Trece
En la oscuridad creciente, Reinmar no podía determinar con exactitud qué tipo de granja constituían aquellos edificios y sus tierras circundantes, pero estaba demasiado cansado para preocuparse indebidamente por los detalles. Percibía en el olor del humo de las chimeneas un ligero matiz de comida reciente. También podía oír los cacareos de los pollos a cierta distancia, a la derecha de la casa, un sonido que le resultó muy tranquilizador.
La puerta de la vivienda se abrió mucho antes de que tuviese oportunidad de anunciar su presencia, y un hombre de constitución robusta, presumiblemente el granjero, salió a observarlo mientras se aproximaba. El hombre no llevaba arma ninguna, pero había una tensión notable en su actitud. Tras estudiar a Reinmar de la cabeza a los pies tanto como se lo permitió la escasa luz, y habida cuenta de que la muchacha que llevaba en brazos lo ocultaba en parte, el granjero se relajó un poco, aunque sólo un poco.
—Soy Reinmar Wieland, comerciante de vino —le dijo el joven.
—¿De verdad lo eres? —preguntó el granjero—. Me llamo Zygmund. ¿Qué te trae por aquí?
—Anoche me alojé en un pueblo que está a medio día a caballo hacia el este —explicó Reinmar— con mi mayordomo y un sirviente. Salvamos las vidas de una muchacha gitana y su hermano, que habían sido atacados por los rufianes del pueblo, pero no llegamos a tiempo de evitarles una buena paliza. Cuando la carreta quedó atascada a causa de una tormenta repentina, la muchacha se alejó. Deliraba debido a un golpe que recibió en la cabeza, y no sabía lo que hacía. La seguí hasta que cayó completamente exhausta…, pero ahora es demasiado tarde para regresar a la carreta, y no tengo ni comida ni agua. Si pudieras darnos un poco y dejar que descansáramos ante el fuego hasta que se nos seque la ropa, te estaría muy agradecido. Temo que la muchacha muera en mis brazos si no puedo acostarla pronto.
Se produjo poco cambio en los modales del hombre, que continuaba tenso y suspicaz, y Reinmar se puso igualmente tenso mientras aguardaba una respuesta.
—¿Wieland has dicho? —preguntó el granjero al fin, como si luchase por recuperar algún borrado recuerdo de su juventud, perdida mucho tiempo antes—. Creo que conozco ese apellido. Entra… y sé bienvenido.
La adición retardada de la última parte de la frase alivió un poco la ansiedad de Reinmar, a pesar de que no pareció pronunciada con total sinceridad.
La sala principal de la vivienda estaba más ordenada que aquella en la que Reinmar había hablado con Albrecht, pero las paredes encaladas y muebles rústicos se parecían mucho a los que había visto en la casa de su tío. Reinmar depositó a la muchacha sobre la alfombra del hogar, y Marcilla se estiró para recibir el calor del fuego, aunque continuó dormida y soñando.
Zygmund tenía una esposa tan robusta como él, que desapareció en dirección a la cocina cuando el hombre le pidió que trajese comida mientras él salía en busca de más leños para alimentar el fuego. El día no había llegado a entibiarse y la tormenta había enfriado considerablemente la atmósfera, así que se percibía un helor en el aire húmero, aunque éste desapareció cuando regresó el granjero e hizo que volvieran a alzarse llamas en el hogar.
El anfitrión volvió a desaparecer para regresar al cabo de poco rato con un colchón escasamente relleno y dos mantas gruesas.
—No es demasiado blando —se disculpó—, pero la paja está limpia y razonablemente libre de parásitos. Las mantas la mantendrán abrigada si le quitas la ropa mojada. Tú tendrás que sentarte junto al fuego hasta que se te seque la ropa sobre el cuerpo.
Reinmar aceptó con agradecimiento lo que le ofrecía. Le quitó el vestido a Marcilla tras haberla cubierto con una de las mantas para proteger su honestidad, y lo colgó sobre el brazo de una silla.
La esposa del granjero llegó con media barra de pan y los restos de una pierna de venado, y Reinmar comenzó, de inmediato, a cortar rebanadas de carne con su cuchillo, para luego partir el pan en trozos más pequeños. Para cuando hubo acabado con esos preparativos, junto al hogar habían dejado dos vasos de vino. Reinmar cogió uno y lo probó. Al principio se sorprendió de encontrarlo razonablemente bueno, hasta que se dio cuenta de que debían de haberlo obtenido en los mismos viñedos que él había visitado ese día.
—No es para nada la peor de las cosechas —murmuró.
El granjero había vuelto a marcharse y no pudo oírlo… De hecho, Reinmar comprendió que debía de haber salido de la casa otra vez. La mujer les llevó una jarra de agua.
