacían en las proximidades de la puerta del almacén. Sólo uno de cada cuatro era un hombre de constitución normal.
Allí, al igual que dentro del almacén, su bando había sido el vencedor, pero la victoria se había pagado a un alto precio. Si Reinmar hubiese sido capaz de llorar, lo habría hecho porque tenía la sensación de saber mejor que nadie cuál había sido el precio exacto.