Doce

Doce

Las nubes de tormenta ya se habían disipado, y la lluvia había cesado con la misma brusquedad con que comenzó, pero la mitad sur del cielo aún estaba encapotada. La luz del sol empezaba su lento desvanecimiento hacia la noche.

Reinmar y Vaedecker envainaron sus espadas y avanzaron trabajosamente hasta la carreta, donde encontraron a Godrich sentado y con la cabeza cogida entre las manos. Parecía muy aturdido, pero cuando Reinmar subió de nuevo al vehículo de madera, el mayordomo reaccionó.

—Sólo tengo un chichón en la cabeza y una torcedura de tobillo. Sobreviviré —anunció.

Entretanto, comenzó a mirar a su alrededor para valorar la extensión de los daños sufridos por la carreta y la carga. Las apariencias no eran alentadoras, aunque la expresión del hombre sugería que había esperado que fuesen peores.

—¿Dónde está la muchacha? —preguntó Vaedecker, de pronto.

A Reinmar le sorprendió la urgencia del tono del sargento, ya que no había pensado que fuese un hombre solícito.

Godrich miró de nuevo a su alrededor con incertidumbre, mientras Vaedecker alzaba con brusquedad la capa bajo la cual la joven gitana había estado acurrucada y la sacudía como si de algún modo pudiese haberse quedado atrapada dentro del forro. Fue Reinmar quien la divisó, ya a unos cuarenta o cincuenta pasos de la carreta, y la habría perdido entre los árboles de no haber captado aquel breve atisbo de ella.

—¡Allí! —dijo a la vez que señalaba con un dedo.

Marcilla desapareció casi con tanta rapidez como él habló, pero Reinmar tuvo tiempo de advertir que sus pasos eran tan seguros que parecían antinaturalmente mecánicos y medidos, como si se hallara en trance.

Vaedecker profirió imprecaciones casi tan abundantes como durante la lucha.

—Cuida bien de la carreta, mayordomo —gruñó, aunque Reinmar tuvo la sensación de que en ese momento no le preocupaba en exceso el estado de la carreta—. Vamos, Reinmar.

Reinmar se sorprendió, pero obedeció con presteza. Saltó del vehículo, fue tras el sargento y se alejó hacia el lugar por donde había desaparecido la muchacha, que formaba un ángulo recto con la dirección seguida por los caballos. Había avanzado unos doce pasos cuando se dio cuenta de que el soldado no estaba en absoluto preocupado por el bienestar de Marcilla. Vaedecker la seguía porque había oído la palabra llamada cuando ella deliraba y sabía el significado que el vocablo podía tener en el contexto de su misión de espía.

No volvieron a verla tan rápidamente como podrían haber esperado, y se apartaron con lentitud a fin de cubrir más terreno, aunque el sargento gritó una advertencia por temor a que se perdieran de vista el uno al otro.

Para cuando volvió a atisbar a la esbelta figura que se deslizaba entre los árboles, Reinmar comenzaba a preguntarse si sería capaz de hallar el camino de regreso a la carreta. Resultaba imposible seguir un rumbo recto al avanzar entre maleza y ramas caídas, y ya no confiaba en su orientación, aunque Marcilla parecía bastante segura de la suya y continuaba avanzando, indiferente a cualquier amenaza que pudieran entrañar las criaturas inhumanas de la clase que fuese.

Reinmar nunca les había tenido ningún miedo especial a los bosques que poblaban el pie de las Montañas Grises, aunque podían ser tenebrosos y reinar en ellos un ominoso silencio. Había dormido bajo los árboles en expediciones anteriores que había hecho con su padre, y no habría vacilado en volver a hacerlo durante ese viaje en caso necesario, incluso en aquella región relativamente sombría que no conocía bien; sin embargo, después de saber que de verdad había monstruos en las colinas, cada paso que lo separaba de la carreta era un paso hacia un desconocido mundo peligroso.

