Veintiséis
En cuanto acabó el rápido desayuno, Reinmar se puso en marcha hacia la casa del burgomaestre para ver a Machar von Spurzheim. Sólo tuvo que salir por la puerta de la tienda de su padre para entender qué quería decir Margarita al hablar de los carros que llevaban hasta el pueblo a las familias de granjeros y sus pertenencias, mientras los habitantes de la población cargaban los suyos para marcharse.
El intercambio de gentes no carecía tanto de sentido como podría sugerir la lógica. Un pueblo lleno de soldados era mucho más seguro que una aldea, si realmente estaba reuniéndose un ejército en las colinas circundantes, pero ese ejército iba a necesitar provisiones y, si los peores rumores eran ciertos, los oficiales no eran de los que pagan lo que necesitan ni de los que impiden que sus soldados se entreguen al saqueo. Desde el punto de vista de un granjero que ya había acabado y vendido su cosecha, Eilhart constituiría un refugio por el solo hecho de contar con la débil seguridad que ofrece el grupo humano; los habitantes del pueblo, por otra parte, pensarían de modo distinto. Muchos de ellos tendrían familiares o socios en Holthusen, y dado que era una población más grande, debía parecerles un refugio muy deseable en comparación con un pueblo que no tenía murallas defensivas ni guarnición local, y que con toda probabilidad sería despojado de la mayor parte de sus riquezas. Eilhart tendría que ser defendido, si surgía la necesidad, por soldados que no tenían allí ni familiares ni propiedades que conformaran sus prioridades, y que sin duda tendrían unas necesidades más desesperadas de comida, armas y refuerzos, a medida que pasara el tiempo.
Reinmar fue detenido tres veces por el camino que iba hacia la plaza por personas que sabían que acababa de regresar de una expedición al territorio situado al pie de las Montañas Grises. Todos querían saber si de verdad había visto monstruos y, cuando él les respondía que sí y que Sigurd y Matthias Vaedecker habían incluso logrado derramar la sangre de los hombres bestia, ellos asentían con aire ceñudo, pero no se sorprendían; lo que él les contó no hizo más que reforzar la ansiedad que sentían. Dos de ellos también estaban enterados de que el muchacho había permanecido durante un buen rato encerrado con Machar von Spurzheim, y le preguntaron qué tenía intención de hacer el cazador de brujas. Les dijo que no lo sabía, pero que cabía la posibilidad de que tal vez la decisión no dependería de él si el ataque comenzaba demasiado pronto. Era el enemigo, quien determinaría el momento y el lugar del conflicto que se avecinaba. Acabó repitiendo, una vez más, la aseveración de que por monstruosas que fuesen las fuerzas que formaran contra el pueblo, no eran invulnerables; pero le sorprendió que eso no hiciera sentir mejor a sus interlocutores.
Nadie le preguntó por su tío abuelo, ni siquiera por su abuelo. Cuando llegó a la casa del burgomaestre, lo enviaron de inmediato al blocao donde encontró a Von Spurzheim, en compañía de dos policías, examinando un mapa con atención. El cazador de brujas interrumpió la conferencia en cuanto apareció Reinmar, y se lo llevó aparte.
—Ya no hay necesidad de tener a tu tío abuelo en el calabozo —dijo—, pero insiste en regresar a su casa. Le he dicho que la vivienda está muy apartada del pueblo y que es imposible que podamos extender el perímetro de defensa hasta allí, pero se muestra inflexible. Si pudieras persuadirlo de que fuese a casa de tu padre, podrías salvarle la vida.
—Esa tarea es más apropiada para mi padre —señaló Reinmar.
—Sí —reconoció Von Spurzheim—, pero tu padre es tan reacio a ver a Albrecht como Albrecht a verlo a él, mientras que ambos parecen conformes con dejar que tú hagas de mediador. Por su propio bien, espero que puedas persuadirlo, pero si no puedes me gustaría que al menos lo acompañaras hasta su casa para que no le pase nada. Aún tengo dos hombres vigilando la casa, pero pienso retirarlos antes de que anochezca.
