Diecinueve

Diecinueve

Reinmar no quería nada más que lanzarse al ataque blandiendo el báculo con fuerza letal, pero se obligó a permanecer inmóvil durante unos minutos más. No ignoraba que Vaedecker tenía razón y que debía aguardar hasta que las caricias de la nauseabunda flor llevaran a Marcilla de vuelta a la vida… pero también sabía que no debía esperar ni un instante de más o todo se perdería. Tenía que adivinar la llegada de aquel precioso momento en que ella fuese más capaz que entonces de pensamiento y movimiento consciente, pero en que aún no se hubiese completado el acto final de polinización que desembocaría en su destrucción inexorable. Aguardó, tenso y rígido en la agonía de la incertidumbre, mientras fue posible hacerlo sin peligro.

Entretanto, el gusano de la boca de la flor, que parecía volverse más rosado cada vez, continuaba con su calculada danza por la tierna carne del cuerpo de Marcilla, explorando sus contornos y animándola con el vivificador efecto de su contacto.

Ella ya era capaz de tender una mano hacia el estilo como si intentara apresarlo cuando pasaba, pero aún tenía los ojos cerrados y sus movimientos eran lentos, mientras que el estilo parecido a un gusano se mostraba rápido e inteligente y evitaba los dedos que lo buscaban a tientas.

Reinmar observaba y esperaba, aunque la tensión de su corazón y extremidades comenzaba a resultar insoportable.

Marcilla comenzó a removerse con más urgencia y ya no cupo duda de que su cuerpo había recobrado la mayor parte de la fuerza, aunque todavía no podía abrir los ojos. Estaba perdida en sueños sin tener la más ligera idea de dónde se encontraba ni qué le estaba sucediendo. «Tal vez —pensó Reinmar—, imagina que estaba aún a salvo ante el hogar de la granja, astutamente complacida por el poder alucinatorio del vino dulce que ha bebido antes de dormirse».

Entonces, por un breve instante, el estilo dejó de acariciarla y se retiró un poco. En ese momento, la punta se dividió para dejar a la vista una estructura interna: el estigma, que presumiblemente contenía las esporas de la destrucción. El estigma era de color amarillo dorado, como el sol veraniego del mundo exterior, y estaba recubierto de un moco brillante.

El tejido del estilo se separó como los párpados cuando ella despertó.

Marcilla abrió, por fin, los ojos y miró hacia el interior de la gran campana negra de la flor que colgaba sobre ella y al demoníaco ojo ciego que la amenazaba. Abrió la boca con incertidumbre, como si no supiese si proferir un alarido o gritar de deleite, pero de sus temblorosos labios no salió sonido alguno.

Reinmar, tan seguro como podría estarlo cualquier hombre de intervenir entonces o nunca, ni siquiera se molestó en mirar a Matthias Vaedecker para pedir permiso. Profirió un bramido de diabólica alegría al mismo tiempo que saltaba hacia adelante con el báculo en alto para apartar a su amada de las crueles atenciones de su mortal rival.

Los cinco monjes que aún le daban la espalda comenzaron a volverse con alarma en cuanto oyeron el grito de guerra, pero en su confusión tropezaron unos con otros y sus brazos se enredaron al alzarlos para defenderse. El único que no se vio atrapado en esta confusión fue el brujo jefe que había estado oficiando el ritual.

En cuanto se movió, Reinmar sintió la mirada de los ojos antinaturalmente resplandecientes del monje y supo que, por muy atónitos que pudiesen estar los otros, el hombre que había invocado las atenciones de la flor negra era peligroso. Para hacer frente a ese desafío antes de que se le presentara abiertamente, Reinmar cambió la forma en que sujetaba el báculo para empuñarlo como si fuese una lanza, con el cuervo que adornaba el extremo superior dirigido hacia adelante. Cargó contra los cinco adoradores, a los que derribó a los lados sin hacer siquiera un intento para asegurarse de que permanecieran en el suelo una vez caídos, y se lanzó en línea recta hacia su peor enemigo.

El pico de madera de la cabeza del cuervo formaba un ángulo de treinta grados o más con respecto al asta del báculo y no estaba afilado, pero a pesar de todo bastó para atravesar la tosca tela del hábito del hechicero y abrirle una sangrante herida en el pecho al rebotar sobre sus costillas.

El hombre golpeado cayó de espaldas y profirió un grito de dolor patéticamente débil, debido a que sus pulmones se habían vaciado de aire a causa del impacto.

