Treinta y uno
En ese momento, Sigurd estaba ocupado y no podía evitar que Reinmar mirara hacia la espumosa superficie del río.
Los enemigos habían roto la primera barrera, así que la apretujada compañía de botes se había desplazado cuarenta metros río abajo, pero su vanguardia había quedado atrapada y retenida por la segunda barrera. Los hombres y hombres bestia de los botes podían disparar y lanzar estocadas contra los hombres que defendían los almacenes de ambos márgenes, pero como estaban atrapados en medio de un fuego cruzado —y directamente debajo de las ballestas de las plantas superiores—, estaban sufriendo bajas enormes.
Reinmar vio de inmediato que la mayoría de los hombres bestia se encontraban allí, y que aquél no era ningún movimiento premeditado del tipo que los mercenarios pudiesen haber calculado y ejecutado. Las criaturas de los botes arrojaban proyectiles en todas direcciones al mismo tiempo que bramaban como dementes y saltaban hacia las plataformas de carga como perros enloquecidos; pero se parecían mucho menos a perros que los hombres bestia similares a lobos que habían sido sorprendidos por el carro desbocado de Godrich. Éstos eran todavía más horribles que los cuerpos que había sido expuestos en la plaza del mercado, con cabezas astadas, ojos relumbrantes y zarpas en lugar de manos.
El contraste entre esa lucha y la que Reinmar había contribuido a ganar momentos antes era tan asombrosa que en la garganta se le hizo un nudo que no lo dejaba tragar. No había nada útil que él pudiese hacer, de momento, porque las picas de larga asta aún causaban daños más que abundantes blandidas por las manos de hombres que tenían la fuerza y la destreza necesaria para manejarlas…, y porque Sigurd estaba causando tantos daños como cualquiera de los veteranos de Vaedecker, por su mero alcance y poder.
Los ballesteros habían hecho ya la mayor parte de su trabajo y reservaban las saetas, aunque se mantenían preparados para disparar contra objetivos seleccionados. Reinmar vio que la mayoría de los picadores usaban sus armas tanto para empujar como para herir, y derribaban a los hombres bestia al agua en lugar de causarles profundas heridas en la cabeza o el torso. Sigurd era el único que usaba la punta de la pica casi como si fuera una hacha de batalla alargada, y abría tajos en rostros y extremidades.
Reinmar suponía que los soldados sabían lo que estaban haciendo, aunque no pudo evitar una tremenda ansiedad al ver que, a pesar de su disparatada anatomía, los hombres bestia eran capaces de nadar. Los que habían sido arrojados al agua corrían un considerable peligro de ser aplastados por las barcas que se empujaban unas a otras, pero los que evitaban quedar atrapados entre ellas podían avanzar bastante bien por el agua. Aguardaban con impaciencia, pero aguardaban de todos modos, a que se presentara una oportunidad para unirse de nuevo a la lucha de un modo eficaz, mientras otros de su especie intentaban romper la segunda barrera.
Reinmar advirtió que las redes ya habían sido cortadas por las zarpas curiosamente diestras de los hombres bestia, y calculó que la barrera no resistiría más que unos pocos minutos. Aferró la espada con fuerza, en previsión del futuro uso que haría de ella.
—¿Preparado, muchacho? —le gritó Sigurd por encima del estrépito, un grito que a Reinmar sólo le resultó audible porque se encontraba pegado a él.
Por toda respuesta, Reinmar alzó la punta manchada de sangre de su espada. Estaba preparado y sabía que debía estarlo porque la lucha iba a volverse aún más feroz. Una vez que el enemigo pudiese usar el río como camino hasta el corazón de la ciudad, no sería tan fácil rechazar otra incursión como la que había derribado las puertas del almacén, porque ya no habría refuerzos preparados para intervenir. Cuando el río quedara abierto, todos los hombres de la ciudad se encontrarían en plena acción. Entonces, y sólo entonces, quedaría clara la fuerza relativa de los dos bandos. Entonces, y sólo entonces, los defensores descubrirían qué clase exacta de monstruos emplearía el enemigo para aprovechar las brechas abiertas por sus tropas de choque.
