Dieciséis

Dieciséis

Mientras caminaba de regreso al monasterio en compañía del hermano Noel y el hermano Almeric, Reinmar intentó fijarse más cuidadosamente en los alrededores y en los edificios hacia los que se dirigían. Dado que caminaban por el fondo del valle, la perspectiva no era ideal, pero tenía una vista razonablemente buena de las laderas de ambos lados del lago. Estaban cubiertas por un bosque muy denso y no se veía ni rastro de viñas.

El templo que se alzaba junto al camposanto no era muy diferente del templo de Morr que había en Eilhart. La parte principal estaba coronada por una cúpula redondeada, y sus estrechas ventanas se hallaban cubiertas por vitrales emplomados, para que el interior resultase invisible desde fuera, a la vez que era suavemente iluminado por los rayos de sol coloreados por los cristales.

Detrás del templo, había un grupo de edificios anexos, presumiblemente almacenes donde guardaban las herramientas, y tal vez un santuario reservado para las plegarias privadas. Luego, un espacio abierto separaba el templo de un edificio de una sola planta en forma de U, y que Reinmar supuso que era la zona de las habitaciones privadas de los monjes. También éste contaba con un conjunto de edificios anexos de madera, pero la mayoría quedaban ocultos a la vista por la mole del edificio principal.

La piedra gris del templo y del edificio de habitaciones era más oscura que la usada para construir la casa de los Wieland, y el estilo arquitectónico del monasterio más severo y regular que el dedicado a la construcción de las casas más espléndidas de Eilhart. A pesar de todo, no había tanto contraste entre los edificios y su boscoso entorno como Reinmar había esperado. Las piedras que conformaban el templo y los edificios anexos eran cuadradas y plomizas, los árboles estaban verdes y llenos del vivido entusiasmo del verano. Pero había algo en la forma en que los elementos habían desgastado y erosionado el monasterio, a la vez que los musgos y las plantas trepadoras se habían instalado en los muros, que integraba las construcciones del ser humano en su entorno natural.

Mientras caminaba, Reinmar también reparó en que aquélla no era para nada el mismo tipo de tierra boscosa que él y Vaedecker habían atravesado el día anterior. Los árboles eran menos rectos y sus copas más confusas. Las duras bayas que adornaban los espinosos arbustos mostraban brillantes colores que advertían a los pájaros que tuviesen cuidado.

Reinmar no pudo evitar un estremecimiento cuando los tres pasaron ante el camposanto y fue incapaz de fijar los ojos en la tierra recién removida con la que los monjes habían cubierto el cuerpo de Marcilla.

—Sería mejor que pudieras quitártela de la cabeza —dijo el hermano Noel con voz queda—. Los vivos deben entregarse a la vida, mientras que los muertos tienen sus propios asuntos que atender. Estás triste porque te parecía hermosa, pero los que son escogidos son escogidos, y quienes no lo son deben decidirse a vivir.

—¿Escogidos? —preguntó Reinmar—. ¿Quién la escogió?

Almeric le dirigió una mirada penetrante, pero Noel continuó mostrándose solícito.

—No es más que una manera de hablar —le aseguró el monje—. Todos los hombres y las mujeres nacen con apetitos y potenciales ya implantados en su alma. Tenemos libertad de elección, pero no de deseo. Somos guiados hacia nuestros diferentes destinos por los anhelos, no por nuestras propias obras. Cada uno debe encontrarse a sí mismo, y los que se encuentran a sí mismos en el vino de los sueños son tan afortunados, a su manera, como los que se encuentran a sí mismos en la disciplina monástica o las maquinaciones del comercio.

Mientras pronunciaba ese discurso, Noel condujo a Reinmar al interior de un cuadrángulo que tenía tres laterales protegidos por los lados del edificio en forma de U. Estaba bordeado por claustros por los que caminaban más monjes. La mayoría inclinaron la cabeza para saludar al visitante al pasar, pero ninguno le habló, aunque uno se llevó al hermano Noel a un lado y le susurró algo al oído. A Reinmar le pareció que la noticia que le daba no era bien recibida, porque Noel frunció profundamente el entrecejo antes de reunirse con Almene.

Los dos monjes no llevaron a Reinmar hacia la puerta principal, sino que se encaminaron hacia una más pequeña, situada en una de las alas. No tuvo oportunidad de explorar los laberínticos corredores del interior, porque lo hicieron entrar en la primera habitación que tenía la puerta a la izquierda de la entrada. Dentro halló una mesa sobre la que habían colocado tres pequeños barriles junto con una jarra de agua, tres vasos de vidrio y un cucharón. En el suelo había también un cubo de cuero. Los vasos estaban perfectamente modelados, pero no podía considerárselos ejemplos exquisitos del arte de la vidriería.

—Aquí tienes tres de nuestras cosechas más recientes —le dijo Almeric a Reinmar—. Tenemos poca cantidad de todos ellos, así que no podemos ofrecerte más que una gota de cada para que los cates. Nos veremos obligados a pedirte precios muy altos si deseas comprarlos…, pero creo que ahora estás en mejores condiciones que anoche para apreciar su valor.

