Catorce
En realidad, Reinmar pensaba escupir el vino al fuego en cuanto lo hubiese catado, pero al desarrollarse su sabor y extenderse la inesperada complejidad de la sensación, sintió una auténtica descarga de placer. Dejó que el líquido descansara sobre su lengua un momento más, y luego otro, hasta que su tibieza y fragancia le inundaron la totalidad de la boca.
Cuando finalmente escupió, apenas quedaba nada, y la gota que siseó brevemente en el fuego pareció casi ridícula.
El regusto que el licor le dejó en la lengua le recordó el aroma de ciertas flores exóticas que los jardines de Eilhart recibían en forma de bulbos y semillas procedentes de la lejana Tilea, en cuyas ciudades se decía que las compraban las caravanas de especias. Decidió que era mucho más agradable de lo que había previsto, y pudo imaginar con facilidad por qué algunos hombres pensaban que se trataba de un sabor por el que merecía la pena recapitular.
—Es bastante bueno, ¿verdad? —preguntó Noel—. Es un vino que en otros tiempos fue muy apreciado en muchas de las más nobles casas del Imperio, aunque los problemas que ahora afligen al reino han casi destruido el comercio regular que manteníamos en otras épocas. Nadie de fuera del monasterio conoce el secreto de su producción.
Reinmar inhaló profundamente para que el aire le refrescara la lengua y para llenarse los pulmones con una última inspiración de aquella curiosa fragancia. Entonces, experimentó un acceso de breve embriaguez que no se parecía a nada que hubiese sentido antes. No sabía muy bien qué decir, pero pensaba que era necesario hacer algún comentario.
—Es muy inusual —murmuró, pero de inmediato sintió vergüenza por lo inadecuado del adjetivo. Para ocultar su azoramiento, añadió—: Me sorprende que no sea más conocido en Eilhart.
—Habíamos supuesto que aún lo valoraban allí —murmuró el hermano Almeric—, pero llevamos vidas recogidas.
«¿Acaso está declarando su inocencia? —se preguntó Reinmar—. ¿Está intentando convencerme de que no sabe absolutamente nada de la reputación que el vino oscuro tiene fuera del valle?».
—No es demasiado sorprendente que no conozcas este vino, aunque seas un vinatero —intervino Noel, como si deseara aclarar ese punto—. En el aislamiento de nuestro valle, hemos perdido todo sentido real de la extensión y complejidad del mundo. Dejamos en manos de otros el distribuir como crean conveniente los escasos excedentes que producimos, aunque obtenemos de él un verdadero beneficio como ayuda para la meditación y la comunión con el dios a cuyo servicio está dedicada nuestra orden. A un comerciante próspero como tú, nuestro valle oculto y nuestros pequeños secretos deben parecerle algo íntimo y remoto, apenas digno de interés en el sentido comercial.
—Yo no diría eso —respondió Reinmar, pensando que tal vez sería mejor mostrarse osado—. La casualidad y la desventura me trajeron hasta aquí, pero el producto de vuestro secreto proceso aún podría trocar la desdicha en ventaja para mí y para vosotros.
El hermano Almeric no parecía convencido de la sinceridad de Reinmar, pero el hermano Noel continuaba mirándolo con aparente benevolencia.
—Te invitamos a visitar el monasterio mañana, maese vinatero, si tienes tiempo para ello —dijo—. Espero que la doncella no esté tan malherida como parece, pero si por casualidad tuvieras que permanecer aquí más tiempo…
—Me complacería visitaros —respondió Reinmar.
El hermano Noel y el hermano Almeric le dieron entonces las buenas noches, aunque sus ropas aún no estaban secas, y lo dejaron acurrucado junto al fuego.
En el momento en que ya cerraban la puerta, Noel habló.
—Te veremos mañana, maese Wieland. Volveremos para ver cómo se encuentra la muchacha, y luego te llevaremos a visitar el monasterio, si es que quieres venir.
—Estoy deseoso de acompañaros —aseguró Reinmar.
Tras haber hecho ese comentario, se preguntó si, después de todo, debía considerarse un osado aventurero o algo más parecido a una mosca que se había metido en la tela de una araña. Se recorrió el interior de la boca con la lengua una vez más, pero el sabor del vino oscuro ya se había disipado. Luego, bajó los ojos hacia el adorable rostro de la gitana, que entonces parecía aún más encantador que antes.