La mano izquierda de Reinmar, que estaba libre, aferró el vermiforme estilo de la flor. Si hubiese comenzado a retraerse hacia el interior de la corola no lo habría logrado, pero la flor no tuvo ninguna reacción defensiva; en todo caso, adelantó su boca abierta hacia él y extendió su lengua hacia el muchacho como si sintiese curiosidad por tocar y saborear al atacante que había aparecido de modo tan inesperado entre sus adoradores.

El dorado estigma se parecía más que nunca a un ojo de mirada fija, pero estaba completamente ciego ante el propósito de Reinmar.

La mente del joven se había aclarado de pronto al descargar la tensión acumulada en forma de acción furiosa. «Tal vez —pensó—, la planta sea por completo ignorante de las costumbres del mundo de la superficie». Quizá no sabía nada de la naturaleza enrojecida de dientes y garras, de la violencia y la depredación, o de la cólera y los celos. Tal vez, al haber sido amorosamente atendida por los pacientes monjes en aquella profunda caverna secreta donde nunca era de noche, no tenía ninguna experiencia en ataques de cualquier tipo. O quizá, después de todo, era sólo una flor carente de toda inteligencia y reflejos, indefensa en su impotencia vegetal.

Por la razón que fuere, la punta del estilo aún estaba allí para que Reinmar la atrapara y sujetase con la mano que había tendido, y así lo hizo.

Había esperado que fuese pegajoso y frío, pero era sedoso y tibio. Experimentó la más leve de las emociones al tocarlo, como si el estilo estuviese intentando reanimarlo incluso a él, que no había sufrido ninguna muerte simulada.

Reinmar tiró con todas sus fuerzas para sacarlo y tensarlo tanto como pudiera fuera de las fauces de la flor.

—¡Golpea! —le gritó luego a Matthias Vaedecker que en ese momento corría hacia él—. ¡Corta esta cosa de raíz!

Vaedecker parecía enojado y maldecía abundantemente, pero cortó el estilo con un tajo descargado desde lo alto, decidido a cercenarlo de un solo golpe. El tajo tuvo casi demasiado éxito. Estirado como estaba, el peculiar órgano de la flor soportaba ya una tensión considerable y su tejido blando ofreció poca resistencia a la afilada hoja del arma. Se dividió de modo tan repentino que Reinmar estuvo a punto de caer de espaldas, con el trozo cortado envuelto en la mano.

Se tambaleó de tal forma que se golpeó una rodilla contra el suelo, y sólo entonces recordó que se encontraban rodeados de enemigos por todas partes y que esos enemigos estaban ansiosos por aferrarlo y derribarlo. Por fortuna, aún se hallaban confundidos y él tenía el báculo firmemente agarrado. Intentó barrer el aire que lo envolvía con la improvisada arma, como habría hecho Sigurd, pero su fuerza no tenía ningún parecido a la de Sigurd y el báculo carecía del impulso necesario para derribar a alguien. Tuvo suerte de que nadie se lo arrebatara de las manos o lo golpeara cuando aún estaba en el suelo.

La flor, que no podía haber conocido antes lo que eran las lesiones, retrocedió con movimiento espasmódico a causa de la conmoción. Reinmar vio que su enorme tallo, que antes se había movido con tan majestuosa gracilidad, se estremeció por un instante antes de estallar con una convulsión titánica, cuya onda expansiva pilló desprevenidos a un par de sacerdotes, que exclamaron con horror, y los derribó como si fuesen bolos.

La parte del estilo que quedaba en poder de Reinmar se retorció de manera similar, pero no logró apretarle la mano. El joven, contento, lo dejó caer en la depresión, junto al cuerpo de Marcilla, donde continuó estremeciéndose. No vertió ni sangre ni icor, pero la sección del corte era roja y parecía en carne viva comparada con su cápsula de tono más pálido, y el dorado ojo ciego que se había abierto en el extremo se encontraba entonces bien cerrado.

Marcilla estaba despierta, en efecto. Profirió un alarido que tuvo un efecto mucho más tremendo que el de Reinmar o el del sacerdote al que había derribado con su improvisada lanza.

Cuando el grito atravesó la confusión reinante y disipó un poco la salvaje cólera del muchacho, éste se dio cuenta, de pronto, de que la espada de Matthias Vaedecker estaba roja de sangre. El soldado la sujetaba a dos manos, y lo vio asestar un golpe a izquierda primero y luego a derecha con brutal eficacia.

