Treinta
Reinmar tuvo que correr por las calles con el fin de estar de regreso en su puesto antes de que la campana del mercado diera las seis, pero se consoló un poco con el hecho de que todavía no hubiesen dado la alarma.
Al aproximarse al final de la cuesta, vio columnas de humo que se elevaban hacia el cielo desde lejanos graneros y casas que habían sido saqueados e incendiados, y el azul de la crepuscular bóveda celeste ya estaba teñido de tonos púrpura y rosados. Volvió la vista para mirar al norte, y también allí vio el resplandor de partículas de humo llevadas por la brisa. Nadie había pensado que los hombres bestia y sus aliados podrían moverse con tal rapidez para rodear el pueblo, pero el que lo hubieran conseguido debía significar que sus fuerzas estaban más dispersas de lo que podrían haber querido ellos mismos; al menos, eso se dijo Reinmar.
Cuando entró en el almacén, encontró a Sigurd con bastante facilidad y le dio el vino. El estibador se sorprendió al verlo; era evidente que Matthias Vaedecker no se había molestado en decirle que había reclutado a Reinmar.
—No deberías estar aquí, maese Wieland —dijo el gigante—. Eres demasiado joven para que te destinen a la primera línea de defensa; demasiado joven.
—Prefiero estar con los mejores soldados en vez de con los peores —replicó Reinmar—. No habrá ningún lugar seguro hasta que ganemos la batalla.
—Muy cierto —concedió Sigurd—. Quédate cerca de mí, señor. Si caemos, caeremos juntos…, pero aún no ha nacido el monstruo que pueda lograr eso. Aunque sólo quedáramos tú y yo en el mundo, saldríamos sin un arañazo.
—Estoy seguro de que no llegará hasta ese punto —le aseguró Reinmar—. Von Spurzheim no se dejará derrotar después de haber llegado tan lejos. Aplastará al enemigo, y luego marchará contra el valle y el mundo subterráneo que hay debajo del monasterio. Es imparable.
De modo deliberado, no hizo alusión alguna a la magia, aunque en su fuero interno se había tomado la libertad de preguntarse si el séquito de Von Spurzheim incluiría sacerdotes que pudiesen neutralizar cualquier hechizo que fueran capaces de hacer los semejantes de la dama Valeria.
—Así se habla, muchacho —intervino otra voz, ansiosa por participar en la conversación. Era uno de los soldados de infantería de Vaedecker, que si bien no los conocía, obviamente creía que valía la pena trabar amistad con ellos—. Por lo que he visto, las cosas contra las que tendremos que luchar son los restos de las reservas enemigas, repugnantes pero carentes de destreza. Al final del día, incluso los mejores de ellos son poco mejores que animales. Nosotros somos hombres.
Reinmar se acordó de la similar insistencia de su abuelo en afirmar su humanidad.
—¿Crees que atacarán esta noche? —preguntó—. Antes, Von Spurzheim nos ha dicho que probablemente no atacarán hasta mañana por la noche.
—Ya lo creo —replicó el soldado de infantería con el tono de un hombre que ha aprendido mucho de la experiencia—. Atacarán esta noche, aunque es demasiado pronto para que hayan tenido tiempo de prepararse como es debido. Ya han comenzado su obra asesina, y cuando esas criaturas empiezan no se las puede detener. Son animales: astutos, pero no inteligentes; malvados, pero no diestros. Atacarán ahora, y en cuanto lleguen nos trabaremos en combate. Pero ganaremos. Como tú mismo dices, somos imparables.
Resultaba demasiado obvio que el soldado hacía grandes esfuerzos por convencerse de lo que decía, y Reinmar reconoció lo sabio que era hacer ese tipo de esfuerzo, en beneficio propio y en el de todos los presentes. Se levantó y se marchó en busca de Matthias Vaedecker, que aún estaba intentando inculcarles algo parecido a la disciplina a los habitantes del pueblo más duros de entendederas.
