Veintisiete

Veintisiete

Reinmar dio un salto hacia atrás para ganar tiempo, con el fin de desenfundar su espada, y por fortuna, tal operación la realizó sin tropiezos. Su oponente se había visto estorbado por la estrechez de la entrada tanto como por la sorpresa. El hermano Almeric, que iba desarmado, había retrocedido en lugar de avanzar, y para cuando el hermano Noel avanzó hasta una posición que le permitiera atacar, Reinmar había levantado la guardia. Pasó un breve momento en el que Noel pareció a punto de acometerlo, pero luego lo pensó mejor. Tal vez había observado que Reinmar había recibido un buen entrenamiento en el manejo de su arma, o tal vez tuvo en consideración su propio cansancio.

—Estás lleno de sorpresas, maese Wieland —comentó el monje al mismo tiempo que avanzaba con lentitud y mantenía levantada la punta de la espada como si apuntara a la garganta de Reinmar—. ¿Has venido a estropear otra vez nuestros planes?

Almeric no estaba tan compuesto, pero no realizó ningún intento de tomar posiciones junto a su compañero.

—Mátalo —le dijo—. ¿A qué estás esperando?

—Perdona la impaciencia de mi amigo —dijo Noel con los ojos aún fijos en el rostro de Reinmar a la manera de un halcón—. No está habituado a la violencia. Como los hombres a los que atacaste y mataste en el mundo subterráneo, ha sido durante toda su vida un devoto de la tranquilidad y la paciencia…, aunque se vuelve descontentadizo cuando las cosas salen mal.

—Pero a ti no te sucede lo mismo —adivinó Reinmar al mismo tiempo que retrocedía con cautela ante el movimiento de avance de Noel.

—A mí me llegó tarde la vocación —admitió Noel.

En ese momento, Valeria habló por encima del hombro de Reinmar, con los labios a apenas unos centímetros del oído del muchacho.

—Dejad las espadas y cerrad la puerta —dijo al estilo de alguien muy habituado a que le obedecieran. Reinmar estaba a punto de objetar que el asunto no era tan sencillo, pero los monjes reaccionaron con más presteza. Almeric entró y cerró la puerta, aunque no la barró; Noel bajó la punta de la espada, aunque no la devolvió a la vaina. Reinmar vaciló por un momento, pero era evidente que las probabilidades no estaban a su favor, con independencia de lo mal luchador que fuese Almeric. Bajó su espada, aunque la retuvo en la mano, dispuesto a levantarla otra vez si se veía amenazado.

—Lo lamento, mi señora —se excusó Almeric ante Valeria—. Intentamos aproximarnos con toda la debida discreción, pero los dos guardias estaban muy separados y vigilantes.

—Había uno de más —añadió Noel—. Herí a uno, pero mientras hablamos ambos cabalgan hacia el pueblo. Tenemos poco tiempo, aunque creo que podemos garantizar que saldrás sana y salva si nos marchamos ahora.

—¿Habéis traído vino?

Ésa parecía ser la única preocupación de Valeria.

—Por supuesto, señora.

Noel metió de inmediato la mano dentro del zurrón y sacó una botella de cristal. Valeria se relajó al verla, como si le hubiesen quitado una gran ansiedad de encima, pero Reinmar vio que Albrecht se tensaba como alguien encarado con un peligro que no había esperado encontrar.

El joven Wieland consideró la posibilidad de hacer el intento de romper la botella. Noel estaba distraído, y el peso de la hoja había hecho bajar más la punta de la espada. Tenía la oportunidad de darle un golpe lateral al recipiente e iniciar una reyerta, pero no sabía si se enfrentaría con uno, dos o tres enemigos, y si Noel decía la verdad y los centinelas habían ido en busca de ayuda, no contaría con refuerzos hasta que transcurriera un cuarto de hora.

Valeria le quitó la decisión de las manos al coger la botella que le ofrecía el monje. La destapó, se la llevó a los labios y bebió larga y ávidamente.

El pelo canoso de Valeria aún retenía la suficiente oscuridad para revelar que en otros tiempos había sido negro azabache, y el modo como su fina piel se asentaba con perfección sobre los huesos de su rostro daba a entender que en su juventud había sido notablemente hermosa. En cuanto apartó de sus labios el cuello de la botella manchado de carmín, la turgencia comenzó a volver a sus mejillas. Su frente se volvió lisa y pálida, sus cabellos fueron oscureciéndose de manera gradual hasta ser de un negro uniforme y sus ojos brillaron hasta parecer luminosos; ambos iris fueron inundados por un azul radiante. Sus labios se redondearon, y el color del carmín pareció fundirse en la piel. Los dientes, que ya no le avergonzaba enseñar, se volvieron mucho más blancos y regulares.

