Dieciocho
—Habéis encontrado algo que les está prohibido ver a los hombres como vosotros —siseó el monje cautivo en respuesta a la pregunta de Vaedecker—. Esta invasión no será perdonada.
Vaedecker hizo caso omiso de él, pues aún estaba estudiando el entorno con la mirada. El espacio situado inmediatamente antes de la entrada del túnel pertenecía más al mundo de la superficie que al mundo subterráneo. Se encontraba abarrotado con herramientas y otros objetos de trabajo, incluidas escalerillas de mano, mesas y cajas vacías. Resultaba obvio que allí había mucho trabajo que hacer, aunque en ese momento no se realizaba ninguno, al menos no a la vista de la entrada del mundo subterráneo.
«Éste —decidió Reinmar—, debe ser el lugar donde cultivan la fruta que luego prensan para hacer el vino oscuro, si realmente lo hacen con el jugo de fruta prensada». Pero ¿era así? Dado que el vino oscuro no procedía de ninguna uva corriente, ¿debía suponer que lo hacían mediante un método similar? Después de ver las gigantescas flores que allí crecían, se preguntó si podría ser resultado de un proceso muy diferente. «¿Es posible —se preguntó— que el licor sea en realidad hecho con el néctar procesado de estas flores enormes y extraordinarias?»
Sabía que el néctar lo hacían las flores para atraer y nutrir a los insectos que se llevaban su polen y fertilizaban a sus vecinas. El néctar era la moneda con que las plantas pagaban sus relaciones sexuales, el lubricante de su comercio de semillas de identidad. El néctar era, por otra parte, el lujo de los insectos: el alimento más delicioso imaginable.
Estas flores eran de una clase diferente, ya que en aquel mundo subterráneo no se oía el zumbar de los insectos, así que cabía suponer que los diligentes polinizadores eran humanos: monjes que se contentaban con recoger la recompensa en lugar de comérsela, para transmitir esa moneda y ese lujo al mundo exterior, donde se convertía en un objeto de comercio como cualquier otro, o tal vez muy diferente de cualquier otro.
El monje que los había conducido por la escalera y a través del túnel retrocedió un paso, como si pensara que ya había cumplido con su parte.
—Espera —dijo Vaedecker con voz queda pero cortante—. Necesitamos saber adónde se han llevado el cuerpo de la muchacha. ¿Por qué sendero debemos ir?
—Ya os he enseñado demasiado —replicó el monje, que tenía el semblante blanco como tiza bajo aquella luz antinatural.
En presencia de las gigantescas flores, parecía más atemorizado por ellas que por la espada de Vaedecker, a pesar de que la sangre continuaba saliendo con lentitud por el corte superficial que tenía en la garganta. No obstante, alzó un brazo para señalar el sendero del centro.
Los ojos de Vaedecker se entrecerraron mientras hacía un cálculo, y luego alzó la espada por encima de la cabeza. El aterrorizado monje se encogió ante el arma, pero al descargarla el soldado se aseguró de que fuese la parte plana de la hoja la que impactara sobre el redondel tonsurado de la coronilla. El primer golpe sólo lo hizo caer de rodillas, pero el segundo lo dejó sin sentido.
Reinmar estaba a punto de arrodillarse para comprobar si el hombre estaba aún vivo cuando el sargento lo aferró por una manga y lo apartó.
—Debernos darnos prisa —dijo. Aún hablaba en voz baja, ansioso por que sus palabras no resonaran en las paredes por si había monjes entre la vegetación, ocultos a la vista por las flores—. Si ha mentido, lo descubriremos muy pronto.
El soldado comenzó a avanzar entre las flores descomunales, pasó bajo un arco formado por dos de ellas, y Reinmar lo siguió. Estaba deseoso de ver la estructura de las mismas con mayor detalle, así que se echó atrás la gran capucha que le había ocultado el rostro mientras él y Vaedecker descendían la escalera. Esto le permitió alzar los ojos hacia las corolas en forma de campanilla para ver qué había dentro de ellas.
No se sorprendió demasiado al ver que cada una tenía un solo estilo pendular, que parecía colgar laxo como la cuerda gruesa que pendía de la cúpula del templo. Sombreados como estaban por las corolas, resultaba difícil saber de qué color podían ser los estilos, pero la mayoría eran pálidos. No pudo ver las glándulas de néctar que supuestamente debían hallarse en la base de los estilos, porque a las zonas más interiores de cada flor no llegaba siquiera luz reflejada.
Tras haber observado esto, volvió a bajar los ojos para estudiar las enredadas estructuras de la base de los tallos. La parte con la que se aferraban al suelo tenía una forma muy irregular, pero en cuanto comenzó a inspeccionarlas con mayor atención detectó, dentro de cada tallo, formas que le recordaron un poco a cuerpos humanos que yacieran decúbito supino y misteriosamente hinchados. Una quinta «prolongación» que había a veces parecía, según esa fantasía, la cabeza de la forma yacente que se había derretido y deformado hasta parecer parte del lecho de roca.