—¿Quieres que te ayude a alimentar a la doncella? —le preguntó—. La pobrecilla parece agotada.
Reinmar sacudió la cabeza, y lamentó amargamente el que Marcilla estuviese mucho peor que agotada.
—Me pareció ver otro edificio en el valle, ¿estoy en lo cierto? —preguntó, distraído.
—Sí —replicó la mujer con lentitud—. Es el monasterio. Zygmund ha ido allí en busca de ayuda para la doncella. Los monjes tienen algunos conocimientos de sanación.
—¿Un monasterio? —inquirió Reinmar al recordar lo que le había dicho Luther sobre otros rumores relacionados con el origen del vino oscuro—. ¿Cuántos monjes viven allí?
—No lo sé seguro. No más de sesenta, calculo.
¡Sesenta! Era un número mayor del que Reinmar había esperado oír. Hasta donde él sabía, los monjes eran más dados a hacer cerveza que vino, pero forzosamente debían ser capaces de emplearse en cualquier cosa… y se decía que los monjes habían sido los primeros en descubrir el secreto de la destilación que permitía transformar el vino en licores más fuertes. Resultaba plausible que el vino de los sueños pudiese ser invento de monjes, pero… ¿sería al bendito Sigmar a quien adoraban estos monjes o a alguna otra deidad? ¿Y cuántas otras verdades podría haber en las historias que Luther Wieland había recogido cuando buscaba el origen del vino de los sueños?
Reinmar advirtió que la mujer lo estudiaba con una curiosa expresión, en la que había una mezcla de ansiedad, y de perplejidad. Apartó la cabeza con la esperanza de que no pareciese un gesto culpable. En cualquier caso, ella lo interpretó como una invitación para que se marchara, y él continuó ingiriendo trozos de pan y tajadas de venado. Consiguió que Marcilla bebiera un poco de agua, a pesar de su inconsciencia, e incluso un poco de vino, pero cuando mojó un trozo de pan en agua, no logró metérselo en la boca.
Aunque estaba preocupado y no se sentía para nada seguro, Reinmar se dio cuenta de que iba relajándose y de que el cansancio mermaba su estado de vigilia. Una vez que hubo acabado con la media barra de pan, se habría quedado dormido si no hubiese oído que la puerta de la casa volvía a abrirse.
Alzó una mirada borrosa esperando ver a Zygmund, pero el granjero no se encontraba con los dos monjes que entraron. Iban ataviados con hábitos monacales y llevaban un zurrón colgado del hombro. Debían de haber estado fuera durante la tormenta de lluvia, porque sus hábitos aún estaban mojados. La humedad de la tela de color gris oscuro desprendía un olor mohoso que no se parecía a nada que Reinmar conociera.
Eran ambos altos y de rostro delgado, y cuando se echaron hacia atrás las capuchas húmedas que cubrían la zona tonsurada de su cabello espeso y negro como la brea, Reinmar vio que ambos tenían unos ojos tan insólitamente brillantes como oscuros. Había algo peculiar en aquella brillantez, pero Reinmar no pudo determinar con precisión de qué se trataba.
Los dos recién llegados recorrieron la sala con una rápida mirada, y luego se aproximaron al hogar junto al que Reinmar se encontraba sentado al lado de Marcilla.
Tras hacerle apenas un gesto con la cabeza a Reinmar, uno de los monjes dejó el zurrón a un lado y se arrodilló junto a la muchacha. Le posó una mano en la frente y, luego, en una mejilla. Parecía preocupado de verdad, pero su compañero estudiaba a Reinmar con gran atención y obvia curiosidad.
—Tiene fiebre —informó el monje que estaba arrodillado—. El golpe que recibió en la cabeza la ha dejado malherida. Has hecho bien en buscar refugio, joven… Sólo espero y ruego que no sea demasiado tarde para salvarla. ¿Has tenido que llevarla en brazos durante mucho tiempo?
—Bastante —respondió Reinmar, cuya ansiedad había aumentado de modo considerable ante el vago diagnóstico del monje—. Tuve mucha suerte de dar con esta granja, porque me encontraba completamente perdido. Estoy seguro de que no podría haber hallado el camino de vuelta a mi carreta. ¿Está muy mal? Mi mayordomo pensaba que se recuperaría, aunque eso fue antes de que se marchara después de la tormenta que le empapó la ropa.
Dejó más espacio para que los dos monjes pudiesen secarse las vestiduras al calor de las llamas, mientras el que había permanecido de pie echaba más leña al fuego.
