Veintitrés
Ya hacía una hora que había oscurecido cuando la carreta se detuvo, por fin, ante la bodega de Gottfried Wieland. Los caballos deberían haber descansado mucho antes, pero Godrich no lo permitió porque supuso que ya tendrían tiempo más que suficiente para recobrarse del extraordinario esfuerzo. Durante los últimos kilómetros, su carga se había aligerado, porque Reinmar y Vaedecker habían bajado para caminar junto a Sigurd. El soldado no había vuelto a subir al vehículo tras haber dormido trece horas seguidas después de la huida del valle, ya que había recobrado fuerzas con bastante facilidad.
Reinmar no había tenido tanta suerte; aunque los esfuerzos hechos habían tenido un efecto mucho mayor sobre sus limitadas fuerzas, apenas había logrado dormir más de una hora seguida durante los días y noches siguientes a las aventuras vividas en el mundo subterráneo, ya que despertaba en cuanto comenzaban a inquietarlo sueños desagradables. Marcilla había dormido durante mucho más tiempo y más profundamente —y, si las apariencias eran fiables, mucho mejor—, pero cuando despertaba parecía hallarse sumida en un perpetuo aturdimiento.
Mientras recorrían los caminos no los habían atacado ni hombres ni monstruos, pero a veces, al mirar atrás cuando descansaban, habían visto siluetas oscuras que acechaban desde los bosques o los salientes de las colinas. No obstante, como para combatir esos signos ominosos, cuanto más descendían más benigno se volvía el clima, y la amable luz diurna, sumada a la mayor familiaridad con el terreno, había llevado un poco de paz a las mentes de los viajeros.
Matthias Vaedecker había aprovechado la primera oportunidad que había tenido para lavar la sangre coagulada y otras manchas de la ropa que había llevado puesta al entrar en el valle, y Reinmar siguió su ejemplo; sin embargo, ninguno de ellos volvió a ponerse esas prendas cuando las de recambio se ensuciaron, ya que no eran capaces de sentir que estuviesen limpias, con independencia de lo mucho que las hubiesen frotado.
Gottfried Wieland se encontraba en la calle para recibir a la carreta, pues un centinela le había avisado de la llegada con antelación. Tenía a tres trabajadores preparados para transportar la carga a la bodega, y el grupo que aguardaba, compuesto por rostros ansiosos, sumaba más del doble de ese número. Machar von Spurzheim estaba entre los presentes, con dos acompañantes armados. También la esposa y el hijo de Godrich se encontraban allí, así como Margarita. Las reacciones de cada uno fueron tan variadas como cabría esperar, pues ninguno había recibido información avanzada sobre lo acontecido a los miembros de la expedición.
Cuando Godrich se llevó a Gottfried aparte para susurrarle su informe, y Vaedecker hizo otro tanto con el cazador de brujas, Reinmar se encontró cara a cara con Margarita, que parecía muy entusiasmada por oír todo el relato de sus aventuras. Él, por su parte, estaba ansioso por saber qué había sucedido en el pueblo durante su ausencia.
—Nos hemos traído estos dos gitanos de un pueblo donde los atacaron los campesinos —explicó Reinmar al mismo tiempo que permitía que Ulick se responsabilizara de rodear los hombros de Marcilla con un brazo protector—. Luego, nosotros también sufrimos un ataque, pero, como puedes ver, estamos todos vivos e ilesos. Si el soldado no hubiese estado con nosotros, la cosa tal vez habría sido diferente, pero él y Sigurd hacen buen equipo. ¿Qué noticias hay de mi tío abuelo?
—Todavía está en prisión —respondió Margarita—. Cada día han ido llegando más soldados al pueblo…, además de otros que desde luego no son soldados, aunque podrían ser alguna clase de guerreros. Tres de los almacenes que están junto al embarcadero han sido transformados en barracas, y hay oficiales alojados en todas las posadas y pensiones. Hay hombres durmiendo en establos y despensas, y sus intendentes están comprando enormes cantidades de provisiones, aunque parecen muy reacios a pagar el precio correcto. El mercado se ha convertido en un campo de batalla. Algunos de los del pueblo han vendido sus casas y se han trasladado río abajo; otros han enviado fuera a la esposa y los hijos, pero se han quedado con los sirvientes masculinos por temor a que si se marchan todos sus casas sean requisadas o saqueadas. Nadie sabe cuándo tienen intención de continuar viaje los soldados, ni si pretenden hacerlo, ni adónde irán si se marchan. ¿Qué está sucediendo, Reinmar? ¿De verdad está reuniéndose un ejército de monstruos en las colinas?
