Once
Los hombres bestia acometieron en grupo, aunque a Reinmar le resultaba imposible saber con exactitud cuántos eran; «al menos, siete —pensó—, y tal vez incluso diez». Algunos avanzaron por la derecha de los caballos y otros por la izquierda, pero uno saltó entre ambos animales, se detuvo para recobrar el equilibrio sobre el yugo que unía los collares y usó los lomos lustrosos de lluvia como si fueran las piedras de un río, para lanzarse hacia Godrich.
El mayordomo había soltado las riendas, pero no había tenido tiempo de aflojar el cordel que sujetaba la espada dentro de la vaina, y el hombre bestia llegó hasta él cuando aún no había sacado el arma. El hombre cayó de espaldas por encima del respaldo del asiento del conductor y se golpeó la cabeza con la parte superior del arco de hierro que Sigurd había colocado para sujetar la lona. De repente, el hombre bestia estaba dentro de la carreta con ellos, y ya no quedó ninguna duda acerca de su naturaleza monstruosa.
Los brazos de la criatura, aunque muy peludos, eran fundamentalmente humanoides, al igual que sus velludas piernas, pero los enormes pies estaban rematados por garras. Su cabeza no era del todo la de un lobo, aunque, sin duda, tenía la ferocidad de dicho animal cuyos colmillos y babeantes mandíbulas poseía. Los ojos, en cambio, estaban situados en una posición más frontal que los de un lobo, y las orejas se parecían más a las de un gato. El hocico se asemejaba al de un cerdo, y lucía dos cuernos incipientes en la frente peluda.
Si sólo hubiese tenido garras y dientes como armas, el hombre bestia habría sido un oponente formidable, pero además llevaba un arma artificial en cada mano: un cuchillo de gruesa hoja en la derecha y un garrote en la izquierda. No obstante, tal vez eso no le confería una auténtica ventaja porque, al caer Godrich y quedar atontado por el golpe recibido en la cabeza, quizá habría tenido tiempo de desgarrarle la garganta con aquellos terribles colmillos, pero, en lugar de hacer eso, la criatura alzó el cuchillo, dispuesta a destriparlo de un tajo.
Ese intervalo de tiempo fue cuanto necesitó Sigurd. El hombre bestia no había hecho sonido alguno, pero Sigurd profirió un aullido mucho más largo y potente del que podría emitir cualquier animal, y su mano salió disparada para aferrar por la peluda garganta al hombre bestia que había invadido la carreta. Al cerrar la mano sobre el cuello de la criatura, Sigurd se incorporó hasta ponerse de pie.
La lona se rajó al ser atravesada por la cabeza y los enormes hombros del gigante, y la rotura se extendió hacia adelante y hacia atrás, hasta quedar partida en dos mitades lo bastante elásticas como para salir disparadas hacia los rostros de los hombres bestia que se habían situado a ambos lados del vehículo.
El hombre bestia al que Sigurd había cogido era tan grande como Reinmar y de constitución más robusta, pero el gigante lo levantó en el aire con despectiva facilidad y le aplastó la garganta con los dedos. Cuando su brazo se hubo estirado por encima de su cabeza, sujetaba ya un mero trofeo, que exhibió hacia el lluvioso cielo y los hombres bestia, que habían retrocedido ante los ondeantes trozos de lona.
Era un espectáculo verdaderamente aterrador, pero Reinmar pensó que aquella dignidad había quedado más que un poco estropeada cuando los relajados intestinos del hombre bestia muerto descargaron una buena cantidad de mierda maloliente, que cayó sobre la espalda de Matthias Vaedecker y sobre una docena de barriles que entrechocaban. Vaedecker no reaccionó como lo habría hecho Reinmar, porque estaba demasiado ocupado en apuntar la segunda flecha que había colocado en la ballesta.
Reinmar no dudaba que el segundo disparo habría hecho blanco si la situación hubiese permanecido como estaba, pero los aterrorizados caballos se dieron cuenta entonces de que los seres que los asustaban se habían desplazado del frente a los flancos, y decidieron aprovechar la oportunidad que eso les proporcionó. Nadie sujetaba las riendas, pero si Reinmar hubiese conseguido cogerlas, de nada habría servido, porque se necesitaba más que la mera fuerza humana para detener la huida de los animales.
