Veintidós

Veintidós

Atravesaron el bosque sin incidentes, a marcha regular a pesar de su estado de agotamiento. Junto a la carreta reparada los aguardaba una docena de gitanos, incluidos Rollo y Tam. Los nómadas quedaron atónitos y descontentos cuando vieron cómo iba vestida Marcilla, pero Godrich, al comprobar el lamentable estado en que se encontraban Reinmar y Vaedecker, les pidió que aguardasen hasta que les diesen una explicación.

El cansancio venció a Reinmar casi inmediatamente después de llegar, pero logró murmurarle al mayordomo un esquemático relato de lo sucedido.

El sargento confirmó todos los detalles de la historia con breves asentimientos de cabeza.

—Debemos marcharnos, y deprisa —declaró Vaedecker cuando Reinmar concluyó—. Los monjes se mofaron de la idea de que pudiesen perseguirnos, pero los que trabajaban en el mundo subterráneo se mostraron demasiado dispuestos a luchar, incluso cuando no tenían armas a mano. Si se quedan donde están es porque desde allí pueden causar más daños. ¿Podrías convencer a los gitanos y a su jefe de que dejen que nos llevemos a su hijo y su hija…, o mejor aún, de que él mismo nos acompañe hasta Eilhart?

—Lo intentaré —respondió Godrich—, pero debéis permitir que Sigurd se encargue de vuestras heridas mientras hago lo que me pides.

Hasta ese momento, Reinmar no se había dado cuenta de que estaba herido, pero cuando hizo inventario de sus magulladuras y rasguños le parecieron bastante triviales.

Vaedecker pidió agua en la que ambos pudieran bañarse, e insistió en que Reinmar se aseara.

—Debemos ponernos la ropa de recambio —dijo el soldado—. Un hombre que conserva sobre sí la sangre y suciedad de sus enemigos se busca una infección. Ulick, debes pedirle a una de las mujeres que se encargue de que Marcilla se bañe y vista adecuadamente.

El chico asintió y se llevó a Marcilla mientras Godrich hacía un aparte con Rollo, Tam y un hombre de más edad. Para cuando Reinmar se hubo bañado y vestido con ropa limpia, la conversación había acabado, y Godrich regresó para informar de los resultados. El joven Wieland había vuelto a ponerse el cinturón y el zurrón, a pesar de que ambos estaban salpicados de sangre casi seca. No tenía la más mínima intención de dejar el zurrón a un lado o cambiar su contenido a otro mientras contuviese el frasco que había cogido de la cueva. Tampoco pensaba comunicarles a Godrich y Vaedecker que tenía ese frasco. De momento, era su secreto, en exclusiva.

—Están asustados —informó Godrich, al fin, en referencia a los gitanos—. Han visto el cadáver del hombre bestia. Saben que la gente de la zona pensará que están confabulados con los monstruos, aunque el de más edad no tiene una mejor idea que nosotros respecto a quiénes son los monstruos ni por qué se encuentran aquí. He conseguido convencerlo, no sin dificultad, de que no es ningún privilegio ser elegido, y que el sendero que va al valle oculto conduce sólo hacia la muerte y la destrucción. Dice que podemos cuidar de Ulick y Marcilla, puesto que estamos dispuestos a ello, pero que Rollo y Tam tienen que dedicarse a hacer correr entre los gitanos la noticia de lo sucedido. Deben celebrar una especie de reunión, al parecer…, y hacer magia menor, diría yo. No saben cuál será el resultado, pero Rollo dice que acudirá a buscar a sus familiares cuando llegue el momento. He consentido en ello… No me contradigas, maese Reinmar, con independencia de cuáles sean tus propias intenciones. Debemos marcharnos, y deprisa. No sé qué encontraremos al llegar a casa, pero debemos esperar que tu padre tenga la situación bajo control.

—Con independencia del control que se ejerza ahora —intervino Vaedecker, que estaba escuchando—, puedes estar seguro de que habrá problemas. Lo que debemos esperar es que von Spurzheim pueda haber reunido un destacamento considerable y que esté preparado para ponerse en marcha. Esto es la guerra, amigo mío, y el conflicto crucial se nos echará encima mucho antes de lo que habíamos previsto.

Godrich sólo asintió con la cabeza a modo de respuesta y regresó junto a los gitanos para ofrecerles una amistosa despedida. A continuación, subió a la carrera y gritó que todos los que tuviesen intención de viajar en ella debían subir. El único que no se dio por aludido fue Sigurd, pues Vaedecker se encontraba demasiado agotado para caminar.