—Están preparados, sargento —dijo el muchacho, en voz baja, y luego la alzó para añadir—. A fin de cuentas, éste es su hogar; lo defenderán hasta con la última pizca de sus fuerzas. Eilhart es la mejor población del Schilder. Nadie que viva aquí hará menos que el máximo para salvarlo de las alimañas que están decididas a ensuciarlo.
Matthias Vaedecker lo miró y le dedicó una ancha sonrisa.
—¡Maese Wieland! —exclamó con una voz más alta de lo necesario—. ¡Otro valiente matador de hombres bestia! Te creo… Conoces a esta gente mejor que yo.
Cuando hubo despedido a los hombres tras decirles que descansaran durante un rato, se puso mucho más serio.
—Va a ser duro, Reinmar —le aseguró en tono confidencial—. Tú y yo hemos visto lo que ese ejército enemigo debe defender. No es un mero trozo de tierra. Las noticias de su existencia ya viajan hacia el norte, así que vendrá otro ejército si Von Spurzheim fracasa, y otro después de ése, pero nosotros hemos estado en camino durante mucho tiempo. Nadie tiene los conocimientos que ha adquirido Von Spurzheim, ni su convicción. Quienquiera que acuda a reemplazarlo, si lo hace alguien, no estará ni la mitad de decidido a encontrar el valle, y mucho menos a impedir que se restablezca la línea de suministro. Por una causa como ésta, el enemigo, sin duda, enviará demonios al igual que bestias, y éste es el punto que más desearán quebrantar con el fin de acabar con el propio Von Spurzheim. No sé hasta qué extremo estarán dispuestos a comportarse como suicidas dementes, pero sé que va a ser una batalla muy dura.
—Pero, finalmente, somos imparables —respondió Reinmar con una mueca torcida—. Somos hombres, después de todo, y ellos son monstruos.
—Precisamente porque somos hombres, no somos más imparables que ellos —replicó el sargento, pero la respuesta fue un susurro para que no pudiera oírla nadie más.
Reinmar se sintió privilegiado por el hecho de que lo escogiera como recipiente de una verdad tan peligrosa, pero al cabo de poco regresó a su puesto para sentarse junto a Sigurd.
El tiempo se arrastraba con una lentitud tan dolorosa que Reinmar casi comenzó a desear que el enemigo apareciera y acabara con el suspenso. «Dado que el ataque es ya inevitable —pensó—, tal vez sería mejor acabar de una vez». Resultaba obvio que no sólo él pensaba de ese modo, pero lo único que descendió por el río entre las seis de la tarde y la medianoche fueron dos troncos de árbol aguzados, y ninguno rompió las redes que los defensores habían tendido entre ambas márgenes.
—Pueden enviar tantos troncos como quieran —les dijo Vaedecker a sus hombres—. Son ellos quienes lucharán desde el agua, no nosotros.
Cuando la campana del mercado dio la medianoche, una tangible ola de tensión recorrió a los allí reunidos, pero no fue una señal de alarma, y la hora llegó y pasó al igual que sus predecesoras. Media hora más tarde, sin embargo, fue un proyectil diferente el que descendió por el río: un bote sin los remos, lleno con leña y hojas empapadas en aceite al que habían prendido fuego, y para cuando las redes lo detuvieron estaba incendiado como una vela gigantesca. Las redes, al estar bajo la superficie, no corrían el más mínimo peligro de prender, pero la luz del fuego se reflejaba en los rostros de los ballesteros que esperaban y en las puntas de las picas que habían en el suelo de la planta baja.
—La luz no les dirá nada que ya no sepan —gritó Vaedecker tan de inmediato como antes—. No es más que un gesto destinado a inquietarnos. Cuando llegue el momento de luchar, el fuego en el agua será nuestro aliado, no el de ellos.
El fuego del bote se apagó hasta ser simples brasas, y finalmente se extinguió con un siseo. Fue entonces cuando apareció el enemigo, probablemente con la esperanza de contar con una pequeña ventaja a causa del efecto del fuego sobre la visión nocturna de los defensores. Los botes llegaron con rapidez, deslizándose por la superficie mientras sus ocupantes permanecían tendidos en el interior, con las armas preparadas para acometer las redes.
