Veintiocho
Cuando Matthias Vaedecker ayudó a Reinmar a bajar de su caballo en el límite de la plaza del mercado de Eilhart, el muchacho se encontró en la periferia de una agitada multitud. En el aire la ansiedad era palpable, pero no vio la causa de la consternación hasta que se abrió paso a través de la gente y llegó al centro de atención.
Expuestos a plena vista en la escalera del mercado de maíz, había seis cadáveres, y ninguno era completamente humano. Todos tenían dos brazos y dos piernas, pero, menos en un caso, se trataba de extremidades bestiales, más gruesas y cortas que las humanas. Tres tenían una sola mano, pues la otra aparecía sustituida por una zarpa, y dos de los cadáveres presentaban enormes patas con garras en lugar de pies. Lo peor eran las cabezas, ya que ninguna resultaba ni aproximadamente humana. Uno de los cuerpos tenía cabeza de toro con pesados pitones; otra era como la de un bisonte, y una tercera se parecía a la de un gato monstruoso. La cuarta cabeza era semejante a la de un lobo, más monstruosa que las de los hombres bestia con los que habían luchado él, Godrich, Sigurd y Vaedecker; los otros dos tenían la cabeza parecida a la de una serpiente, excepto por los espantosos ojos compuestos.
Reinmar no tuvo necesidad de preguntar por qué aquellos cuerpos habían sido expuestos allí, pero sus vecinos, al ver que acababa de llegar, se mostraron más que dispuestos a contárselo.
—Criaturas como éstas están avanzando desde la Colina Sagrada, situada al oeste de la granja de Schimel —le explicó Aloys Walther, el hijo del panadero—. Atacaron a Vitway y Konigmuell. El pueblo está aislado por el sur y el oeste, y al menos dos de las esclusas del río han sido destrozadas. Las gabarras ya no pueden llegar al lago Eilhart, y en Heiligregap atacan con flechas a cualquier bote de remos que intente remontar la corriente más rápida del río. Está reuniéndose un ejército de monstruos que avanza sin parar, y dicen que no recibiremos más refuerzos durante al menos dos días. Es demasiado tarde para que pueda huir nadie más; tenemos que presentarnos para que nos asignen un puesto en las defensas.
—Contamos con fuerzas suficientes —le aseguró Reinmar—. Yo ya he luchado una vez contra los hombres bestia, y son menos poderosos que horribles.
Ya había largas colas de hombres que rodeaban la mitad de la plaza en espera de que les preguntaran qué armas poseían y el entrenamiento que habían recibido en el manejo de las mismas. Aunque permanecían en orden, no guardaban silencio, precisamente, y los rumores corrían en todas direcciones. Reinmar sólo tuvo que volver sus pasos hacia los establos a los que habían llevado los caballos Vaedecker y sus hombres, para oír otra media docena de informes como el que le había dado Aloys. A veces, variaban los nombres de los lugares, pero lo importante era siempre igual. El pueblo estaba aislado o lo estaría en cuestión de pocas horas. El flujo de refuerzos militares había mermado hasta ser un goteo, y era seguro que Eilhart sería atacado antes de que pudiera movilizarse otro contingente de la Guardia del Reik para ayudar a los defensores.
Todo esto parecía una perspectiva relativamente lejana cuando Reinmar y Albrecht habían salido del poblado, pero entonces era de una inminencia palpable y ya no parecía tan raro que el enemigo hubiese acudido a casa de Albrecht. En ese momento, daba la impresión de que cualquier morada externa al núcleo de casas podía ser invadida. Gracias a la inundación de refugiados que llegaban al pueblo con relatos de horror, y al flujo similar cuya vía de escape hacia el norte quedaría pronto cortada, no podía haber nadie en treinta kilómetros a la redonda de Eilhart que no supiera que la ciudad estaba bajo asedio, y que pronto tendría que defenderse de un asalto feroz y tremendo.
El pregonero del pueblo se encontraba ante la torre que albergaba la campana del mercado, pero su cometido no era llamar al alistamiento. Reinmar se detuvo a escucharlo, pero sólo durante un minuto. Las proclamas que estaba repitiendo, probablemente por vigésima vez, tenían que ver con la conservación del agua —al parecer el agua del río había sido contaminada y no podía beberse ni siquiera después de hervirla—, y con los poderes de requisición que les habían sido concedidos a la Guardia del Reik y a los seguidores de Machar von Spurzheim para la construcción de barricadas.
