Diecisiete

Diecisiete

Vaedecker condujo a Reinmar hasta la linde del bosque, y luego le dijo que esperara mientras él avanzaba para explorar el terreno. En tanto Reinmar lo hacía, elevó una plegaria al Dios de la Muerte y los Sueños para implorarle que concentrara su atención en aquel pequeño lugar del mundo con el Fin de asegurarse de que sus servidores fuesen allí escrupulosos a la hora de atenerse a sus votos. De un modo apropiadamente humilde, Reinmar le sugirió al dios que si en aquel valle había quienes habían traicionado sus votos monacales, entonces Morr podría tal vez destinar una parte de su cólera a ayudar a un hijo de Eilhart en su hora de necesidad.

Reinmar no podía determinar si Morr atendería o no su plegaria, pero fue lo bastante prudente como para ofrecer otras destinadas a Sigmar y la diosa Verena, cuya balanza de justicia era el símbolo del comercio honrado. Esperaba que ella no lo desoyera, aunque nunca había sido tan incondicional en su veneración para considerarse a sí mismo un seguidor devoto.

Vaedecker regresó y le informó de que había miembros de la compañía de monjes trabajando en las huertas del exterior de la muralla, dando de comer a los animales y realizando otras tareas, pero el templo estaba en silencio y parecía vacío.

—Ya no —replicó Reinmar al mismo tiempo que arrastraba a Vaedecker tras el tronco de un árbol y señalaba hacia el monasterio.

Dos monjes encapuchados acababan de salir del templo con palas en la mano. Atravesaron la puerta que conducía al camposanto y se encaminaron de inmediato hacia la tumba que habían vuelto a abrir, que comenzaron a llenar otra ve/ de tierra. Reinmar los observó con ojos ardientes de paciente cólera, hasta que acabaron y devolvieron las palas a uno de los cobertizos de madera.

—Ahora iremos a ver —dijo Vaedecker cuando ambos monjes regresaron al claustro—. No utilizaremos la puerta delantera; hay otra detrás, en un patio cerrado.

El muro de la parte trasera del templo estaba tan erosionado y cubierto de plantas trepadoras que no tuvieron ninguna dificultad para trepar por encima y dejarse caer en el patio que había al otro lado. La puerta pequeña que encontraron tenía echado el pestillo por dentro, pero entre el gastado borde de la puerta antigua y la pared de piedra quedaba una estrecha rendija, lo que le permitió a Vaedecker levantar el pestillo con la hoja de la espada para entrar.

El corredor que había al otro lado era muy oscuro, aunque los últimos rayos del sol crepuscular filtraban por las estrechas ventanas la luz suficiente como para que Vaedecker hallara el camino, así que se adentró con cautela en las profundidades del edificio al mismo tiempo que prestaba mucha atención por si oía pasos. Reinmar lo siguió.

Habían avanzado apenas unos metros y aún no habían llegado a la puerta que daba paso a la nave del altar cuando Reinmar oyó el sonido de unos pies calzados con zapatillas blandas que se aproximaban desde el otro lado. No había donde esconderse ni tiempo para regresar hasta la puerta por la que habían entrado, así que no se sorprendió al ver que Vaedecker se quedaba donde estaba.

La puerta se abrió. El monje que la traspasó iba encapuchado y llevaba una mecha que ardía sin llama, aunque no tenía ninguna vela o lámpara. Mientras los demás sonidos eran disimulados por el chirrido de la puerta al abrirse sobre los goznes oxidados, Vaedecker avanzó con rapidez hasta el otro lado del monje y le deslizó el brazo izquierdo en torno a la garganta para hacerle una llave de estrangulamiento. En la mano derecha, aún llevaba la espada que había usado para levantar el pasador de la puerta exterior, y posó con delicadeza la punta contra la mejilla del monje en tanto le susurraba al oído para advertirle que guardara silencio.

—Regresa por dónde has venido —murmuró el soldado—, y no profieras ni un sonido porque sería el último.

Empujó al hombre de vuelta a la nave del altar, en el que sobre una mesa, había una vela cuyo pabilo, apagado hacía poco, aún relumbraba débilmente.

—¡Vuelve a encenderla! —le ordenó Vaedecker.

El monje tenía el aliento suficiente como para soplar la mecha hasta avivarla, pero cuando la acercó al pabilo de la vela estaba jadeando de ansiedad y su mano temblaba. Hicieron falta más de diez segundos para calentar la cera hasta que se encendió el pabilo.

Cuando la diminuta llama cobró por fin vida, el monje se volvió a mirar a sus captores.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

La única respuesta de Vaedecker fue echar atrás la cogulla del monje para dejar su rostro a la vista. El hombre era considerablemente más viejo que Vaedecker y mucho más delgado que él; resultaba obvio que no sería capaz de oponer resistencia, ni se sentiría inclinado a intentarlo.