Aunque se maldijo por su estupidez cuando finalmente se dio cuenta de la espantosa realidad, Reinmar necesitó tiempo para aceptar que esta impresión era algo más que una mera fantasía macabra. Podría haber reparado antes de no haber sido porque algunas de las formas parecían estar muy lejos de ser humanas, pero eso se debía, según comprendió al fin, a que para empezar eran sólo humanas a medias. Las enredadas «raíces» que sujetaban las gigantescas plantas al suelo de la caverna eran realmente cuerpos hinchados y transformados en tejido extraño. Algunos habían sido humanos, pero otros habían sido hombres bestia, cuyas extremidades habían estado rematadas por zarpas en lugar de manos y pies, y cuyas cabezas deformes habían sido astadas.
—¿Ves tú…? —le preguntó a Vaedecker, pero éste no lo dejó terminar.
—Silencio —le contestó con voz ronca—. Veo lo mismo que tú. ¡No dejes de mirar… y mantente en guardia!
Era un buen consejo, ya que, apenas lo había expresado, Reinmar avistó siluetas ataviadas con hábito ante ellos. Vaedecker alzó una mano de inmediato para coger la capucha y volver a echársela sobre la cabeza antes de apartarse a un lado para ocultarse detrás de uno de los enormes tallos. Reinmar lo imitó y se escondió tras un tallo que se hallaba a unos ocho o diez pasos más a la derecha.
Al asomarse desde su escondite, Reinmar vio que había una media docena de monjes reunidos, y que sólo uno estaba vuelto de cara a él. Se oía un suave murmullo de voces susurrantes, pero los monjes permanecían muy quietos. Al parecer, estaban esperando a que sucediera algo importante. Reinmar no podía verle la cara al monje que la tenía vuelta hacia él, pero advirtió que el hombre sujetaba en alto un báculo decorado con la efigie de una flor negra, cuyos «pétalos» tenían forma de alas de cuervo.
Cuando se abrió una momentánea brecha en el grupo, Reinmar pudo ver algo más…, y al hacerlo tuvo que reprimir una exclamación de horror y alarma.
En el espacio que mediaba entre la hilera de seis y el hombre del báculo había sido colocado cuidadosamente el cuerpo desnudo de la muchacha gitana, tendido de espaldas, dentro de una somera depresión del piso de la caverna, que partía del lado izquierdo del sendero que ellos habían estado siguiendo, cerca de la intersección en que éste se cruzaba con otro.
Era casi como si la pulimentada roca estuviera preparándose para abrazarla y recibirla en su diamantino seno.
Después de ver lo que los rodeaba, Reinmar comprendió que algunas de las sujeciones que daban soporte a los tallos de aquellas asombrosas plantas habían sido en otros tiempos los cuerpos de seres humanos: los que habían oído la llamada que los convocaba en aquel lugar. También comprendió que, aunque habían sufrido alguna monstruosa mutación y transfiguración que los había transformado en parte de la piedra y en parte del extraño tejido vegetal, aún retenían débiles ecos de su identidad anterior.
De pronto, experimentó la repentina y horrible certidumbre de que esas desdichadas personas nunca habían muerto, y que no estaban muertas ni siquiera en ese momento: que sus almas humanas permanecían aún dentro de ellas, aprisionadas para toda la eternidad en un mundo extraño. Supuso que los hombres bestia se encontraban en un estado similar, pero no podía preocuparse demasiado por eso. Marcilla era una cuestión diferente.
—Si esto no es obra tuya, Morr —murmuró en voz no lo bastante alta para que pudiera oírlo Vaedecker, pero tampoco demasiado baja—, te imploro que hagas descender sin demora tu más ferviente cólera contra estas gentes, con independencia de las consecuencias que eso pueda tener para mí.
Pero el Dios de la Muerte y los Sueños, según el invariable hábito de todos los dioses a los que reza el ser humano, no dio muestras de haber oído la plegaria, ni prueba alguna de preocupación.
El monje que había sujetado en alto el báculo por encima del cuerpo desnudo de Marcilla volvió a bajarlo y miró a la joven inmóvil, que yacía indefensa ante él. Luego, se echó hacia atrás la capucha que le cubría la cabeza…, y Reinmar no pudo evitar quedarse mirándolo, conmocionado, porque pudo ver la cara descubierta entre las cabezas de dos de los seis que estaban de espaldas y el modo como reflejaba en ella la luz blanca que caía desde lo alto.