No obstante, el cambio más grande de todos no se produjo en su apariencia, sino en su presencia, la cual parecía tan enormemente magnífica que llenaba la habitación y la dominaba.

Apenas unos instantes antes, Valeria había sido un ser humano cualquiera, un elemento de una compañía a despecho de su presunción de dominio. Entonces podría haberse mezclado con una multitud de personas sin parecer una simple partícula carente de interés especial. En cuanto el vino de los sueños le hizo efecto, se transformó en el centro obvio de la reunión, el núcleo a cuyo alrededor se reunían los demás y en el que debía centrarse la atención.

Reinmar pensó que podía entender por qué una persona, en especial una mujer dadas las extraordinarias costumbres del mundo, podía arriesgar muchísimo con el fin de obtener ese tipo de presencia.

Valeria le tendió la botella medio vacía a Albrecht, desde cuyo punto de vista, según sabía Reinmar, debía de estar medio llena.

Albrecht vaciló, y Reinmar sintió la tentación de decir «no lo hagas», como sin duda habría querido su padre que hiciera, pero el consejo murió en su lengua; no porque tuviese miedo de darlo en semejante compañía, sino porque temió que no fuese el consejo correcto. Albrecht sabía mucho mejor que Reinmar el precio que tal vez tendría que pagar por un trago de esa calidad, y la muerte sería sólo parte del mismo; pero ¿qué vida le quedaba a Albrecht por perder?

Aún reacio a acabar con la vacilación, Albrecht se refugió en una pregunta dirigida al hermano Noel.

—¿Fue Wirnt quien os convocó?

—No —replicó Noel, sin apartar los ojos de Reinmar—. Otro mensajero acudió para decirnos que la dama se reuniría aquí con nosotros, y para informar a nuestros amigos de la creciente fuerza y disposición defensiva del ejército de Von Spurzheim. ¿Sabes qué ha hecho este imbécil, mi señora?

El imbécil al que se refería era, por supuesto, Reinmar, pero el muchacho no protestó de momento.

—Albrecht dice que encontró el origen —replicó Valeria con tono distraído—, pero que se le dejó escapar con vida.

Parecía embriagada por el hecho de haber recuperado las fuerzas, y se estudiaba el brazo izquierdo con evidente aprobación.

—¿Eso les has dicho, maese Wieland? —preguntó Noel—. ¿Les contaste el gran héroe que eres por matar a unos pocos hombres viejos que jamás aprendieron a blandir un arma con destreza, y que de todos modos carecían de fuerza para hacerlo? Supongo que te crees un maestro de la improvisación porque causaste estragos en nuestras reservas, y un maestro del engaño porque escapaste ileso del valle y porque no te he atravesado con mi espada aunque he tenido todas las posibilidades de hacerlo. Pero si examinamos el caso con más atención, ¿en qué te has convertido al hacer caso omiso de la oferta que te hicimos? En un ladrón, un asesino, un cobarde y un estúpido. Señora Valeria, debemos marcharnos de aquí antes de que llegue la Guardia del Reik cabalgando por el camino.

—Sí —intervino Albrecht—, márchate, Valeria, antes de que hagas caer sobre todos nosotros la cólera del cazador de brujas.

Valeria no parecía oírlo, porque miraba a Reinmar.

—¿De verdad te llevaste el néctar? —preguntó.

Reinmar quería mentir, pero cuando abrió la boca no salió sonido alguno. Valeria se metió el índice derecho en la boca y se lo chupó durante un momento. Cuando volvió a sacarlo tocó con él, aún húmedo, los labios de Reinmar. El quiso echarse hacia atrás, pero tampoco pudo hacer eso. Los brillantes ojos azules de ella lo tenían esclavizado, y sabía que si en ese momento le ordenaba a Noel que lo matara no sería capaz de parar la estocada.

