Veintinueve

Veintinueve

En la habitación de Reinmar había un desconocido que se encontraba de pie ante el espejo de la pared y se estudiaba con detenimiento. El desconocido se había puesto el mejor conjunto de ropas de Reinmar. El hombre era más alto y estaba mejor proporcionado que Wirnt, y aunque sus facciones no eran del todo desemejantes de las del hijo de Albrecht, se parecían más a las de aquél que a las de Gottfried, e incluso a las del propio Reinmar. El desconocido era mucho más joven que Wirnt, aunque no tanto como Reinmar, pero el resplandor de sus ojos resultaba tan brillante y asombroso como la luminosidad que el joven había visto en los ojos del anciano sacerdote del mundo subterráneo que había ofrecido el cuerpo comatoso de Marcilla a la ávida flor.

La naturaleza hereje de ese brillo no se reveló en su plenitud hasta que el desconocido se volvió para encararse con Reinmar. Era como si la inteligencia que había detrás de los ojos se hubiese incendiado y ardiese sin control. «Éste es un demente», pensó Reinmar, cosa que parecía hacerse aún más notable porque aquel hombre podría haber sido confundido con un hermano más joven de su padre, si éste hubiese tenido hermanos.

Hasta que el dulce olor empalagoso que había colmado la habitación no dejó de entrometerse en los pensamientos de Reinmar, el joven no se dio cuenta de que la semejanza era menos notable de lo que parecía.

—Maldito seas, niño —dijo el desconocido—. ¿No tienes nada en el armario que un hombre pueda vestir con orgullo?

—¿Abuelo? —preguntó Reinmar con voz vacilante.

No podía acabar de creerlo, por probable que pudiese haber parecido como factor de cálculo. Estaba demasiado habituado a ver a Luther Wieland como un anciano frágil, tan quebrantado de espíritu como de cuerpo. El hombre que tenía ante sí no sólo era robusto, sino también de mente aguda y aplomado, a despecho del misterioso fervor de sus ojos. Aún daba la impresión de estar loco, pero también parecía ser un hombre atractivo, un hombre de auténtico poder.

—Eres un mentiroso además de un estúpido —dijo Luther Wieland con tono acusador—. ¿Guardabas la bebida para tu bonito juguete? ¿No me debías lealtad a mí antes que a nadie? ¿Y por qué habías de preocuparte si tenías una poción tan potente? ¿No sabías lo que escondías? Podrías haberlo diluido cien veces y llenar un botellero de la bodega con el resultado. Bueno, ahora es mío. ¿De verdad creías que era seguro ese escondrijo? Sabías perfectamente bien que esta habitación fue la mía cuando era un muchacho como tú.

El desconocido señaló con un dedo acusador hacia la grieta de la pared, de la que había retirado el trozo de mortero. Las preguntas manaban de él como glorificándose de su propia profusión; era como si un tapón oxidado, al fin, hubiese girado. No había nada afectuoso en la expresión del desconocido. Sus ojos eran más oscuros y más brillantes que los del viejo Luther Wieland, y esa oscuridad no constituía una mera cuestión de color. Reinmar no dudó que aquel hombre era tan peligroso como inofensivo había sido su debilitado abuelo.

—Vienen monstruos, abuelo —dijo con rapidez—. Toda una legión de ellos. Los hay que son más o menos hombres, aunque deformados, pero hay otros cuyo cuerpo está mezclado con el de animales. Y habrá cosas peores, si puede confiarse en el juicio del sargento Vaedecker. Todo Eilhart es presa del pánico. No es un buen momento para que te manifiestes como hechicero.

—¡Hechicero! —El rejuvenecido Luther rio con amargo sarcasmo—. ¿Eso es lo que crees, niño? Pensaba que tenías más cerebro que ese desagradecido cachorro mío. Creía que tú y yo nos entendíamos. No soy ningún mago, sino un hombre. Soy todo lo que debe ser un hombre, lo que significa que no soy un fatuo tullido consumido e indefenso, maltratado por el cruel paso del tiempo. Soy un hombre, Reinmar, vivo y capaz de sentir. Han desaparecido todo el dolor y toda la ignominia. ¡Dioses, qué estúpido he sido al consentir lo que hizo de mí mi estúpido hijo! Me contentaba con ser una miserable ruina de hombre, cuando lo único que necesitaba para restablecerme era un vaso de vino de vez en cuando. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Siempre he intentado aconsejarte mejor de lo que lo ha hecho esa serpiente, Gottfried, pero hasta ahora nunca he sido capaz de darle fuerza a mis consejos. Escúchame, Reinmar, y escúchame bien: el tiempo es el máximo traidor, la peor de las maldiciones. Hoy tienes el don de la juventud, pero a lo largo de todos tus mañanas pagarás un precio exorbitante por ese fugaz privilegio. Lucha, Reinmar, lucha contra la tiranía del tiempo hasta con el último vestigio de tus fuerzas y tu espíritu. Nunca consientas en dejarte dominar por su maldición. ¡Lucha con toda la magia que el mundo pueda ofrecerte!

