Veinte
Con el cuervo que remataba el báculo sujeto hacia adelante como si fuese la punta de una pica, Reinmar cargó sin esperar a que sus atacantes se detuvieran; fue el movimiento correcto porque ellos intentaron parar cuando lo vieron venir, pero llevaban demasiado impulso y el esfuerzo sólo los volvió más torpes. Uno tropezó y cayó, arrastrado a pesar de sí mismo por el impulso del pesado garrote. Sin embargo, el hombre que lo atacó con mayor osadía fue el que llevaba el cuchillo, que alzó como si quisiera separarle la cabeza de los hombros.
No tuvo ni una sola oportunidad de intentarlo porque Reinmar le estrelló la punta del báculo contra el esternón con toda la fuerza de que fue capaz, y el sacerdote se detuvo en seco. El cuchillo salió despedido de su mano y voló, inofensivo, por encima del hombro izquierdo de Reinmar para rebotar contra la pared de la caverna.
De inmediato, el joven describió un giro con el báculo, de modo que su extremo romo inferior golpeara el diafragma del tercer oponente, con lo que ganó justo el tiempo necesario para volverse y recoger el cuchillo caído.
Ya nadie gritaba, y los ecos que momentos antes habían resonado en el techo de aquel mundo subterráneo estaban entonces en silencio. Reinmar usó el cuchillo para intentar degollar al hombre al que había dejado sin resuello, con la esperanza de que la hoja cortaría sin problemas la carne Manda, pero no estaba ni con mucho lo bastante afilada, así que se atascó, y al caer el hombre, su peso arrancó el arma de la mano de Reinmar. Aún le quedaba el báculo, pero era muy consciente de las limitaciones de aquel objeto.
Mientras los otros dos oponentes se esforzaban por recobrarse de los golpes que les había asestado, Reinmar halló, por fin, la oportunidad de usar su hábil mano derecha para aflojar el nudo que sujetaba su espada, que sacó de la vaina insto cuando los otros volvían a arremeter.
Si hubiesen sido hombres de guerra, habrían sabido qué hacer, pero no fue así. Resultó absurdamente fácil, incluso para un hombre que hasta ese día nunca había matado a otro ser humano, infligirles tajos mortales a ambos. A uno lo hirió en la cabeza y al otro de lleno en el pecho; fue una suerte que el golpe asestado al primero de los dos fuese tan eficaz, porque tuvo que apoyar un pie en la caja torácica del segundo y tirar con todas sus fuerzas para arrancar la espada.
Luego, el aire se colmó de silencio y de un hedor espantoso. Marcilla se puso de pie con los ojos llenos de horror. Estaba enmudecida, pero sus manos se agitaban ante ella. Al principio, Reinmar pensó que las tendía hacia él, pero luego se dio cuenta de que no sabía quién era él e intentaba mantenerlo a distancia.
Reinmar la amaba, y ella ni siquiera lo reconocía. En una ocasión dijo que lo había visto en sus sueños, pero entonces no parecía capaz de recordar eso.
—No pasa nada, Marcilla —le aseguró él, y se sorprendió ante la ronquera de su propia voz—. Soy un amigo, y estos hombres eran tus enemigos. ¡Por aquí!
Cogió la muñeca derecha de la joven con la mano izquierda y la llevó hacia la entrada y la luz de velas del otro lado. Ella se resistió, pero sólo por un segundo; al parecer, tomó la decisión de confiar en Reinmar, tal vez en virtud de la bondad del tono de la voz del joven y quizá porque recordó, vagamente, que lo había visto antes.
Cuando Reinmar vio que el espacio que había al otro lado de la entrada era una cueva ciega que no ofrecía posibilidad alguna de salir de la caverna, sintió una punzada de miedo en el vientre, aunque ese miedo se vio pronto reemplazado por el asombro al darse cuenta de qué era esa cueva.