—Necesito dos hábitos como el tuyo —dijo Vaedecker con brusquedad.

—Aquí no hay ninguno —replicó el monje. Sin embargo, sus ojos se habían desviado apenas hacia un armario, y Reinmar avanzó de inmediato hacia él y lo abrió.

Dentro había varios hábitos, la mayoría ceremoniales y ornamentados, pero encontró dos que eran lisos, y los cogió. Le ofreció a Vaedecker el de talla más grande, y se puso el otro.

—Gracias —le dijo el sargento al monje—. Pero a partir de ahora te exijo que seas sincero, porque de lo contrario me veré obligado a degollarte.

—No tenéis nada que hacer aquí —dijo el monje en voz baja.

—No estoy de acuerdo con eso —replicó Vaedecker—. Vi que desenterrabais un cuerpo, y necesito saber por qué y qué tenéis intención de hacer con él. ¡Muéstrame el camino!

—Ya no podéis hacer nada por ella —declaró el monje, testarudo.

—Si es así —intervino Reinmar—, sólo podemos buscar venganza contra quienes hicieron que fuese así. Pero de todas formas tendrás que mostrarnos el camino.

—No puedo hacerlo —insistió el monje.

Matthias Vaedecker no estaba dispuesto a tolerar negativas, así que presionó un poco con la punta de la espada e hizo que saliera sangre.

—En este lugar, hay un olor —susurró el sargento al oído del cautivo—, que me recuerda el hedor de la nigromancia. Como hombre virtuoso, no vacilo en matar siempre que ese hedor llega hasta mí.

—¡Nigromancia! —exclamó el monje como si reprimiera con dificultad un grito—. ¡Aquí no hay ninguna nigromancia!

Reinmar frunció el entrecejo al oír eso.

—¿Está viva? —siseó—. Dínoslo ahora o mi amigo te degollará. ¿Está viva?

Los ojos del monje se dilataron a causa del miedo, y asintió con la cabeza.

—El vino no mata a sus elegidos —susurró—, aunque detiene sus corazones y los libra de la necesidad de respirar. Pero ella es una elegida. Ha abandonado el mundo de los hombres. Marchaos, os lo ruego… Aquí no tenéis nada que hacer.

Vaedecker presionó más la espada, no de modo letal, pero con la fuerza suficiente como para hacerle un tajo más profundo al atemorizado monje. El hombre jadeó de manera tan temblorosa que Reinmar casi creyó que el sargento le había seccionado la tráquea. Sin embargo, a pesar de lo aterrorizado que estaba, el monje sacudió la cabeza.

—Estoy obligado por votos que no me atrevo a romper —declaró—. No me atrevo.

La forma en que lo dijo sugería que el miedo que le daba violar los votos era casi tan grande como el temor que le inspiraba la hoja de la espada que tenía contra la garganta.

—¿Qué saben los hombres como vosotros del señor que gobierna nuestras vidas y nuestras almas? Marchaos, os lo imploro.

En la voz del hombre había una sinceridad tan espantosa que Reinmar se asustó. A pesar de haberse tomado su tiempo para rezar unas plegarias, al trepar por el muro que rodeaba el templo no había pensado que estaba entrando en los dominios de un dios. Ahora se enfrentaba con esa idea y con las implicaciones concomitantes, incluida la probabilidad de que ese dominio pudiera pertenecer a un dios aún más severo y oscuro que aquel al que los hombres llamaban Morr. Pero Matthias Vaedecker no vaciló lo más mínimo.

—¡Muéstranos el camino! —volvió a susurrar con voz cargada de amenaza—. Condúcenos y vivirás. ¡Niégate y morirás!

A Reinmar le resultaba obvio que el soldado hablaba en serio, y al monje también. Eso demostró en el momento extremo que el hombre había sobrevalorado su propia capacidad y poder de elección.

—Por aquí —graznó—, pero es un sacrilegio que lamentaréis.

Con los hábitos robados encima de su propia ropa, con los rostros bien ocultos por las cogullas y la espada desnuda de Vaedecker casi oculta por un amplio pliegue del atuendo, los dos intrusos siguieron al monje cautivo. Al pasar ante el altar, Reinmar reparó en un báculo que había allí apoyado, y lo cogió de inmediato. El extremo superior estaba tallado, como suele suceder con los báculos de los sacerdotes; tenía forma de cabeza de cuervo, y el pico extendido en línea con el báculo. A Reinmar no le pareció en absoluto inadecuado para que lo llevara un sacerdote de Morr, pero tampoco era inadecuado para usarlo como arma. Tenía su espada, pero si quería que el disfraz sirviera de algo, podría resultar prudente llevar un arma que pudiese mostrar más abiertamente.

