Veinticinco

Veinticinco

Reinmar esperaba encontrar enojo, recriminaciones y quejas, pero no lo aguardaba eso. Por el contrario, Gottfried Wieland parecía haberse decidido por presentar una actitud anormalmente calma y llena de preocupación. Resultaba evidente que había mantenido una larga conversación con Godrich y Sigurd, y que había asimilado completamente lo que le habían contado.

—El chico y la muchacha están bien alojados —le aseguró el comerciante de vinos a su hijo—. Disfrutarán de todos los habituales privilegios de la hospitalidad hasta que su familia venga a buscarlos. ¿Has visto a Albrecht?

—Sí —replicó Reinmar, un poco desconcertado ante los modales corteses de su padre—. Creo que el cazador de brujas lo dejará libre por la mañana. En el caso de que lo haga, tal vez para él sería mejor marcharse a Holthusen, y también para el abuelo, si puede viajar. Eilhart no es un sitio seguro. Aunque los soldados se marchen a buscar el valle, es probable que aquí vaya a haber problemas. En parte, eso podría ser culpa mía.

—No, no lo es —declaró Gottfried, que continuaba actuando de una manera impropia de él—. No es más culpa tuya que mía, ni mía más que de mi padre. Puede ser que nuestros vecinos prefiriesen que la culpa acabara allí, pero no es posible. Eilhart ha sido un pueblo tranquilo y plácido durante generaciones, y aquí no hay una sola familia que no sepa que se ha pagado un precio por esa tranquilidad. En este pueblo ha habido muchos que han sido más tolerantes que yo con el tráfico del vino de los sueños, y ni siquiera yo hice ningún intento serio por detenerlo y me contenté con alejarlo de mi tienda. Tal vez habría sido mejor para todos que el cazador de brujas no hubiese seguido la ruta de suministro hasta aquí, pero ahora que lo ha hecho no hay nadie de recursos moderados que pueda afirmar honradamente que su propiedad no ha sido subvencionada por él comercio del vino oscuro. Con independencia de lo que suceda, Reinmar, a esta casa o a este pueblo, no es culpa tuya. No sé qué te ha dicho el cazador de brujas, pero Godrich me ha contado que te has conducido con nobleza y valentía, y me enorgullece oírlo.

Reinmar no había oído nunca antes un discurso semejante en labios de su padre, pero estaba demasiado cansado para experimentar un asombro o gratitud excesivos.

—Gracias por entenderlo —fue lo único que pudo decir.

—Ahora debes irte a la cama —sugirió Gottfried—. Pero cuando te vistas por la mañana, será mejor que no olvides la espada. No tengo ni idea de lo que puede traernos el día de mañana, ni tampoco la tiene nadie, pero me temo que será necesario que nos defendamos al máximo.

—No son invulnerables —le aseguró Reinmar, que pensaba que debía hacer el esfuerzo—. El cazador de brujas insistió con entusiasmo en ese punto. Puede vencérselos.

—Eso ya lo sé —replicó su padre—. He vivido toda mi existencia con la esperanza y expectativa de que así fuese, porque de lo contrario haría mucho que habría seguido el camino de mi padre o el de quienes sufrieron destinos mucho peores que el suyo. Ahora dame las buenas noches y vete a dormir.

Por una vez, Reinmar estuvo encantado de hacer lo que su padre le decía.

En la habitación de Reinmar había una docena de escondites lo bastante grandes como para dar cabida al frasco que había robado en el mundo subterráneo, y se alegró de tener la posibilidad de librarse por un tiempo de aquella carga en particular. Lo puso en el escondrijo que siempre había considerado que era el mejor: una grieta que había entre dos piedras y que podía disimularse fácilmente con un trozo de mortero que ante el ojo inquisitivo no presentaba evidencia alguna de no estar firmemente adherido a la pared.

Cuando por fin pudo descansar la cabeza sobre la almohada, Reinmar se quedó dormido de inmediato y al despertar estaba seguro de haber permanecido en ese estado de placidez durante varias horas, pero mucho antes de despertar se vio turbado por sueños cuya turbulenta sustancia acabó por cuajar en una visión de notable coherencia.

Le pareció que lo alzaban de la cama y que salía flotando por la ventana abierta del dormitorio, donde lo situaron en posición erecta antes de que comenzara un majestuoso ascenso hacia el cielo oscuro y estrellado. Extendió los brazos a ambos lados como si fueran alas, al mismo tiempo que tenía buen cuidado de mantener las piernas rectas y los tobillos bien juntos.