Contra la pared situada a la derecha del espacio, había cinco tinajas de piedra, que, al parecer, eran los morteros de los que procedían las manos de almirez que los monjes habían intentado usar como garrotes. Tres de ellos estaban llenos hasta el borde de pulpa espesa, pero los otros dos contenían menos de la mitad de su capacidad total. De la roca del fondo de la cueva, cerca del techo, manaba una fuente de agua que descendía hasta formar un estanque somero. El agua sobrante corría hasta una grieta que la transportaba hacia las entrañas del mundo subterráneo, pero habían acumulado agua en una serie de grandes barriles abiertos, y había otros barriles colocados cerca de las tinajas que tenían embudos con filtro colocados en la boca.
Reinmar no tuvo problemas para deducir que la pulpa, después de haber sido trabajada en los morteros, era filtrada a través de los embudos para llenar los barriles con el líquido resultante. No se veía señal alguna, ni física ni olfativa, de levadura, por lo que concluyó que aunque la solución filtrada probablemente no era más que una base, el proceso mediante el que se hacía el vino de los sueños no implicaba la fermentación ortodoxa.
Los estantes de madera que se alineaban en la pared izquierda de la cueva no estaban llenos del todo, pero se hallaban cargados de pequeños barriles y jarras de piedra sellados, además de un considerable número de botellas de vidrio. Muchas de las botellas estaban vacías, pero otras no, y lo que contenían era un líquido oscuro, cuyo olor escapaba hacia el exterior a despecho de los tapones, y cuya dulzura se imponía al aroma mucho más delicado de la pulpa de los morteros. También había varios frascos más pequeños colocados en un sitio privilegiado dentro de un nicho del interior de la cueva. Todos estaban vacíos, o casi, menos dos que se encontraban prácticamente llenos.
Reinmar cogió uno de esos frascos y le quitó el tapón. El perfume que le llegó del interior era tan increíblemente fuerte que volvió a taparlo de inmediato, y luego tuvo que quedarse quieto hasta que se le aclaró la cabeza. Habían comenzado a llorarle los ojos y se sentía completamente impotente, pero cuando el líquido volvió a quedar encerrado dentro del frasco, el joven se recuperó con bastante rapidez.
Comprendió que era allí donde hacían el vino de los sueños. Era obvio que el líquido de la pulpa le confería una parte de su textura y complejidad, pero el producto final estaba muy diluido y el ingrediente más activo de todos era el que se guardaba en los frascos pequeños y se añadía gota a gota al licor embotellado. Entonces estaba convencido de que era el néctar de las extraordinarias flores que los monjes recogían con paciencia.
Se dio cuenta de que la suposición de Luther de que la producción del vino de los sueños tenía que estar sujeta al mismo ciclo estacional que los demás vinos era por completo errónea. Probablemente, en aquel lugar no había alternancia de día y noche, y mucho menos de invierno y verano. Por eso, había dicho Almeric que el monasterio podía suministrar vino tres o cuatro veces por año; no obstante, el proceso mediante el que se producía el néctar tenía que ser lento, porque aquel almacén estaba más vacío que lleno.
Marcilla se había apoyado contra la pared desnuda que quedaba a la izquierda de la entrada, pero cuando Reinmar le soltó la mano no hizo intento alguno de escapar y ni siquiera se apartó más de él. El joven se quitó el hábito robado y se lo entregó a la muchacha para que pudiera cubrir su cuerpo desnudo. Ella dudó, tal vez porque los faldones tenían manchas de sangre, pero a pesar de todo se lo puso.
—Soy un amigo —volvió a decirle Reinmar—. Permanece cerca de mí, y te defenderé con mi propia vida. Sólo confía en mí, y saldremos con bien de ésta.
Entretanto, su mirada iba de un lado a otro entre las hileras de tinajas y los montones de barriles, y se preguntaba qué debía hacer. Si las tinajas hubiesen sido de madera tal vez podría haberlas volcado, pero eran de piedra y sabía que hasta Sigurd habría tenido problemas para conseguirlo. Incluso los barriles llenos resultaban demasiado pesados para volcarlos con facilidad, pero las botellas eran frágiles y ligeras, y los frascos más ligeros aún.
