Veintiuno
—No lo entiendo —susurró Marcilla, aunque consintió en dejarse llevar hacia la escalera—. ¿Dónde estoy y qué está sucediendo?
—No te preocupes, amor mío —imploró Reinmar—. El mundo que conocemos nos aguarda allá arriba, y tenemos todas las probabilidades de lograr escapar. Sólo confía en mí, y yo me ocuparé de tu seguridad.
Se habría sentido mejor de no haber captado la expresión de los ojos de Matthias Vaedecker mientras decía eso. El sargento volvió, de inmediato, la mirada al frente y no dijo nada, pero si Reinmar lo había interpretado bien, el soldado tenía la clara convicción de que, incluso en ese momento, sería mucho mejor para ellos dejar atrás a la muchacha con independencia del destino que le aguardara.
Llegaron al pie de la escalera cuando el aire que respiraban aún estaba limpio.
—Sube tú primero —dijo Reinmar con un tono tan sereno como pudo—. Yo te seguiré.
—Asegúrate de hacerlo —murmuró el sargento al poner un pie sobre el primer escalón. Marchando con toda la precisión militar que pudo reunir, Vaedecker comenzó el ascenso, y Reinmar lo siguió.
Mientras subían la escalera, Marcilla empezó a tironear de la mano con que Reinmar la aferraba y proferir gemidos lastimeros, pero el muchacho no la soltó, y mientras él insistiera ella no tendría la fuerza necesaria para liberarse. El joven experimentó una conmoción de miedo en el corazón al ocurrírsele la posibilidad de que la falsa muerte inducida polla droga —y el tiempo pasado en la sepultura— pudiese haberla trastornado de modo muy profundo, incluso hasta dejarla completa e irremediablemente loca. No obstante, cuando se volvió a mirarla le pareció que sus ojos, aunque desconcertados, estaban iluminados por la cordura.
—Ten paciencia —le susurró—. Yo soy Reinmar Wieland, tu libertador. Debemos subir, adorada mía, tan rápidamente como podamos, porque hemos estado en un mundo sepulcral y debemos ascender estas escaleras para regresar.
Ella osciló, y podría haber caído si él no la hubiese tenido sujeta con tanta fuerza.
—¡Éste es el sueño más extraño de todos! —dijo la muchacha con voz débil.
—¡Esto no es un sueño, amor mío! —dijo él tras sacudirla—. Esto es real, y todo puede perderse aún si te niegas a subir. ¡Sube, amor mío, sube!
Tiró de ella para hacer que ascendiera los escalones detrás de él, pero sabía que no podría arrastrarla durante todo el ascenso. La muchacha tenía que subir por su propia voluntad y con la fuerza de sus frágiles piernas.
«¡Ayúdame, Morr! —imploró en silencio—. ¡Puede ser que seas el Dios de la Muerte, pero ahora te ruego que me ayudes a salvar a mi vida adorada hasta que seas tú quien la reclame… porque comprendo perfectamente bien que la he salvado tanto para ti como para mí mismo!»
No sabía si su plegaria había sido oída o no, pero Marcilla comenzó a subir, aunque sus pies descalzos habían empezado a sangrar y tenía los tobillos manchados por la sangre que empapaba el hábito que le había dado Reinmar. Mientras el muchacho se forzaba en describir vueltas y más vueltas para ascender, ella lo seguía con docilidad y se ayudaba sujetándose con fuerza a la barandilla. Una vez que se puso en marcha y sólo le restó repetir el mismo movimiento, comenzó a subir más y más deprisa, precedida por un Reinmar convencido de que cada paso que daban para alejarse del misterioso mundo subterráneo de luz blanca y acercarse a la dorada luz del sol era ya una diminuta salvación.