Lo más extraño, no obstante, era que Reinmar temía más por Marcilla que por sí mismo. La muchacha gitana debía de haber dormido al raso con más frecuencia que él y en lugares peores que ése, pero estaba herida y empapada de pies a cabeza, a pesar de la capa con que él había cubierto su cuerpo dormido. Mientras permaneciera en ese trance, podría encontrarse con una zanja y sufrir una caída grave; además, no podría hacer nada para defenderse de un hombre bestia. El suelo por el que avanzaban era demasiado escabroso.

Cuando Vaedecker gritó, Reinmar se dio cuenta de que se habían perdido de vista el uno al otro, pero, al replicar, ambos lograron orientar sus pasos al instante hacia cursos convergentes.

El sonido de la llamada de respuesta de Reinmar pareció despertar ligeramente a Marcilla de su estado de sonámbula; se detuvo durante una fracción de segundo, pero no se volvió. Cualquiera que fuese la fuerza que la tenía en su poder, pareció estrecharla más en respuesta a su vacilación y se negó a liberarla. Los indistintos ecos de ambos gritos resonaron en el aire durante uno o dos segundos, como si a Vaedecker le hubiesen respondido una docena de voces lejanas que emanaban de la parte más oscura del bosque, situada al sudeste.

En ese momento se encontraban a no más de quince pasos de Marcilla. Ya no corrían riesgo de perderla de vista, pero Reinmar apresuró el paso con el fin de darle alcance, y Vaedecker lo imitó.

Reinmar volvió a llamar, esa vez dirigiéndose directamente a la muchacha, pero la única respuesta que recibió procedía del extraño eco. Se apresuró aún más y, al cabo de poco, se encontraba junto a la gitana, pero Vaedecker le susurró una advertencia.

—No la toques —dijo el sargento—. Déjala ir adonde quiera… y que nos lleve con ella.

Esa frase disipó cualquier duda que a Reinmar pudiera quedarle respecto al propósito que movía al sargento. De una u otra forma, Machar von Spurzheim había descubierto lo poco que Luther Wieland sabía sobre el origen del vino oscuro, y el sargento no iba a desaprovechar el golpe de buena suerte que había puesto a Marcilla bajo su cuidado precisamente en el momento más oportuno. Esa era su misión, y disponía de una inesperada posibilidad de cumplirla con éxito. Por supuesto, no era la misión de Reinmar, y el muchacho sabía a la perfección lo que diría Gottfried cuando se enterase, si se enteraba, de que su hijo había vagado por el bosque tras una gitana sonámbula en lugar de quedarse con la carga, pero apartó de sí el pensamiento. Había tomado a la muchacha bajo su protectora ala, y estaba decidido a cuidar de ella. No podría haberla dejado vagar por el bosque a solas o sin más guardián que un soldado que sólo deseaba usarla para que lo guiara hasta un lugar secreto.

En cualquier caso, la curiosidad del propio Reinmar había sido avivada por las historias oídas acerca del vino de los sueños. ¿Qué no habrían dado Luther o Albrecht por tener la oportunidad que casualmente había caído en sus manos? ¿Cuántas expediciones de ese tipo tenía que haber emprendido Luther en su juventud sin haber tenido jamás un golpe de suerte tan inaudito como ése?

Reinmar había vuelto a situarse junto a Marcilla, y podía verle el rostro; había esperado un semblante inexpresivo, pero no fue eso lo que halló. Vio que la muchacha parecía tremendamente ansiosa y agitada, como si se encontrara perdida en un torbellino interior que no podía disipar.

—No la toques —volvió a advertirle Vaedecker—. No sé qué la trastorna, pero no es un sueño.

—Eso no lo sabemos —murmuró Reinmar, aunque mantuvo las manos a ambos lados del cuerpo.

—¿A dónde vamos, maese Wieland? —le preguntó el sargento—. Tú conoces esta zona mejor que yo. ¿Qué hay al otro lado de este bosque?

Reinmar miró a su alrededor a pesar de que sabía muy bien que no tenía esperanza de ver ninguna característica del terreno que le resultase conocida. Avanzaban más o menos hacia el estesudeste y ascendían una cuesta, pero no tenía la más mínima noción de lo que podía haber en esa dirección ni al otro lado de la cresta que, presumiblemente, coronarían llegado el momento.