Godrich había alineado la carreta con la brecha que se abría entre los árboles y hacia la que había tenido intención de avanzar en busca de cobijo, pero no tuvo tiempo de determinar si el terreno era lo bastante plano como para pasar por él sin peligro. En ese momento, se hizo evidente que no lo era.
Al salir corriendo los caballos con la carreta detrás, el conjunto cayó en un agujero y volvió a salir de él, lo que sacudió los barriles con tal fuerza que las cuerdas que los sujetaban crujieron a causa de la tensión. También fueron sacudidos Reinmar, Ulick y Marcilla, con mayor violencia y resultados mucho más dolorosos.
La flecha de Matthias Vaedecker erró el blanco, e incluso Sigurd perdió el equilibrio. Si el carro no hubiese estado cargado, tal vez el gigante lo habría recobrado con un simple ajuste de postura, pero tenía ambos pies apoyados en espacios estrechos, con barriles y cajas a un lado y cuerpos caídos al otro. Se tambaleó, tropezó y acabó por aceptar que no podía permanecer donde estaba.
En lugar de caer en el sitio, el hombretón arrojó el cadáver del hombre bestia por encima de un flanco de la carreta y aprovechó el impulso que eso le daba para desplazarse hacia el lado contrario y saltar al aire. Era evidente que tenía la intención de salvar el flanco de la carreta y caer sobre ambos pies, pero la sacudida del vehículo había afectado en exceso su coordinación. Uno de sus pies chocó contra el borde de la carreta al saltar, así que tropezó y salió por el aire agitando los brazos, con el obvio convencimiento de que estaba condenado a darse un porrazo.
La carreta continuó corriendo mientras las ruedas pasaban sobre más salientes y depresiones sin orden ni concierto.
Reinmar sabía que sería un milagro si no se rompía ninguna de ellas, pero vio que había peligros más inmediatos cuando los caballos se adentraron entre los árboles. Sin nadie que los guiara y sin ningún conocimiento natural de los márgenes laterales y arcos de giro, y dado que eran incapaces de comunicarse para cambiar de rumbo al mismo tiempo, los animales, aterrorizados, arrastraron el lateral izquierdo de la carreta contra el tronco de un árbol. La áspera corteza arañó lodo el costado del vehículo, rajó varias tablas y arrancó los trozos de lona que colgaban por ese lado.
Las dos bandas de hierro fueron arrancadas de las ranuras donde se alojaban, salieron disparadas y volaron en la dirección contraria antes de que los espantados caballos provocaran otra colisión, aún más brutal que la primera, entre el flanco derecho de la carreta y el tronco de otro árbol.
Este segundo choque detuvo la carreta en seco, las clavijas que sujetaban los arreos de los caballos saltaron de sus ranuras de madera y los animales quedaron separados del vehículo. Una de las lanzas del carro se partió, y los caballos desaparecieron bosque adentro y se separaron el uno del otro, ya que los destrozados restos de los arneses no fueron lo bastante fuertes como para mantenerlos unidos.
Por un momento, Reinmar se sintió aliviado, no sólo porque la carga aún estaba asegurada, sino por las cuatro personas que habrían acabado muy vapuleadas y magulladas si hubiese continuado la loca carrera.
Luego, se acordó de los hombres bestia. Momentáneamente dejados atrás cuando los caballos se espantaron, se hallaban a menos de treinta metros de distancia y, entonces, avanzaban hacia su presa. El primer objetivo era el caído Sigurd, que aún no se había levantado tras el tremendo golpe.
Reinmar oyó que Matthias Vaedecker volvía a imprecar, pero el sargento no dudó ante lo que debía hacerse. Con Godrich también fuera de combate, al menos por el momento, no había manera de que ellos tres pudiesen contener a ocho o nueve hombres bestia. Para tener la más mínima probabilidad de supervivencia, debían contar con Sigurd, y eso significaba que debían defenderlo mientras continuara tendido en el suelo para darle tiempo a levantar su enorme corpachón y comenzar a golpear con aquellos enormes puños.