Reinmar no sabía cuánto habían tardado en llegar a lo alto de la escalera, pues no intentó contar las velas ante las que pasaba ni tampoco los escalones que pisaba. Su cuerpo se encontraba aún peligrosamente cerca de los límites de la resistencia y le dolían muchísimo las piernas. Era como si todo su ser estuviese inundado por una especie de fuego que no le permitiera hilvanar ninguna cadena de pensamientos consecutivos, pero grabara a fuego una sola intención en su mente: la de poner un pie delante del otro de modo tan implacable como pudiese, con la esperanza y la fe de que llegaría al final del recorrido.
Eso hizo, y continuó haciéndolo hasta que los tres llegaron, por fin, a lo alto de la escalera y a la pantalla de tela que separaba el mundo al que regresaban del mundo del que habían huido.
Matthias Vaedecker apartó el tapiz y miró el espacio que se abría al otro lado del altar, para luego avanzar con rapidez, con el fin de ver el interior del templo. Reinmar no se había dado cuenta de lo tenso y cansado que estaba el soldado, hasta que oyó el suspiro que éste dejó escapar al comprobar que el edificio estaba vacío.
—Tenemos suerte, maese Wieland —anunció—. Si alguien hubiese dado la alarma en la zona de habitaciones, sin duda nos habrían tendido una emboscada aquí. Aún tenemos que pasar junto a la granja, pero eso debería ser bastante fácil. Para cuando el monje que hemos dejado al pie de la escalera se recupere y vaya a ver qué hemos hecho en el mundo subterráneo, ya estaremos lejos. A pesar de todo, lo mejor sería escapar sin que nos vieran.
Salieron del templo por la misma puerta por la que había entrado, y se alejaron con rapidez en dirección a la granja de Zygmund. Vaedecker abría la marcha sin prisas, y se valía de todos los sitios en los que podía ponerse a cubierto. Reinmar sabía que no resultaría fácil pasar ante los edificios de la granja sin que los vieran, pero tampoco sería un desastre si no lo lograban; aunque Zygmund estuviese acompañado de trabajadores, éstos se lo pensarían dos veces antes de atacar a dos hombres armados con espadas ensangrentadas.
Permanecieron dentro del bosque mientras pudieron, y aún los ocultaban los arbustos cuando llegaron al borde de los campos de cultivo de la granja. Desde allí, Reinmar vio que había un grupo de cinco hombres reunidos en el sendero que llevaba a la granja. Estaban detenidos y parecían trabados en intensa discusión. Dos de ellos, que tenían la espalda vuelta hacia él, resultaban irreconocibles, excepto por el hecho de que llevaban hábito monacal; pero uno de los que estaban de cara, que se encumbraba por encima de los otros, era inconfundible.
—¡Sigurd! —exclamó Reinmar, exultante—. ¡Es Sigurd, que ha venido a buscarnos!
Vaedecker alzó una mano para advertirle a Reinmar que no se moviera, y el joven obedeció de buena gana; pero Marcilla también había reconocido a alguien, y el joven Wieland había aflojado la presa sobre su muñeca lo bastante como para permitirle soltarse y salir corriendo del bosque hacia el terreno abierto que había ante ellos.
—¡Ulick! —gritó—. ¡Ulick! ¡Estoy aquí!
Vaedecker maldijo, pero fue sólo por hábito, no por alarma. Reinmar recordó lo que había oído acerca de que el valle permanecía oculto para todos excepto para los que habían oído la llamada. Si eso era verdad, él y Vaedecker habían logrado encontrarlo sólo porque habían seguido a Marcilla; Sigurd, por tanto, había necesitado a su propio guía, y nadie más que Ulick podría haberlo llevado hasta allí.
Por un momento, el joven Wieland abrigó la esperanza de que el quinto hombre, oculto a medias, pudiese ser Godrich; no obstante, en cuanto comenzó a correr tras la muchacha, los cinco rostros se volvieron hacia él, y vio que se trataba de Zygmund.
Matthias Vaedecker lo siguió. Avanzaba con mayor cuidado, pero había renunciado a toda intención de permanecer oculto.
