Diez

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Para cuando los caballos fueron alimentados, abrevados y uncidos a la carreta, Reinmar pudo ver que el humor de Godrich se había vuelto algo sombrío. El desayuno que habían tomado, aunque no podía considerarse bueno, debería haber hecho que se sintiera mejor; sin embargo, cualquier efecto positivo que pudiese haber tenido, había sido más que superado por la contemplación del tenebroso cielo matinal. Por el norte, del que aún no habían desaparecido del todo los últimos rastros de la noche, el tiempo estaba despejado, aunque el toldo gris que había descendido sobre los picos de las montañas durante la víspera se había espesado aún más. Hacia el oeste se veía tan oscuro que parecía negro incluso a la luz del día; en el este, con el sol directamente detrás, la plomiza oscuridad estaba apenas matizada por una tonalidad ocre amarillenta.

—Se preparan tormentas —declaró el mayordomo—. Las nubes las escupirán como grandes flemas de catarro. Si nos tropezamos con una esta tarde, después de salir de los viñedos…

—Nos cobijaremos entre los pinos y pondremos la lona de la carreta —dijo Reinmar.

En la parte de abajo del vehículo había tres bandas de hierro que podían quitarse y colocarse arqueadas sobre la caja del vehículo. Encajadas en las ranuras laterales, formaban el soporte de una lona protectora capaz de resistir un viento potente siempre que su fuerza fuese amortiguada por los árboles circundantes; además, los protegería de la lluvia y el granizo si contaba con un poco de ayuda de las copas de coníferas añosas.

—Sería mucho mejor que no tuviéramos necesidad de hacerlo —murmuró el mayordomo—. De todas fórmaselas tormentas son siempre localizadas y, por lo general, breves. Es probable que ni siquiera coincidamos con una, pero si tenemos mala suerte, lo cierto es que no duran demasiado.

Aunque Reinmar se había sentido obligado a ofrecerse para caminar junto a Sigurd y el sargento Vaedecker con el fin de aligerar la carga del tiro de caballos, no le entusiasmaba hacerlo. Se sintió aliviado cuando el soldado le aseguró que entre él y Sigurd sumaban un peso lo bastante considerable como para hacer que el suyo resultase insignificante. Ulick también declaró que era capaz de caminar, pero Vaedecker tampoco estuvo de acuerdo con eso. Así pues, Reinmar y el chico gitano acabaron sentados a ambos lados de la inconsciente Marcilla para impedir que se zarandeara de un lado a otro cuando las ruedas de la carreta se deslizaban por las roderas, o pasaban por encima de una rama caída.

Ya habían ascendido tanto por las colinas que los carros eran relativamente escasos, y los que usaban los granjeros de la localidad eran todos de fabricación casera, sin muchas consideraciones hacia las normas de anchura del Imperio. A consecuencia de ello, las profundas roderas abiertas por los carros de construcción convencional en los caminos convencionales y que el tráfico corriente seguía como si se tratase de vías, habían sido allí reemplazadas por una confusión de huellas de ruedas distintas. Pero ni siquiera eso habría sido tan malo si el camino no hubiese sido usado principalmente por jinetes y personas que viajaban a pie y cuyas huellas desdibujaban e interrumpían las roderas. Aunque las caravanas de animales de carga eran poco frecuentes en aquel lugar tan alejado del paso de montaña más cercano, su tránsito ocasional había causado aún más estragos en la superficie del camino, ya que el peso que llevaban los animales había hecho enterrar profundamente los cascos herrados de las mulas en el suelo ablandado por la lluvia, lo cual creaba una desordenada y vasta extensión de pozos someros. De ese modo, al tiro de caballos le resultaba aún más duro arrastrar la carreta de Reinmar, por lo que la tarea de Godrich como conductor fue cuatro o cinco veces más difícil de lo que ya era en el mejor de los caminos.

La constante amenaza del cielo, probablemente, habría hecho que el humor del mayordomo se ensombreciera de verdad a primeras horas de la tarde si la mañana pasada en los viñedos no hubiese sido tan buena. Como había prometido Rollo, la cosecha había sido más abundante de lo que podía a esperarse del reciente verano, y el trabajo dedicado a producir el vino había sido artístico y con el tiempo muy bien cronometrado.

—Este vino madurará realmente muy bien —le aseguró el mayordomo a Reinmar—. Las bodegas se inventaron para cosechas como ésta. Será una buena inversión.