Los barriles no tenían espita, pero les habían quitado la parte superior, y Almeric usó el cucharón para sacar apenas un poquitín del primero, que vertió dentro de uno de los vasos. Reinmar lo aceptó y se lo llevó a los labios. Se metió la totalidad dentro de la boca —era poco más que una gota—, y lo dejó descansar sobre la lengua durante un momento, antes de escupirlo dentro del cubo. Sospechaba que querían tentarlo y que los monjes esperaban que mostrara intensos deseos de que le dieran una cantidad más generosa, pero estaba decidido a resistir cualquier tentación de ese tipo. Se enjuagó la boca con agua antes de tomar una segunda gota del segundo vaso; después repitió la secuencia con el tercero.

Los tres barriles contenían el mismo vino dulce, pero Reinmar pudo captar sutiles diferencias conferidas por el envejecimiento, y sin necesidad de que se lo dijeran supo cuál era la cosecha más reciente y cuál la más añeja. Hizo todo lo posible por clasificarlos como lo haría un catador de vinos experto, centrando totalmente la atención en las sensaciones del sabor y dejando a un lado todo pensamiento onírico. Noel lo observó con gran atención durante todo el tiempo, con una expresión nublada por un aire pensativo… y tal vez dubitativo.

—No he visto viñas cuando veníamos hacia el monasterio —comentó Reinmar en tono despreocupado—. Ni tampoco he visto ningún otro signo de cultivo, aparte de las parcelas de hortalizas de Zygmund. ¿Dónde cultiváis la fruta con la que se hace este vino?

—Ése es nuestro secreto —respondió Almeric.

—¿Qué fruta es? —inquirió Reinmar—. Si es uva, no crece en ningún otro punto de las colinas circundantes.

—Eso también forma parte de nuestro secreto, conocido sólo por los miembros de la orden —declaró Almeric—. Lo único que necesitas saber es que el vino es bueno, y que si hay suficiente demanda podemos enviar cargamentos hasta Eilhart tres o cuatro veces al año.

—Normalmente, compramos una vez al año a los productores y guardamos los barriles en nuestras bodegas —explicó Reinmar—. Es lo más conveniente para todos los implicados.

—Para nosotros, no —lo contradijo Almeric—. Preferimos conservar nuestro vino hasta que se lo necesita. Nuestros agentes sólo venden lo que va a consumirse de inmediato.

—No conozco el mercado —respondió Reinmar, dando un cuidadoso primer paso hacia un duro regateo—. No sé quiénes son vuestros clientes habituales ni qué precio suelen pagaros. Correría un riesgo si os hiciera una propuesta por este vino. Mi padre podría enfadarse mucho si yo apareciera con mercancías que él no espera y para las que no tenga compradores inmediatos. Tendré que consultarlo antes de tomar una decisión…, pero me encantaría volver aquí si él piensa que merece la pena continuar adelante.

—Eso no es posible —le dijo Almeric.

Noel, sin embargo, posó de inmediato una mano sobre el brazo del otro para imponerle silencio.

—¿Te ha gustado mucho el vino, maese Wieland? —preguntó Noel con voz queda—. ¿Qué tal lo has sentido en la lengua? ¿Te sientes afín con sus cualidades especiales?

Parecía decepcionado por la actitud de Reinmar, y la suya propia daba la impresión de haber sufrido un cambio desde que el otro monje le había susurrado al oído. «Si alguien ha traído noticias de Eilhart —pensó Reinmar—, en ellas puede haber algo más que la llegada de Machar von Spurzheim». Pero aunque el mensaje no hubiese llegado desde tan lejos, podría ser que la noticia incluyera que lo habían visto con Matthias Vaedecker, un hombre del cazador de brujas.

No obstante, como Noel había planteado la pregunta, Reinmar se vio obligado a considerarla con seriedad. La verdad era que el vino le gustaba, aunque en la boca no le quedaba nada más que el regusto. La sensación en su lengua había sido muy agradable, como si en él hubiese habido realmente un apetito innato que nunca antes había entendido ni tenido la oportunidad de saciar. Y en efecto, experimentaba afinidad con la perspectiva de lujo que le ofrecía. Pero la sinceridad no era el juego que había ido a jugar allí.

—Es demasiado dulce y complejo para mi gusto —respondió, cauteloso—. La gente de Eilhart está habituada a vinos más sencillos y secos, con sabor intenso y limpio. Son los que me han enseñado a valorar. Si mi propio gusto tuviese que determinar mi decisión, podría no sentirme inclinado a haceros una oferta…, pero admito que el vino es de buena calidad, y desde luego resulta interesante. Sin embargo, me pregunto si no hay demasiados imponderables para permitirme que haga un buen negocio.

Almeric parecía dispuesto a discutir con él, pero la mano de Noel continuaba sobre el brazo de su compañero, y fue Noel quien habló.