Apenas se habían puesto en camino cuando volvió a llover, pero no era más que una llovizna comparada con la tormenta que los había lanzado al enfrentamiento con los hombres bestia. Los que viajaban en la carreta con los barriles se protegieron bastante bien con trozos de la lona rota que se echaron sobre los hombros. No era estrictamente necesario que se apretujaran, pero Ulick y Marcilla querían estar tan cerca como pudieran el uno del otro, y Reinmar deseaba permanecer cerca de Marcilla, así que acabaron los tres juntos.

Cuando los caballos adquirieron más velocidad, Marcilla le preguntó a Reinmar qué le había sucedido antes de que despertara en el mundo subterráneo y se pusiera el hábito manchado de sangre. Al principio, Reinmar no estaba muy seguro de cuánto debía contarle, pero al fin decidió que tal vez ella necesitaba saber la verdad y narró toda la historia con tantos detalles como pudo recordar. Ulick escuchaba con total atención, al igual que Matthias Vaedecker, aunque este último tenía los ojos medio cerrados.

—Recuerdo la flor —comentó Marcilla en un momento dado—. Pensaba que la había soñado y que en mi sueño yo misma era una flor sin otro deseo que el de encontrarme y fundirme con mi pareja.

—Fue por el vino de los sueños —le aseguró Reinmar—. Es seductor, pero maligno. Cualquier cosa que te hayan dicho sus consumidores es mentira.

—Pero tú mismo estás en el comercio del vino —objetó Ulick—. Me lo has dicho.

—Y así es, estoy en él —asintió Reinmar con voz queda—, pero no soy consumidor. Ahora comienzo a entender el daño que el vino de los sueños le ha hecho a mi abuelo, y no creo que le haya procurado ningún bien a su hermano. Si mi padre hubiese sido un hombre de menos carácter, tal vez también yo tendría en mi interior la enfermedad que podría haberme llamado al valle.

—Pero tú lo encontraste —le recordó Ulick—. Se dice…

—Porque estaba con Marcilla —se apresuró a señalar Reinmar—. Fue ella quien nos condujo hasta allí, como tú condujiste a Sigurd.

—¿Quién fue el que llevó el mensaje cuando ibas a catar el vino, maese Wieland? —preguntó Matthias Vaedecker, de repente—. Cualquiera podría haberles dicho que yo había entrado en el valle y que era un soldado sin uniforme, pero… ¿quién les contó que era un hombre de Machar von Spurzheim?

—No vi al mensajero, sólo al monje que le transmitió la noticia al hermano Noel —replicó Reinmar—. Los rumores corren con rapidez por esta zona. No sería de extrañar que la noticia de la llegada de Von Spurzheim a Eilhart haya viajado con la misma velocidad que nosotros. Cualquiera podría haberla traído.

—El ama de llaves de tu tío abuelo es gitana —le recordó Vaedecker, aunque no era necesario—. No estaba en la casa cuando fuimos a arrestarla.

—Eilhart es una población comercial de dos mil almas, además de un importante puerto fluvial —le recordó Reinmar al soldado, a su vez—. Constantemente pasan por allí viajeros…, centenares de ellos que llegan por los caminos y por el río. Cualquiera podría haber traído la noticia hasta aquí.

—Incluido el hijo de Albrecht, Wirnt —dijo Vaedecker—. ¿Podría haber sido él?

Reinmar se quedó sin palabras durante un momento, y cuando se dio cuenta de que el silencio podría ser tan elocuente como una confesión, ya era demasiado tarde para hablar.

—No te preocupes, maese Wieland —dijo el sargento—. He mencionado su nombre porque ahora confío en ti, no porque desconfíe. Me has demostrado tu sinceridad, y estaré encantado de decirle a Von Spurzheim que podemos fiarnos de tu persona. No te culpo por no haber mencionado el nombre, dado que sois parientes…, pero creo que sabes lo peligroso que puede ser ese tipo de pariente.

—Creo que sí —asintió Reinmar.

—Cuando llegue el momento de luchar, maese Wieland, y te aseguro que llegará, será mejor que recuerdes ese peligro. El más grandioso poder de nuestros enemigos no reside en que puedan dejar demonios sueltos por el mundo, sino en que pueden retorcer sus cuchillos en el corazón de aquellos a los que conocemos y queremos, para volver al primo contra el primo y al hermano contra el hermano.

Mientras el soldado hablaba, Reinmar sintió que la cabeza de Marcilla caía sobre su hombro y supo que la joven se había quedado dormida. Eso hizo que sintiera gran ansiedad porque no había manera de saber hasta qué punto podía ser natural su sueño ni qué espantosas pesadillas la acompañarían durante el mismo; no obstante, sabía que tenía que prestar atención a lo que decía Vaedecker.