Reinmar vio cómo cortaba en dos la cabeza de un hombre desde la sien a la mandíbula, de modo que el rostro del hombre se desprendió como una máscara. Vio a otro con la garganta abierta que se aferraba el cuello con ambas manos como si pudiese sellar las arterias carótidas y unir su tráquea. Vio que otro saltaba hacia atrás aferrándose el vientre, aunque tenía pocos dedos para detener el flujo de sus intestinos, que se desplegaban al deslizarse a través de una enorme herida abierta en el abdomen. Con efecto retardado se dio cuenta de que Vaedecker lo llamaba estúpido y le gritaba que corriese, y entonces vio que se aproximaban más sacerdotes desde tres direcciones distintas. Llegaban de dos en dos y de tres en tres, pero no tropezaban los unos con los otros a causa de la alarma y la confusión, e iban armados con palas de hoja de hierro, afiladas horcas estañadas y enormes báculos de madera. Si él y Vaedecker aguardaban hasta que se hubiesen reunido, se verían considerablemente superados en número.

Reinmar no se sentía ni conmocionado ni impresionado por la visión de tanta sangre; aún tenía que ejecutar su plan. Los ojos recién abiertos de Marcilla se habían visto deslumbrados por la luz blanca, y ella había alzado una mano para protegérselos, pero resultaba evidente que se daba perfecta cuenta del hecho de que había despertado para encontrarse dentro de una aterradora pesadilla. Su angustia parecía ilimitada. Reinmar, que aún se tambaleaba a causa de la momentánea pérdida de equilibrio, cogió a la muchacha por la muñeca derecha con la mano izquierda e intentó ponerla de pie. Por un espantoso momento pensó que ella no podía levantarse, que no había en ella la vida suficiente para permitirle incorporarse, y mucho menos correr, pero la ferviente insistencia con que tiraba de ella acabó por resultar irresistible.

—¡Soy Reinmar! ¡He venido a salvarte! —le gritó, aun que a esas alturas el alarido de ella se había apagado y no necesitaba chillar para hacerse oír—. ¡Tenemos que correr para salvar nuestra vida!

Después, comenzó a correr al mismo tiempo que mantenía aferrada la muñeca de la joven con tal fuerza que ésta no tuvo más remedio que seguirlo.

De inmediato, se formó ante él una harapienta hilera de tres sacerdotes que acababan de llegar, pero el muchacho llevaba el báculo sujeto hacia adelante como si fuese una lanza y estaba ansioso por asestarles golpes con él. Si hubiesen sido hombres habituados a la lucha —soldados, rufianes comunes o incluso prudentes comerciantes—, el muchacho no habría tenido ninguna oportunidad de vencer, porque las improvisadas armas que llevaban y que comprendían dos enormes garrotes y un cuchillo oxidado habrían causado muchos más estragos que el delgado báculo de Reinmar; pero aquéllos no eran para nada hombres acostumbrados a las peleas, y la violencia que habían presenciado hasta ese momento tenía que parecerles el más escandaloso de los sacrilegios imaginables. No se trataba de que no quisieran detenerlo y capturarlo; de hecho, probablemente lo deseaban con toda la avidez posible, pero no sabían cómo actuar en concierto para conseguirlo. Ninguno de los tres, al parecer, podía entender del todo la circunstancia de que en ese momento formaba parte de una compañía potencialmente poderosa; a los ojos de cada uno afloraba la conciencia de hallarse cara a cara con un demente armado, y cada uno se vio inundado de vacilación e incertidumbre.

Reinmar los embistió de modo temerario e implacable, y blandió su insignificante arma como si fuera el poderoso martillo de guerra de Sigmar. No le pusieron una sola mano encima cuando pasó entre ellos con la aturdida Marcilla detrás. Una vez que hubo pasado, no obstante, se volvieron con rapidez y se mostraron ansiosos por compensar su fracaso a la hora de contener la carga del muchacho. Reinmar no pudo evitar bramar su exultación al darse cuenta de que él y Marcilla se hallaban libres del peligro inmediato, pero que sólo un grito de exultación momentánea y no de triunfo. Sabía que los sacerdotes iban a perseguirlos y acosarlos aún más por no haberlo detenido cuando tuvieron oportunidad de hacerlo.

Giró para situarse de lado y, con un solo movimiento elegante, se echó a Marcilla sobre un hombro; tal era la fiebre de entusiasmo que lo inundaba que la muchacha no pareció pesar más que cualquiera de los bultos corrientes que transportaba de esta guisa una docena de veces en un día de trabajo. Luego, se puso en marcha para alejarse de los enemigos que aún se agrupaban en torno a Matthias Vaedecker e intentaban esquivar su activa espada.