Al acercarse más a los hombres que aguardaban, Reinmar vio, cosa que no le sorprendió demasiado, que los dos monjes eran Noel y Almeric. La conmoción de ambos fue, con mucho, la mayor al reconocer que era Marcilla la persona que corría hacia ellos. Almeric se puso blanco de asombro, y los ojos de Noel ardieron con alarma. Los monjes sabían perfectamente bien que la muchacha gitana no había estado muerta en ningún momento, pero desde luego no esperaban que volviese a salir a la luz del día. Cuando Ulick corrió a reunirse con su hermana, los dos monjes permanecieron quietos, petrificados por la confusión.
En el momento en que Reinmar dio alcance a los hermanos, sabía que los monjes tenían que haber adivinado ya cómo había llegado la gitana a estar otra vez allí. El hecho de que llevara puesto un hábito de monje cuyas manchas aún no secas del todo resultaban muy obvias les daba a entender que la joven había sido recuperada por la fuerza y que la pelea había sido sangrienta. No obstante, los monjes podían ver tan bien como Reinmar lo enorme que era su desventaja. Aunque ellos y Zygmund hubiesen estado bien armados, no habrían tenido ninguna oportunidad en una lucha contra Sigurd y Vaedecker. El hermano Noel posó una mano tranquilizadora sobre un brazo de Almeric, y le susurró una orden a Zygmund, presumiblemente para que no hiciera nada. Para cuando Marcilla hubo abrazado a su hermano mientras Vaedecker llegaba junto a Reinmar y ambos se situaban cara a cara con los dos monjes, Noel ya había decidido cómo actuar.
—Tú no entiendes lo que has hecho, maese Wieland —dijo el hermano Noel con voz queda—. Habrías sido muchísimo más prudente si te hubieses marchado en paz cuando tuviste oportunidad de hacerlo. ¿A cuántos hombres inocentes has herido?
—He salvado a una muchacha inocente de una horrible muerte en vida —contestó Reinmar, que había tenido casi tanto tiempo como su adversario para prepararse para una batalla verbal—. No le he hecho daño a nadie que no lo mereciera, y cada golpe mortal que asesté fue en defensa propia.
Almeric hizo una mueca de dolor al oír la palabra mortal, pero Noel ya había vuelto la cabeza para mirar a Matthias Vaedecker a los ojos.
—Y tú, supongo, eres un hombre de Machar von Spurzheim. Has salido de tu escondite para ayudar a este estúpido en su equivocada empresa.
Reinmar dedujo que el hecho de que Vaedecker hubiese logrado entrar en el valle tenía que haber sido el contenido del mensaje susurrado que había cambiado la actitud de Noel hacia él. Tal vez, uno de los trabajadores de Zygmund había sido enviado a investigar la historia de Reinmar sobre la carreta averiada, y el hombre se había quedado durante el tiempo suficiente como para enterarse —probablemente, por boca de uno de los gitanos que habían acudido a recoger a los chicos— de cuántos pasajeros iban en el vehículo y cuántos habían seguido a la aturdida muchacha cuando se alejó por el bosque.
—Soy un soldado —fue la tranquila respuesta de Vaedecker a la provocación de Noel—. Cumplo con mi deber para con Reikland y el Imperio, y para con los dioses buenos.
—Deber que te impulsa a derramar la sangre de hombres desarmados —observó el hermano Noel con bastante imprecisión—. Bueno, todos tenemos nuestras obligaciones. Será mejor que regreses por dónde has venido, puesto que no podemos impedírtelo…, pero vale más que le digas al cazador de brujas que nunca encontrará el valle, aunque lo busque durante un siglo. Y serías muy prudente si dejaras a la muchacha y al chico con nosotros, que es donde les corresponde estar.
—¡No! —declaró Reinmar, ansioso.
Vaedecker no estaba dispuesto a hacer concesiones ante un hombre al que consideraba como enemigo y agente del mal.