Ese discurso parecía ligeramente falso, y Reinmar no tuvo dificultad para entender qué pretendía realmente Von Spurzheim de él. Se había negado a ir a Holthusen en calidad de espía, pero el cazador de brujas aún pensaba que podría resultar de utilidad en alguna tarea semejante. Von Spurzheim no parecía inclinado a darle una misión oficial, aunque sin duda exigiría que le informara con detalle de cualquier conversación que se produjera cuando Reinmar acompañara a Albrecht a casa, y de cualquier contacto que Albrecht pudiera establecer a continuación con su esquivo hijo.
«Aun así —pensó Reinmar—, tengo suficientes razones propias para complacerlo».
—Necesitaré dos caballos —fue lo que le dijo a Von Spurzheim—. Albrecht está demasiado débil para ir caminando, y si tengo que regresar solo, deberé hacerlo con rapidez.
Von Spurzheim asintió con un gesto de cabeza.
—Haré ensillar dos caballos —le aseguró—. Eres prudente al llevar la espada, pero los informes que he recogido entre los granjeros sugieren que las fuerzas enemigas están aún muy dispersas. Si esta noche sucede algo, probablemente no será más que una escaramuza.
Uno de los guardias llevó a Reinmar a los sótanos y abrió la puerta de la celda de Albrecht.
—¿Vendrás a casa conmigo, tío abuelo? —preguntó Reinmar—. Ahora estamos un poco apretados, pero podemos ponerte un colchón en mi dormitorio o en el de Luther, como tú quieras.
—No puedo acompañarte —replicó Albrecht.
—Si supones que tus pasadas aventuras en Marienburgo te garantizarán inmunidad ante las fuerzas que vendrán a atacar el pueblo —dijo Reinmar con toda seriedad—, me temo que podrías estar lamentablemente equivocado.
—No lo supongo —le aseguró el anciano—. La gratitud de los príncipes es dadivosa comparada con la gratitud de los dioses oscuros. Pero si supones que en casa de tu padre estaré más seguro que en la mía, eres tú quien está lamentablemente equivocado. En caso de estar perdido, prefiero estarlo en mi propia casa.
—Si así lo prefieres —dijo Reinmar—, te acompañaré. He pedido dos caballos. Si no estás en condiciones de cabalgar, buscaré un carruaje.
—¿Es prudente eso? —preguntó Albrecht con una ceja alzada.
—¿Por qué no? —inquirió Reinmar a su vez—. Si tú no estás seguro en casa de mi padre, tampoco lo estoy yo.
Albrecht cedió, evidentemente agradecido por el favor de la compañía de su sobrino, tanto como por contar con un caballo para realizar el recorrido. Tal y como había prometido Von Spurzheim, las dos monturas los aguardaban, ensilladas, cuando ambos salieron parpadeando a la luz de la mañana.
En cuanto hubo montado, Albrecht inclinó el cuello para mirar los picos de las distantes Montañas Grises, rodeados de nubes.
—Tendremos una noche bastante clara —dijo—, pero mañana la cosa cambiará. Cuando esas nubes se desplacen hacia el norte y lleguen aquí con su niebla gélida y sus rayos, cosas peores vendrán tras ellas.
—¿Qué cosas? —quiso saber Reinmar en cuanto ambos se encontraron fuera del alcance auditivo de la concurrida plaza—. ¿De dónde proceden esos monstruos, tío abuelo?