Reinmar se vio salvado de la problemática necesidad de improvisar una respuesta a esa pregunta por la intervención de su padre, que se lo llevó de manera perentoria. Gottfried le dijo a Margarita que se marchara a casa sin molestarse en ser demasiado cortés. Ella no hizo el más ligero movimiento para obedecer, y los siguió hasta el interior de la tienda para oír lo que tenía que decir Gottfried y lo que pudiese responder Reinmar.
—¿Esperas que busque una habitación para esos gitanos? —preguntó Gottfried con tono de exigencia.
—Tenemos lugar de sobra, padre —replicó Reinmar, obstinado—. Les hemos dado protección, y nos asisten buenas razones para creer que aún la necesitan.
—¿Razones suficientes para abandonar la carreta e ir a vagar por el bosque? ¿Razones suficientes para dejar solo a Godrich cuando estaba herido y la carreta averiada? ¿Razones suficientes, a pesar de que os habían atacado?
El efecto que tuvieron estas preguntas fue estimular un enojo que Reinmar había llevado dentro durante mucho tiempo, y sus réplicas sin duda habrían provocado más problemas; sin embargo, no tuvo tiempo para verbalizarlas porque Margarita fue otra vez apartada a un lado con rudeza cuando Machar von Spurzheim entró en la tienda.
—Deja en paz al muchacho —ordenó el cazador de brujas al mismo tiempo que hacía caso omiso del asombro que, de inmediato, se apoderó del rostro de Gottfried Wieland—. Ha sido valiente además de osado, según dice mi sargento, y su valentía podría haber sido muy beneficiosa para nuestra causa. Ya podrás darle la bienvenida a tu manera más tarde; de momento, tengo necesidad de él y debe acompañarme.
Gottfried abrió la boca para protestar, y las palabras estuvieron a punto de salir de su boca antes de que recordara con quién estaba hablando y lo delicados que habían sido sus tratos con el cazador de brujas. De haber estado mejor iluminado su rostro, probablemente se habría apreciado con más claridad la ira que sentía, pero la lámpara se hallaba situada de tal forma que su cara quedaba en sombras, aunque de todas formas Von Spurzheim no lo habría mirado, porque ya había tendido una mano para coger a Reinmar por un brazo, y en ese momento se lo llevaba hacia la puerta.
—Haz que la muchacha esté cómoda, te lo ruego —fue cuanto Reinmar tuvo tiempo de decirle a su padre antes de ser sacado otra vez a la calle—. Debes ocuparte de su seguridad.
—Haz lo que dice el muchacho —añadió Von Spurzheim, que se detuvo por un breve instante en la entrada, tras haberse interpuesto entre padre e hijo—. El chico y la muchacha podrían ser de vital importancia para nuestra empresa. Redundará en beneficio de todos que te ocupes de su seguridad.
Reinmar no pudo ver cómo reaccionaba su padre ante aquella orden, pero podía imaginarlo con total claridad. Dado que Gottfried era el hijo de un hombre sospechoso de practicar la hechicería y el sobrino de otro, no podía permitirse el lujo de ofender al cazador de brujas, aunque la necesidad no hacía que le resultase más fácil soportar la indignidad.
Mientras Von Spurzheim marchaba con Reinmar por las calles, Matthias Vaedecker y otros hombres de armas los seguían. Reinmar se sentía incómodo, pues para cualquiera que los viese parecería que lo habían arrestado; además, tal apariencia se vería reforzada por el hecho de que no se encaminaban hacia la casa del burgomaestre, donde Von Spurzheim se alojaba como huésped, sino hacia la cárcel del pueblo, donde Albrecht Wieland aún permanecía retenido bajo vigilancia. También se sentía incómodo por otro motivo: si Von Spurzheim ejercía el derecho de registrarlo, la presencia del frasco que guardaba en el zurrón podría, en efecto, dar lugar a su arresto y encarcelamiento.
Aunque las calles no estaban en absoluto abarrotadas de gente una vez que se alejaron de la bodega de Gottfried Wieland, Reinmar estaba seguro de que había abundantes ojos siguiendo su avance. En las casas en que había cortinas, tuvieran las ventanas cristales o no, las ropas se apartaban ligeramente a un lado para que los aprensivos habitantes pudieran seguir lo mejor posible el desarrollo de los problemas que habían llegado al pueblo.
—No tengas miedo, muchacho —fue lo único que le dijo Von Spurzheim mientras caminaban por las calles—. El sargento Vaedecker me ha contado lo que hiciste, y te lo agradezco con toda mi alma, aunque tus motivaciones puedan no haber sido tan puras como yo podría haber deseado.
No existía ninguna respuesta razonable que Reinmar pudiera dar a ese comentario, así que prefirió guardar silencio hasta llegar al blocao donde los policías de la ciudad desempeñaban sus funciones oficiales, y donde retenían a los delincuentes hasta las sesiones del tribunal en las que eran juzgados. Una vez dentro, Von Spurzheim no perdió tiempo en llevar a Reinmar hasta la celda en la que se hallaba confinado Albrecht Wieland.