—Me parece que no —replicó el soldado—. Mientras permanezcan bajo nuestro cuidado, tal vez seguiremos preparados para encontrar de nuevo este sitio, y te aseguro que tengo la intención de regresar en cuanto pueda con un ejército. Aquí hay trabajo que hacer.
Reinmar pudo ver la amarga furia que ardía en los brillantes ojos del hermano Noel, pero el monje tenía un buen dominio de sí mismo y su voz conservó la serenidad.
—No tenéis ni la más remota idea de lo que habéis hecho aquí —respondió—, ni de qué consecuencias acarreará. Un sólo trago del vino de los sueños podría haber bastado para salvarte, maese Wieland, pero me temo que ahora es demasiado tarde.
«Espera a saber lo que he hecho con tus preciosas reservas —pensó Reinmar—. Entonces, entenderás que es más tarde de lo que parece».
—Un solo trago —dijo, en cambio, en voz alta— fue cuanto hizo falta para enviar a Marcilla hacia una horrenda condenación…, o habría bastado para lograrlo si yo no la amase lo bastante como para impedirlo.
—¿Eso crees, maese Wieland? —contrarrestó Noel—. En ese caso, eres un estúpido y más aún que eso. Ni siquiera has comenzado a entender el mundo en el que vivimos ni lo que significa vivir. Yo creo que tal vez ya te has sumado a esa mayoría de la raza humana que está destinada a morir joven y de manera desdichada, cuando podrías haberte unido a las filas de los elegidos, y al robarle a la muchacha su destino, la has despojado de la mejor suerte que existe. Acudiste aquí como invasor, aceptaste nuestra hospitalidad, nos contaste mentiras y, luego, te volviste contra nosotros con violencia. No sé a cuántos has herido o matado, pero ni siquiera deberías haber desenvainado la espada, y pagarás un precio por haberlo hecho. Le has vuelto la espalda a la esperanza, y a partir de ahora no habrá más que sufrimiento en el mundo para ti. Podrías haber disfrutado de una buena vida enriquecida por el vino de los sueños, pero tu legado será una sed abrasadora que ya nunca podrás apagar del todo por mucho que lo intentes. Tienes una última oportunidad de hacer algo virtuoso: ¡deja aquí a la muchacha y a su hermano!
Reinmar se llevó la mano a la empuñadura de la espada y necesitó una considerable fuerza de voluntad para no desenvainarla.
—¡Lo he visto todo! —dijo con tono irascible—. He visto con total exactitud lo que les hacéis a los que son elegidos por el dios maligno al que adoráis. He descendido a vuestro pequeño infierno, y he salido de él siendo un hombre mejor y más sabio de lo que podría haberlo sido jamás en caso de no haber estado nunca allí. Ahora sé el valor que tiene la vida y cómo hay que defenderla. Estoy preparado para hacer lo que debo, y la muchacha se quedará conmigo hasta que ella y yo hayamos exhalado el último aliento en defensa de nuestra condición humana. No tengo nada más que decir.
Cuando Reinmar concluyó su osado discurso, vio que Matthias Vaedecker sonreía, aunque con expresión ceñuda, y supo que, al fin, había complacido al soldado. El hermano Noel y el hermano Almeric, sin embargo, tenían expresiones mucho más tormentosas, aunque aparentemente habían concluido que no había nada más que decir.
—Debemos marcharnos ya, maese Wieland —dijo Sigurd, que habló por primera vez—. Los gitanos están con Godrich. Lo ayudarán a defender la carreta si la ataca algo o alguien, así que el mayordomo está a salvo, pero deberíamos ponernos en camino. Tu padre querrá que te llevemos a casa sano y salvo sin más dilación, y no lo decepcionaré.
Reinmar entendió que el gigante estaba lanzándoles una sutil advertencia a los monjes.
—Tiene razón, maese Wieland —dijo Vaedecker—. Esta discusión 110 es más que una táctica dilatoria, y no debemos permitir que nos distraiga.