Ella se movió ligeramente, pero no como si estuviese angustiada o ansiosa. Si aún soñaba, los sueños debían de haberse vuelto mucho más tranquilos, aunque la herida de su cabeza parecía más fea que antes, y el muchacho se dio cuenta de que Noel tenía razón al decir que se encontraba peor de lo que Godrich había diagnosticado.
—Duerme bien, amor mío —dijo con osadía—. Has hecho lo que debías hacer, y sólo puedo rezar para que estés a salvo.
Después de unos minutos de silencio, Marcilla volvió a removerse, esa vez con mayor vigor. Reinmar se inclinó sobre ella con ansiedad, pero no parecía haber ningún motivo de alarma. Los ojos de la muchacha se abrieron y lo miraron con atención, como si Marcilla estuviese intentando recordar quién era él. Luego, desvió la vista hacia el fuego, y a continuación la bajó hacia la alfombra sobre la que yacía. Reinmar había tendido el colchón junto a ella, pero aún no había tenido la oportunidad de acostarla.
—Tuvimos que buscar refugio —le explicó él—. Estamos en una granja situada en un valle, no lejos de un monasterio.
Ella asintió como si le respondiera, pero Reinmar no quedó convencido de que entendiera lo que acababa de decirle. La mención del monasterio, desde luego, no provocó en ella reacción alguna.
—Dos monjes te han traído una medicina que te han dado a beber —prosiguió el joven—. Parece que te ha puesto un poco mejor.
La mención de algo para beber provocó una reacción más positiva, y la muchacha gitana giró la cabeza hasta que sus ojos se animaron al posarse sobre el vaso. Reinmar vertió en él un poco de agua y se lo ofreció. Ella fue capaz de cogerlo con una mano y llevárselo a los labios. Debido a que lo había visto verter el agua, se detuvo con sorpresa al beber el primer sorbo. El joven Wieland supuso que debía quedar un resto del vino de los monjes adherido a las paredes del vaso, y el agua lo había disuelto. Marcilla bebió más golosamente, y Reinmar observó cómo la sorpresa inicial era reemplazada por la insatisfacción.
—¿No hay más? —inquirió ella con voz débil.
Él cogió la jarra de agua, pero ella no se refería a eso, así que sacudió la cabeza.
—Te dieron una especie de vino dulce —explicó él, cauteloso—. Yo nunca lo había probado antes.
—Es muy dulce —murmuró la muchacha al mismo tiempo que se pasaba la lengua por el interior de la boca—. En verdad muy dulce.
Le devolvió el vaso vacío, y él lo dejó a un lado. Parecía muy aturdida, como si su mente se balanceara al borde mismo de la realidad. La convenció para que rodara hasta situarse sobre el colchón. Le habría gustado hablar más con ella, pero para cuando se hubo puesto más cómoda, ya comenzaba a dormirse otra vez. Reinmar mismo estaba tan cansado que no pudo lamentar la necesidad de posponer la conversación hasta la mañana siguiente. Se tumbó junto a ella, sobre la alfombra, sin importarle que el cuerpo de la muchacha impidiera que le llegase el calor directo del fuego, y se quedó dormido casi de inmediato.
A pesar de que durmió tan profundamente como podría haberse esperado dado su extraordinario agotamiento, Reinmar se vio agitado por sueños desde el principio.
Mientras corría las otras aventuras del día, había apartado con firmeza de su mente el enfrentamiento con los hombres bestia, pero al quedarse dormido cayeron las defensas tras las cuales había encerrado ese recuerdo, y en cuanto empezó a soñar revivió los horrores del día pasado.
Recordó la espantosa visión de aquel primer rostro bestial, cosa que se unió al conocimiento de que había toda una manada de semejantes criaturas, avanzadillas de exploradores de un ejército monstruoso.
Recordó el salto que había llevado al hombre bestia a chocar con el mayordomo de su padre, y el desagradable golpe sordo de la cabeza de Godrich contra la banda de hierro que daba soporte a la lona mal sujeta.
Recordó el modo como los intestinos del hombre bestia se habían descargado cuando Sigurd apretó al máximo con su poderosa mano, y la forma en que la camisa de Matthias Vaedecker había absorbido el hedor de la extraña criatura.
Comenzó a evocar todas esas cosas a la vez, de manera que los recuerdos se apilaron como un montón de hojas en otoño, dejadas caer por las experiencias del día, pero que aún no se habían deshecho en el fango de la experiencia vital. Uno a uno ya habían sido bastante difíciles de soportar, pero separados del tiempo y arrojados a una confusión tan horrible, parecían diez veces peores. Le dijeron no sólo que su vida ya no volvería a ser la misma nunca más, sino que los dieciséis años que había vivido hasta ese momento los había pasado tras los muros de la ignorancia, muros que siempre habían estado asediados por todas las monstruosas lujurias y los monstruosos peligros del mundo, aunque él no lo supiera.