El semblante del monje pareció encenderse con un resplandor similar, como si la luz estuviese adquiriendo sustancia al concentrarse en torno al hombre, y le acariciara amorosamente las mejillas y la frente. Los ojos, en particular, parecían encendidos con una luz abrasadora, y Reinmar comprendió que el misterioso resplandor que había percibido en los ojos del hermano Noel y el hermano Almeric cuando los vio por primera vez no era más que un débil anuncio de aquello en lo que podría convertirse un día. La cabeza del monje era calva y sus facciones parecían anormalmente redondeadas —la nariz como un pomo de puerta y el mentón como un canto rodado desgastado por las mareas—, pero su piel tenía un curioso lustre pulido, como si tuviese tanto la textura como el color de un diente deslustrado.
El oficiante extendió el brazo, y con el extremo inferior del báculo comenzó a hacer una serie de pases sobre el cuerpo desnudo de Marcilla, a la vez que canturreaba una larga secuencia de sílabas líquidas en algún idioma arcano que no se parecía a nada que Reinmar hubiese oído antes. Cuando esa parte del ritual quedó terminada, el monje cambió el modo de aferrar el báculo para sujetarlo cerca del extremo inferior, y acercó la ornamentada cabeza del mismo a la campana de la flor negra que colgaba sobre él.
El tamaño del modelo formado por las alas de cuervo que había en el extremo del báculo no era más que una centésima parte de la gigantesca entidad que pendía en lo alto, pero al acercarse el símbolo también comenzó a moverse hacia él la flor a la que simbolizaba, y descendió con mucha suavidad a causa de la gradual relajación de su enorme tallo.
El oficiante volvió a realizar una serie de complicados pases en el aire, canturreando sin parar. De vez en cuando, el resto del grupo se unía para añadir sus voces a modo de coro, o para responder a alguna sílaba particular, pero en la posición que estaban tenían pocas probabilidades de ver a ninguno de los huéspedes no invitados.
Cuando el ritual se acercó al final, Reinmar vio que el estilo pendular del interior de la flor se había alargado, de manera que entonces su extremo asomaba fuera del borde de la corola. Eso no lo había hecho mediante un proceso de crecimiento ni desenroscado, sino más bien extendiéndose de una forma elástica. Su color básico no era ámbar, como el muchacho había imaginado en un principio, sino de una tonalidad cremosa casi blanca, similar a la de las hojas que nacían del tallo en forma de abanico, aunque un poco más oscuro porque el blanco tenía suaves listas de color rosado.
El estilo se retorcía con mucha lentitud, de un modo que a Reinmar le recordó la cabeza de una desdichada y desconcertada lombriz de tierra que ha salido inesperadamente a la superficie. Marcilla permanecía por completo inmóvil bajo la enorme cúpula de la flor: sin ver, sin sentir, sin respirar.
El sacerdote oficiante comenzó a bajar su ornamentado báculo, y la punta del estilo descendió con más urgencia aún, como si intentara perseguirlo. Pero en ese momento el oficiante se apartó a un lado con tranquilidad para permitir que la corola de la flor continuara su lento descenso.
A Reinmar le pareció que entonces la flor había percibido la fría silueta de Marcilla, y reprimió una exclamación de horror. La punta del estilo se había extendido ya hasta medio metro fuera de la corola, y sus movimientos se habían vuelto más animados. Continuó descendiendo y descendiendo, mientras Reinmar contenía la respiración con expectación aterrorizada.
En el momento en que el lascivo estilo tocó la piel de Marcilla, ella se movió; a Reinmar le dio la impresión de que intentaba apartarse y que se habría movido con mayor urgencia si sus extremidades no hubiesen estado insensibilizadas por la droga que le habían dado. Era como si se moviera en sueños e intentara despertarse de una pesadilla, mientras que todo su cuerpo se había vuelto misteriosamente inamovible.
El estilo volvió a tocarla y recorrió con su punta un brazo de la joven, con tanta lentitud y suavidad como el dedo de un amante. Ella volvió a moverse, inquieta pero impotente. Era como si intentara con todas sus fuerzas despertar, pero no pudiera. Tenía el cuerpo frío y rígido, la piel blanca como el mármol en aquella luz antinatural, y la fuerza de voluntad no bastaba para mover su reacio cuerpo.
Pero resultaba evidente que no estaba muerta. No estaba muerta.
Reinmar apretó fuertemente las mandíbulas, pero su mano derecha aferró con más fuerza el báculo robado, y cambió la posición de los pies con el fin de prepararse a saltar. No sabía hasta dónde llegaría aquel ritual, pero quería estar preparado para actuar cuando pareciese llegado el momento. Con la mano izquierda manoseó el cordel que sujetaba su espada dentro de la vaina, pero la conmoción de lo que había visto hizo que sus dedos se movieran con torpeza y no logró deshacer el nudo.