El muchacho se alegró al ver que su tío abuelo no parecía haber sido maltratado; el anciano no tenía heridas visibles ni aspecto de haber pasado hambre. El colchón sobre el que había estado durmiendo era tosco pero constituía una diferencia razonable en comparación con el duro piso, y el hedor del cubo de hierro que estaba situado en una esquina no era demasiado insoportable. Se hizo evidente el sobresalto de Albrecht al ver a Reinmar en compañía de Machar von Spurzheim, pero parecía tener pleno control de sus facultades, porque su única reacción, tras desvanecerse el asombro inicial, fue fruncir las cejas con aire de concentración. Matthias Vaedecker cerró la puerta de la celda detrás de él y dejó fuera a los otros hombres de armas.
—El hermano de tu abuelo ha estado ayudándonos, Reinmar —dijo Von Spurzheim cuando Vaedecker se detuvo junto a él—. Su memoria es un poco vaga cuando se trata de nombres y lugares, pero, por lo general, recuerda a sus viejos amigos en cuanto ponemos los nombres ante él. Hay una comunidad de eruditos a la que él perteneció en otra época y en cuyas actividades hace tiempo que estamos interesados, aunque ahora queda poco de ella. Por desgracia, no sabe qué ha sido de su hijo Wirnt, ni de su antigua ama de llaves. Por supuesto, hemos vigilado su casa día y noche, al igual que la tuya, por mera precaución, pero no había llegado ningún visitante cuando cambió la última guardia. Es posible que Wirnt esté en Holthusen, donde aún quedan algunos de los supuestos eruditos, pero también podría haberse dirigido al sur para ir al lugar que tú has tenido ocasión de visitar recientemente. Espero que le hables a tu tío abuelo de tus aventuras, para que pueda hacerse una idea más clara de la naturaleza maligna del asunto en el que se ha involucrado.
Las últimas palabras estaban obviamente destinadas a provocar una reacción en Albrecht, pero el anciano se había preparado para una jugada semejante, y su expresión apenas cambió.
—Por fortuna, magíster Albrecht —prosiguió Von Spurzheim, que pronunció la palabra magíster con tanto sarcasmo como antes había pronunciado la palabra eruditos—, Reinmar ha sido más útil para nuestra causa de lo que jamás podríamos haber esperado; es obviamente hijo de su padre. Ha tenido éxito donde tú y tu hermano, al parecer, fracasasteis. Encontró el origen del vino de los sueños al primer intento, lo cual me inclina a creer que no podía ser tan difícil de hallar, después de todo. No sólo guio al sargento Vaedecker hasta allí, sino que penetró en sus más profundos secretos y, luego, fue artífice de la huida. Y hay más, ¿no es cierto, Reinmar? ¿Qué hiciste, con exactitud, cuando el sargento y tú os separasteis durante un rato?
Reinmar vaciló antes de responder. Tenía los ojos fijos en el rostro de su tío abuelo, más a causa de la preocupación por el anciano que porque deseara evitar los ojos del cazador de brujas, pero sabía que el juego que allí se desarrollaba era controlado por Von Spurzheim, y no estaba nada seguro de que quisiera jugarlo según las reglas de éste.
—Descubrí el método con el que hacen el vino de los sueños —replicó con voz queda, aunque sabía que no era una respuesta adecuada para la pregunta—. Quienes lo beben y valoran no pueden tener la más mínima idea de sus orígenes, o nunca permitirían que pasara a través de sus labios por dulce que pueda ser.
—Lo hacen a partir de plantas alimentadas con carne humana —declaró Von Spurzheim a modo de ampliación—. Pero tú estuviste en una mejor posición que el sargento Vaedecker para comprender con exactitud cómo funciona el proceso, ¿no es cierto?
—Sólo vi el almacén —replicó Reinmar—, nada más; pero no vi ninguna fruta ni prensa alguna. Únicamente había enormes morteros donde se molía la pulpa vegetal, y barriles en los que se decantaba el líquido resultante. Las flores que producen el vino del mundo subterráneo eran tan gigantescas que no pude evitar preguntarme si el vino podría ser su néctar, aunque no puedo asegurarlo. A esas plantas las alimentan con personas, tío abuelo. Los que son elegidos oyen una especie de llamada cuando sueñan. Personas jóvenes, que tienen toda la vida por delante, son drogadas con el vino, y luego les plantan las semillas en el cuerpo vivo dentro de un mundo subterráneo, cuyas rocas brillan con luz extraña y deslumbrante. Lo siento, pero es la verdad.
—Los falsos monjes que crían estas flores asesinas intentaron venderle a Reinmar algunas de sus cosechas más recientes —añadió Von Spurzheim cuando quedó claro que Albrecht aún no tenía nada que decir—. Él las rechazó incluso antes de saber qué eran, aunque, cuando encontró el almacén, lo supo. ¿Qué hiciste, entonces, Reinmar? Ni siquiera Matthias parece saberlo con precisión.