Reinmar se resistió a las imágenes lo mejor que pudo por el sistema de concentrar toda su voluntad en recordar el hermoso, inocente y dormido rostro de Marcilla, pero lo único que consiguió fue interponer un velo frágil y translúcido entre sus asustados ojos y el cuadro por el que se movían todos sus horrores.
Comprender su pasado bajo esa nueva luz —o estar a punto de comprenderlo como suele pasar en los sueños— fue casi demasiado para él, así que comenzó a soñar otras cosas: las posibilidades del futuro más que la carga del pasado.
Pero, ¡ay!, los potenciales del futuro habían cambiado junto con los legados del pasado, y los sueños de Reinmar se volvieron aún más fantasmagóricos cuando los encaminó en esa dirección.
Los hombres bestia del primer sueño parecían bastante aterradores, pero eran seres insignificantes comparados con las quimeras de los sueños siguientes; tenían cabezas astadas como toros o bisontes, y brazos adicionales que acababan en zarpas en lugar de manos. No obstante, lo más aterrador era algo que no podía ver, sino sólo sospechar: los seres de ese tipo escondían una pasmosa inteligencia bajo sus cabezas de monstruo y eran capaces de oír las palabras dichas en cualquier parte, dentro y fuera del mundo.
Continuó intentando con todas sus fuerzas recurrir a imágenes más reconfortantes como medio para alejar el horror, pero cada vez que trataba de conjurar la belleza de Marcilla, ésta permanecía apenas un instante antes de metamorfosearse en algo mucho más terrible. Sus ojos se inflaban hasta ser enormes y verdes, la cascada de negros cabellos se volvía de un vivido blanco, y el cuerpo mostraba toda clase de grotescos adornos, tanto tatuados como pintados. Las manos se transformaban en largas pinzas como tijeras, y hacia el final de la columna le crecía una enorme cola, rematada por una punta de flecha.
Era demasiado para que pudiera soportarlo, pero el único modo que tenía de negarse a tolerarlo consistía en destrozar las imágenes en incontables esquirlas de pensamiento, con lo cual reducía la fugitiva coherencia de su consciencia onírica a mero polvo demente… Incluso en la aterrorizada huida entrevió una posibilidad aún más espantosa que cualquiera que hubiese atisbado antes, porque se dio cuenta de que algo similar podía sucederle a su mente consciente. Destrozar las pesadillas no tenía ninguna consecuencia permanente, pero destrozar del mismo modo la mente consciente era dar un paso, de manera irremediable, a la locura.
Reinmar nunca había sospechado que tuviese ninguna tendencia a la demencia, y nunca se había considerado presa probable de tal trastorno, pero entonces sabía que no existía hombre vivo que estuviese libre de ese potencial o que fuese inmune a un destino semejante.
Sus pesadillas subsiguientes fueron tan desordenadas e incomprensibles como sólo pueden serlo las pesadillas. Cuando por fin despertó, ya comenzaban a deslizarse a través de la red de la memoria, aunque había ciertas imágenes que eran lo bastante poderosas como para quedar profundamente grabadas en su mente. Antes de abrir los ojos para saludar al nuevo día, Reinmar recordó con demasiada facilidad algunos de esos fugitivos instantes.
Se acordó de que en un momento de aquel sueño estaba intentando escalar un tosco paso de montaña que llevaba hasta un castillo situado en las nubes. Un viento terrible había dificultado cada paso, como si tironeara de él con salvajes zarpas y le ensangrentara los brazos cuando los alzaba para protegerse.
Estaba seguro de que, más de una vez, había logrado llegar hasta la puerta cerrada de la oscura ciudadela, y había gritado para que lo dejaran entrar sin conseguirlo. En cada ocasión la puerta se había abierto, aunque apenas una rendija para permitir que la brillante luz del interior bañara su rostro. La luz que lo había bañado era fría y cruel, lo hería como las zarpas invisibles que lo habían atacado en el paso de montaña, y lo hacía retroceder. De algún modo, no obstante, había logrado entrar en la enigmática fortaleza y se había escabullido hasta las sombras de un gran salón como un ratón que tuviese miedo del gato de la casa.