Cuando Reinmar volvió a reunirse con Matthias Vaedecker, le preguntó si él debía unirse a una de las colas y esperar que lo atendiera uno de los sargentos de reclutamiento; pero el otro le respondió que ya tenía destino asignado.
—¿Contigo? —preguntó Reinmar.
—Sí, pero no me des las gracias por mi generosidad —le advirtió Vaedecker—. Estaremos en el estrechamiento superior del río, destinados a detener y hundir todo lo que baje por él.
—Se supone que por encima de Eilhart, el río no es navegable —observó Reinmar. Sabía, no obstante, que cualquier cosa que el enemigo pusiera sobre el agua, flotaría sin mayores problemas. No llegarían en gabarras cargadas, sino en esquifes y balsas, y resultaría muy difícil detenerlos. Sin duda, los hombres de Vaedecker tenderían redes y barreras a lo ancho del curso de agua, pero ese tipo de obstáculos se podían cortar o romper, y mientras estuviesen cortándolos, serrándolos o destrozándolos a golpes, las embarcaciones enemigas se amontonarían y dispararían proyectiles hacia ambos márgenes. Era imposible determinar cuál de las muchas barricadas erigidas en los caminos que iban hacia el pueblo resultaría la más sólida, pero algo seguro era que el estrechamiento del río sería testigo de una lucha feroz y crucial. Una vez que hubiesen abierto ese camino de entrada, las fuerzas enemigas dispondrían de una arteria vital para descargar el ataque contra el corazón del pueblo.
—Tampoco tengas miedo —añadió Vaedecker—. Estarás rodeado por los mejores soldados de infantería de Middenheim, y muchos de los pobladores que formarán con nosotros serán hombres que sepan lo que hacen. Las ballestas y las picas harán el trabajo duro al principio, y vuestra gente no se verá obligada a pasar a la lucha cuerpo a cuerpo, a menos que acometan las orillas, si lo logran, y haremos todo lo que esté en nuestro poder para asegurarnos de que no puedan superarnos en número.
—¿A qué hora tengo que presentarme? —preguntó Reinmar.
—Ya te has presentado —replicó Vaedecker—. Ahora estás bajo mi mando, aunque tendré que dejarte ir a ver a Von Spurzheim para que le cuentes todo lo que puedas sobre lo que sucedió en la casa. Cuando haya quedado satisfecho, debes regresar a mi lado para que pueda mostrarte cuál será tu puesto. Después podrás irte a casa a comer y chismorrear, pero cuando oigas sonar la campana debes volver corriendo aquí, y si la campana no suena debes prestar atención a las horas. Aunque todo esté tranquilo, tendrás que estar a las seis en punto en tu puesto, donde deberás permanecer de guardia hasta las dos de la madrugada. Si para entonces no ha ocurrido nada… Bueno, ya lo veremos cuando suceda, será aún peor que si hubiesen atacado de modo más precipitado.
Reinmar asintió con la cabeza, y luego se marchó en busca del cazador de brujas mientras Vaedecker iba a ocuparse de la organización de sus hombres.
Von Spurzheim no resultó en absoluto difícil de encontrar porque no se había movido para nada de su base de operaciones establecida en el ayuntamiento, aunque estaba ocupado con los mapas y rodeado de hombres, entre los cuales había cuatro caballeros de la Guardia del Reik. La estimación que Von Spurzheim había hecho del momento probable del ataque acababa de ser rápidamente revisada, y todo estaba organizándose entonces con gran precipitación. Los caballeros y los tenientes del cazador de brujas parecían estar todos discutiendo, aunque Reinmar supuso que ellos habrían preferido describir el altercado como conversación táctica. Tuvo que aguardar una oportunidad para hacerle notar su presencia al cazador de brujas, y luego esperar un poco más, hasta que Von Spurzheim tuviera la oportunidad para apartarse del grupo. Cuando lo logró, se llevó a Reinmar de inmediato a otra habitación y cerró la puerta a sus espaldas.
—Con que sólo dedicaran tanta energía a luchar con el enemigo como la que dedican a asegurar y aumentar su propia autoridad —dijo Von Spurzheim—, las márgenes del Reik estarían en una situación mucho más feliz y segura. Todos saben perfectamente cuál es la situación y la urgencia que ahora tenemos. Saben que poseo la autorización del Gran Teogonista en persona, pero aunque estuviesen arrodillados ante el altar de la guerra y el cetro de mando, continuarían riñendo por naderías. Cuando comience la lucha se comportarán todos como héroes, pero no saben cómo ser resueltos en nada que no sea la violencia. ¿Quién hirió al centinela que no puedo permitirme perder, Reinmar?