—¿Quién sabe? —replicó Albrecht—. Las montañas de estos alrededores nunca alojaron asentamientos de enanos, pero tú pareces haber descubierto que están huecas a pesar de todo…, y el hecho de que nosotros no conozcamos ningún paso que lleve directamente hasta Bretonia no significa que los seres inhumanos también lo desconozcan. Además, no nos encontramos demasiado lejos de lo Pantanos Malditos, que se extienden al otro lado de Marienburgo. Si las fuerzas de Von Spurzheim han llegado tan lejos desde que comenzaron su campaña, es fácil que sus adversarios hayan avanzado en línea paralela. Lo que importa no es de dónde proceden esas criaturas, sino cuántas han llegado. Llegarán de seis en seis, y de treinta y seis en treinta y seis, mientras los hombres del cazador de brujas forman por decenas, pero no sabremos qué relación de fuerzas existe hasta que comience la batalla, y tal vez tampoco hasta que acabe.
—Von Spurzheim parece estar reuniendo un ejército considerable —comentó Reinmar—. Cuenta con abundante apoyo de la Guardia del Reik, así como con hombres que están bajo su mando directo, y si la guerra viene a nosotros, los granjeros y habitantes del pueblo tomarán las armas para defender a los suyos. Eilhart no carecerá de defensores apasionados.
—Eso pienso yo —replicó el anciano, pensativo—. Pero he bebido el vino de los sueños y he oído el testimonio de quienes han sondeado sus más profundos secretos. Es probable que los atacantes se valgan de soldados mercenarios al igual que los defensores, aunque los que estén más plenamente comprometidos con la causa se complacerán de tal modo en la furia de la batalla como ningún ser humano podría comprender. Yo he probado vinos más oscuros que el vino de los sueños y escapé de su presa, pero, como me recordó anoche tu nuevo amigo, he conocido a aquellos que sólo sentían avidez de beber más, y he entrevisto el placer que esas personas obtienen del tormento y el asesinato. No puedes ni concebir la cualidad extática que algunas mentes obtienen de los máximos excesos del derramamiento de sangre. Si imaginas que la fuerza que les da a los hombres el hecho de defender casa y familia constituye el motivo más poderoso que existe, estás equivocado.
A esas alturas ya tenían a la vista la casa de Albrecht. Los bosques circundantes proporcionaban tan variado cobijo que Reinmar no había esperado ver siquiera a los espías que Von Spurzheim había apostado para vigilar el edificio, y acertó. Se sobresaltó, sin embargo, al ver que de la chimenea salía un fino jirón de humo. Aunque hacía días que Albrecht estaba fuera de casa y se suponía que el ama de llaves se había marchado hacía mucho, alguien había encendido fuego por la mañana. Dado que el clima de final del verano era bastante cálido, tenía que ser un fuego destinado a cocinar.
El primer pensamiento de Reinmar fue que los espías del cazador de brujas habían sido lo bastante descuidados como para permitir que alguien se estableciese en la casa, pero el segundo fue que él mismo había sido incauto. Era probable que Von Spurzheim supiese perfectamente bien que la casa estaba ocupada y por quién, y hubiese decidido que Reinmar le sería más útil que cualquier compañía de guardias o soldados como informante o agente provocador. También Albrecht había visto el humo.
—¿Wirnt? —murmuró entre la expectación y la turbación.
El anciano se adelantó un poco para desmontar y avanzar hasta la puerta antes de que Reinmar pusiera pie en tierra, y se apresuró a entrar mientras Reinmar se entretenía en atar ambos caballos. No se molestó en rodear la casa con ellos para llevarlos a los establos, porque no habían recorrido la distancia suficiente para que fuese necesario abrevarlos.
Al entrar, Reinmar esperaba ver al hombre cuya visita a la bodega había provocado toda aquella situación, pero lo que vio fue una mujer. La calidad de sus ropas daban fe de que no se trataba de un ama de llaves, aunque, en efecto, tenía una tetera y una sartén sobre el fuego. No era joven en absoluto, pero sí bastante bella, y sus ojos brillaban de inteligencia.
—Me alegro de verte, Albrecht, amor mío —dijo la mujer.
Reinmar reparó en que Albrecht no hizo movimiento alguno para abrazarla, y de inmediato sacó la conclusión de que se trataba de la madre de Wirnt, que había huido de Marienbeg tras su hijo, y que la persecución de los celosos cazadores de brujas de Machar von Spurzheim la habían obligado a acelerar la marcha.