Mientras tuvo el dedo sobre los labios no pudo saborear el vino, pero sí olerlo. El olor le penetró por la nariz hasta el cerebro y le trajo de vuelta el recuerdo de sus sueños; no sólo de aquel en el que era llevado hacia lo alto por encima del pueblo para que contemplara su destrucción por el fuego, sino también el anterior, en el que luchaba con un viento hostil para escalar una montaña hasta un castillo situado en las nubes, donde había sido seducido por algo inhumano y, a pesar de eso, más deseable de lo que podría serlo jamás una mujer. Se recordó que eso sólo había sido un sueño mientras que Marcilla era real, pero con el embriagador aroma en la nariz no podía estar del todo seguro de su juicio.

Valeria era entonces muy hermosa, ciertamente más que Marcilla, pero ¿era sólo humana?

Le sonrió, y su sonrisa era gloriosa. Apartó el dedo de sus labios, y él los sumió por reflejo. Sintió el sabor del vino en cuanto éste tocó su lengua, pero fue sólo una gota minúscula.

—Puedes venir con nosotros si lo deseas —dijo Valeria—, o quedarte si lo prefieres. Habrá lucha y morirán muchos, pero quiero que sepas que eso nada tiene que ver con nosotros. Nuestro papel es otro, porque somos eruditos y comerciantes honrados. No te dejes asustar por lo que has hecho, porque al final cambiará poco las cosas. Aún quedan por tomar todas las decisiones significativas, y todavía eres libre.

—No vendrá con nosotros —dijo Noel con aspereza—. De tal padre, tal hijo.

—No seas despiadado, hermano —pidió Valeria—. No conocemos el plan final mejor que él, y puede ser que él aún desempeñe su papel mejor que nosotros.

—Marchémonos, mi señora —intervino Almeric con voz tensa de alarma—. No tenemos tiempo.

—Claro que lo tenemos —le respondió ella con negligencia—. Robaremos los caballos en los que llegaron mis queridos amigos para demostrar nuestra aparente maldad…, pero, querido Reinmar, en su momento entenderás cuáles son nuestras virtudes.

Almeric ya estaba apremiando a la rejuvenecida hechicera para que se encaminara hacia la puerta, y ella consintió en dejarse guiar, aunque continuó con la cabeza vuelta para mirar a Reinmar. El monje la soltó para abrir la puerta y sondear los árboles del exterior con mirada ansiosa.

—Todo tranquilo —dijo—. Si ahí afuera queda algún otro guardia, no se atreverá a salir a terreno abierto. Tendremos que cuidarnos de las flechas de ballesta, pero si nos movemos con rapidez, no debemos temer que nos persigan.

—¿Temer que nos persigan? —preguntó Noel—. No somos nosotros los que debemos temer eso.

Valeria ya había desaparecido de la vista de Reinmar, al igual que el hermano Almeric, pero Noel se detuvo, al salir de la casa, para soltar su discurso de despedida.

—Gracias por los caballos, maese Wieland —dijo—. Dada la escasez de suministros que hay en este momento, creo que el vino que tiene en su poder tu tío abuelo te parecerá compensación más que adecuada. Sin duda, se pondrán en contacto otra vez contigo por el frasco que robaste.

Una vez que hubo acabado, no perdió más tiempo y desapareció por la puerta, que cerró de golpe a su espalda.

Reinmar no se molestó en ir hasta la puerta para ver cuáles de ellos se habían apoderado de los dos caballos frescos, ni qué recurso le quedaba al tercero. Permaneció donde estaba, con los ojos fijos en su tío abuelo y la botella que los monjes habían dejado. Albrecht se negó a sentir vergüenza.

—¿Es cierto? —le preguntó el anciano—. ¿Trajiste vino del mundo subterráneo?

—El mismísimo néctar de los dioses, al parecer —reconoció Reinmar—. No podía estar seguro de que derramar el contenido de las jarras y botellas les causara un daño irrevocable, pero sabía que si me llevaba el ingrediente esencial reduciría sus existencias. —Se dijo que no era del todo mentira, pero no logró convencerse de ello.

—¿Y lo has escondido en la tienda? —inquirió Albrecht.

—Lo escondí —admitió Reinmar, aunque se negó a confirmar la última parte de la conclusión a la que había llegado su tío abuelo.