—Dos monjes del valle, los dos que intentaron venderme el vino oscuro; pero era el hermano Noel quien tenía la espada roja de sangre.
—¿Por qué vinieron aquí? Sin duda, no fue a buscar al ama de llaves, ¿verdad?
—La mujer que había en la casa no era el ama de llaves de Albrecht —informó Reinmar—. Era una hechicera llamada Valeria.
Von Spurzheim alzó los ojos al techo, fastidiado porque nadie hubiese sido capaz de decirle eso cuando aún tenía tiempo de reaccionar.
—¡La dama erudita! —exclamó—. Pensaba que a estas alturas se encontraría a medio camino de Middenheim. ¡Qué sed debe tener cuando se ha atrevido a meter la cabeza en la boca del león! ¿Demostró poder de mando sobre los monjes?
—Desde luego, eso parecía —replicó Reinmar—. Podría haber habido una pelea si ella no les hubiese dicho que me dejaran tranquilo. Dudo que lo haya hecho por misericordia. Los monjes le llevaron vino, y ella se volvió más joven después de beberlo…, pero dijo que el ejército que estaba reuniéndose no tenía nada que ver con ella, y que su cometido era de otra naturaleza.
—No le importa Eilhart en absoluto —masculló el cazador de brujas—. Lo más importante para ella es Marienbeg. Puede ser que no tenga intención de poner su poder al servicio de la lucha, pero lo usará de un modo u otro. Lo lamento, muchacho; no tenía ni idea de que te enviaba al nido de una serpiente. ¿Qué hizo tu tío abuelo?
—Nada —abrevió Reinmar—. Se negó a marcharse con ellos, y ellos parecían pensar que él era irrelevante para sus propósitos actuales.
—¿Y qué hiciste tú?
—Nada —volvió a decir Reinmar—. No tuve oportunidad de desenfundar la espada, y no tenía ninguna razón para pensar que alguien vendría en mi ayuda si llamaba.
—Pero los monjes tienen que haberte reconocido, y no creo que opinaran que tú eras irrelevante para sus propósitos —observó el cazador de brujas, sagaz—. Cuando te encontraron con Matthias en el momento en que escapabais del valle no sabían qué habías hecho, pero ahora tienen que saberlo. A pesar de eso, te dejaron tranquilo.
—Porque tenían asuntos más apremiantes que atender —insistió Reinmar; pero Von Spurzheim sabía que tenía que haber algo más, y Reinmar tuvo que darle más explicaciones—. Albrecht y Valeria fueron amantes en otros tiempos, como obviamente tú sabes, y tuvieron un hijo. Valeria le preguntó al tío abuelo Albrecht si yo era uno de ellos. Él insinuó que podría serlo, aunque es mentira, y por eso ella les dijo a los monjes que me dejaran tranquilo.
Von Spurzheim le dedicó una mirada larga y atenta antes de volver a hablar.
—¿Y qué actitud tenían los monjes?
—Estaban muy enojados —respondió Reinmar con incomodidad—. Le contaron a ella lo que yo había hecho en el mundo subterráneo, para probar que soy un enemigo peligroso, pero ella no quiso escucharlos.
Tal vez Von Spurzheim habría continuado interrogándolo de no haber tenido tanta prisa, pero en ese momento se encogió de hombros como si dejara el asunto para un momento más conveniente.
—Tu encantadora vida podría ser algo mucho más valioso de lo que yo suponía —comentó con una mueca torcida—. ¿Sabes dónde tienes que presentarte ante el sargento Vaedecker? —Sí.
—Entonces, será mejor que te marches. Cuando caiga la noche, todos los hombres capaces del pueblo tienen que tener perfectamente claro cuál será su papel en el conflicto que se avecina. Parece ser que se producirá con mayor rapidez de lo que yo había esperado, pero aún podemos ganar. Debemos hacerlo. —Reinmar abrió la puerta, pero Von Spurzheim decidió que no había acabado del todo, y añadió—: Luchamos por nuestra vida, Reinmar, todos y cada uno de nosotros. Ninguno de los que estamos aquí puede establecer un acuerdo privado con el destino; ninguno.