—¿Los hombres como Noel y Almeric pueden realmente dejar demonios sueltos por el mundo? —preguntó Reinmar, asombrado.

—Son peones del juego —replicó Vaedecker—. Como lo somos tú y yo…, pero incluso a los peones se les concede a veces una visión de la realidad más vasta, que subyace bajo la superficie del mundo que conocemos. Hoy, a ti y a mí, se nos ha concedido una especie de visión, aunque no sé si debemos considerarnos afortunados por eso. Hemos visto una especie de jardín atendido por unos hombres que están al servicio de algo muchísimo más poderoso y aficionado al juego.

—¿Al juego? —preguntó Reinmar—. ¿Crees que una pesadilla como ésa puede ser sólo un juego?

Los ojos medio cerrados de Vaedecker se abrieron del todo por un momento.

—¿Te resulta agradable una palabra como ésa? —preguntó—. No debería gustarte, sino más bien al contrario, de hecho. Para un mundo como el nuestro podría no tener importancia la existencia de dioses malignos, por poderosos que parecieran, si no fueran también aficionados a jugar.

»He oído las charlas de taberna de gordos tenderos y aristócratas menores, amigo mío. Dicen que si existen dioses malignos que tienen el poder de sorber nuestras vidas en una sola inspiración, ¿por qué no lo hacen? Si pueden soltar demonios por el mundo, ¿por qué no envían ejércitos irresistibles de demonios? Si tienen poderosos hechiceros a su servicio, ¿por qué esos magos no están siempre llamando a nuestra puerta para exigir tributo? Si se deleitan en convertir a los hombres en bestias y monstruos, ¿cómo es que quedan hombres en el mundo, más aún hombres que comen y beben como nosotros y que disfrutan de tanto respeto entre servidores y vecinos?

»La verdadera tragedia, mi héroe acabado de forjar, no reside en que los dioses malignos sean poderosos, sino en que les gusta jugar. No sé si nos odian o aman, ni cuál de esas posibilidades deberíamos considerar que es peor, pero sé que les gusta provocarnos y tentarnos, ponernos a prueba y aterrorizarnos. Sí, pueden enviar demonios al mundo, pero lo hacen con extrema discreción. Sí, se deleitan en convertir a los hombres en bestias y monstruos, pero más se deleitan con la confusión. Sí, tienen poderosos hechiceros a su servicio, pero se divierten dejando que los hombres de esa clase abriguen esperanzas y crean, absurdamente, que son los señores, y que los dioses y demonios son sus sirvientes. Les gusta jugar, y ésa es la característica más terrible de ellos, porque todo el terror que sentimos y toda la sangre que derramamos no es más que un juego para ellos.

»Creo que hoy viste con total exactitud lo aficionados al juego que pueden ser los dioses malignos, aunque no hayas comprendido el significado de lo que viste. Si piensas que hemos escapado del dios que construyó ese jardín, piénsalo mejor. Puede ser que ahora estés más atrapado en su juguetona mano de lo que lo habrías estado si hubieses bebido tu parte, y más, del vino que intentaron venderte los monjes.

—No parecía que pensaras así cuando subíamos esa escalera —puntualizó Reinmar—. Entonces, imaginé que creías que era posible escapar, y no te vi dudar antes de aprovechar la oportunidad.

—Llevo toda la vida participando del juego —replicó Vaedecker con voz cansada—. No sé nada más…, pero sí sé que una vez que un hombre ha tomado las armas contra los Dioses Oscuros, más vale que haga todo lo que pueda para permanecer en el juego y ganar las victorias que se le ofrezcan, o sufrirá de modo más terrible del que pueda imaginar. Estoy intentando advertirte que la lucha no siempre te resultará tan fácil como hoy. Lo único que has logrado es hacer que suban las apuestas de los conflictos por venir.

—Ahora hablas como el hermano Noel —le espetó Reinmar—. ¡Nunca habría pensado que eras uno de esos hombres profundamente solemnes que piensan que lo mejor de todo es no nacer y, en segundo lugar, morir joven!

—No lo soy —le aseguró Vaedecker—. Soy un peón que entiende lo que significa ser un peón, un soldado que sabe lo desesperada que puede ser una lucha real. Hasta ahora, maese Wieland, has matado a unos cuantos viejos, armados con herramientas de jardín, pero descubrirás que no puedes detenerte en eso. Aunque no hubieses insistido en llevarte a la muchacha, los poderes que se han formado contra nosotros no te habrían permitido detenerte en ese punto. La lucha real aún no ha llegado, y cuando llegue, tendrás que defenderte del enemigo interno, y del enemigo que tengas detrás, y del que tengas delante.