—No tengo ni idea —confesó—. Yo diría que por esta zona hay granjas y caseríos a los que no se puede llegar en carro. El terreno es demasiado escabroso para que puedan abrirse caminos. Incluso un hombre a caballo tendría grandes dificultades para seguir las pistas de los ciervos a través de un bosque como éste. Es un territorio para caminantes, y cualquier cosa que se produzca aquí tendrá que seguir una ruta larga y tortuosa hasta llegar a un lugar que se parezca a un mercado. ¿Has visto algún signo de que la zona esté poblada desde que dejamos la carreta, como marcas de hacha de leñador o trampas de cazadores?

—Ninguno —admitió el soldado—. Pero el camino no puede encontrarse a más de unos pocos centenares de pasos, y ésta es una tierra habitable…, o lo sería si en sus sotos no acecharan monstruos semihumanos.

—¿Qué vamos a hacer cuando caiga la noche? —le preguntó Reinmar, que tácitamente aceptaba el hecho de que seguirían a la muchacha adondequiera que fuese y durante todo el tiempo necesario, y dejarían la carreta y su carga al cuidado de Godrich y Sigurd—. No tenemos faroles. Sin las mochilas, de hecho, no contamos más que con el contenido de los zurrones, nuestras armas y la ropa empapada…, y la tuya, si me perdonas la observación, huele a rayos.

—Lo menos que la lluvia podría haber hecho por nuestra causa es lavarme la ropa hasta quitarle el mal olor —convino Vaedecker con expresión ceñuda—. Pero falta un rato para que nos quedemos sin luz, y con independencia de qué magia esté guiando sus pasos, la muchacha continuará necesitando los ojos para saber dónde pone los pies. Si no llega a destino antes de que caiga la noche, tendrá que detenerse y esperar.

Se hizo un largo silencio mientras caminaban, pero la agitación del alma semieclipsada de Marcilla comenzaba a contagiársele a Reinmar, y no quería quedar a merced de las horrorosas incertidumbres de ese estado.

—¿Por qué me pediste que te acompañara? —le preguntó al soldado—. Pensaba que no te fiabas de mí.

—¿Por qué me acompañaste? —preguntó Vaedecker a su vez—. Yo sé que no te fías de mí.

Reinmar se sintió un poco desconcertado, en especial, polla respuesta que se le venía a los labios.

—No quería que la muchacha sufriera daño alguno —dijo al fin—; por ninguna causa.

Vaedecker profirió una carcajada seca.

—Los jóvenes se enamoran con demasiada facilidad —observó—. Muéstrales una cara bonita y un cuerpo indefenso, y estarán perdidos. De todos modos, es mejor eso que el atractivo del vino oscuro. Prefiero que estés aquí como héroe que como comerciante, pero cualesquiera que sean tus motivos, es mejor que no te pierda de vista. Soy soldado, no estúpido; si el misterioso origen del vino oscuro está protegido por monstruos que cazan en manada, no quiero tener que enfrentarme a ellos sin un amigo que me cubra las espaldas.

—¿Un amigo? —preguntó Reinmar.

—¿Acaso no somos amigos, maese Wieland? Supongo que esta mañana, al despertar, no éramos amigos, pero esta tarde hemos luchado codo con codo contra los monstruos. Ahora tenemos una base para la amistad, ¿no te parece?

—Supongo que sí —concedió Reinmar, aunque pensaba que Vaedecker tenía sus propias razones para hacer esa afirmación.

Aún avanzaban ladera arriba sin ver señales de su fin, aunque en aquella zona los árboles eran mucho más altos y tenían copas más espesas. Todavía podían verse algunas coníferas típicas de las zonas más abiertas, pero la mayoría de la vegetación era caduca, y las hojas ya habían comenzado a amarillear en las ramas. El sotobosque formado por helechos era abonado por el rico humus de las hojas caídas, lo que permitía que crecieran hasta la altura de un hombre, aunque no dificultaban demasiado el avance.