—¿Estás loca, Valeria? —dijo Albrecht—. La casa está vigilada… y si no lo estuviera podría ser aún más peligrosa.
—Eso lo dudo —replicó ella—. Sí, la casa está vigilada por más de un hombre. Si los soldados hubiesen intentado apresarme, tal vez me habrían encontrado más peligrosa de lo que imaginan. El peso de los años ha comenzado a dejarse sentir en mí por la falta del vino de los sueños, pero no carezco de recursos. ¿Quién es este adorable muchacho?
—El nieto de Luther, Reinmar Wieland.
—¿Uno de los nuestros?
—Hace muchos años que los Wieland no comercian con vino oscuro —le dijo Albrecht—. Supongo que yo tengo la culpa de eso, al menos tanto como Luther… Pero al parecer Reinmar ha estado en el sitio donde lo producen y ha escapado con vida.
Reinmar advirtió que, de hecho, el anciano no había respondido a la pregunta formulada.
Sin embargo, esa información intensificó mucho el interés de Valeria, que clavó la mirada en Reinmar como si sus ávidos ojos pudieran beber todos los detalles de su rostro. No podía calcular con exactitud qué edad tenía. La carne que se asentaba sobre sus huesos parecía, al examinarla con más atención, tan fina como la de Luther, y sus cabellos canosos igual de ralos, pero poseía una especie de altivez que de algún modo preservaba su belleza a despecho de ese envejecimiento. Si había llegado a lomos de un caballo, debía haberse cambiado de ropa tras dejar el animal en el establo, porque no iba ataviada con ropa de montar. Se trataba de un vestido de color azul pálido con bordados en tono carmesí, y el diseño en espiral de los adornos le trajo extrañamente a la cabeza el recuerdo de las mariposas nocturnas que había visto en el sueño de la noche anterior.
—¿Has traído vino? —le preguntó ella con brusquedad.
—No —replicó él, aunque la mentira le provocó una leve punzada en la conciencia—. Pero vi cómo lo hacen y cómo nutren a las plantas cuyo néctar es la base del vino.
—Crecen sobre carne humana —intervino Albrecht, como si deseara ahorrarle a Reinmar la incomodidad de la explicación.
—Por supuesto que sí —declaró la mujer, aunque Reinmar no pudo creer que conociera detalle alguno de la verdad—. ¿Para qué mejor propósito podría servir la carne humana? ¿Qué lujo mayor puede haber que servir a la causa del lujo mismo, convertirse en placer puro? ¿Qué mayor aspiración puede tener el alma que ser destilada en elixir de vida? ¿Estás seguro de que no trajiste un poco? ¿Por qué otro motivo, me pregunto, habrías sido llamado? ¿Y por qué otro motivo iban a enviarte a casa para que te reunieras con nosotros?
—No me han enviado a reunirme con vosotros —le respondió Reinmar con la esperanza de que fuese verdad—. Reconozco que podría haber sido conducido hasta el origen del vino de los sueños con el fin de que pudiera prepararse una trampa, pero si me devolvieron a alguien, fue al cazador de brujas. La trampa, si lo era, se torció de modo irreparable cuando aproveché la oportunidad para contaminar la pureza de los vinos que tenían almacenados. Cuando dices que tienes recursos con los que protegerte de un intento de captura, ¿quieres decir que eres una hechicera?
Valeria chasqueó la lengua ante esa pregunta.
—Soy una erudita —le aseguró—. La brujería es magia, obra con fines malignos, pero yo sólo he estado interesada en el conocimiento…, y éste, en sí mismo, es el mayor bien de todos. La erudición es mi recurso, y mi vocación, como lo fue de Albrecht en los tiempos en que era mi amante.
Es posible que Albrecht murmurara «uno de ellos», pero Reinmar tenía aún los ojos fijos en los labios pintados de la mujer, y no pudo distinguir las palabras sólo por el sonido.