—Comprendo tus reticencias —dijo con tono amistoso—. Se necesita una cierta osadía para correr aventuras en el comercio, y resulta evidente que eres un hombre cuidadoso. No te presionaremos. Los productos como el nuestro requieren un distribuidor que les tenga simpatía, y será mejor que busquemos hasta encontrar uno. Ahora debemos despedirnos de ti. Te acompañaré de vuelta a la granja y le pediré a Zygmund que te guíe de regreso a tu carreta.

—Eso no será necesario —le aseguró Reinmar mientras intentaba sobreponerse al asombro causado por el brusco final de las negociaciones—. Puedo encontrar el camino con bastante facilidad, y Zygmund ya ha sido demasiado amable conmigo.

El hermano Noel no protestó.

—Como quieras —dijo—. Lamento que no nos hayamos puesto de acuerdo.

El hermano Almeric no parecía satisfecho, pero adivinaba que se había producido un cambio en la situación desde que los tres salieron de casa de Zygmund, y no dijo nada mientras Noel conducía a Reinmar de vuelta hasta la puerta.

—Estoy seguro de que tenéis asuntos propios que atender, hermano Noel —comentó Reinmar al salir a la luz del sol—. Puedo volver a la granja sin problemas, e iré más deprisa si voy solo. Debo llegar a la carreta antes del anochecer.

—Muy bien —replicó Noel—. Te deseo un viaje bueno y provechoso de regreso a casa, maese Wieland. Lamento de verdad que no hayamos hecho negocios, pero si no puedes comprometerte con este vino, la pérdida será para ti.

—Tal vez volveremos a vernos —aventuró Reinmar.

—Tal vez sí, si es nuestro destino —replicó el hermano Noel, aunque el tono de su voz sugería lo contrario.

Reinmar echó a andar de inmediato hacia la granja, con la intención de pasar de largo sin que lo vieran Zygmund y su esposa, y continuar hacia la entrada del valle, al menos hasta que Matthias Vaedecker se reuniera con él. Esa vez se negó a mirar hacia el interior del camposanto al pasar ante él.

No llegó hasta la granja, porque Vaedecker apareció a su lado casi en el mismo lugar que antes, en los bosques que mediaban entre la granja y el monasterio.

—No deberías arriesgarte a que te vean por aquí —protestó Reinmar.

—Me he equivocado —le dijo Vaedecker sin más preámbulo—. No han esperado para sacar a la muchacha de la fosa poco profunda donde la sepultaron. Casi inmediatamente después de que pasarais ante el camposanto cuando ibas a catar el vino, fueron a buscarla. Es evidente que tienen prisa. ¿Viste algo dentro del edificio grande…, cualquier cosa que a Von Spurzheim le gustaría saber?

—Nada en absoluto. ¿A dónde la han llevado? —quiso saber Reinmar.

—Al templo —replicó Vaedecker con tono malhumorado—. No han vuelto a salir, aunque no vi ni rastro de ellos cuando fui a espirar a través de la puerta que habían dejado entornada. ¿Nada en absoluto, dices?

—Un claustro y una sola habitación —respondió Reinmar—. No me llevaron a ver el monasterio, y cuando establecí el punto de comienzo de lo que esperaba que fuese una larga sesión de regateo, tomaron mi aparente renuencia al pie de la letra. Al parecer, el hermano Noel decidió que prefería verse libre de mí que trabajar para convencerme. Uno de los otros monjes le susurró algo al oído cuando atravesábamos el claustro. Puede ser que los gitanos hayan enviado mensaje para decir que la carreta contaba con un pasajero de más, y que es espía de un cazador de brujas; de ser así, cualquier inclinación a confiar en mí que pudieran tener desapareció al instante.

—Ha sucedido algo —comentó Vaedecker, pensativo—. Tal vez haya sido un mensaje procedente del exterior lo que ha despertado la urgencia en los monjes. Si están desconcertados, eso obrará en beneficio nuestro. Debemos averiguar algo más mientras aún tenemos la posibilidad de hacerlo.

—Si Marcilla no está muerta —le recordó Reinmar—, no podemos dejarla aquí. Si tienen intención de perjudicarla, debemos hacer lo imposible por salvarla.

—Desde luego, debemos averiguar qué ha sido de ella —asintió Vaedecker—. Si tenemos suerte, podríamos salir de ésta exactamente con lo que quiere Von Spurzheim, y con la respuesta a un enigma que ha permanecido sin resolver durante siglos… Pero será peligroso. No tenemos ni idea de con qué podríamos enfrentarnos. ¿Estás preparado?

—Si existe una sola posibilidad de que Marcilla esté viva —insistió Reinmar—, me arriesgaré a cualquier cosa.

—No es la mejor razón posible —observó Vaedecker—, pero se trata de un empeño correcto. Entonces, ¿somos camaradas de armas? —dijo y le ofreció la mano como prenda del pacto.

—Camaradas —asintió Reinmar mientras le estrechaba la mano con toda la firmeza de que era capaz.