—¿Acaso pensáis que vamos a perseguiros? —preguntó Almeric con amargo tono de exigencia—. ¿Unos frágiles ascetas podrían perseguiros con palos y maldiciones mientras nos cortáis en tiritas con vuestras espadas? Marchaos…, pero no penséis en ningún momento que estáis libres. En este día habéis contraído una deuda que no se pagará con facilidad.
Reinmar tendió una mano y volvió a coger la de Marcilla.
—Vamos —dijo—. Debemos marcharnos ya. Tú también, Ulick. La llamada que oíste era el cebo de una trampa terrible destinada a arrastrarte a tu perdición. Debéis acompañarnos a Eilhart; sólo allí estaréis seguros.
Los monjes no dijeron nada al oír eso, pero en los labios de Zygmund apareció una sonrisa torcida, que, de algún modo, resultó más amenazadora que cualquier cosa que hubiesen dicho los monjes. Si bien éstos apenas parecían humanos a los ojos de Reinmar, el granjero era un hombre como cualquier otro de los que vivían en Reikland.
—Los que habéis sido elegidos haríais mejor quedándoos, niño —dijo Noel, aunque estaba claro que no esperaba que sus palabras surtiesen efecto.
Sólo hizo falta que Sigurd posara una de sus enormes manos sobre un hombro del chico para disipar cualquier posible vacilación.
—¿Te han hecho daño? —le preguntó Ulick a Marcilla, y ella sacudió la cabeza con lentitud.
—Parece que sí —dijo con asombro—, pero no sé qué fue daño y lo que fue un mero sueño. He visto a este hombre en mis sueños, pero parece que es real y que es mi libertador.
Matthias Vaedecker no aguardó a que la explicación concluyera. Había echado a andar a paso rápido para abrir la marcha, dejando que Reinmar cogiera a la muchacha de la mano para seguirlo con celeridad. Sigurd empujó con suavidad al chico y cerró la marcha; de vez en cuando se volvía para asegurarse de que nadie los seguía. El granjero y los monjes habrían sido estúpidos si lo hubiesen intentado, y se quedaron donde estaban mirando cómo los cinco pasaban con rapidez junto a la granja y continuaban hacia la entrada del valle y el bosque que se extendía más allá.
Reinmar se volvió una vez para mirar hacia el valle cuando aún podía ver las expresiones de la cara de los monjes. Descubrió que todavía eran muy hoscas, aunque el enojo que había habido en ellas ya se había disipado para dar paso a la perplejidad y la ansiedad. Supuso que les daba miedo, lo que encontrarían cuando bajaran al mundo subterráneo y tenían motivos para ello. Sin duda, les haría falta su camposanto, no sólo como artimaña, sino como lugar de descanso final para al menos una docena de miembros de su compañía. Y cuando fueran a inspeccionar sus reservas de vino de los sueños, conocerían la verdadera extensión del golpe que se le había asestado a su comercio.
Mientras Reinmar aún miraba atrás, el hermano Almeric sacó algo del zurrón. Al principio, el muchacho pensó que un arma, pero cuando el monje alzó el objeto, vio que se trataba de una botella de cristal llena a medias con un líquido color ámbar. El trastornado monje se la llevó a los labios y bebió un sorbo, y después se la pasó a su compañero.
Reinmar volvió la vista al frente, pero en el momento de girar la cabeza, oyó que una voz le susurraba al oído: «Tú no sabes lo que has hecho. Ella ya ha sido elegida. Puede ser que creas que la has salvado para otra boda, pero jamás podrá ser tuya. ¿Y para qué la has salvado, a fin de cuentas, si no para una vida corta y embrutecida, llena de duras pruebas y tribulaciones, y para que tenga un final de desdicha y dolor?».
La voz no procedía de ninguna parte concreta, y Reinmar estaba seguro de que ninguno de sus compañeros la había oído; pero no tenía miedo y no sintió necesidad de responder. Había hecho lo que debía y se sentía orgulloso por haberlo hecho. Marcilla era suya hasta que fuese de Morr, y tenía intención de conservarla.