—Conozco a muchos hombres que estarían en desacuerdo contigo —replicó Reinmar, al fin—, y que se creerían autorizados para ello.
—Conoces a muchos estúpidos y patanes de campo que estarían en desacuerdo conmigo —declaró Valeria, imitando al muchacho—. Conoces hombres que tienen miedo del conocimiento mismo por temor a que amenace al ignorante Imperio de sus tenaces creencias. Conoces hombres que han probado el conocimiento y han retrocedido ante él, aterrorizados por la perspectiva de perder la buena opinión que de ellos tienen sus vecinos, sólo por convertirse en sabios. Tal vez incluso conoces cazadores de brujas ávidos por destruir todo lo que amenaza su cobarde confianza en la simplicidad de la bondad. Pero no conoces a nadie que esté autorizado a mostrarse en desacuerdo conmigo.
—No deberías haber venido aquí, Valeria —opinó Albrecht—. No es seguro.
—No he venido porque fuese un lugar seguro —contestó Valeria con acritud—, sino precisamente porque no lo es. Si estuviese a salvo, no tendría nada ante mí que no fuese la tumba, y nada más que mis sueños para plagar mi lento camino hacia ella. Prefiero correr el riesgo y tener la oportunidad de satisfacer mis necesidades. ¿Has visto a nuestro hijo?
—No.
—¿No? —Valeria pareció genuinamente sorprendida—. Bueno, sin duda lo verás. Será un placer y un privilegio estar juntos otra vez, ¿no? Una familia reunida por su causa. Por casualidad, Reinmar, ¿sabes tú dónde está mi hijo?
—No —replicó él—. Lo he visto, pero parece haber desaparecido. Le indiqué el camino para llegar a esta casa, pero no llegó. Tal vez haya ido a buscar una botella de vino oscuro para su amada madre sin saber que no queda ninguna.
—¿Ah, no? —preguntó Valeria, sin dejar de mirarlo con curiosidad—. Ahora tienes el olor del mentiroso, cosa por la cual no te culpo en lo más mínimo. Has probado el vino, ¿verdad? Has saboreado sus promesas.
—El más pequeño de los sorbos —le aseguró él—, y no obtuve de él más que pesadillas.
—Pobre muchacho —dijo ella con sarcasmo—. Tu mano izquierda apenas sabe lo que hace la derecha, pero te irían mejor las cosas si apostaras por nosotros en lugar de hacerlo por Von Spurzheim. Tal vez lo hayas hecho, pero aún no te das plena cuenta de ello. ¿Estás enamorado, por casualidad?
Reinmar no tenía ni idea de qué debía responder a eso, aunque estaba decidido a no ceder. Miró a Albrecht con la esperanza de captar la opinión del anciano, pero su tío abuelo se había sentado en su desvencijada silla y parecía estar ya ausente del mundo, excepto por la expresión de hambre que afloró a sus ojos al contemplar la tetera y la sartén. Al fin, Reinmar se salvó del problema de tener que dar una respuesta porque en la puerta sonaron unos golpes atronadores, que podrían haber sido dados con la empuñadura de una espada más que con el puño desnudo.
—Ésos serán los hombres de Von Spurzheim —dijo Reinmar, que sacó sin esfuerzo esa conclusión precipitada—. Deben de pensar que he tenido tiempo suficiente para juzgar la situación, y han acudido a arrestarte.
Dicho eso, fue hacia la puerta y la abrió, aunque habría sido perfectamente adecuado gritar una invitación para que entraran, ya que él no la había barrado después de entrar.
La abrió con alegría, pero la alegría se marchitó y murió en el instante en que vio quién había llamado.
El hermano Noel estaba en el umbral, acompañado por el hermano Almeric. Los golpes, en efecto, habían sido dados con el puño de una espada desenfundada que Noel aún sujetaba en la mano, y que estaba manchada de sangre.