La sala abovedada que había ante el altar estaba desprovista de muebles, según dictaba la costumbre. Resultaba extraña sólo en dos aspectos significativos: primero, las dos grandes puertas de roble que deberían haber estado permanentemente abiertas en un templo dedicado a Morr se encontraban cerradas y barradas; segundo, la parte interior de la cúpula estaba decorada de un modo curioso, que la hacía parecer los pétalos abiertos de una flor gigante. Este parecido se veía aún más realzado por una cuerda de intrincado trenzado, tan gruesa como las que se usaban para arrastrar las gabarras a lo largo del Schilder, que pendía del centro de la cúpula hacia el interior del atrio como si fuese un estilo pendular que alargase el estambre de la flor con el fin de facilitar la polinización.

Delante de las puertas cerradas se encontraba la simbólica entrada que Reinmar habría esperado ver en cualquier templo de Morr, consistente en dos columnas desnudas y un pesado dintel de color negro. Detrás de ella había un tapiz a modo de pantalla que mostraba una escena de cuervos en vuelo contra un cielo tormentoso. Ésos eran los emblemas universales de Morr pero, al verlos allí, Reinmar se dio cuenta de que igualmente podían ser empleados como emblemas de cualquier otro dios de la muerte y los sueños, si había algún otro de ese tipo en el misterioso e incógnito reino de los dioses.

En los templos y santuarios de Morr que Reinmar había tenido la oportunidad de visitar, el tapiz situado tras la entrada interior nunca estaba descorrido. Por supuesto, no habría tenido ningún sentido que lo estuviera porque en aquellos lugares se encontraba inevitablemente contra una pared desnuda, ya que el propósito de la entrada no era práctico; tales entradas eran un símbolo del umbral de la muerte que podía atravesar el alma, pero no el cuerpo, y los tapices a modo de pantalla simbolizaban la cortina de la ignorancia que se había tendido ante la entrada en cuestión por decreto de los dioses con el fin de que ningún hombre pudiera conocer el destino que le aguardaba en el Gran Más Allá. Supuestamente, era inconcebible que esa cortina pudiese ser desplazada de una manera que permitiera a los vivos atravesar el umbral.

En ese templo, sin embargo, la pantalla colgaba suelta y el monje que los guiaba pudo apartarla a un lado y entrar en un misterioso espacio allende la entrada. Reinmar fue incapaz de no contener la respiración al ver lo que sucedía, pero su paso no vaciló lo más mínimo. Ya sabía que el límite entre la vida y la muerte se encontraba de algún modo desdibujado en aquel misterioso espacio; de hecho, tanto como la alegoría.

Cuando los tres la hubieron traspasado, Vaedecker le quitó la tela de las manos al monje y volvió a cerrarla.

El espacio que había al otro lado era pequeño, no más que un escondite abierto en la pared del templo, que allí parecía hecha con granito de la zona, no con piedras procedentes de una cantera. No tenía piso, y era sencillamente la entrada de una fisura. La fisura no parecía haber sido vaciada a pico y pala, y Reinmar supuso que era natural. El artificio humano, no obstante, le había añadido una escalera en espiral de hierro forjado iluminada por velas montadas sobre picas, tres a cada giro completo de la escalera. Los escalones eran muy empinados, y Reinmar calculó que cada rotación los llevaba a cuatro brazas o más de profundidad hacia el interior de la tierra. La escalera giró no menos de dieciocho veces en torno al pilar central antes de que llegaran a terreno plano.

«Así que los rumores que había oído Luther contenían más verdad que lo que el abuelo había sospechado», pensó Reinmar. «El secreto auténtico de este sitio se encuentra a mucha más profundidad que cualquier bodega».

Al pie de la escalera de espiral había un túnel muy bien hecho y de sección redonda. También aquí Reinmar tuvo la seguridad de que ninguna mano humana había tomado parte en la factura del mismo; era como si un enorme y paciente gusano hubiese horadado la roca un millar o un millón de años antes. No podía imaginar cuántos pares de pies enfundados en zapatillas blandas habían pasado desde entonces por allí, porque aún no habían logrado erosionar el suelo hasta dejar una pista. Al igual que la escalera, el túnel estaba iluminado por velas colocadas sobre picas y separadas entre sí por quince pasos. Reinmar contó diecinueve velas antes de ver, por encima de los hombros de las dos figuras que caminaban a paso rápido ante él, la luz que señalaba el final del túnel.

Durante un instante de irreflexión, pensó que aquel brillo era de luz diurna…, pero luego recordó que el sol debía estar a punto de ponerse, aunque fuese posible que el túnel los hubiese llevado hasta una ladera situada en algún punto del bosque. Entonces comprendió que fuese lo que fuese ese brillo, no podía tratarse de la generosa luz del día.