—Abuelo —dijo Reinmar, que se sentía débil después de que el olor del néctar de los sueños había desaparecido del aire—, no sabes cómo alimentan y dan forma al licor que acabas de beber. Es el producto de cuerpos humanos vivos.

—¡Por supuesto que lo es! —respondió el hombre rejuvenecido al mismo tiempo que lanzaba los brazos hacia lo alto con gesto extravagante—. ¿Y en qué se diferencia de tu propia juventud? ¿Acaso el origen de la misma es más cómodo de contemplar cuando se lo mira con ojos analíticos? Toda carne es producto de la carne; toda juventud es producto de la juventud. Nuestras madres se ven menoscabadas por el embarazo que nos hace a nosotros, y aceptamos su voluntario sacrificio como precio de nuestra propia virilidad. ¿Qué diferencia real existe entre el sacrificio de la carne materna y el que tú viste? Nosotros somos hombres, niño, y debemos mantener nuestra hombría contra los estragos del tiempo por cualquier medio que podamos hallar. Si debemos luchar para lograrlo, tenemos que hacerlo con todas nuestras fuerzas…, y debemos amar la batalla con toda la furia de nuestros corazones.

El cinturón de cuero que Luther se había ceñido no era de Reinmar, ni tampoco el bolsillo unido al mismo. Los había sacado de su baúl. Reinmar supuso que el frasco que él había robado del mundo subterráneo estaba entonces en ese bolsillo, y se preguntó cuánto habría bebido Luther. Incluso un pequeño sorbo podría considerarse una sobredosis.

—No te resultará fácil salir del pueblo, abuelo —declaró Reinmar, tenaz—. Y si te quedas, te reconocerán como enemigo. Nuestros vecinos están dispuestos a volverse contra cualquiera a quien puedan culpar por su difícil situación.

—¿Cómo van a reconocerme? ¿Me denunciarás como hechicero aunque te jure que soy como cualquier otro hombre? ¿Hay en Eilhart algún hombre capaz de reconocerme si estuviese en otro sitio que no fuera esta habitación, contemplado por unos ojos que no fuesen los tuyos? ¿Por qué tú o cualquier otro debería pensar que soy un enemigo? ¿Por qué me trajiste el vino oscuro si no querías verme como un hombre?

Al igual que antes, en ese torrente había demasiadas preguntas para que Reinmar diese alguna respuesta coherente a cualquiera de ellas. Estaban todas muy bien planteadas y resultaba desafiantes, pero eran demasiado abundantes e inconsecuentes para formar parte de una conversación racional. Reinmar miró de más cerca las bellas y nuevas facciones de su abuelo, y vio que tenían algo de esa misma cualidad temeraria. El Luther Wieland rejuvenecido era un hombre apuesto, considerablemente más guapo que su hijo Gottfried, pero había una extravagancia profundamente artificial en el color de sus mejillas y el ardor de su mirada. La vida que el néctar del mundo subterráneo le había devuelto a Luther era demasiado febril y aferraba su alma con excesiva determinación, pero ¿cómo podría haberse resistido a tomar una dosis generosa de la esencia concentrada cuando antes había estado tan débil y tembloroso?

—¿Qué harás, abuelo? —preguntó Reinmar, que luchaba para que su voz se mantuviera baja y firme—. ¿Lucharás por Eilhart, o contra él?

—¿Soy un hombre o un monstruo? —preguntó Luther, a su vez.

—En este momento, no estoy del todo seguro —reconoció Reinmar—; por eso, te lo pregunto.

—Si llego a luchar, lucharé por la gloria —le aseguró el apuesto hombre—. Si condesciendo en luchar, lucharé por amor al conflicto, porque soy un hombre.