Hasta ese momento no lo habían perseguido más enemigos, pero Reinmar sabía que, si quería escapar, podía perder sólo uno o dos minutos más, ya que tenía que regresar a la entrada antes de que pudiesen cerrarla. Con suerte, sin embargo, uno o dos minutos bastarían. Metió en su zurrón el frasco que había abierto, y arrojó el otro, sin abrir, dentro de la grieta de la roca por donde la corriente se adentraba en las profundidades de la tierra; el frasco desapareció y él quedó convencido de que era irrecuperable. A continuación, tiró otros dos frascos que aún contenían unas gotas de líquido.
La grieta de la roca era demasiado estrecha para que cupiera una botella, pero Reinmar no tenía miedo del perfume diluido del vino. Lo único que tenía que hacer para reducir las reservas del producto final era correr ante los estantes de la pared izquierda y derribar las botellas, frascos y jarras para que se hicieran añicos al caer en el suelo, y eso fue lo que hizo.
Para causar un absoluto estrago en el almacén, sólo necesitó quince segundos de frenética carrera; cogió todas las jarras de barro que no habían caído y las lanzó hacia un lado u otro. El olor del vino derramado pronto se hizo lo bastante fuerte como para embriagar, pero no era ni con mucho tan fuerte como el perfume del néctar puro que había amenazado con inmovilizarlo. El mareo que experimentó sólo le hizo mover los brazos con mayor furia, hasta que en los estantes no quedó nada y sus pies se hallaron rodeados por esquirlas de vidrio. El suelo de la caverna estaba pegajoso, pero el vino derramado ya corría hacia la grieta por la que había arrojado los frascos.
La emoción de la destrucción era delirante, y el olor que ascendía desde el vino de los sueños sólo aumentaba ese delirio.
—¿Qué has hecho? —susurró Marcilla, recobrando la voz.
—Te he vengado —respondió él, intentando mantener el tono de su voz firme y regular, y continuó hablando con la esperanza de que eso contribuyera a calmar su acelerado corazón y jadeante aliento—. Les he dado a estos impíos monjes una lección muy necesaria respecto al verdadero precio de la carne y el alma humanas. Ahora debemos marcharnos. Tenemos que encontrar a Vaedecker y el camino de salida.
—Has matado a esos hombres —susurró la gitana.
—Así es —admitió él—. Pero lo que he visto de este mundo subterráneo convertiría en asesino a cualquier hombre virtuoso, incluso a uno que no te amara. Si alguna vez han existido hombres que mereciesen morir… ¡Ahora, ven conmigo, te lo ruego!
Volvió a coger a Marcilla por la muñeca para sacarla de la cueva, pero ella se sentía más fuerte que antes y se resistió.
—Por favor —dijo él con dulzura—. Ahora no me reconoces, pero te amo. Si no puedes confiar en mí, ambos estamos perdidos.
Miró directamente a los adorables ojos de ella con la esperanza de que la muchacha pudiese percibir su sinceridad y valorarlo por lo que era. Marcilla bajó la cabeza y no intentó apartarse nuevamente de él. Tal vez había recordado, al fin, que lo había visto en sus sueños. Reinmar la atrajo hacia él y la estrechó con fuerza entre los brazos, con la esperanza de que ese gesto la tranquilizase.
—Ahora debemos marcharnos —insistió él.
Ella parecía haber entendido esa necesidad, porque no hizo esfuerzo ninguno por retenerlo, y salieron del almacén del vino de los sueños sin echar una sola mirada atrás, hacia el desastre que dejaban.