Reinmar se dio cuenta de que el soldado intentaba darle el mejor consejo posible, no para asustarlo, sino para prepararlo. Pero también se dio cuenta de que el tipo de lucha que anticipaba el soldado no era la única que él debía prever. En casa lo aguardaría un conflicto de una clase mucho más íntima cuando su padre pidiera que le rindiese cuentas de todo lo que llevaba consigo y de cada transacción realizada para obtener los suministros. De momento, era la perspectiva que lo hacía sentir más turbado, porque le parecía más vejatoria que cualquier cosa que hubiese hecho con una espada manchada de sangre.

—Si no nos quieren en Eilhart —le susurró al oído, para que nadie pudiese oírlo, a la muchacha gitana dormida—, nos iremos a probar suerte en Marienburgo.

Se sorprendió cuando Ulick, como si le respondiera, habló inmediatamente después; pero cuando oyó lo que decía se dio cuenta de que el chico había estado escuchando a Matthias Vaedecker con tanta atención como él.

—No deberíais haber venido aquí, señor —le dijo el chico gitano al soldado—. No deberíais haber seguido a mi hermana cuando oyó la llamada. Puede ser que esto sea un juego para ti, pero para nosotros es cuestión de vida o muerte. No deberíais haber interferido.

—Si no hubiésemos interferido —replicó el sargento—, tú y ella podríais estar ahora muertos a la sombra de un granero, muertos a palos por unos patanes. Si no hubiésemos continuado interfiriendo, vuestras gargantas podrían haber sido desgarradas por hombres lobo. Y si no hubiésemos insistido en entrometernos hasta el final, las entrañas de tu hermana estarían incubando una planta monstruosa mientras su carne se iría convirtiendo lentamente en piedra. Un poco de gratitud no estaría de más.

—No lo entiendes —insistió el chico, aunque con cierta incomodidad—. Nuestra clase no es tu clase.

—Tu padre tiene de mi clase una idea lo bastante buena como para confiaros a mi cuidado —señaló el soldado—. Con independencia de lo que antes pensara sobre las llamadas y los elegidos, ahora ha cambiado de opinión.

—Pero tú mismo has dicho que esto no ha acabado —discutió Ulick—. Por lo que habéis hecho vosotros, se producirá una lucha terrible. Habéis atraído una maldición sobre nuestras cabezas.

—No —lo contradijo Reinmar—, no es así. Lo que hice lo hice con el fin de acabar con una maldición, y si tengo que volver a luchar para que nos salvemos, lo haré una y otra vez. He encontrado algo por lo que merece la pena luchar.

Por fortuna, Vaedecker no le discutió si realmente había acabado con alguna maldición ni quién podría estar incluido en aquel «nos». En cambio, el sargento dejó que sus párpados se cerraran del todo. A pesar de que la carreta se zarandeaba más de lo normal al correr ladera abajo y de que la lluvia tamborileaba implacable sobre la tela que le cubría los hombros, el soldado dejó caer la cabeza sobre las rodillas.

Reinmar sabía que el sargento no podía estar más cansado que él mismo, pero sus pensamientos eran demasiado confusos y agitados para que pudiera siquiera pensar en dormir, así que se quedó sentado donde estaba, muy quieto para no despertar a Marcilla, e intentó con toda su alma pensar en el futuro y en todas las posibilidades que ofrecía. Cuando su mano derecha comenzó a temblar, se dijo que sólo era a causa del frío de la lluvia, pero sabía que se trataba de una mentira. No tenía frío.

«¿Y qué si he matado a un hombre? —pensó—. Y si son tres, ¿por qué ha de ser peor que uno? ¿No me habrían matado ellos si me hubiese parado a pensar en la misericordia, por débiles y mal armados que estuviesen?»

Pero la mano continuaba temblando y no había manera de detenerla por mucho que la apretara contra el torso.

El camino de regreso a casa fue largo, y pareció más largo aún; esa inquietud lo acosó durante cada centímetro del tedioso recorrido, pero al final llegaron, sanos y salvos, a la vista de las luces de Eilhart. Reinmar sabía que hallaría a su padre preocupado, ansioso y nada preparado para acoger a la muchacha gitana como amada de su hijo, y que la batalla de voluntades que se avecinaba sería larga y dura; pero era una batalla que sabía cómo librar. En cuanto a las otras de las que había hablado Vaedecker, no podía hacer más que esperar hasta que comenzaran, y aprender a librarlas lo mejor posible sobre la marcha.