—Creo que mi tío abuelo Albrecht sabe eso —respondió Reinmar, que malinterpretó de modo deliberado el significado auténtico de la advertencia del cazador de brujas. Sin embargo, la última mirada sombríamente burlona que Von Spurzheim le echó antes de que cerrara la puerta le dijo a Reinmar que el cazador de brujas sabía muy bien que su amenaza no había caído en saco roto.
Las calles que Reinmar recorrió hacia el estrechamiento del río estaban abarrotadas de gente, y todas las personas ante las que pasó se encontraban atareadas en frenética actividad. Algunas llevaban provisiones a sus casas, otras sacaban armas; había quienes estaban tapiando las ventanas con tablas o reforzando las abrazaderas que sujetaban las barras de las puertas. No se veían niños en el exterior; los que no habían sido enviados fuera del pueblo eran retenidos en el interior, probablemente confinados en bodegas o buhardillas.
Reinmar nunca había visto tanta gente seria ni había presenciado semejante ola de ansiedad colectiva superpuesta a la palidez del miedo.
Los muelles y almacenes del puerto de Eilhart se apiñaban a un estadio de distancia del estrechamiento del río, donde el lecho había sido ensanchado de modo artificial para formar un lago profundo. El estrechamiento era debido a que había dos enormes almacenes a ambos lados de una abertura estrecha, a través de la cual las aguas se veían forzadas a correr con mayor rapidez, aunque esos almacenes no tenían muelles de descarga. A veces, las mercancías eran bajadas hasta botes desde las amplias ventanas carentes de cristales de los almacenes, mediante sistemas de poleas instalados en vigas sobresalientes; pero el tráfico era de un solo sentido. Los almacenes se usaban para guardar grano, nabos y remolachas de las granjas circundantes, casi todo para consumo interno. Cada uno tenía tres plantas con agujeros abiertos en cada piso, a través de los cuales pasaban largas rampas equipadas también con poleas de arrastre. Cuando Reinmar llegó, había al menos un ballestero en cada ventana, y el joven no tuvo dificultad para juzgar que los que se encontraban más arriba serían los que menos probabilidades tendrían de resultar heridos, contando siempre con que los edificios no fueran incendiados. Aunque la estructura externa de los almacenes era de ladrillo, los pisos y las rampas estaban hechos de madera.
Las ventanas de la planta baja, por desgracia, tenían alféizares bajos y eran anchas. Las habían construido para sacar mercancías por ellas, no para mantener a raya a los invasores. Ya habían apilado sacos llenos de arena y tierra para elevar las defensas, y habían clavado tablas cruzadas para que las aberturas fuesen menos atractivas para el enemigo; pero estas medidas, en el mejor de los casos, se improvisaban.
Matthias Vaedecker le mostró a Reinmar en cuál de esas aberturas se encontraba su puesto. Aunque no era ni la del extremo situado río abajo ni la que se encontraba emplazada en la otra punta, río arriba, sino la del medio, Reinmar no pudo ver que el emplazamiento afectara mucho a la seguridad de su propia situación.
—Cualquier barca que pase por los estrechamientos será blanco fácil para los ballesteros —les dijo el sargento a todos los hombres que se encontraban reunidos y estaban destinados a la planta baja del almacén—, y es muy improbable que tengan tantas ballestas como nosotros o destreza alguna en su manejo, pero estarán armados con garrotes y lanzas que blandirán con una fuerza muy considerable si se acercan lo suficiente. Hemos puesto la mejor red que tenemos en la entrada del estrechamiento, y el cable más resistente justo detrás, y no dudo que causaremos estragos entre sus filas hasta que rompan esas barreras, pero una vez que hayan desobstruido la entrada, quedarán sólo una red y dos barreras más.
»La segunda red está situada dos metros antes de esta ventana central, para que los que queden atascados sean vulnerables a los disparos y no puedan hacer demasiado uso de sus armas. Tenemos que sacar el mayor partido de esa vulnerabilidad porque las tornas se volverán a su favor si rompen esa segunda red y la corriente se llena de botes apiñados.
»No os confiéis demasiado si al principio la lucha se vuelve a favor nuestro; cuanto más larga sea, más dura se hará. Las primeras bajas serán de ellos, pero éste no es un enemigo demasiado dado a retroceder, y continuarán adelante. No debemos dejar de matarlos, matarlos y matarlos hasta que no quede nada que matar. Con independencia de lo que suceda, no podremos retroceder.