Vaedecker arrojó a un lado la ballesta, desenvainó la espada, saltó al suelo por la parte trasera de la carreta y cargó sin esperar a ver si alguien lo seguía. Al cargar, profirió un aterrador grito de guerra, que, sin duda, habría hecho vacilar a un enemigo humano, pero que no pareció impresionar lo más mínimo a los hombres bestia.
—Vamos —le dijo Reinmar a Ulick mientras saltaba al suelo tras el soldado y lo seguía hacia la lucha.
Al igual que Vaedecker, tampoco esperó a ver si Ulick respondía a su instancia, pero por el rabillo del ojo vio que el chico lo seguía, aunque estaba armado sólo con un trozo de metal retorcido y herrumbrado.
Era dudoso que los hombres bestia llegaran hasta el caído Sigurd antes que Vaedecker, y ambos grupos pusieron todo su empeño en ganar la carrera, que acabó prácticamente en un empate.
Los hombres bestia tenían la superioridad numérica a su favor, pero Vaedecker contaba con su entrenamiento y un arma mucho mejor que cualquiera de las que tenía el enemigo. El sargento ya barría el aire con un amplio arco horizontal cuando llegó junto a Sigurd, y los hombres bestia corrían a demasiada velocidad como para detenerse y saltar hacia atrás. Lo único que pudieron hacer fue separarse hacia ambos lados, pero los dos que iban en cabeza no lograron hacerlo con la velocidad suficiente para evitar la hoja del arma que les abrió tajos de través en el torso. Aunque las costillas los protegieron de una herida mortal, de los largos cortes brotaron manantiales de sangre.
No le resultó tan fácil invertir la dirección del barrido cuando llegó la segunda oleada de hombres bestia. Uno de ellos logró agacharse, y pasar por debajo de la guardia del soldado y lanzarse contra él como si quisiera derribarlo. Si el sargento hubiese retrocedido por reflejo, habría caído sin remedio; no obstante, el entrenamiento de soldado de infantería le había enseñado a mantenerse firme con independencia de lo que sucediera, así que Vaedecker contuvo al hombre bestia con brutal tenacidad y estrelló un puño contra el feo rostro animal.
El hombre bestia no era precisamente frágil, aunque la corpulencia no bastaba para ganar ese tipo de enfrentamientos, así que se apartó de un salto. Había otros dos preparados para intervenir tras el primero, pero para entonces ya habían llegado Reinmar y Ulick, que atacaron a dos blancos distintos.
La espada de Reinmar era corta y ligera, hecha más para la estocada que para asestar tajos con ella, y él recordaba su entrenamiento lo bastante bien como para no intentar ningún movimiento para el que el arma no estuviese diseñada. Aunque el hombre bestia al que atacó logró evitar la hoja, tuvo que arrojarse a un lado para lograrlo, con lo cual perdió el equilibrio y cayó sobre las cuatro extremidades.
El trozo de hierro de Ulick no servía en absoluto para asestar estocadas, y el chico era más ligero que Reinmar, pero también él disfrutó de un cierto éxito. Le asestó a su enemigo un golpe muy doloroso en el brazo que tenía levantado, lo que no sólo lo hizo chillar, sino también levantar el otro brazo para defenderse, cosa que impidió que pudiera atacar con él a Vaedecker.
No obstante, cuando esos golpes concluyeron, los defensores de la carreta habían hecho todo lo que podían por el momento, y aún avanzaban hacia ellos tres hombres bestia.
Reinmar se dio cuenta de que sencillamente no tenía ni tiempo ni espacio para enfrentarse con tales oponentes. Las armas que llevaban las criaturas eran deficientes, pero había demasiados hombres bestia. Tres hombres no podrían resistir ante ellos más que unos pocos minutos.
Sin embargo, cuatro sí que podían hacerlo; al menos, si el cuarto era Sigurd. El gigante debía haberse quedado sin respiración a causa del impacto de la caída, y probablemente tenía alguna magulladura, pero no era el tipo de hombre que se preocupaba por los cardenales. Una vez que logró llenar de aire sus pulmones, estuvo listo para unirse a la refriegas; lo único que tenía que hacer era ponerse de pie.