—A mí me parece —dijo Reinmar, pensativo— que un exceso de humanidad podría ser casi tan peligroso y demoníaco, a su manera, como una carencia de humanidad.

—En ese caso, eres un estúpido y un cobarde —le espetó Luther—. La vida humana es sensación, y la mejor sensación es el lujo. No tiene límite superior.

Al fin, se apartó del espejo y dio la impresión de que iba a empujar a Reinmar a un lado y salir de la habitación, pero Reinmar permaneció donde estaba para demostrar que no se dejaría quitar de en medio.

—¿Qué vas a hacer con el frasco y su contenido, abuelo? —preguntó.

—Guardarlo y usarlo, ¿qué otra cosa iba a hacer? —le informó el otro con tono burlón—. Te enfrentaste conmigo en una lucha de ingenio, y perdiste. La muchacha puede arreglárselas por su cuenta, y tú debes dejar que se marche. Al final, obedecerá la llamada que lleva grabada en su mismísimo cuerpo, y no hay nada que tú puedas hacer para retenerla. Ahora, apártate…, y no vuelvas a interponerte nunca en mi camino; nunca.

Reinmar vaciló, pero no podía desenvainar la espada contra su abuelo, así que se hizo a un lado para dejar que Luther saliera del dormitorio. Mientras oía los pasos que bajaban los escalones de dos en dos, sintió que un viejo estremecimiento recorría sus extremidades. Era como si hubiese entrado en él una ligera parte del júbilo del hombre rejuvenecido.

Reinmar encontró el trozo de mortero en el piso, y volvió a colocarlo en la grieta de la pared. Pensó que tal vez era buena cosa que le hubiesen quitado el néctar de las manos. Quizá la responsabilidad había sido excesiva para que pudiera soportarla. Pero le temblaban las manos cuando oyó que unos pasos ascendían la escalera con mucha más lentitud.

Cuando Gottfried Wieland apareció en la entrada del dormitorio de su hijo, su expresión era de increíble agotamiento comparada con la de Luther. También era dolorida y acusadora.

—Le trajiste vino oscuro —dijo Gottfried con voz inexpresiva—. A pesar de todo lo que viste, le trajiste el vino de los sueños.

—Es peor que eso —confesó Reinmar—. Robé un poco del néctar con el que hacen el vino. No se lo habría dado, pero lo encontró. Creo que ha bebido demasiado.

—La más pequeña gota sería demasiado —replicó Gottfried con acritud—. Ha estado desquiciado durante demasiado tiempo para obtener del lujo otra cosa que temeridad.

—Cuando se marchó parecía tener la cabeza un poco más clara —sugirió Reinmar—. La locura era menos intensa que en el momento en que llegué, cuando el olor aún flotaba en el aire.

—¿Por qué no se lo diste al cazador de brujas? —preguntó Gottfried.

—No lo sé —replicó Reinmar con tono defensivo—; ni siquiera sé por qué lo cogí, para empezar.

—¿Has comido?

Reinmar, algo sorprendido por el cambio de tema, se llevó una mano al estómago.

—No —admitió.

—Debes comer. Ahora casi todos parecen seguros de que habrá lucha esta noche, aunque falten algunos días para la peor parte. ¿Quién es tu comandante y dónde está tu puesto?

—Vaedecker… Creo que lo solicitó él. Estaré en el almacén del estrechamiento del río.

Reinmar vio que los ojos de Gottfried se abrían un poco más.

—Es un privilegio que podrías lamentar —dijo—, pero también pidió a Sigurd, y tuve que enviarlo hace menos de una hora. Si vas a estar allí, se hace más necesario aún que te llenes el estómago. No tienes mucho tiempo, supongo.

—Me queda menos de media hora —admitió Reinmar.

Gottfried ya estaba sacándolo del dormitorio para conducirlo escalera abajo.

—Todos los criados se han marchado con su familia —explicó el comerciante de vinos—. Godrich pidió un puesto en el almacén, y lo obtuvo, pero no habría sido diplomático que yo hiciese lo mismo. Estaré en el camino oeste, un terreno difícil, pero que se puede defender. Comeremos en la cocina lo qué podamos, y luego haremos paquetes con lo que quede. Beberemos una botella de vino blanco ahora, y cada uno se llevará otra; pero tendrás que compartir la comida y la bebida con los de tu puesto.