La punta del estilo vermiforme acarició el brazo desnudo de Marcilla para luego desplazarse hacia abajo por su torso y a lo largo de un muslo en dirección a la rodilla. Al llegar a la pantorrilla invirtió la marcha y pasó con movimiento lento y lánguido sobre el contorno de su abdomen y pecho, con mucha suavidad y delicadeza. Al parecer, cada caricia la llevaba más cerca de la vida y la vigilia, porque comenzó a proferir sonidos: no gritos de alarma, sino profundos y lentos gemidos.
Reinmar vio que entonces la muchacha podía mover un poco las extremidades. Parecía que el contacto del estilo de la campanilla negra le estaba devolviendo el calor a sus músculos. Reinmar no tenía ninguna duda de que su corazón volvía a latir, aunque no estaba seguro de lo fuerte y rápido que podría ser el pulso.
Reinmar supuso que en algún momento, aquella monstruosa criatura tendría que transmitirle sus semillas al cuerpo de la muchacha gitana. Sabía demasiado bien qué destino le tenían reservado —las semillas arraigarían en su carne, preparadas para comenzar la paciente obra de transformar la sustancia de aquel cuerpo humano—, pero sólo podía conjeturar cuáles serían las etapas intermedias. ¿Le permitirían despertar, ver qué destino le aguardaba? ¿O permanecería prisionera en sus sueños mientras la sangre corría por sus venas y la fiebre aumentaba?
No podía creer que fuesen a permitirle saber qué sucedía en realidad. Se aferró a la esperanza de que el sueño en el que estaba perdida —el mismo producido por el vino de los sueños— fuese un sueño de paraíso, y que, con independencia de lo que le sucediera mientras yacía en la grieta del suelo de la caverna, no conociera otra cosa que la felicidad. Llegado su momento, sin duda, viviría como planta para producir una gloriosa flor propia, y cualquier conciencia que quedase en su cabeza hinchada y petrificada sólo se daría cuenta de la presencia de la brillante y eterna luz.
«¿Es así —se preguntó—, como todas las plantas y las flores del mundo imaginan el paraíso?»
Durante todo ese tiempo, los sacerdotes continuaron entonando el encantamiento, murmurando sílabas líquidas en un idioma que Reinmar no reconocía. Y también durante todo ese tiempo, él intentó liberar la espada con la mano izquierda, pero sus torpes dedos continuaban sin desatar el nudo, y él no se atrevía a soltar el báculo que tenía en la mano derecha.
Marcilla parecía acercarse cada vez más a la conciencia, aunque aún no había llegado a despertar; pero al recobrar más poder de movimiento, la naturaleza de sus movimientos cambió. Mientras el estilo pendular continuaba acariciándola, ella cesó en sus fútiles intentos de apartarse y se mostró más receptiva, como si el cosquilleante contacto ya no la irritara.
Pero estaba regresando al borde mismo de la vigilia. Reinmar estaba seguro de que llegaría un punto en que no haría falta más que un solo toque del estilo para sacarla del sueño. Si podían rescatarla del borde del desastre en ese propicio momento, tal vez aún podría salvarse. Volvería a estar viva del todo y sus sueños podrían interrumpirse. Si él actuaba exactamente en el instante correcto, todavía podría salvarla. En caso contrario, yacería en aquella depresión somera, sin ataúd y sin sepultura, hasta que la transformación concluyera. Se derretiría para mezclarse con la roca mientras de su ombligo nacía el primer brote de color blanco marfil, que extendería sus hojas para bañarse en el fuego blanco que caía del techo lleno de depresiones y protuberancias de aquel mundo interior en miniatura.
No podía permitir que sucediera eso. Reinmar dejó el nudo que sujetaba su espada y luchó por controlarse, sin ignorar lo difícil que sería llevar a la práctica la línea de acción que acababa de trazarse. Su más urgente necesidad era que Marcilla fuese capaz de escapar con él cuando echara a correr, con el fin de efectuar la osada huida hacia la libertad. Tendrían que ascender la escalera de espiral y salvar los terrenos del tenebroso templo que se alzaba, hosco, sobre ellos, sin demora alguna. Allí había seis hombres a los que derribar, pero otros sesenta o setenta podrían unirse a la persecución en cuanto se diera la alarma. No resultaría fácil dejarlos atrás en el bosque… Y aun en el caso de que lograsen llegar hasta la carreta y de que Godrich y Sigurd hubiesen logrado repararla…
Reinmar volvió la vista hacia Matthias Vaedecker, y el sargento giró de inmediato la cabeza para mirarlo a los ojos; no obstante, el signo que Vaedecker le hizo con un rápido gesto de la mano era una orden de permanecer quieto: «mira y espera».
De momento, Reinmar obedeció, aunque sabía que no podría hacerlo durante mucho tiempo más.