Recordaba que en otro momento del sueño una bella mujer había acudido a él cuando estaba tumbado sobre una amplia cama. Tenía un rostro mucho más hermoso que su amada Marcilla, pero eso era algo que cabía esperar, ya que —como había descubierto al volverse hacia ella— no era del todo mujer, sino demonio en parte. Tenía una lengua bifurcada como las serpientes, piernas que acababan en monstruosas zarpas de dos garras, y su torso estaba cubierto de lustrosas escamas multicolores, cuyos tonos dominantes eran el rosado y el azul. El diablo de cabellos blancos le había implorado a Reinmar —al parecer, con la más grande de las urgencias— que abandonara a su prometida para marcharse con ella a compartir el mejor de los éxtasis.
A pesar de que había sentido la fuerza de la tentación, había resistido. Al menos, al evocar el sueño por la mañana, estaba seguro de que tenía que haber resistido…, aunque no podía recordar del todo lo que le había dicho a la pasmosa sirena, ni qué había hecho para liberarse del placer de su mortal mirada verde y la avidez de sus brazos. Podía recordar el brillo de sus cabellos blanco plateados, como el lustre del ala de un cisne, la exótica promesa de su cimbreante cuerpo voluptuoso y la sonrisa voraz que dejaba ver las puntas de sus dientes perlados, pero por mucho que lo intentaba no lograba recordar cómo había escapado de aquella espantosa situación.
Tampoco era capaz de recordar entonces cómo había escapado de las inevitables zarpas que lo habían acosado sin descanso mientras intentaba llegar a la fortaleza de su deseo, aunque no estaba seguro de que hubiesen permanecido invisibles en todo momento. Podía evocar los más fugaces destellos de quimeras aún peores que las bestias de cabeza de bisonte, compuestas de escorpiones, viles reptiles y extremidades vagamente humanoides.
«¿Será ésta —se preguntó tras despertar, pero antes de abrir los ojos— la clase de sueños que visita a los adultos de vez en cuando, y de los que sólo me ha mantenido a salvo la juventud?». ¿O se trataría de la clase de sueños que sólo tenían los que habían tomado un sorbo de vino oscuro y no habían cumplido con su intención de escupirlo?
La memoria le falló entonces, cuando intentó recordar más detalles del fugitivo sueño, así que consintió en abrir los ojos. Luego, se sentó y se desperezó mientras volvía la cabeza para mirar a la muchacha gitana que yacía a su lado.
Estaba muy quieta y en silencio, y al principio Reinmar pensó que aún sufría los efectos del agotamiento. Poco a poco, se dio cuenta, al hacer el intento de despertarla, de que estaba sumida en un sueño mucho más profundo del que podía provocar cualquier tipo de cansancio. Tenía la piel antinaturalmente fría, a pesar de que las últimas ascuas del fuego aún despedían un poco de calor.
Pasaron varios minutos durante los cuales Reinmar la sacudió cada vez más fuerte y le habló en voz cada vez más alta. El tono debió adquirir un timbre de histeria, porque la esposa de Zygmund entró corriendo en la habitación presa del pánico, como si esperase encontrar el colchón en llamas. La mujer se arrodilló junto a Marcilla y le tocó la frente con la punta de los dedos. Luego, llamó a su esposo, que a su vez irrumpía en la habitación en ese momento.
Reinmar cogió un brazo de Marcilla y lo sujetó por la muñeca, pero no pudo hallarle el pulso.
—Se suponía que debía mejorar —insistió Reinmar—. No puede estar muerta. Sólo tenía frío y estaba mojada…, y la acostamos ante el fuego, abrigada con una manta. Estaba mejorando.
Para entonces, Zygmund también se había arrodillado junto al colchón e intentaba hallar el pulso de la muchacha como había hecho Reinmar, pero al parecer fracasó. Su esposa le entregó una caja de madera lacada, que él lustró con una manga antes de acercarla a los labios de Marcilla, de los cuales la retiró sin empañar.
El granjero se echó hacia atrás sobre los talones para descansar su peso en los tobillos, y posó los ojos sobre el esbelto cuerpo.
—Es gitana —observó, fatalista—. Oyó la llamada, pero el esfuerzo que hizo para obedecerla fue excesivo para ella.
—No puede estar muerta —insistió Reinmar—. ¡No puede! ¡Yo la amo!
—Me temo que sí lo está, tanto si la amas como si no —le dijo Zygmund con voz cansada—. No hay nada que hacer.