Recordó lo que su abuelo había dicho acerca de que la fruta no madura si no está al sol, y se dio cuenta de que el anciano podría haber hecho una suposición errónea. Cuando los dos hombres encapuchados que lo precedían llegaron al final del túnel, Reinmar pudo situarse otra vez junto a ellos.

Habían entrado en un espacio mucho más amplio Era una caverna vasta, enorme, notablemente más grande que el atrio abovedado del templo que acababan de dejar atrás. El piso de aquella zona pasmosa estaba pulido, pero no era liso, sino que ondulaba como si fuese un conjunto de colinas en miniatura. Las paredes y el techo estaban hechos de un modo aún más peculiar, pues sus ondulaciones eran tan pronunciadas que el techo parecía festoneado por incontables setas bulbosas, aunque Reinmar sólo podía ver esto de modo indistinto porque la luz blanca ardía de manera tan deslumbrante en esas redondeadas protuberancias que los espacios que mediaban entre ellas quedaban ocultos por el resplandor.

«¡¿Qué luz es ésta?! —pensó Reinmar—. ¡¿Qué frutas pueden madurar en este resplandor cegador?!».

La respuesta se hizo evidente de inmediato, porque el suelo de la caverna estaba densamente poblado de flores que crecían hasta un tamaño mucho mayor que cualquiera que hubiese visto antes. Ante él las había a centenares, y de varias clases diferentes. Cada una se encontraba en el extremo de un tallo tan grueso como la pierna de un hombre, y en la base del mismo crecían cuatro hojas gigantescas. Las cabezas de las flores eran inmensas y en forma de campanilla, compuestas por ocho, diez o doce pétalos muy juntos entre sí. Todas las que Reinmar podía ver colgaban hacia abajo, con los tallos curvados en forma de garfio invertido.

Si las flores hubiesen estado coloreadas como las que crecían en el mejor jardín de Eilhart, habrían sido realmente muy hermosas; pero no era así. Los colores predominantes eran cuatro: negro azabache, blanco enfermizo, azul pálido y rosado. Algunas eran de un solo color, pero había otras que presentaban combinaciones en listas: el negro con el blanco y el azul con el rosa. Los tallos y las hojas que les daban soporte, en lugar de reproducir los tonos verdes de los bosques de la ladera, eran de un extraño verde cremoso.

El aroma de las flores resultaba más sutil de lo que cabía suponer por su tamaño, pero mientras Reinmar permanecía contemplándolas con asombro, la fragancia llegó hasta sus fosas nasales y gradualmente le llenó la boca y la garganta con un dulzor nauseabundo. Reconoció el particular buqué del vino que Noel y Almeric le habían hecho catar, aunque en la bebida estaba mezclado con otras esencias que parecían más ásperas y picantes.

Había senderos que discurrían por el bosque de flores; tres partían de la entrada en la que estaban ellos. La vegetación que bordeaba los senderos era abundante y parecía impenetrable. Aunque el piso era muy irregular, lleno de depresiones y acanalado, los tallos de las flores no parecían plantados en agujeros rellenos de tierra. Por el contrario, cada uno de los tallos se enroscaba para formar una compleja base no desemejante de los bucles mediante los cuales las hierbas de río más resistentes se aferraban a las rocas y cantos rodados del Schilder. No resultaba fácil determinarlo desde donde estaban, pero Reinmar pensó que cada tallo era un manojo de cuatro o cinco más finos que se separaban al acercarse al suelo, donde cada uno de ellos se hacía más grueso y pesado, y su textura adoptaba la apariencia de algo petrificado al encontrarse con el suelo pétreo de la caverna y fusionarse con él. El tejido vegetal y la piedra parecían, en definitiva, fundirse uno con otro, sin que se apreciara ninguna juntura visible.

Cuando Reinmar hubo estudiado durante medio minuto esas maravillas vegetales, se convenció de que la luz que iluminaba aquel misterioso mundo subterráneo tenía que tener unas cualidades muy diferentes de la luz solar, o del plateado resplandor de las lunas gemelas o las estrellas. Se trataba de una luz extraña, que no había visto nunca antes.

Las flores con las que estaba familiarizado, alimentadas por el sol, reproducían en sus características algo del color, la tibieza y la dulzura de aquella luz gloriosa. No importaba si crecían silvestres en los umbrosos sotos del bosque o si eran cuidadosamente atendidas en los jardines de Eilhart; la luz que las nutría era la misma. Esas flores, en cambio, tenían un medio de sustento diferente, y evidenciaban esa diferencia en todas sus propiedades. No carecían de color ni de calor, y sin duda no les faltaba dulzura, aunque todas esas cosas eran extrañas y, a los ojos de Reinmar, bastante impropias.

Se hizo evidente que Vaedecker pensaba del mismo modo que él.

—¿Qué lugar es éste, Reinmar? —le susurró con tono de pasmo—. ¿Qué hemos encontrado?