La señal debió llegar con la velocidad del rayo al centro del pueblo, porque de inmediato comenzó a sonar la campana del mercado, de modo frenético, para llamar a las armas.
—¡Ballesteros, preparados! —gritó Vaedecker—. ¡Picadores, esperad!
Fue la última orden que pudo dar con tanta claridad, ya que barcas más pesadas bajaban por el río tras los botes, cargadas de guerreros. Algunos, sin duda, eran hombres bestia con voces de bestias, pero incluso los que tenían gargantas y lenguas humanas profirieron gritos notablemente bestiales cuando comenzaron a volar las flechas.
Reinmar se inclinó hacia adelante para ver qué sucedía, pero Sigurd tiró de él para apartarlo del borde de la abertura ante la que se había acuclillado, por temor a que pudiese convertirse en blanco de un arquero enemigo. Por esa razón, oyó más que vio las flechas disparadas por los ballesteros de Vaedecker, que caían como una lluvia sobre las barcas, rebotaban en los cascos de madera o hendían el agua. Vio que entraban flechas en el almacén y, de inmediato, deseó que las aberturas de los flancos fuesen más pequeñas; pero los picadores aguardaban muy agachados para no exponerse a los proyectiles. Vaedecker continuaba gritando, puntuando las órdenes con imprecaciones cada vez que no tenían el efecto deseado. Los gritos de guerra de los hombres bestia y sus aliados subhumanos se mezclaban con alaridos, pero al aumentar más el ruido se hizo cada vez más difícil diferenciar los aullidos de agresividad de los de dolor.
El ruido pareció apoderarse del corazón de Reinmar casi como si fuese una especie de magia, obligándolo a acelerar el ritmo de los latidos, que también parecieron volverse irregulares. Reinmar esperaba que, al menos, eso fuese una ilusión.
El muchacho no oyó a Vaedecker dar la orden, pero los picadores situados más cerca del lado norte del edificio y los que se encontraban en la abertura central —incluido Sigurd— comenzaron a coger sus armas. Una pica normal era tan larga y su punta tan pesada que nadie que no fuese un gigante podía asestar repetidas estocadas con ella, en especial cuando el ángulo era tan incómodo, así que tales armas no resultaban todavía muy útiles, pero el hecho de que las hubiesen cogido daba fe de que las barcas más pesadas debían haberse aproximado a las paredes del almacén, y sólo aguardaban la eliminación de las redes y las barreras que les impedían continuar hacia adelante.
—¿Qué está pasando? —le gritó Reinmar a Sigurd.
La única voz auténticamente humana que pudo oír durante los momentos siguientes fue la de Vaedecker, que instaba a sus ballesteros a disparar y disparar, y a hacer que cada flecha fuese certera; pero, al fin, Sigurd pudo responder.
—¡No falta mucho! —le gritó, de lo cual Reinmar dedujo que las redes habían sido cortadas y que sólo el cable metálico que formaba la barrera ofrecía una resistencia significativa al paso de las barcas.
Los troncos habían sido enviados por delante para ejercer fuerza contra el cable, y las barcas aumentaban la tensión a cada minuto que pasaba, pero Reinmar sabía que las criaturas que estaban dentro de los botes tenían que estar pagando un alto precio. Las flechas de arcos y ballestas los diezmarían y, cuando por fin la barrera se rompiese, los picadores del puesto en que se encontraba él aprovecharían la oportunidad.
Reinmar intentó con todas sus fuerzas obligarse a permanecer quieto por temor a comenzar a temblar mucho antes de verse arrastrado a la acción. Su autodisciplina pareció dar buen resultado, y sintió que los poderosos latidos de su corazón se suavizaban un poco. Al parecer, la barrera aún resistía, y todo estaba saliendo según lo planeado.