También el vitivinicultor lo sabía, pero Reinmar no había olvidado lo que le había dicho su padre sobre el valor del virtual monopolio de la familia. Pensó que ya había dado bastante rienda suelta a su generosidad por un día, así que logró lo que le pareció —y a Godrich también— un precio excepcionalmente bueno a cambio de una compra de gran volumen.

El éxito requirió una buena cantidad de reorganización de la carga a fin de que Marcilla pudiese continuar viajando con comodidad, lo que se consiguió sin tener que recurrir demasiado a los poderosos hombros de Sigurd. Unas horas después de mediodía, el grupo volvía a ponerse en marcha.

A esas alturas, la muchacha parecía estar un poco mejor, y Reinmar se reafirmó en el convencimiento de que había hecho lo correcto. Marcilla abrió los ojos por un instante cuando Ulick le dio un poco de agua, pero aún no estaba preparada para tomar alimentos sólidos. No vieron ni rastro de sus otros parientes.

—¿Adonde iréis a pasar el invierno cuando volváis a reuniros? —le preguntó Reinmar al chico mientras avanzaban otra vez hacia el sur para llegar al viñedo más lejano al que acudirían.

—No lo sé —replicó Ulick—. A veces, montamos un campamento de invierno y nos aprovisionamos antes de las primeras nieves; pero la caza ha sido tan escasa este año que de codas formas tendremos poca carne para salar. Puede ser que nos marchemos al noroeste para reunimos con otros miembros del clan, o tal vez vayamos hacia el norte, hasta las tierras bajas, para buscar alojamiento en los pueblos. A la gente de allí no le caemos bien, pero no es tan violenta como esos locos de anoche.

El chico no parecía seguro de ninguno de esos objetivos, y Reinmar se quedó con la sensación de que había omitido cuidadosamente otras posibilidades.

—Los inviernos suelen ser suaves en Eilhart —observó Reinmar—. Sin embargo, si hace mal tiempo en las tierras altas, nosotros sentimos sus efectos en primavera, cuando el agua de las nieves hace que aumente el caudal del Schilder. El tráfico del río puede interrumpirse durante varios días seguidos, y si el deshielo se produce con rapidez en las colinas, el río siempre se desborda en alguna parte. Mi padre y yo nunca hemos sufrido las inundaciones, pero a veces las zonas del pueblo cercanas a los muelles quedan anegadas. ¿Todavía puedes saber si tu hermana está soñando?

Ulick le lanzó una mirada penetrante, pero aceptó la pregunta como originada en la normal curiosidad.

—Está tranquila —dijo—, excepto…

—¿Excepto qué? —preguntó Reinmar tras unos instantes de silencio.

El muchacho sacudió la cabeza, pero era obvio que no ignoraba lo descortés que parecería si no daba una respuesta, así que cambió de opinión.

—Hay algo que ella y yo tendremos que hacer cuando se haya recuperado lo suficiente.

Reinmar sabía que era arriesgado, pero decidió mostrarse atrevido.

—Ella ha oído la llamada —dijo—. Tú y ella aún tenéis trabajo que hacer; tenéis que ocuparos de otra cosecha.

El muchacho le lanzó una mirada suspicaz.

—Estoy en el comercio del vino —le recordó Reinmar—. Mi abuelo es Luther Wieland, cuya tarea en otros tiempos fue la de ocuparse del inicio del largo viaje del vino de los sueños hasta Marienburgo a través del Schilder y el Reik. Mi tío abuelo se marchó a Marienburgo para convertirse en erudito, una ambición cuyo guía fue el vino oscuro.

—¿Por qué va con vosotros ese soldado? —preguntó el chico.

—Mi padre pensó que la carreta necesitaba más protección. Corren rumores de que andan monstruos sueltos por las colinas.

Durante un momento, temió que el chico fuese a rechazar los rumores, y con ellos la razón, pero la reacción de Ulick acabó siendo aún más sorprendente.

—Sí —dijo—. Supongo que ha sido una medida prudente. Parece que nosotros tenemos tanto que temer como cualquier otro, aunque no sé por qué están reuniéndose. ¿Lo sabes tú?