»Las barricadas de los caminos son posiciones tácticas que pueden abandonarse si la necesidad lo exige, pero esta entrada y estos dos almacenes son vitales para la defensa del pueblo. No cederemos terreno. Con independencia de lo que pase, permaneceremos en nuestras posiciones hasta el último hombre. Podemos esperar refuerzos si se concentra aquí el ataque con exclusión de otros puntos vulnerables, pero si no llegan refuerzos debemos luchar hasta la muerte. ¿Entendido?
Al mirar a su alrededor, Reinmar pudo ver que lo habían entendido perfectamente los hombres de uniforme que ya habían estado antes en puestos de ese tipo, pero que entre los granjeros y habitantes del pueblo destinados a darles apoyo esa información había causado una consternación considerable. A pesar de todo, entre ellos no había ninguno que no quisiera mostrarse valeroso. Todos habían oído historias de lo sucedido a las granjas que habían sido atacadas, y todos habían visto los cadáveres expuestos en la plaza del mercado. Nadie malgastó tiempo en preguntarse por las posibilidades de negociación o evacuación masiva.
—Bien —prosiguió el sargento tras hacer una pausa—, quiero que a todos los hombres que nunca han usado una pica o una espada para luchar, se les entrene el máximo posible. Mis cabos os separarán en grupos de acuerdo con el entrenamiento que tengáis, y harán todo lo que puedan por mejorar vuestra capacidad en el tiempo que nos queda. Nadie tiene licencia, excepto una hora de permiso para comer, cosa que haremos en estrictos turnos rotativos. Si alguno de vosotros ha recibido entrenamiento en el manejo de la espada o el bastón, contribuirá a entrenar a los demás.
Entonces, se produjo un poco de confusión mientras se organizaba todo eso, pero Vaedecker se llevó a Reinmar a un lado para hablar confidencialmente con él.
—Pronto podrás tomarte el último permiso —le dijo el sargento—, pero quiero que vuelvas a las seis, como te dije antes. Al principio, las picas y las medias picas serán más útiles, pero no tenemos las suficientes, y antes o después deberemos luchar con las espadas. Ahora te asignaré dos o tres muchachos bien dispuestos, mientras aún nos queda un poco de tiempo, para que les enseñes algo que merezca la pena… Pero aunque no consigas enseñarles nada más, asegúrate al menos de que no se hieran a sí mismos o unos a otros, y no los canses demasiado.
Reinmar prometió seguir todos esos consejos y así lo hizo, aunque le resultó obvio que los granjeros que le habían asignado para ser instruidos tenían más fuerza que destreza. Juzgó que podrían hacer mucho más con las guadañas y horcas que habían llevado que con las espadas herrumbrosas que habían exhumado de los sitios en que habían permanecido guardadas durante mucho tiempo; no obstante, de todas maneras, intentó enseñarles algo. Si no consiguió nada más, al menos les enseñó la mejor manera de equilibrar el cuerpo al asestar una estocada, y cómo minimizar el blanco que presentaban al enemigo.
En cuanto le dieron permiso para marcharse, Reinmar corrió a su casa. Tenía hambre y sed, pero también sentía ansiedad por lo que le había dicho Albrecht antes de salir de su casa.
La tienda estaba cerrada, pero no habían barrado la puerta, y Reinmar pudo entrar sin problemas. Se acercó a la escalera de las bodegas para llamar, pero no obtuvo respuesta; no se veía ni rastro de su padre ni de Godrich. No era extraño, dado que debían haberles ordenado que se presentaran para ser destinados a algún puesto de defensa, como había sucedido con él. Subió corriendo la escalera y se encaminó de inmediato al dormitorio de Marcilla. La encontró a solas, pero estaba tan profundamente dormida como cuando la había dejado, y parecía bastante tranquila. Se arrodilló junto al colchón y le tomó una mano, pero lo hizo con suavidad porque no quería despertarla. Se aseguró de que tuviera agua fresca junto a la cabecera, además de un trozo de pan, y salió de puntillas.
«Es posible —pensó Reinmar—, que Ulick se haya marchado con Godrich y mi padre para reclamar un puesto en la defensa del pueblo»; pero no se atrevía a dar eso por seguro. Cerró la puerta del dormitorio de la gitana con tanto sigilo como pudo, para luego de encaminarse hacia su propia habitación. Antes de ir a buscar algo de comer, quería asegurarse de que el frasco que había robado del mundo subterráneo continuaba estando donde él lo había dejado.
En cuanto abrió la puerta, se dio cuenta de que había sucedido algo muy malo. El olor que colmaba el dormitorio lo dejó mudo e inmóvil.