—De haber sido capaz de volcar las tinajas de piedra para derramar el contenido, lo habría hecho —replicó Reinmar—. No pude hacerlo, pero rompí todos los recipientes a los que pude ponerles la mano encima, y vacié el contenido de los que pude llevar hasta la grieta de desagüe que se adentra en las profundidades. No sé con qué proporción de sus reservas acabé, pero sospecho que la escasez se notará bastante en las poblaciones del río y en Marienburgo antes de que puedan comenzar a aliviarla.
—Yo tenía la esperanza, magíster —intervino Yon Spurzheim, al parecer imitando la suavidad de la voz de Reinmar—, de que tal vez pudieras asesorarnos sobre los posibles efectos de esa escasez.
—No tengo ni idea —fue lo que dijo Albrecht cuando, por fin, se decidió a hablar—. Hace demasiado tiempo que perdí los contactos.
—Pero has visto a hombres sumidos en la confusión y la locura a causa de la falta de vino, ¿no es así? —insistió Von Spurzheim—. Tú, por supuesto, posees una envidiable fuerza mental y física, yo diría que más que tu hermano Luther, pero has conocido a otras personas cuya dependencia era mayor. ¿No has visto hombres impulsados a la automutilación, el suicidio y el asesinato, y otros, reducidos a meros despojos balbuceantes mientras sus pesadillas marcaban sus cuerpos con terribles cicatrices?
—He visto hombres angustiados —admitió Albrecht con voz débil—, que culpaban de su angustia a la sed del vino y a los sueños que habían pasado de ser buenos a ser malos. Algunos hombres son menos capaces que otros de tolerar las pesadillas; pero los que se vieron impulsados a la violencia ya eran violentos antes de beber un solo sorbo del vino.
—¿Eso crees? —preguntó Von Spurzheim—. Yo no estoy tan seguro.
—Pareces haber hablado del tema con tanta gente como yo, al menos —replicó Albrecht con tono pétreo—, y también con métodos más persuasivos. Supongo que estás en mejor posición para saberlo que yo, aunque jamás te has dignado poner a prueba tus gustos.
Von Spurzheim se echó a reír, pero la ligereza de su risa era falsa.
—Tal vez sí que estoy en mejor posición —replicó—. En cualquier caso, tengo que hacer planes. Yo diría que tienes cuestiones privadas de las que hablar con tu sobrino, así que os dejaré solos. Matthias vendrá a recogerte dentro de poco, Reinmar… Aún me quedan algunas preguntas que hacerte, si no estás demasiado cansado.
No esperó la respuesta y salió de la celda junto con Vaedecker, que la abrió y luego la cerró a sus espaldas.
Reinmar no era tan estúpido para creer que podía hablar abiertamente. Sin duda, habría alguien escuchando, aunque la puerta era gruesa y Albrecht no era para nada duro de oído. Se llevó a su tío abuelo al rincón de la celda más alejado de la puerta, y acercó los labios a un oído del anciano.
—¿Estás bien? —le preguntó—. ¿Te han hecho daño?
—No tuvieron necesidad —murmuró Albrecht—. Al salir de Marienburgo, ya habían averiguado más de lo que yo puedo contarles. Me han mantenido aquí para asegurarse de que no hable con Luther, que ya está bien encarcelado en su casa con un carcelero muy respetuoso de la ley. Y no culpo a Gottfried. Entonces, ¿es todo verdad? Supongo que, de lo contrario, el cazador de brujas no te habría permitido venir aquí.
—Es todo verdad —confirmó Reinmar—. La magia del vino de los sueños arraiga en el horror. Hay que detenerla. En eso, Von Spurzheim tiene razón.
Ni por un instante consideró Reinmar la posibilidad de revelarle a su tío abuelo que él tenía un frasco del ingrediente activo del vino de los sueños, o uno de los más oscuros licores afines al mismo.
Albrecht no parecía saber qué decir a continuación, pero al fin se decidió.
—Probablemente, sea demasiado tarde para darte consejos, pero debes tener cuidado —murmuró en voz muy baja—. Con independencia de lo que puedas pensar, no creo que hayan sido ni la suerte ni la inteligencia las que te guiaron hasta un lugar que ningún hombre de Eilhart ha sido capaz de encontrar jamás. Se ha producido un choque de planes, y la llegada de Von Spurzheim sin duda provocará una pronta respuesta de alguna clase. Ten mucho, mucho cuidado, o acabarás aplastado o cortado en pedazos en medio de esa colisión. Si te dejan marchar, márchate al menos a Holthusen. Los que huyen del pueblo son los prudentes. Síguelos si puedes.