Mientras corría en lo que parecía ser la dirección más segura, Reinmar fue sólo vagamente consciente de que el sendero que seguía no era el mismo que lo había llevado hasta el lugar donde estaba teniendo lugar la violación de Marcilla. No se trataba de uno de los dos ramales de la bifurcación que lo habría hecho adentrar más en aquel mundo subterráneo, pero sabía que no lo llevaría directamente de vuelta a la entrada. Dado el ángulo en que discurría, sin embargo, estaba seguro de que acabaría por llegar a la pared de la caverna que él y Vaedecker podrían seguir y contra la que podrían resistir en caso necesario. Mientras tanto, Reinmar corría por el serpenteante e incierto sendero con toda la velocidad de que sus piernas eran capaces, saltando por encima de una raíz sobresaliente tras otra como saltaría un venado perseguido a través de los frondosos sotos de un bosque.

Estaba tan completamente absorto en la necesidad de poner distancia entre él y los sacerdotes que lo seguían que debió dar un centenar de largas zancadas antes de percatarse de que Vaedecker no corría detrás de ellos. También comprendió que, cargado como iba con la muchacha, no tenía esperanza de mantener la distancia respecto a sus perseguidores durante más de unos pocos y breves minutos.

En cuanto Reinmar se dio cuenta de que habían quedado separados, gritó el nombre de Matthias Vaedecker, pero los tres sacerdotes que lo seguían levantaban su propio clamor, y los ecos de otros alaridos distantes resonaban contra el techo de brillante iluminación en una confusión tan espantosa que Reinmar no podía saber si su compañero lo oiría o no. No se atrevió a vacilar y se convenció con rapidez de que lo mejor que podía hacer era continuar por el sendero hasta llegar al límite de la caverna, para luego girar a la derecha y seguir el contorno hasta llegar al túnel que llevaba a la escalera de espiral. Sin duda, Vaedecker se abriría paso hasta el mismo lugar.

Reinmar no dudaba que podía vencer en la lucha a sus perseguidores, si no se agotaba con demasiada rapidez. Era joven, estaba bien alimentado y muy habituado al trabajo duro. Aunque su principal cometido en la tienda era ocuparse de la caja registradora, había transportado muchísimos barriles arriba y abajo por la escalera de la bodega de su padre. También lo habían entrenado en la lucha, y aquellos sacerdotes cuyo dios de la muerte y los sueños se les daba a conocer mediante las flores de aquel horrible y antinatural campo de muerte eran mucho más viejos que él, y la delgadez era evidente para las miradas más curiosas. Los dos que llevaban los enormes garrotes —con toda seguridad manos de almirez que normalmente se usaban para machacar pulpa vegetal dentro de un mortero enorme— apenas parecían capaces de levantarlos y no podrían blandidos como cachiporras. Sin duda, los tres se afanaban en el trabajo como cualquier otro hombre, pero sus fuerzas habían sido mermadas por la austeridad de la vida monacal. «El más peligroso —decidió Reinmar— es el que va armado con la cuchilla. Cuando llegue a la pared y tenga que girar —se dijo—, es el primero al que debo dejar fuera de combate».

Durante otras cincuenta zancadas, Reinmar logró mantener la distancia entre él y sus perseguidores, pero, a partir de entonces y a pesar del cansancio que evidenciaban, comenzaron a ganarle terreno. Las piernas del joven empezaban a volverse pesadas, y sabía que pronto se le doblarían las rodillas. Intentó gritar otra vez para llamar a Vaedecker, pero no pudo hacerlo, porque necesitaba el aliento con demasiada desesperación para continuar corriendo. Al recordar que a fin de cuentas era un hombre con las limitaciones de un hombre, comenzó a sentir el verdadero peso de la carga que llevaba sobre el hombro y el auténtico esfuerzo que hacían mis doloridas piernas.

Si en ese momento no hubiese llegado al límite de la caverna, se habría visto obligado a hacer frente a sus enemigos en medio del sendero y con las cabezas de las espantosas flores meciéndose a su alrededor, pero vio la pared que se encumbraba delante y, aún mejor, vio una abertura en el muro: un umbroso espacio que no estaba iluminado por la espantosa luz blanca de aquel mundo subterráneo, sino por la amarillenta luz de una vela normal.

El primer pensamiento de Reinmar fue que aquella abertura tenía que ser una salida, aunque no se tratase de la misma por la que habían llegado. Al pensarlo mejor, se dio cuenta de que si ofrecía una vía de escape, también debía ofrecer un camino por el que entrar y en el que podría haber más enemigos al acecho esperándolo. Por esta razón, no se encaminó en línea recta hacia ella, sino que decidió presentar batalla con una sólida pared relumbrante a la espalda.

Tendió a Marcilla junto a la pared, le dijo que se estuviera quieta y se volvió de inmediato para enfrentarse con los monjes. En los ojos de entraño resplandor de los enemigos vio expresiones de triunfo cuando convergieron sobre él, pero sabía que eran prematuras.