Cuando estuvo a la altura suficiente para ver los tejados de todo Eilhart, el ascenso cesó y su cabeza fue inclinada hacia adelante para que pudiese ver lo que había abajo. Le pareció que la población estaba rodeada por un gran anillo de niebla rosada en la que se movían sombras de color azul y púrpura. Junto a esas sombras había grupos de humanoides feos, bajos y anchos, y seres híbridos en los que se combinaban elementos humanos, animales y de insectos; pero no eran más que sombras y la niebla aún no se había cerrado sobre los límites del pueblo. Sin embargo, allí donde había luces en la calle —y había muchas más de las habituales, en especial junto a los muelles, donde se encontraban acuartelados numerosos soldados—, revoloteaban algunas mariposas nocturnas.

Mientras Reinmar forzaba la vista para verlas con más claridad, las mariposas nocturnas parecieron aumentar de tamaño. Cada vez que miraba, las más grandes se separaban de inmediato de la nube reunida en torno a las farolas y comenzaban a ascender hacia él como para responder a su curiosidad. Reinmar empezaba a preguntarse si también él brillaría como una farola, no con fuego sino con alguna extraña radiación de color blanco puro que pertenecía a las profundidades del mundo.

Cuando las mariposas nocturnas comenzaron a girar a su alrededor, se vieron, en efecto, iluminadas por algún tipo de luz, y entonces pudo ver que en lugar de cuerpos y cabezas de insecto, tenían cuerpos y cabezas de maniquíes humanos femeninos, aunque sus ojos de color verde oscuro eran grandes y compuestos, y cada una tenía un solo pecho. No obstante, mientras revoloteaban a su alrededor vio que las dos piernas de cada cuerpo de apariencia humana estaban fundidas en una sola y envueltas por una cola larga. Sus alas eran muy hermosas, y los azules pálidos y rosados que constituían los colores predominantes formaban confusos remolinos que mareaban aún más que el rápido batir de las alas.

Una voz procedente de la nada le susurró al oído, y de inmediato la reconoció como la que le había hablado al salir del valle oculto, al que —entonces estaba seguro—, lo habían atraído de modo intencional.

—No es demasiado tarde, niño mío —dijo la voz—. Otros ya están condenados, pero para ti aún hay esperanza. Con independencia del daño que hayas causado, retuviste la posibilidad de arreglar las cosas cuando aceptaste una parte de mi poder, una parte mucho más potente de lo que da a entender su tamaño. Acertaste al adivinar que el néctar de las flores constituye el ingrediente vital de su virtud, pero no presenciaste el cuidadoso proceso de disolución y adulteración al que normalmente se le somete. El frasco que está en tu poder contiene néctar puro, y en una sola gota de ese jarabe hay tanta virtud como en un barril del vino que te dieron a catar. Tú temes, y correctamente, que has cometido una ofensa contra mis propósitos al derramar las botellas de vino, pero yo soy el tipo de señor que conoce el valor del perdón. Un instrumento en el centro del campo rival tiene abundantes oportunidades de reparación y recompensa. Las mejores victorias se logran con el sigilo, y las mejores de todas son aquellas en las que el enemigo no conoce ni el tipo ni la extensión de la derrota.

»En los días venideros verás horrores, niño mío, que te harán entender que mi jardín del mundo subterráneo debe ser considerado un paraíso por derecho propio…, pero puedo prometerte que no acabarás hecho pedazos ni quemado vivo, y que tu mente no se disolverá en la locura. Esto lo hago libremente, sin pedirte ninguna recompensa a cambio. Me conformo con que sepas que tienes los medios para recompensarme, y no sólo a mí, sino a aquellos a quienes amas, y que yo, a mi vez, tengo los medios para concederte placeres que van mucho más allá de las escasas capacidades de los hombres corrientes.

»Cuando tomes la decisión en los días venideros, plantéate esta pregunta: ¿qué merece realmente la pena tener en la vida? ¿El tiempo tiene algún valor por sí mismo, o lo que nos proporciona más felicidad es la calidad de cada momento más que la cantidad del conjunto de todos ellos?

Reinmar podría haber respondido a este discurso si su garganta y su boca no hubiesen estado petrificadas, pero carecía del poder para hacer que vibraran las cuerdas vocales. De todas formas, sabía que no se esperaba ni deseaba respuesta alguna. Cuando el monólogo concluyó, las mariposas nocturnas comenzaron a acercarse más a Reinmar, describiendo espirales. No era más capaz de protegerse de la colisión que preveía que de hablar, así que se limitó a aguardar los impactos, pero no sintió ninguno. Parecía que las mariposas entraban en su cuerpo con la misma facilidad con que pasaban de la sombra a la luz de las estrellas, sin hallar resistencia ninguna.