Reinmar se dio cuenta de que los árboles entre los que pasaban tenían que ser muy añosos. Habían tenido el dominio del terreno durante tanto tiempo que hacía treinta años o más que ningún arbolillo joven encontraba espacio para crecer. Los bosques cercanos a los caminos eran ampliamente trabajados por los leñadores, y siempre tenían árboles jóvenes mezclados con los viejos; no obstante, resultaba obvio que a aquel sitio acudían pocos hombres, y ninguno llevaba hacha.

El paso de Marcilla había comenzado a vacilar; no debido a la falta de resolución, sino porque estaba casi exhausta. No había bebido agua desde que la lluvia le mojó los labios, y hacía demasiado que no comía nada. El golpe recibido en la cabeza la había debilitado mucho.

Mientras Reinmar vacilaba sin saber si debía intervenir o no, ella tropezó y habría caído si él no hubiese avanzado con rapidez para sujetarla.

La habría ayudado a recobrar el paso de marcha si hubiese podido, pero en cuanto su avance se vio interrumpido, la muchacha se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos, y Reinmar se encontró con la joven sujeta entre los brazos. Aunque estaba profundamente dormida, continuaba soñando, ya que sus ojos se movían bajo los párpados cerrados y su expresión no era en absoluto serena. Vaedecker volvió a imprecar.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Reinmar—. ¿Esperamos hasta la mañana? No tenemos ni comida ni agua para ayudarla a recuperar fuerzas. Podría haberse recobrado si se hubiera quedado en la carreta, pero ahora se encuentra mucho peor.

—La llamada que ha oído no puede hacer concesiones a su estado físico —murmuró el soldado—. La magia, si es que se trata de magia, no puede saber que le han golpeado la cabeza y la han atontado, o tal vez no le importa. Si no estuviéramos aquí, probablemente quedaría tendida y moriría, pero dado que estás tú para llevarla en brazos, aún queda una posibilidad de que sobreviva. Sigamos el mismo rumbo que llevaba mientras podamos, al menos hasta llegar al final de esta condenada cuesta. Una vez en lo alto, subiré a la copa de uno de estos gigantes de madera y veré qué hay en el territorio del otro lado.

Reinmar acomodó a Marcilla lo mejor que pudo en sus brazos antes de ponerse en movimiento, tras el sargento. La muchacha le había parecido bastante ligera cuando se movía por propia voluntad, pero entonces que estaba relajada resultaba realmente muy pesada, y Reinmar creía que no podría cargar con ella durante mucho rato sin desplomarse.

Por suerte, el final de la ladera no se encontraba muy lejos, y cuando lo alcanzaron, Vaedecker trepó de inmediato a un árbol. Reinmar miró en torno para buscar un sitio en que depositar la carga, pero en el suelo abundaban raíces que sobresalían y los pocos espacios que había se encontraban cubiertos de helechos. La vegetación estaba aún muy mojada y no se secaría antes del anochecer, al igual que la ropa de Marcilla. Reinmar posó los ojos en lo alto de la cabeza de la muchacha, y vio que desde ese ángulo resultaba muy visible la herida que había sufrido.

El joven Wieland volvió la vista en la dirección por la que habían llegado e intentó calcular qué distancia los separaba de la carreta. En ella no hallarían refugio, pero algunas de las prendas de recambio que llevaban en las mochilas estarían razonablemente secas, y en el vehículo había comida y agua, además de mucho vino. ¿Sería demasiado malo si él y Vaedecker perdían la única oportunidad de ser admitidos en el lugar donde se fermentaba el vino de los sueños? Negarse a retroceder, dadas las circunstancias, podría significar sufrir voluntariamente una enorme cantidad de penurias y esfuerzos.

Matthias Vaedecker se dejó caer desde las ramas inferiores del árbol al que había trepado.

—Buenas noticias —anunció—. En el valle que hay al otro lado se ven dos grupos de edificios. El bosque es menos espeso, y hay un lago. Las aguas parecen grises y oscuras bajo esta luz, pero me atrevería a decir que es un sitio bastante agradable cuando brilla el sol. Los edificios también son grises. El grupo más grande se encuentra en la orilla y parece tener la suficiente capacidad como para alojar a toda una comunidad. El otro grupo está más cerca de la linde del bosque, justo en el camino de cualquiera que se dirija hacia el lago o al grupo de edificios más grande. El grupo de edificios más cercano parece una granja corriente, con sus cobertizos, dos graneros y tal vez un gallinero, pero no pude ver ningún trabajador ni ganado. Sería un buen refugio si pudiéramos estar seguros de que te acogerán bien.