Una vez fuera, Reinmar comenzó a avanzar con rapidez pero sigilosamente a lo largo de la pared de la caverna en la dirección que, esperaba y confiaba, los llevaría hasta la escalera de espiral. Por fortuna, a pesar de que no había sendero ninguno, el camino estaba bastante despejado. Marcilla lo seguía sin necesidad de que tirase de ella. La pared que desprendía un frío resplandor quedaba a la izquierda, y a la derecha pendían enormes campanas de ébano en el extremo de marfileños tallos, en número suficiente para formar un canillón. A medida que avanzaban contra la pared de sutil curva, las flores negras iban dejando paso a las de color rosa, y éstas, a su vez, a las de tono azul pálido; más tarde, aparecieron las que combinaban el negro y el blanco. Reinmar no dejaba de observarlas, temeroso de que si uno solo de aquellos estilos se extendía como una sinuosa lengua desde una de las enormes campanas para envolverse en torno a su cuello o cualquier parte del cuerpo de Marcilla, se encontraría con una lucha mucho más seria entre manos de la que habían presentado los cadavéricos monjes.
Pero, al parecer, las flores estaban perdidas en algún sueño propio. Si eran capaces de preocuparse por algo, estaba claro que no les importaba la pérdida de Marcilla, aunque había sido elegida para que ellas la usaran y llamada a servirlas. Reinmar elevó una silenciosa plegaria de gratitud dirigida a Morr, cuya cólera, según creía entonces, tenía que haberlo ayudado de modo considerable en el desesperado ataque destinado a sacar a su amada de las fauces de un destino mucho peor que la muerte. El éxito de aquella loca acometida parecía prueba suficiente de que Morr estaba muy disgustado con los monjes herejes y su macabro jardín de almas perdidas. No obstante, cuando hubo concluido la plegaria de agradecimiento, Reinmar se apresuró a elevar otra para implorar más ayuda. Sabía que aún no se encontraban a salvo y que todavía quedaba mucho tiempo para que la divinidad pudiera intervenir en aquella aventura. En cuando hubo concluido esa segunda oración, su corazón dio un salto porque vio otra abertura en la relumbrante pared de la caverna y la reconoció como la entrada por la que él y Vaedecker habían accedido a aquel mundo subterráneo.
El monje al que Vaedecker había dejado sin sentido aún yacía, inmóvil y a solas, en la entrada del túnel. Aquella visión renovó las fuerzas de Reinmar. La alegría lo inundó al pasar bajo la última de las pasmosas flores y hallarse, de repente, entre una confusión de barriles y botellas, escalerillas y mesas hechas por el ser humano. Al oír un movimiento rápido detrás tan pronto como entró en la antecámara, lamentó haber envainado la espada; pero al volverse en redondo vio que Matthias Vaedecker avanzaba con premura tras él, con la espada manchada de sangre en la mano. La expresión del rostro del soldado era ceñuda.
—No deberías haberte alejado de mí antes de que te hiciera la señal —protestó Vaedecker con enojo—, y después de alejarte, no deberías haberte lanzado hacia ellos sin echar siquiera una mirada de reojo. ¿Estás loco?
—¿Queda alguno para perseguirnos? —preguntó Reinmar, que hizo caso omiso de la regañina.
—Creo que no…, pero no gracias a ti —gruñó Vaedecker.
—Por el contrario —respondió Reinmar—. Yo he hecho mi parte y nadie puede decir lo contrario.
Mientras hablaba, el recuerdo del hombre con la cuchilla clavada en la garganta regresó como una imagen obsesionante, pero estaba demasiado cansado para estremecerse, y excesivamente iracundo para avergonzarse.
—Será mejor que reces para que sean todavía más estúpidos que tú —le aseguró Vaedecker—. Si uno solo de ellos ha tenido la suficiente sensatez como para correr hacia la escalera en lugar de hacer frente a nuestras armas, estaremos perdidos. Nuestra única esperanza es salir de aquí y alejarnos antes de que nadie de la superficie se dé cuenta de lo que hemos hecho.
Mientras hablaba, se arrodilló y tocó con los dedos el cuello del monje desmayado para buscarle el pulso.