Pero, ¡ay!, cualquiera que fuese la luz que las atraía hacia él estaba lejos de ser benigna, puesto que en cuanto entraban en su cuerpo estallaban en llamas. Sintió cómo cada una se encendía como si se tratase de un elemento de una galaxia de soles diminutos que iluminaran su pecho y su vientre, su cabeza y su entrepierna. No experimentó ni la más ligera sensación de dolor durante el proceso de aniquilación, pues el destello en que se consumía cada diminuta forma le proporcionaba una ola de puro placer, una erupción de éxtasis incandescente. El deleite era tan extremo que aunque no era capaz cerrar los ojos dejó de ver, cegado por su propia fuerza de voluntad.

Cuando todo el grupo de mariposas quedó aniquilado, que Reinmar volvió a aceptar la visión y miró hacia abajo.

Un fuego brutal inundaba el pueblo de Eilhart con una aguda voracidad destructiva; abrazaba con avidez cada viga de madera y cada bala de tela, y reducía a cenizas todos los carruajes y barcas. Oía los alaridos de dolor de las víctimas del fuego, pero no podía sentir el calor de las llamas ni oler el humo que ondulaba en el aire. Tampoco podía distinguir con claridad el tipo de sombras que danzaban en las llamas y cuyas garras y armas, usadas con júbilo, tenían efectos mortales. A Reinmar todo aquello le pareció que no era más que un juego: un gran juego de dolor y placer, que había comenzado mucho antes de que él naciera y fuese fundado el Imperio, y que continuaría no sólo después de que él muriese, sino mucho después de que el Imperio fuese olvidado por la historia y la leyenda.

Y en ese momento, despertó y se encontró con que lo sacudían con mucha más fuerza de la que habría sido necesaria.

Cuando condescendió y abrió los ojos, descubrió que la luz diurna brillaba con fuerza detrás de la cortina que cubría su ventana, pero continuaba convencido de que era demasiado temprano. Habría preguntado qué hora era, pero aún lo sacudían con tanta insistencia que sus dientes sólo podían entrechocar.

Se quedó atónito al descubrir que el hombre que lo sacudía era su abuelo Luther, que no debería haber tenido la fuerza suficiente en los brazos para levantar un cuenco de gachas. El anciano estaba arrodillado junto a su cama como si hubiese gateado hasta allí —cosa que sin duda había tenido que hacer a menos que un milagro le hubiese devuelto las fuerzas—, pero sus brazos estaban poseídos por una furia que no podía pertenecerle del todo.

—¡Reinmar! —susurró el anciano con tono plañidero—. ¿Tienes el vino? ¿Has traído el vino?

Reinmar no necesitaba preguntar a qué vino se refería el abuelo, ni tampoco dudaba que el que tenía en su poder era realmente, como le había asegurado la voz del sueño, mucho más poderoso de lo que sugería su tamaño.

—¡Basta, abuelo! —se quejó Reinmar a la vez que apartaba las furiosas manos—. Estoy despierto.

—Necesito el vino —dijo Luther con voz ronca—. Mucho más que Albrecht o su crío. ¡Si supieras qué sueños he tenido! Necesito el vino, Reinmar, por piedad. Moriré pronto, y debo conseguirlo ahora o nunca. Debo conseguirlo ahora, o no podré enfrentarme con la muerte. Si has traído vino, debes dármelo a mí y a nadie más. Eso me lo debes, hijo, porque he sido para ti un amigo y un padre mucho mejor que cualquier hombre vivo.

Por fin, Reinmar logró coger las manos del anciano y obligarlas a detenerse.

—¿Qué sueños? —preguntó con tono brusco—. ¿De qué sueños me hablas?

—Ellos vienen hacia aquí, Reinmar —susurró Luther al mismo tiempo que sus grandes ojos miraban a los de Reinmar con fija expresión demente—. No les gusta la violencia por sí misma, pero cuando se vuelven violentos son terribles. Los monstruos vienen hacia aquí, Reinmar, y Eilhart está condenado. En cuanto se hayan reunido todos, vendrán, y yo debo conseguir el vino. Debes darme lo que has traído, aunque sea una sola botella. Debo beberlo. Tengo que hacerlo.

Fue la confusión más que la crueldad lo que hizo que Reinmar continuara con su obstinada negativa. Pero aun en el caso de que hubiese actuado de inmediato, no podría haber sacado el frasco del escondrijo para permitir que Luther bebiera de él, porque su padre y Godrich ya habían entrado en la habitación a buscar al anciano.