—¿Si pudiéramos estarlo? —repitió Reinmar con tono de duda.

—Bueno, maese Wieland —dijo el sargento resueltamente—, supongo que te corresponde a ti averiguar si obtienes una buena acogida. Si apareces en el umbral con una muchacha en los brazos, inconsciente y al borde de la muerte en los brazos, es improbable que te den con la puerta en las narices, y si te preguntan quién eres y a qué te dedicas, eres Reinmar Wieland, nieto de Luther Wieland, el conocido comerciante de vinos, que busca renovar sus bodegas. Creo que estarán dispuestos a recibirte, con independencia de quiénes sean.

—¿Y qué harás tú? —quiso saber Reinmar, sólo levemente resentido por el modo como el otro intentaba manipularlo. Después de todo, también él tenía sus propios planes, y era el que se encontraba en mejor posición para hacer más averiguaciones y descubrimientos.

—Soy un soldado —respondió Vaedecker—. Puedo cuidar de mí mismo por un rato…, y ahora que estamos aquí, si éste es el lugar al que intentábamos llegar, es necesario que eche un vistazo por los alrededores. Preferiría que nadie supiera que estoy aquí, más aún si es verdad lo que dice el rumor respecto a que los desconocidos no deberían hallar el camino hasta aquí sin ayuda sobrenatural. Los espías trabajan mejor cuando no los esperan.

—¿No te preocupa dejarme a solas? —preguntó Reinmar, cauteloso.

—Estaré cerca hasta que te encuentres a salvo y bajo techo —le aseguró el soldado—. Después de eso, tendré que confiar en que cuides de los intereses de todos de la mejor manera posible.

Reinmar sólo vaciló un momento antes de asentir para mostrar su acuerdo con el plan. En efecto, era mucho más probable que a él y la muchacha les dispensaran una buena acogida si no los acompañaba otro hombre. Aunque sus anfitriones se mostraran suspicaces ante su presencia, tendrían para con él una deuda de gratitud al darse cuenta de que ella no podría haber concluido el viaje por sus propios medios, y tal vez se alegrarían al oír su nombre. Si eran los productores del vino oscuro, o incluso si eran meros distribuidores, los Wieland habían sido sus aliados en otros tiempos, y si se habían enterado de las proezas de Von Spurzheim en Marienburgo, muy bien podrían pensar que entonces necesitaban aliados con más desesperación que nunca.

Reacomodó a Marcilla en sus brazos, de modo que, cuando echó a andar otra vez, la tenía bastante bien equilibrada. Como descendía la ladera en lugar de subirla, le parecía que avanzaba con mayor facilidad, aunque debía tener cuidado para no tropezar con una raíz a flor de tierra o resbalar en las zonas de fango.

El bosque era más denso a medida que bajaba la ladera, pero logró hallar un sendero que lo atravesaba, sin perder la orientación. Cuando Vaedecker desapareció entre los árboles, apenas lo advirtió. Aunque de vez en cuando volvía la vista atrás con la esperanza de ver dónde estaba el soldado, Reinmar no pudo captar ni un atisbo de él, aunque supuso que el otro podía observarlo.

Dado que Reinmar descendía hacia el valle, el sol —que estaba poniéndose tras las nubes— se escondió un poco antes de lo que él había previsto; comenzó a preguntarse si tendría luz crepuscular durante el tiempo necesario, pero antes de que se pusiera más nervioso el bosque empezó a abrirse otra vez. Se sintió profundamente contento cuando aparecieron ante él las ventanas iluminadas y le proporcionaron un punto hacia el que avanzar.

—Bueno —dijo para sí en un susurro—, aquí estoy. Siempre he ansiado correr una aventura y ahora me encuentro en medio de una. Esperemos que logre desenvolverme de tal forma que pueda recordarla con alegría durante toda mi vida.