—Probablemente, Luther lo encontrará —supuso Albrecht—. En cuanto se quede dormido, será visitado en sueños. Si no él, sí los dos gitanos. Reinmar, no tienes ni la más ligera idea de qué estás haciendo. ¿Crees que todos los demás habitantes de Eilhart son tan disciplinados como tu padre sólo porque tienen cuidado de mantener esa apariencia en público? ¿Estás realmente tan seguro de que tu padre es con exactitud lo que parece ser? ¿O que lo es el cazador de brujas? Tenemos entre manos la máxima tentación, y tú has visto sólo una de las recompensas que ofrece esa tentación. Es el tipo de tentación que con toda facilidad puede volver al hombre contra el hombre, al esposo contra la esposa, al padre contra el hijo. Esto es la guerra, Reinmar. En realidad, es la guerra definitiva. ¿A quién puedes confiarle lo que has traído del mundo subterráneo?

Reinmar entendió que la última pregunta iba al fondo del asunto. ¿En quién podía confiar? ¿En quién confiaba? ¿En Von Spurzheim? ¿En Matthias Vaedecker? ¿En Godrich? ¿En Sigurd? ¿En Margarita? ¿En sí mismo?

—¿Qué vas a hacer tú, tío abuelo? —preguntó Reinmar mientras volvía a envainar la espada.

—Voy a ocuparme de mis propios asuntos mientras tenga oportunidad de hacerlo —replicó Albrecht Wieland—. Si tú has tenido alguna vez esa opción, ya la has perdido. ¿Tienes la más remota idea de qué clase de juego estás jugando?

—Creo que sí —replicó Reinmar, más sincero pero aún con necesidad de convencerse—. Soy un peón, al parecer…, pero se suponía que no debía encontrar el camino hasta el mundo subterráneo. Ellos no tenían ni idea de que yo me preocuparía tanto por el destino de una muchacha a la que acababa de conocer, y no sabían que Vaedecker los vería desenterrarla poco después de haberla sepultado. Se suponía que yo debía regresar a Eilhart con Ulick para ofrecerle a Von Spurzheim un modo de encontrar el valle, aunque sospecho que sus hombres habían sido conducidos a un lugar diferente y más peligroso, en el que habrían luchado con gran desventaja. Una vez que Vaedecker y yo vimos demasiado, hubo que recalcular el plan. Ellos aún tienen la esperanza de que yo sirva a sus propósitos y me valga del negocio que ya existe para establecer una nueva ruta de suministro para el vino oscuro y los licores afines. Necesitan con desesperación un enlace de ese tipo con las poblaciones del Reik, y no me matarán mientras quede una probabilidad de que yo se lo proporcione, por mucho que los haya fastidiado. Von Spurzheim adivinó que mi descubrimiento del valle era el cebo de una trampa, así, que de todos modos, no se habría precipitado a ella. Levantará todas las defensas que pueda dentro del pueblo, y supongo que sus enemigos intentarán detenerlo antes de que haya reunido refuerzos suficientes. Eilhart no tiene más alternativa que ayudarlo y rezarles a todos los dioses buenos para que le concedan la victoria, y dado que yo formo parte de Eilhart, debo hacer eso mismo.

Albrecht sacudió la cabeza con lentitud y suspiró.

—Así es la naturaleza del vino de los sueños —dijo—. Sus promesas siempre conducen al final a las pesadillas. Regresa al pueblo rápidamente, y haz los preparativos para la batalla. Creo que será feroz. Von Spurzheim y la Guardia del Reik tendrán que valerse hasta de la última gota de fuerza y resistencia que tengan a su disposición.

Reinmar no habría obedecido de inmediato el consejo de que se marchara, si sus oídos no hubiesen captado el sonido de los cascos de los caballos; pero sabía que no quería encontrarse en la casa de Albrecht, contemplando cómo el anciano aferraba una botella de vino de los sueños, cuando los soldados irrumpieran para vengar a su camarada herido.

—Barra la puerta cuando haya salido —dijo, y se marchó de inmediato para recibir a los soldados que se aproximaban.

Se alegró mucho al ver que el destacamento estaba encabezado por Matthias Vaedecker y no por un caballero de la Guardia del Reik. La docena de hombres que lo acompañaban eran todos seguidores de Von Spurzheim, un grupo más bien heterogéneo, aunque no dudaba que conocían realmente bien su cometido.

—Fueron los dos monjes quienes atacaron al centinela —le dijo Reinmar al sargento—. Vinieron aquí para reunirse con una mujer; sospecho que es una hechicera. Si no le habéis seguido la pista desde Marienburgo, ella sí que ha seguido la vuestra. Era vieja hasta que le dieron a beber vino oscuro, pero ahora es mucho más joven.