Cuando llegaron a la cocina, descubrieron que las provisiones ya habían sido seriamente mermadas por los criados, pero un hombre tan cuidadoso como Gottfried siempre tenía buenas reservas. No quedaba pan, aunque había varias carnes saladas y verduras en escabeche, algunas manzanas tocadas, un poco de mantequilla y algo de azúcar. Reinmar y su padre comieron mientras empaquetaban lo que podían.

—Si aquí no queda ningún criado —se atrevió a preguntar Reinmar—, ¿quién atenderá a Marcilla?

—Margarita puede venir a verla si le dejo la llave a su padre —replicó Gottfried—. En caso contrario, si la gitana se despierta, tendrá que arreglárselas sola.

—¿Dónde está Ulick?

—No tengo ni idea.

—La batalla que se avecina no es realmente culpa mía, padre —dijo Reinmar tras una pausa.

—Por supuesto que no —replicó Gottfried, que parecía genuinamente asombrado por esa frase—. Ya te dije antes que no te culparas por ello. Fue algo inevitable desde el momento en que llegó el cazador de brujas. Los monstruos comenzaron a reunirse antes de que te marcharas con la carreta; fui un estúpido al enviarte de viaje, pero tenía miedo de que nos arrojaran a todos a un calabozo si Luther o Albrecht decían algo equivocado o no decían nada. Éste es un ajuste de cuentas por deudas que contrajimos mucho antes de que tú y yo naciéramos, cuando Eilhart se implicó por primera vez en el tráfico de vino oscuro. Siempre supe que yo no podría impedir el tráfico, pero tenía la esperanza de posponer durante algún tiempo el ajuste de cuentas, y lo hice. Nada de esto es culpa tuya; nada.

—Intenté destruir las reservas de vino almacenadas en el mundo subterráneo, pero también robé un frasco de néctar. Me temo que eso fue una doble provocación.

—Estas cosas no necesitan provocación —le aseguró Gottfried—. La única intención que tienen los enemigos es perjudicar, y sus sutiles brujerías son peores, a la larga, que el ataque abierto. Han reunido un ejército para luchar contra Von Spurzheim, no para castigarte a ti. Si desearan hacer también eso, que podría ser, recurrirían a medios más sutiles que el viejo hierro y la fuerza bruta. Eilhart está amenazado porque el mundo está amenazado, y el mundo está amenazado porque el mal anda suelto, no por nada que hayamos hecho tú o yo, ni siquiera por nada que haya hecho ese viejo estúpido de Luther. No te culpes por haberle dado lo que deseaba con tanta desesperación; a fin de cuentas, el deseo era suyo, y esa ansia era lo único que lo mantenía con vida.

Reinmar no podía recordar que su padre le hubiese dado jamás un discurso tan calculado y carente de crítica. Eso lo asustó, porque le demostraba lo desesperada que era la situación. Si Gottfried Wieland se había visto lo bastante intimidado como para dar rienda suelta a su generosidad, el mundo tenía que estar de verdad al borde del desastre.

—Me alegro de que Sigurd vaya a estar cerca cuando comience la batalla —comentó Reinmar tras acabar el vino de la jarra que él y su padre habían estado pasándose el uno al otro.

—También yo —asintió Gottfried—. Si tienes que resistir espalda con espalda con alguien, escógelo a él. Si tienes que escabullirte junto a Vaedecker para llegar a donde esté, hazlo.

—¿Y con quién resistirás tú, espalda con espalda, si la lucha llega a ese punto? —preguntó Reinmar.

—Ya decidiré eso cuando vea cómo va la lucha —replicó Gottfried, austero—. Con algún endurecido soldado de infantería, supongo. No con uno de mis colegas comerciantes, si puedo evitarlo…, ni con uno de los fanáticos de Von Spurzheim. Con un poco de suerte, lo único que tendré que hacer será quedarme de pie y vitorear mientras la caballería de la Guardia del Reik carga desde la plaza del mercado y los ballesteros disparan. Será mejor que te marches ya. Tengo que asegurarme de que la tienda y las bodegas estén lo mejor cerradas posible… Las batallas tienen algo que hace que la gente olvide el respeto por las propiedades de sus vecinos.

—Pero ¿dejarás una llave para Margarita? —preguntó Reinmar.

—Si tú insistes, sí. Vete. Llévate otra jarra para Sigurd.

Reinmar obedeció, aunque ya llevaba una carga más que pesada. Luego, se despidió de su padre con la esperanza, al hacerlo, de que no fuera la última vez que lo hacía.