—No ha traído nada —dijo Gottfried mientras se inclinaba sobre el anciano para apartarlo de la cama de su nieto—. No fue tan estúpido porque conoce el valor de la cordura. Hizo todo lo posible para asegurarse de que de ese sitio no salga ni una gota de vino oscuro durante mucho tiempo, porque yo le he enseñado las verdades de la vida mucho mejor de lo que tú me las enseñaste a mí. Cualesquiera que sean los monstruos que vengan, los hombres de Eilhart les harán frente sin más vino que el mío para apagar su sed y fortalecer su valor.

Mientras hablaba, Gottfried había levantado a su padre del suelo como si fuera un saco, y en cuanto hubo acabado se lo entregó a Godrich como si fuese, en efecto, un objeto de la casa. Godrich cogió a Luther con un poco más de delicadeza, pero se alejó con rapidez para sacar al anciano de la habitación del muchacho y devolverlo a la suya.

—Lamento lo sucedido, hijo —dijo Gottfried—. Te habría dejado dormir más si hubiese podido, pero tal vez sea mejor que hayas despertado. Margarita está con la gitana, pero no parece estar haciéndole mucho bien.

—¿Margarita? —repitió Reinmar—. ¿Qué está haciendo Margarita con Marcilla?

—La muchacha gitana tiene mucha fiebre, y en el pueblo no quedan más médicos que no sean los que han sido llamados por los oficiales para que ayuden curar a sus soldados. Margarita no es una sanadora, pero tiene paciencia y es tierna, y se ofreció para permanecer junto al lecho de la enferma.

Reinmar sospechaba que no eran ni la paciencia ni la ternura lo que había impulsado a Margarita a ofrecerse para un acto tan caritativo como ése, sino más bien una celosa curiosidad respecto a la muchacha que él había sacado de las colinas; pero no lo dijo. En cambio, le pidió a su padre que lo dejara mientras usaba el orinal y se vestía, y le prometió que iría a ver a Margarita y Marcilla antes de bajar a desayunar.

Aunque se puso el mismo cinturón manchado de sangre que había llevado durante sus aventuras en las colinas, Reinmar cogió un zurrón nuevo y dejó el frasco donde estaba, contento por verse libre de su ominosa presencia durante algún tiempo más. Siguió el consejo de su padre y se aseguró de que la vaina de la espada quedaba bien sujeta al cinturón.

Ulick estaba con Margarita junto al lecho de Marcilla, y fue el primero en reaccionar ante la aparición de Reinmar.

—¡Se está muriendo, señor! —dijo con evidente angustia—. Se ha negado a obedecer la llamada, y ha perdido el sentido.

Reinmar cogió el brazo de Marcilla que estaba sobre la colcha. Incluso la muñeca estaba caliente, y el pulso era muy acelerado. Su adorable rostro tenía un rubor rojo oscuro, y sus labios se movían en silencio como si recitara algún hechizo secreto.

—No es más que fiebre común —le aseguró Reinmar, aunque lo dudaba—. Se la han provocado el esfuerzo excesivo y la lluvia.

—Ha pedido vino —dijo Margarita—. Le hemos dado agua, pero eso sólo ha hecho que sus demonios se hicieran más ruidosos. Al final, le di un poco de vino blanco, pero lo escupió. Ahora está sin sentido, pero cada vez que dice algo en voz alta es para pedir vino. No sé a qué vino se refiere, pero si tú tienes lo que pide podrías dejarla que bebiera un poco. No sé si eso la salvará, pero temo que nada más pueda hacerlo.

—No sabe lo que necesita —insistió Reinmar—. Nunca ha sabido qué le convenía. La fiebre pasará cuando llegue el momento.

Si Marcilla quería que le diera lo que ansiaba, tendría que esperar hasta que estuviesen ellos dos a solas; no se atrevía a confiarles ni a Ulick ni a Margarita el secreto de que tenía aquel frasco.

Margarita se puso de pie y se plantó delante del hombre que había sido su probable esposo desde el día en que nació.

—¿Por qué la has traído aquí, Reinmar? —quiso saber.

Sabía que podía confortarla con una mentira. Podía decir que el sargento Vaedecker la había juzgado valiosa, al igual que al chico, como vital medio para localizar el valle escondido. Podía decir que Machar von Spurzheim le había ordenado mantenerla a salvo. Podía decir que hacerse cargo de ella era un sencillo acto de bondad y misericordia. En cambio, le dijo la verdad.

—Porque la amo —replicó sin más—. La he salvado de un destino terrible y estoy decidido a mantenerla sana y salva mientras pueda. La he defendido contra monstruos, y continuaré haciéndolo con independencia de qué monstruos puedan atacar en el futuro.