Reinmar apoyó la punta de la espada en el suelo para no cansar los músculos de los brazos. Podía ver que incluso los brazos de Sigurd comenzaban a fallar. Las picas resultaban más útiles cuando podía clavarse su extremo posterior en la tierra para dirigir las puntas, como una muralla de espinas gigantes, hacia la caballería que cargaba. No estaban destinadas a blandirías como gloriosas lanzas, y Sigurd estaba pagando el precio de su falta de ortodoxia. Reinmar no veía a ningún otro picador que no apoyara la parte posterior de su pica en el suelo, ni a ninguno cuya frente no estuviese cubierta de sudor a causa del prolongado esfuerzo. A pesar de eso, los hombres bestia luchaban desde un poco más cerca que unos momentos antes. Morían en cantidad considerable, pero continuaban lanzándose implacablemente. Y no sólo continuaban acometiendo, sino que comenzaban a avanzar.
Dos de cada tres picas habían sido ya aferradas por brazos rematados por zarpas y mucho más fuertes que las cansadas extremidades de sus dueños. Los hombres bestia usaban las armas desplegadas contra ellos como palancas y escalerillas. Entonces había defensores en el agua, además de atacantes, y estos últimos contaban allí con ventaja; tanto si los humanos eran gentes de la ciudad como soldados de Vaedecker, carecían por completo de experiencia en lucha sobre el agua, y la pura furia animal de los adversarios habría sido decisiva aun en el caso de que no los hubiesen superado tanto en número.
Eran cada vez más y más los hombres bestia que intentaban agarrarse a las plataformas de carga, y había pocas armas para empujarlos a todos. Sigurd fue el último en soltar la pica, pero lo hizo y se volvió para coger su cayado, el arma a la que estaba más habituado.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! —les gritó a Reinmar y todos los que lo rodeaban.
Ninguno de ellos tenía la menor duda de que se requería el máximo esfuerzo y que la batalla por el almacén se ganaría o perdería durante el cuarto de hora siguiente.
Luego, la segunda barrera quedó rota, y la tercera, casi inmediatamente después, y Reinmar supo que la más grande batalla por el destino de Eilhart acababa de pasar a la más terrible fase, aunque lo mismo había sucedido con el conflicto menor en que había participado. A partir de entonces, no habría descanso hasta que quedara decidida la batalla.
Reinmar tuvo que concentrarse de modo absoluto en la supervivencia. La infantería de Vaedecker ya estaba intentando formar una especie de línea defensiva, de modo que el enemigo se encontrara con una serie ininterrumpida de armas; pero habían sufrido bajas, y algunos aún se encontraban fuera de su puesto porque habían sido enviados a defender las puertas del otro lado del edificio.
La escaramuza anterior la habían ganado con facilidad, aunque eso había tenido sus efectos sobre la organización, el desplegamiento y la disposición de los soldados entrenados. En ese momento, las gentes de la ciudad tenían que demostrar lo que podían hacer contra criaturas de pesadilla. Reinmar y Sigurd se situaron en la línea y, de inmediato, se trabaron en furiosa lucha.
El joven Wieland golpeaba con rapidez a la izquierda de Sigurd, para protegerse a sí mismo, y porque el gigante necesitaba que una espada colaborara con la obra de su cayado. Como no tenía una pesada punta metálica, el arma de Sigurd era menos eficaz de lo que podría haber sido para partir cráneos, pero la ventaja de su ligereza relativa significaba que el hombretón podía moverla con la velocidad del rayo.
A pesar de lo cansados que tenía los brazos por la lucha con la pica, los reflejos de Sigurd eran incomparables y, a medida que los monstruos salían del agua, él los golpeaba con fuerza, de dos en dos e incluso de tres en tres. Algunos volvían a caer al río, y los que no quedaban despatarrados sobre el suelo de piedra, expuestos a las estocadas de la espada de Reinmar, que asestaba tajos y más tajos. Pero los enemigos continuaban regresando, y cada uno tenía brazos y zarpas, piernas y zarpas, y una cabeza brutal con cuernos que podían ser tan largos como el brazo de un hombre.