—Supongo que debería degollarlo, pero no representará ninguna amenaza para nosotros si nos movemos con rapidez. Al parecer, maese Wieland, te había subestimado. No pensaba que fueses el tipo de hombre capaz de comenzar una guerra con tanta temeridad. Acudimos aquí como prudentes espías, no como un ejército de dos hombres dispuestos a volverse frenéticos.
—Fuiste tú el que acudió como espía —le recordó Reinmar—. Yo vine a salvar a Marcilla como fuese necesario. A mí me parece que la guerra comenzó en cuanto se volvieron reales los monstruos de las colinas. Yo no empecé nada.
Vaedecker sacudió la cabeza, pero con un gesto que no carecía de simpatía.
—La guerra empezó en Marienburgo —dijo—. Yo he estado en marcha con Von Spurzheim desde entonces, pero si nuestro campo de batalla aún no había sido decidido, probablemente tú lo hayas determinado ahora. Si hubiésemos logrado escabullimos sin que nos vieran, podríamos haber traído la lucha hasta aquí cuando no nos esperaran; sin embargo, el dios maligno que haya establecido este sitio, sin duda se tomará a mal el hecho de que hayamos matado a sus sirvientes. Con independencia de lo que nos aguarde en lo alto de la escalera, y por muy rápidamente que nos marchemos después, se celebrará una reunión completa de nuestros enemigos…, y los medio humanos que nos atacaron antes serán probablemente los más insignificantes del ejército reunido. No tienes ni idea de lo que has hecho, Reinmar Wieland.
El sargento estaba intentando censurarlo con gran ahínco, pero era obvia una reacia aprobación debajo de la crítica. Tal vez Vaedecker había ido allí como espía, pero era un guerrero por encima de todo.
—No —replicó Reinmar—. No tengo ni idea de lo que he hecho…, pero no podía quedarme parado cuando vi lo que tenían intención de hacer con Marcilla.
—Entonces, ¿mataste a los tres que te persiguieron?
—Ya lo creo. E hice lo que pude para estropearles la cosecha. Encontré el almacén y derramé los vinos que había en él. Dudo que haya quedado una sola botella, de vidrio o barro, que aún esté intacta —dijo con tono orgulloso, esperando ganarse una mayor estima.
Vaedecker, sin embargo, sólo frunció las cejas. Estaba claro que tenía poca idea, o ninguna, de qué consecuencias podría acarrear el hecho de haberse metido con la reserva de vino de los sueños de los propios monjes, y no pidió más detalles de lo que había hecho Reinmar.
—Bueno —dijo el sargento—, a veces la temeridad de la juventud aventaja a la habilidad del estratega, aunque los estrategas astutos suelen vivir más que los héroes impetuosos. Dado que estamos comprometidos, supongo que debemos causar todos los daños posibles aquí.
Dicho esto, el soldado entró en el túnel para coger una de las velas que lo alumbraban y acercó la llama a la pata de una de las mesas. Dado el desorden de los varios objetos amontonados en torno a la entrada, resultaba obvio que el fuego se propagaría con rapidez y no sería fácil de apagar. No había manera de saber si los humos del mismo serían capaces de perjudicar a la horrendas flores, pero, sin duda, contribuirían a impedir que alguien del mundo subterráneo los persiguiera.
—Ahora —dijo Vaedecker en cuanto el fuego estuvo bien encendido— debemos subir esa escalera. Si nos quedamos atrapados a medio camino, la sangre que hemos derramado hasta el momento parecerá algo trivial. ¿Estás preparado?
Estas últimas palabras las dijo por encima del hombro cuando se volvió para asegurarse de que Reinmar y la muchacha estaban detrás de él. Lo seguían muy de cerca mientras avanzaba con rapidez por el túnel. Reinmar no tenía ni la más mínima intención de entretenerse mientras el ondulante humo se alejaba en todas direcciones.
—Estoy preparado —respondió, y hablaba en serio.