Margarita se encogió dos veces mientras Reinmar hablaba, pero cuando concluyó ya había dejado de hacerlo.

—Todos dicen que los monstruos de las colinas están reuniéndose para atacar —murmuró—. Todos dicen que habrá una batalla, y que el cazador de brujas ya se ha demorado demasiado para esperar los refuerzos. Cuando esta mañana salí a la calle, vi familias que llegaban de las granjas en carros, y otras que cargaban los suyos para dirigirse a los muelles. Si no estuviesen llegando tantas gabarras cargadas de soldados con sus armas, no habría ninguna que pudiera llevarse a los que quieren huir río abajo; pero el tráfico es constante en ambas direcciones. Los supersticiosos ven presagios en las mariposas nocturnas que se apiñan alrededor de las farolas, y juran que no son mariposas, sino espíritus enviados para espiarnos de modo que los atacantes puedan trazar sus planes con todo detalle. El mundo entero está volviéndose del revés, Reinmar…, pero no pensaba que también tú lo harías. Veo que llevas la espada aunque estás en casa. Cuando te veía practicar, pensaba que tal vez un día lucharías para defender a tu padre, a la tienda, a Eilhart e incluso para defenderme a mí, pero jamás pensé que lucharías por una puta gitana que ya se ha perdido tras la adoración del mal.

—Es una muchacha como cualquier otra —replicó Reinmar, con tono gélido, aunque las palabras de ella lo habían herido en lo más hondo—. Es sólo su hermosura lo que te pone celosa, y sólo los celos los que te hacen insultarla. Si no estás aquí para ayudarla, prefiero que te marches. Puedo cuidar de ella yo mismo.

—No puedes y no lo harás —lo contradijo Margarita—. Von Spurzheim ya le ha enviado a tu padre un mensaje para solicitar tu presencia. Al parecer, de momento eres su preferido. Será mejor que vayas con cuidado; por muy buen hombre que sea, su compañía es peligrosa, casi tan peligrosa, diría yo, como la de tu abuelo, el hechicero arrepentido.

—El abuelo nunca fue un hechicero —contestó Reinmar—, ni tampoco lo ha sido mi tío abuelo Albrecht, quien al menos fue un erudito. Creo que puede confiarse en Ulick para que le proporcione a su hermana todos los cuidados necesarios hasta que yo regrese, así que de todas formas puedes marcharte.

Margarita lo había mirado a los ojos durante todo ese tiempo, pero entonces bajó la vista a los pies.

—Me quedo —dijo.

—¿Para ayudar? —preguntó Reinmar.

—Para ayudar —respondió ella con valentía—. Si puedo hacer algo para salvarla, no fallaré.

Como si respondiera a esa promesa, el silencioso mascullar de la muchacha gitana se hizo de pronto audible, y Margarita se arrodilló junto a ella y le levantó un poco la cabeza de la almohada empapada en sudor.

—¡Vino! —exigió Marcilla con voz ronca—. ¡Necesito vino oscuro! ¡Por favor! Si no bebo vino, no descansaré nunca.

Reinmar se preguntó si la proximidad del frasco de néctar era en sí suficiente para alterar tanto a Marcilla como a Ulick, pero apartó el pensamiento de su cabeza. «Por muy fuertes que se hagan sus ansias —pensó—, contentar sus exigencias no sería ni útil ni moral». La oscuridad del vino era malicia y destrucción, por mucho que su dulzura pudiese aumentar el deseo de sus víctimas.

—Debo marcharme —dijo con brusquedad—. Necesito meterme pan en el estómago antes de ir a ver a Von Spurzheim.

—Necesitarás meterte algo más que pan en el estómago —replicó Margarita—. Necesitas meterte sensatez en la cabeza. Necesitas ojos para ver lo que es bueno y lo que no, en lugar de alucinaciones nacidas de la belleza.

—Regresaré en cuanto pueda —dijo Reinmar, que hizo el debido caso omiso de los insultos y habló tanto para Ulick como para Margarita—. Cuidadla bien, os lo ruego, hasta que le baje la fiebre. Dadle toda el agua que pueda beber, y comida si puede comer.

Dicho eso, giró sobre los talones y salió del dormitorio para bajar con rapidez a desayunar y ver a su padre. Casi esperaba que a esas alturas su progenitor hubiese recuperado toda su severidad y exactitud crítica, pero no vio señal alguna de ello. Gottfried logró mostrarse perfectamente cortés cuando le dijo que él se encargaría de la caja registradora mientras Reinmar iba a ver a Von Spurzheim, y su actitud fue tierna de verdad al insistir en que Reinmar desayunara antes de salir.