Eso no resultaba tan fácil como parecía, dado que tenía defensores de pie a su lado y atacantes ansiosos por desplazarlos, pero las cuestiones de conveniencia no podían tenerse en cuenta. Era evidente que Sigurd estaba decidido a ponerse de pie en cuanto pudiera, y supuso que sus amigos se apartarían en el momento en que vieran que se movía.
Por desgracia, tampoco eso resultaba tan sencillo como parecía. Sigurd se incorporó en medio de la lucha y encajó su enorme corpachón en un espacio que sencillamente no existía. Sus puños salieron disparados en dos direcciones, dirigidos, por supuesto, hacia los hombres bestia, al mismo tiempo que movía los hombros para despejar el espacio que necesitaba. No menos de tres hombres bestia salieron rodando, pero lo mismo le sucedió a Reinmar, que por el rabillo del ojo vio que Ulick se agachaba por debajo de uno de los brazos del gigante, y que Vaedecker se desplazaba a otra posición con una determinación pasmosa, aunque un puño veloz lo golpeó bajo el mentón y lo hizo volar por el aire.
El arma salió despedida de la mano de Reinmar, cuyos pies perdieron contacto con el suelo. En ese momento, sólo tuvo tiempo para pensar que al aterrizar de espaldas quedaría indefenso ante el ataque de una daga o de unos dientes destellantes, y sería aún peor si se golpeaba la cabeza y perdía el conocimiento.
Tal vez tuvo tiempo de reaccionar ante este pensamiento o quizá se debió a la suerte ciega, pero al final cayó sobre los hombros sin golpearse la cabeza contra el suelo. En efecto, quedó desprotegido ante cualquier ataque, pero no perdió el sentido y conservó todas sus facultades.
Vio que un hombre bestia hacía amago de echársele encima y por una fracción de segundo pensó que estaba perdido, pero Sigurd también era consciente de que acababa de derribar al hombre cuya seguridad le habían confiado, y el buen criado no estaba dispuesto a que su error se convirtiera en fatal. Cuando el hombre bestia saltó, un brazo de Sigurd recorrió precipitadamente un enorme arco horizontal con la palma de la mano abierta. Ésta impactó contra el cuello del hombre bestia, y Reinmar oyó el chasquido que produjo la columna de la criatura al partirse.
Y con esa misma rapidez, todo acabó. De repente, ya no quedaron enemigos contra los que luchar. Ya no saltaba sobre ellos ningún hombre bestia con intenciones asesinas. Aparte del que acababa de caer y que no volvería a levantarse nunca más, los ocho o nueve restantes huían a la carrera y se dispersaban en todas direcciones. Habían estado ansiosos por luchar con tres hombres, aunque dos de ellos tuvieran espadas; pero no estaban dispuestos a hacerlo también contra un cuarto que, habiendo caído, se acababa de levantar, y menos si este último era Sigurd.
No obstante, no era una victoria. Aunque ninguno de los defensores de la carreta había resultado herido de gravedad y entonces estaban todos preparados para reemprender la lucha en caso necesario, se encontraban varados. Los caballos habían huido bajo la lluvia torrencial, y la carreta había recibido tantos golpes que sería un milagro que aún sirviese para viajar. Con casi total seguridad necesitaría ser reparada, y haría falta, además, apresar de nuevo a los caballos… y todo ello no podría lograrse sin dividir al grupo.
Entonces ya no cabía duda alguna de que había monstruos sueltos por las colinas; por una vez, los rumores eran veraces. Si el mundo de Reinmar ya no hubiese dado un vuelco, lo habría dado en ese momento; sin embargo, según estaban las cosas, el asombro no tenía cabida en su tenebroso estado de ánimo. Había iniciado aquel viaje decidido a hacer sus propios descubrimientos, y los había hecho. Sospechaba que en ese momento sabía más que cualquiera de sus compañeros, incluido Vaedecker, acerca de lo que estaba sucediendo y de lo que podía significar. Se sentía orgulloso de ello y tenía la intención de conservar la ventaja que eso le proporcionaba.