—Es mal día para andar por ahí —comentó el monje que estaba arrodillado—. Parece que la tormenta nos pilló a todos por sorpresa, y desde luego no le ha hecho ningún bien a tu amiga. Se ha empapado, y luego se agotó caminando. Si antes no estaba en peligro de muerte, lo está ahora. Soy el hermano Noel, por cierto, y mi compañero es el hermano Almeric. Nuestra casa se encuentra al otro lado del lago. Tal vez la viste cuando bajabas la ladera. —El tono era bastante amistoso, aunque algo precavido.
Reinmar no ignoraba que los dos hombres no sabían muy bien qué pensar de él y, aunque Zygmund tenía que haberles dicho cuál era su nombre y qué profesión tenía, repitió ambas cosas tanto para conferirles más fuerza como para mostrarse cortés.
—Soy Reinmar Wieland, comerciante de vinos de Eilhart. La muchacha se llama Marcilla, según me dijo su hermano. Ella apenas ha pronunciado dos palabras desde que la rescatamos de los patanes que la atacaron en el pueblo cercano.
Bajó los ojos con temor, pues sabía que carecía de toda experiencia en la que basarse para hacer una valoración precisa del estado de la joven.
—¿Wieland el vinatero? —preguntó el hermano Almeric con aire pensativo—. Hace tiempo, nosotros conocíamos a un hombre que tenía ese apellido, ¿no es cierto, hermano Noel?
—Así es —confirmó su compañero.
Reinmar se preguntó si el nosotros se refería a los dos monjes presentes o a toda su comunidad.
—Mi abuelo Luther solía visitar con regularidad esta zona —informó Reinmar. A despecho de su preocupación por Marcilla, sabía que no debía olvidar que tenía otros planes que llevar a cabo—. Por desgracia, cayó enfermo y tuvo que dejar la dirección del negocio en manos de mi padre, Gottfried, antes de que éste hubiese aprendido del todo el oficio, y perdió contacto con algunas de nuestras anteriores fuentes de suministro. Ahora que yo soy lo bastante mayor para tomar parte en el negocio, esperamos restablecer relaciones con algunos de los proveedores que perdimos.
—¿De verdad? —preguntó el hermano Noel—. Me temo que carecemos de experiencia en los asuntos del comercio. Nosotros, personalmente, tenemos pocas relaciones con los aldeanos de los valles vecinos, aunque el hombre en cuya casa nos encontramos ha sido siempre un buen vecino. Hace una buena cantidad de trueques para nosotros, y tenemos otros amigos en la región.
Hablaba con un tono tan sincero como el que había empleado Reinmar, pero el joven estaba seguro de que sabía con total exactitud qué podía significar la frase «los proveedores que perdimos».
—Me temo que me he comido todo el pan —dijo Reinmar—, pero queda un poco de carne, y el vaso de vino que la esposa del granjero trajo para Marcilla está prácticamente intacto.
Continuaba mirando con ansiedad a la muchacha, y tendió una mano para tocar su rostro angustiado cuando pronunció su nombre. Tenía mucha fiebre; el fuego había vuelto a calentarla.
—Hemos traído nuestro pan —contestó Almeric con brusquedad—, y también vino, un vino mejor que éste.
—¿De verdad? —preguntó Reinmar—. Pensaba que ésta era una cosecha insólitamente buena. Esta misma mañana compré una buena parte de la producción del viñedo del que procede. —Vaciló apenas un instante antes de añadir—: Si tenéis uno mejor, me encantaría probarlo.
Al hermano Almeric no parecía entusiasmado en complacer esa solicitud, pero miró a su compañero en busca de consejo.
—¿Por casualidad has acudido aquí en busca del monasterio, maese Wieland? —preguntó el hermano Noel, con tono tranquilo pero cauteloso—. En otros tiempos, nuestros vinos tuvieron una cierta reputación tanto entre los expertos en licores como entre aquellos que conocían su valor medicinal.
—No tenía ni idea de que existiera el monasterio —les aseguró Reinmar—. Si la muchacha gitana no me hubiese obligado a seguirla, habría pasado de largo sin saber siquiera que existía este valle… Pero siempre estoy interesado en los buenos vinos. Soy, como ya os habréis dado cuenta, un mero aprendiz, aunque ansioso por aumentar el negocio familiar hasta que sea tan provechoso y estimado como antes. ¿Podréis ayudarla? Zygmund dijo que teníais algunos conocimientos de sanación… Por eso os fue a buscar, ¿verdad?
Mientras Reinmar hacía su cuidadoso discurso, Almeric había abierto el zurrón y había sacado de dentro una fina barra de pan algo sucia, y una pequeña botella de piedra. El tapón de la botella estaba sujeto con alambre de plomo.
—Podemos ayudarla —respondió Noel— si consientes que el hermano Almeric le dé a la muchacha una pequeña cantidad de este licor. No creo que eso le permita recobrar ahora el sentido, pero a la larga la beneficiará. Tiene notables poderes de reanimación, y los miembros de nuestra orden siempre han disfrutado de una salud insólitamente buena.