Y luego, en cuestión de medio segundo, el plan salió mal. De repente, había dos frentes en lugar de uno solo. Los guardias situados en las puertas que miraban a la calle comenzaron a gritar, y empezaron a entrar en el almacén hombres armados con espadas y medias picas. Las lámparas colocadas sobre las entradas permitieron que Reinmar viese que eran hombres, algunos ataviados con el uniforme de la Guardia del Reik y otros que tenían rostros que él conocía; pero de inmediato se dio cuenta de que se estaban batiendo en retirada y que la barricada que habían estado defendiendo ya debía de haber caído.
Matthias Vaedecker gritó con toda la fuerza de sus pulmones, y Reinmar sabía —aunque no pudo entender más que una palabra de cada tres— que ya tenían que entrar en acción. Él y los demás espadachines debían asegurarse de que cualquiera o cualquier cosa que no fuese un defensor de la ciudad muriese en cuanto pasara a través de una de las dos anchas entradas que se abrían sobre la calle. Los débiles intentos que hicieron los guardias para cerrar las puertas en cuanto hubieron entrado sus compañeros se vieron contrarrestados de inmediato porque los atacantes ya empleaban arietes que presumiblemente habían usado para romper la barricada del extremo norte de la calle. Ambas puertas volvieron a abrirse de golpe, y los arietes continuaron hacia el interior con las puntas aguzadas dirigidas hacia las espaldas y piernas de los defensores.
Entre los hombres que huían, los que sabían qué sucedía intentaron volverse en cuanto estuvieron dentro, pero entre ellos había demasiados que no lo sabían y cuyos intentos de esquivar los arietes y encontrar un lugar seguro interfirieron con la fila de defensores que se estaba formando para cubrir la retirada e invertir la dirección de la lucha hacia el enemigo.
Las criaturas achaparradas que llevaban la cabeza de los arietes sobre los hombros eran blancos fáciles, pero cada una recibió una docena de tajos antes de caer y detrás de ellas había más, suficientes para mantener el impulso del ariete durante unos pocos segundos preciosos. Fue cuanto necesitaron para despejar la entrada y marchar hacia el interior del almacén, y para cuando Reinmar se unió a algo parecido a una formación de lanceros y espadachines, habían perdido la oportunidad de cerrar la brecha.
En el momento en que los arietes rebotaron y rodaron por el suelo derribando a más defensores, los enemigos sacaron espadas y lanzas suficientes para hacer que la batalla pareciese casi igualada en fuerza; en cualquier caso, lo bastante igualada para que se volviera feroz.
Había la suficiente luz para que Reinmar viese las caras de las criaturas con las que se enfrentaba, y le sorprendió comprobar que sólo había unos pocas que fuesen significativamente inhumanas, aunque el resto compensaba su falta de bestialidad literal con tanta fealdad como jamás se hubiese acumulado en unas facciones humanas. Tenían cejas enormes, mentones muy salientes, y sus apretados dientes eran amarillos y demasiado grandes. Eran muy peludos, y algunos presentaban tantas verrugas que parecían sapos; pero tenían manos y mentes, y la forma en que blandían los garrotes y espadas hablaba de mucha práctica e inteligencia maligna. Cuando se lanzaron al ataque se mostraron innegablemente temerarios, aunque no eran en absoluto víctimas fáciles.
En cuanto Reinmar asestó la primera estocada de frente y sintió que su espada chocaba con algo duro, supo que se hallaba en un terrible peligro. La línea de hombres de la que formaba parte se había organizado con demasiada precipitación, y los hombres que estaban en ella habían recibido un entrenamiento muy escaso. Ya era poco sólida y corría un grave riesgo de fragmentarse, pero tenía que resistir, o todo el espacio del interior del almacén se transformaría en una zona de caótica batalla. Si los hombres de la orilla del río querían continuar cumpliendo con su cometido necesitaban que los cubrieran; tenían que dedicar toda su atención a la batalla que tenía lugar sobre el agua, o ésta se perdería en el plazo de una hora.