—¿Has luchado con ellos? —quiso saber Vaedecker.

—No —confesó Reinmar—. Si hubiesen amenazado mi vida lo habría hecho, pero me pillaron por sorpresa. Pude sacar el arma, pero me superaban en número, y ellos no tenían tiempo que perder en una lucha en la que mi tío abuelo me habría apoyado a mí, sin duda.

Vaedecker no había desmontado y miraba a su alrededor mientras escuchaba a Reinmar, obviamente sin saber qué hacer a continuación.

—¡Maldita sea su insolencia! —exclamó—. Están provocándonos, pero si los perseguimos es probable que caigamos en una trampa. ¿Dices que tu tío abuelo se ha negado a partir con ellos?

Reinmar no había dicho aquello, pero no tenía nada que objetar ante la conclusión que había sacado el sargento.

—Es un anciano —dijo Reinmar—. No puede luchar. No tiene más deseo que el de esperar en casa lo que pueda acontecer. No entiende que alguien pueda tener razones para hacerle daño.

—Yo no las tengo —asintió Vaedecker—, pero los enemigos con los que tendremos que enfrentarnos no son del tipo que necesitan razones. Los hombres bestia lo desgarrarán y devorarán tanto si tienen hambre como si no. Los mejores de sus aliados no son en nada mejores, y los peores lo son mucho más. Pero mi cometido no es defenderlo, y el tuyo tampoco. Será mejor que regreses conmigo al pueblo. A Von Spurzheim no le gustaría que te dejara ir caminando y sin protección. Piensa que puedes serle de utilidad, y los caballos que has perdido no eran suyos, para empezar, aunque podría habernos venido bien contar con ellos mañana.

—¿Crees que la batalla comenzará mañana? —preguntó Reinmar mientras avanzaba para reunirse con los soldados, dispuesto a caminar entre las dos filas que formaban si Vaedecker no lo dejaba montar a la grupa de uno de los corceles.

—Ya ha comenzado —replicó el sargento, que, tras sólo un momento de vacilación, le tendió a Reinmar una mano para que montara detrás de él—. A partir de ahora, su furia sólo aumentará. Dudo que hoy se produzca un asalto en toda regla, pero de todos modos nuestros adversarios estarán ocupados, y nosotros también.

Sin embargo, una vez que Reinmar se instaló bien y que el pataleo de las cuatro docenas de cascos sobre el suelo seco les proporcionó una pantalla sonora de privacidad, Vaedecker cambió de tono.

—¿Qué sucedió allí dentro, maese Wieland? —susurró por encima del hombro—. ¿Por qué han venido a buscarla cuando no podían saber que los guardias resultarían tan ineficaces? ¿Por qué no te llevaron con ellos?

—No lo sé —replicó Reinmar, consciente de que parecía una respuesta débil, aunque estaba a muy poca distancia de la verdad—. Tal vez sabían que los centinelas estarían con la guardia baja. Quizá la hechicera tenía el poder suficiente para garantizar eso, incluso cuando parecía más vieja. Por lo que a mí respecta, aún piensan que soy un peón del juego, adecuado como cebo de trampas y para hacer recados, al igual que lo pensáis vosotros, al parecer.

—Yo, no —lo contradijo Vaedecker, con lo que insinuó que tal vez otros sí lo pensaban—. Yo te he visto en acción. ¿Quién es la mujer, maese Wieland?

—Se llama Valeria —respondió Reinmar—. Mi tío abuelo la conoció en Marienburgo.

—¡Ah! —comentó el sargento—. Hemos oído su nombre. Von Spurzheim probablemente se alegrará de que esté aquí. Quiere que la batalla sea concluyente, además de ganarla. Esta campaña ha sido larga y ardua.

—No pareces estar completamente de acuerdo con él —observó Reinmar.

—La vida es una campaña larga y ardua —respondió el soldado—. Siempre me ha parecido más fácil librar batallas pequeñas, una en cada ocasión. Dado que nunca nos quedamos sin enemigos, parece tan innecesario como imprudente luchar con demasiados a la vez. Hay más placer y provecho en una interminable serie de pequeñas victorias que en una sola llamarada de gloria costosa, créeme.

Reinmar le creía, pero sabía que no podía escoger la alternativa que había descrito Vaedecker, y que tal vez tampoco podría escogerla Von Spurzheim.