Reinmar no comprendió plenamente el significado de esas palabras hasta que acabaron de ser pronunciadas. Había estado representando su papel a despecho de la ansiedad que sentía, y se había metido en la trampa. Sin duda, lo que le estaban ofreciendo a Marcilla era uno de los vinos oscuros. Si podía confiarse en el juicio de Gottfried Wieland y Machar von Spurzheim, los monjes le estaban pidiendo que les dejara darle una dosis de la esencia misma del mal. Por otro lado, pensó que las únicas personas que conocía que realmente habían probado alguna vez el vino oscuro eran Luther y Albrecht, quienes hablaban de él en términos mucho más positivos y aún estaban vivos para contarlo. Ninguno de ellos, al parecer, se había convertido en un adicto sin remedio, y ninguno de los dos había sufrido daño repentino o permanente como consecuencia de su consumo.
Durante varios segundos sufrió una agonía de indecisión tan intensa que no pudo pronunciar una sola sílaba para protestar cuando le arrebataron la decisión de las manos. Almeric se arrodilló junto a su compañero, que se apartó, y posó el cuello de la botella ya abierta sobre la boca de Marcilla.
La muchacha había sido incapaz de beber más que un pequeño sorbito de agua o vino corriente, pero en cuanto el licor tocó sus labios alzó ligeramente la cabeza y, cuando el líquido entró en su boca, lo bebió con ansia. Reinmar extendió un brazo como si intentara detener al monje, pero no había verdadera fuerza en el gesto, y el hermano Noel le sujetó la muñeca con suavidad pero firmemente.
—Lo necesita, maese Wieland —dijo Noel con voz queda—. Créeme, te lo ruego; lo necesita de verdad.
Los ojos de Marcilla se habían abierto, aunque sólo por un momento, y suspiró profundamente al cerrarlos otra vez para luego dejar caer la cabeza y volver a dormirse. La verdad era que parecía más tranquila y no estaba tan afiebrada.
—¿Lo ves? —dijo el hermano Noel—. Realmente lo necesitaba. No digo que vaya a curarla, pero hará que se sienta mucho mejor.
El tono de su voz no había variado en lo más mínimo, pero a Reinmar le pareció que sus palabras habían adquirido un claro matiz ominoso.
—Gracias —respondió Reinmar con incertidumbre—. Sois muy amables.
—Si quieres, tú mismo puedes probar el vino —prosiguió Noel—. Es probable que lo encuentres más fuerte y dulce que cualquiera que hayas probado antes, pero creo que te hará bien. Es evidente que tu compañera tiene mucha más necesidad de él, pero tú también pareces haber sufrido un poco. Es una maravillosa ayuda para la recuperación. No puede curar una herida, pero sí reanimar el espíritu y aliviar la angustia, y tú pareces necesitar ese tipo de tratamiento. En el peor de los casos, te resultará interesante para tu experiencia profesional.
Reinmar tragó con dificultad. La ansiedad le había secado la garganta y desde luego que tenía sed, pero estaba seguro de que ése era el vino con el que su padre siempre se había negado a comerciar. Los argumentos que le habían venido a la cabeza cuando se ofrecieron a darle el vino a Marcilla, volvieron entonces con tanto poder como antes, y sabía que no podría mantener el fingimiento de comprador potencial del vino si se negaba a probarlo siquiera, aunque no ignoraba que ese momento de decisión podría ser el más crucial con el que jamás tendría que enfrentarse.
Sabía que su padre habría insistido en que lo rechazara, y también sabía que su abuelo le habría instado a probarlo. Al final, sin embargo, era una decisión que debía tomar él y nadie más.
—Tengo que limpiarme el paladar —dijo al fin.
Con cuidado, acabó con el vino que quedaba en el vaso que le había llevado la esposa del granjero. Después se sirvió un poco de agua, con la que se enjuagó la boca como lo habría hecho cualquier experto antes de catar un caldo nuevo. Por este procedimiento, demostró que sólo tenía intención de probar el vino que le ofrecían, y que luego lo escupiría.
El hermano Almeric le quitó el tapón a la botella por segunda vez, y escanció un poco dentro del vaso con gesto parsimonioso.
Reinmar miró el interior del recipiente de madera, pero estaba tan manchado que resultaba imposible juzgar el color del líquido que entonces contenía, aunque era un poco viscoso y tenía una fragancia notablemente fuerte —dulce aunque más bien empalagosa—, que no le resultó del todo agradable.
«Soy un hombre independiente —se dijo—. A partir de ahora tomo mis propias decisiones y permanezco fiel a mis sueños».
A continuación, bebió un diminuto sorbo del vino oscuro, y lo dejó reposar durante un momento sobre la lengua.