Por fortuna, Reinmar no era el único que sabía que la línea debía resistir, y los hombres de Vaedecker no iban a permitir que la torpeza de unos granjeros y tenderos estropeara su formación. Los que iban armados con medias picas ya formaban una línea con espadachines entre ellos, y su precisión fue tan manifiesta que incluso los habitantes del poblado más duros de mollera pudieron darse cuenta de qué estaban preparando y por qué. Reinmar se insertó con destreza entre dos hombres que sabían cómo usar las puntas de sus medias picas, y en cuanto vieron que él sabía manejar la espada, le dejaron espacio para moverse. Sus armas eran más pesadas que cualquiera de las que llevaba el enemigo, que necesitaba una suerte considerable, además de destreza, para pasar más allá de las afiladas puntas.
En cuanto alguno lo lograba, Reinmar, que estaba preparado, adelantaba la punta de su espada con la confianza y celeridad de una lengua de serpiente dirigida hacia la garganta del oponente si podía, o hacia el vientre en caso contrario. Por supuesto, los adversarios respondían también con estocadas, pero la constitución baja y achaparrada que había sido para ellos una ventaja a la hora de usar los arietes no resultaba tan útil en ese tipo de lucha, e incluso el que intentó herirlo con una lanza fue demasiado lento y torpe.
Reinmar giró a un lado para dejar que la punta de la lanza pasara ante su pecho sin rasgar siquiera la tela del justillo, y para cuando el lancero intentó golpearlo de lado con el asta de la lanza en las costillas, la espada de Reinmar había penetrado por un ojo del atacante hasta el cerebro. Habría sido una mala estocada en una lucha más abierta porque tardó varios segundos en arrancar la hoja de la cabeza del otro para blandiría otra vez, pero con las puntas de las medias picas moviéndose en las proximidades no había posibilidad alguna de que un enemigo pudiera aprovecharse de ese instante de indefensión.
Cuando Reinmar consiguió liberar la espada, tuvo que dar una larga zancada porque la línea avanzaba. Entonces los arietes yacían en el suelo, e incluso los que iban armados sólo con horcas habían visto cómo se hacían las cosas y dónde se los necesitaba. Acometían a los enemigos en la calle y dentro del almacén, y el número de éstos era diezmado con rapidez; la furia de su asalto los había hecho ganar terreno, pero el coste había sido demasiado alto, y los hombres del pueblo estaban mucho mejor desplegados para reforzar la posición comprometida.
Reinmar había esperado que aquellos hombres feos lucharan como seres salvajes, pero en ese momento recordó que incluso los hombres bestia con los que se habían enfrentado en el soto habían demostrado que tenían un cierto conocimiento táctico. Estos humanos achaparrados no carecían en absoluto de disciplina, y sabían lo suficiente de estrategia como para comprender que no tenía sentido insistir cuando una causa ya estaba perdida. Entonces, les tocó a ellos hacer una sólida formación al mismo tiempo que retrocedían para salir por la puerta, lo que hicieron con casi tanta eficacia como podría haberse esperado de los soldados de infantería de Vaedecker.
«¿Serán soldados, después de todo? —se preguntó Reinmar—. ¿Serán mercenarios que se dedican a la lucha como negocio en lugar de como manía? Tal vez lo sean…, y tal vez muy pronto veamos cosas mucho peores, cuando se haya acabado la estrategia y la lucha se transforme en locura». No dejaba de estocar con su espada mientras se formulaba estas preguntas, aunque la ensangrentada hoja no hendía más que aire entonces que los brutos retrocedían, hacían uso de la cautela y paraban con bastante facilidad las estocadas de las medias picas blandidas por los doloridos brazos de los hombres de Vaedecker.
Si los hombres del pueblo hubiesen logrado formar en el exterior de las salidas, podrían haber hecho pedazos a los hombres que retrocedían; pero la batalla aún estaba trabada en las calles, y la última docena de invasores se escabulló con facilidad. Uno de los cabos de Vaedecker les gritó de inmediato a sus hombres para que aseguraran las puertas y no dejaran entrar ni salir a nadie; después, comenzó a agarrar a los hombres del pueblo y los lanzó hacia las puertas y de vuelta a las plataformas de carga, donde aún se necesitaba apoyo.
Reinmar avanzó en dirección al río sin esperar a que lo seleccionaran, con la intención de ocupar otra vez su sitio junto a Sigurd.