—¿Por qué nos atacaron? —preguntó Ulick.
Era de suponer que la pregunta le parecería al sargento Vaedecker más inocente que a Reinmar, dado que el primero no había participado en la conversación que el chico había mantenido antes con el joven Wieland.
—No lo hicieron —elijo Vaedecker con el entrecejo fruncido al mismo tiempo que con la punta de la bota daba la vuelta al cadáver del segundo monstruo que había matado Sigurd—. Para ser fieles a la realidad, nosotros los atacamos a ellos. Debieron refugiarse en el soto cuando empezó a llover, y luego llegamos nosotros y nos lanzamos hacia ellos como locos. Si yo no hubiese disparado la primera flecha, tal vez habrían huido sin luchar…, pero cuando maté al primero, tuvieron que reaccionar. Matamos a otros dos y herimos, al menos, a tres más. Ahora, o bien estarán demasiado aterrorizados para acercársenos a un kilómetro de distancia, o estarán tan furiosos que vendrán en nuestra búsqueda con verdadera determinación. ¡Ojalá sea lo primero! La pregunta importante es: ¿por qué están aquí? Tengo entendido que los bosques de esta zona no suelen estar habitados por hombres bestia.
—No —respondió Reinmar—, la verdad es que no.
—Puede ser que no te haya gustado que unos rudos soldados aparecieran en tu bonito y próspero pueblo, maese Reinmar —comentó Vaedecker con cierto regodeo—, pero tengo la sagaz sospecha de que dentro de poco te alegrarás de que hayamos llegado. Me parece que vais a necesitarnos. Esta expedición acaba aquí; regresaremos a Eilhart tan pronto como podamos, aunque en primer lugar tenemos que recuperar los caballos.
—Y arreglar la carreta —dijo Reinmar—. Esperemos que Godrich esté lo bastante bien como para echarnos una mano; es el único que tiene los conocimientos y las habilidades necesarios para repararla.
—Pero primero necesitamos los caballos —insistió Vaedecker—. Tenemos que encontrarlos antes de que lo hagan los hombres bestia, y traerlos aquí sanos y salvos. ¡Sigurd!
El gigante no tenía obligación de obedecer las órdenes del soldado, pero ni siquiera miró a Reinmar en busca de confirmación.
—Sí —dijo—. Yo iré. Tú tendrás que vigilar la carreta.
Reinmar sabía que Sigurd no se refería en realidad al vehículo, sino a que confiaba en que Vaedecker cuidaría de su señor y del otro servidor de éste.
—Llévate al chico —ordenó Vaedecker—. Tal vez necesites más de dos manos.
Ulick no estaba a las órdenes de nadie, y Reinmar pensó que protestaría para decir que debía quedarse con su hermana, pero el gitano asintió con docilidad. También él se daba cuenta de la necesidad de reunir lo que necesitaban con la máxima rapidez posible, antes de que los hombres bestia pudieran reagruparse y planear otro ataque.
Sigurd se alejó de inmediato en la dirección que habían seguido los caballos, y el chico gitano se apresuró tras él.
—¿Qué hacemos con eso? —preguntó Reinmar al mismo tiempo que señalaba al hombre bestia que tenía el cuello partido.
—Nada —replicó Vaedecker—. A quien tenemos que atender es a Godrich. Como bien has dicho, sus conocimientos y habilidades nos permitirán reparar la carreta, si es que puede repararse.
Como si la crudeza de su tono no les hubiese conferido a las palabras la fuerza suficiente, un rayo destelló sobre los distantes picos de las montañas situadas al sur, y luego la bóveda celeste se encendió una y otra vez; los relámpagos caían ya por toda la cadena montañosa. El cielo se llenó con el restallar del trueno lejano y, cuando por fin cesó, el susurro de la lluvia pareció dos veces más sonoro que antes.
—Ya está, Reinmar —dijo Matthias Vaedecker—. Ahora es cuando empieza.
—¿Cuando empieza qué? —quiso saber Reinmar.
—La realidad —respondió el sargento—. El sueño se disuelve y comienza la pesadilla. Ahora tendrás la ocasión de descubrir cuál es la realidad del mundo.