AI joven, el manejo de la espada siempre le había resultado razonablemente fácil cuando se entrenaba, cuando las estocadas sólo tenían por finalidad demostrar la posibilidad de herir. Entonces, había pensado que poseía aptitudes para ello, pero en ese momento se daba cuenta de que la aptitud no resultaba de gran utilidad en la lucha real, donde los factores más decisivos eran la fuerza bruta y la resistencia. Reinmar ya había descubierto que el hecho de herir de verdad era mucho más engorroso y trabajoso que la mera demostración de una capacidad, y los hombres bestia que salían del agua sanguinolenta acabaron por confirmar esa lección.
Ya había sido bastante duro asestarles tajos a los achaparrados subhumanos o a los de cabeza de lobo, pero el tipo de hombres bestia con los que Reinmar se enfrentaba en ese instante, eran mucho más difíciles de herir. Ni uno solo de ellos llevaba coraza artificial, pero era debido a que no parecían necesitarla. Los brazos rematados por zarpas, en particular, estaban recubiertos por caparazones impenetrables, y los cuernos que coronaban sus cabezas no eran meramente decorativos, ya que siempre estaban moviéndose de un lado a otro para parar los golpes de toda clase con tenaz solidez.
Al principio, Reinmar intentó atacar las zonas más blandas de los hombres bestia —sus vientres y gargantas—, pero esa clase de estocada era desviada con facilidad y resultaba ineficaz aun cuando hacía manar sangre. Se dio cuenta de que si quería asestar golpes que los incapacitaran, debía buscar puntos débiles que fuesen más fáciles de herir. No obstante, cuando su espada rebotó dos o tres veces en las extremidades rematadas por zarpas, se dio cuenta de que había una desventaja en el tipo de coraza integral que recubría a los hombres bestia. Las extremidades de tales criaturas no eran ni con mucho tan diestras como las humanas porque tenían articulaciones demasiado rígidas, que constituían los puntos más vulnerables. No se podía infligir ninguna herida mortal al clavar la espada en lo que un hombre bestia tenía en lugar del codo y la muñeca, pero sus zarpas, una vez inutilizadas, se convertían en pesos muertos peores que inútiles.
Reinmar gritó su descubrimiento a pleno pulmón por si alguien lo escuchaba, aunque no había manera de saber si podían oírlo o entender lo que decía. Por su parte, continuó lanzando tajos a diestra y siniestra, y luego otra vez a la derecha, mientras el activo cayado de Sigurd le preparaba los objetivos y desviaba cualquier arma dirigida contra su cabeza o corazón. Reinmar debía ser prudente, pero era mucho más ágil que aquella clase de torpes hombres bestia y se sentía en pleno derecho de considerarse un agresor, con dominio del estilo y el ritmo de la lucha.
Eso cambió. De modo lento y gradual, la situación se vio transformada, y no en beneficio de ellos. Él y Sigurd fueron obligados a retirarse de la orilla, paso a paso, y al retroceder quedaron separados de los espadachines y lanceros que habían intentado formar una línea con ellos y que entonces también se veían forzados a recular porque se habían abierto brechas al caer algunos hombres.
Reinmar sabía que él y Sigurd tenían que retrasar todo lo posible la eventualidad que los obligaría a luchar espalda con espalda, aislados de cualquier otro apoyo y sin más alternativa. Si llegaba ese momento, sabía que su pequeña parte de la batalla estaría prácticamente perdida aunque, al intentar forzar precisamente esa situación, los enemigos estaban sufriendo bajas sustanciales. Los hombres bestia que los acometían se negaban a morir, pese a que ya parecían tener poco más que su terrible masa para amenazar a los defensores. Reinmar, Sigurd y sus compañeros más cercanos habían inutilizado por completo demasiadas zarpas con fuertes golpes y estocadas de pica, y los ojos saltones de las repugnantes criaturas comenzaban a ser muy vulnerables a medida que sus cuernos perdían destreza.
Si los hombres bestia con cornamenta de toro hubiesen constituido la última ola de enemigos que intentaban apoderarse del almacén, probablemente la batalla para defenderlo se hubiese ganado en pocos minutos más; pero eran sólo la segunda línea de atacantes, poco más que arietes destinados a derribar hombres, sembrar la confusión y ganar terreno. Era imposible interpretar la expresión de sus rostros inhumanos y horribles ojos, pero luchaban más como autómatas que como hombres; con terca determinación, pero sin ningún fervor real.
Las criaturas que llegaron después eran muy diferentes, mucho más aterradoras y muchísimo más peligrosas.