—¿Que si sé por qué se están reuniendo los monstruos? —repitió Reinmar, que no estaba seguro de haber comprendido bien el significado de la pregunta—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Tal vez nadie lo sepa —dijo Ulick al mismo tiempo que se encogía de hombros—. Marcilla está bastante tranquila, supongo. Creo que si tuviéramos algo que temer, ella lo percibiría…, aunque no nos hizo ninguna advertencia respecto a la turba de anoche. Tal vez se haya vuelto sorda para todo lo demás desde que oyó la llamada.

—¿Qué clase de monstruos están reuniéndose? —preguntó Reinmar—. Los rumores que han llegado a Eilhart son vagos.

—Del tipo que no puede verse sin correr peligro, excepto en el límite del campo visual —replicó el muchacho, críptico. No obstante, luego añadió—: Hombres bestia de la clase de los lobos. Resultan más peligrosos en manada que los que no tienen ninguna disciplina, aunque no son tan temerarios. A fin de cuentas, estamos en tierras de viñedos, en el corazón mismo de ellas.

—¿Tú los has visto? —inquirió Reinmar al mismo tiempo que se preguntaba por qué, de pronto, sentía la mandíbula ligeramente agarrotada.

—Sólo en sueños —replicó el chico con tono sombrío—, que, según algunos, es el peor sitio para verlos, porque no podría contemplarlos tan claramente en los sueños si no estuviera destinado a mirar sus rostros en la realidad. Creo que lo mejor sería que pudiésemos obedecer a la llamada con rapidez, pero Marcilla está herida, y mi padre no ha conseguido darnos alcance. ¿Quién habría pensado que unos guardabosques con mangos de hachas y unos muchachos campesinos con rastrillos y horcas iban a ser capaces de desbaratar los planes de unos señores como los nuestros? ¡Vaya un mundo en que vivimos!

—¡Vaya un mundo! —asintió Reinmar.

Se le había secado tanto la boca que tuvo que beber agua de la jarra que tenía a su lado. Se la ofreció a Ulick, pero él sacudió la cabeza y señaló a su hermana, así que Reinmar asintió e intentó acercar el pico de la jarra a los labios de ella.

Marcilla ya había reaccionado antes, aunque débilmente, Esa vez hizo algo más que separar los labios por reflejo: cuando el agua cayó sobre sus dientes, abrió los ojos y logró levantar apenas la cabeza. Reinmar tendió de inmediato una mano para ayudarla, y con el apoyo de él la joven consiguió incorporarse un poco más para beber más abundante y cómodamente. Para cuando hubo apagado su sed, estaba despierta del todo.

No intentó decir nada, pero alzó la mirada hacia el rostro de Reinmar, fijó la vista en sus ojos y no la apartó. Lo miraba como si lo conociera de toda la vida y confiara en él desde siempre. De hecho, a Reinmar le pareció que lo miraba como si lo amase.

Él sabía que podía tratarse de algo ilusorio, pero estaba convencido de que no lo era en su totalidad. La verdad es que ella lo miraba con languidez y mucha ternura. Sintió que el corazón le daba un salto y se le hacía un nudo en la garganta, y supo que también él la amaba. Si así se sentía uno cuando era víctima de un hechizo, no estaba tan mal…, aunque no creía que realmente pudiera considerarse el amor como un tipo de magia.

—Estamos a salvo, Marcilla —dijo Ulick—. Éste es Reinmar Wieland, hijo del comerciante a quien le estaba prometido el vino que ayudamos a preparar. Ha ido a recoger su parte de la cosecha después de que nos salvó cuando los patanes del pueblo nos atacaron anoche. Papá nos recogerá en cuanto pueda, pero de momento estamos en manos buenas y compasivas. Haremos lo que tenemos que hacer cuando podamos.

Marcilla sonrió, pero esperó un momento más antes de hacer el intento de hablar.

—Lo he visto en mis sueños —fue lo que murmuró.

Lo dijo con despreocupación, como si tuviese poca importancia, pero Reinmar acababa de escuchar lo que Ulick había dicho sobre el posible significado de los sueños de su hermana.

—Bueno —dijo—, ahora puedes verme en persona. El sueño se ha hecho realidad.

—Aún no —murmuró ella.

Lo que Reinmar infirió de esa frase fue que en los sueños había visto algo más que su rostro. Por muy sorda que la llamada la hubiese dejado ante otras influencias, era evidente que no la había cegado a nuevas posibilidades.

—No tienes nada que temer —le aseguró Reinmar—. Mientras estéis conmigo, haré todo lo posible para asegurarme de que no sufráis ningún mal, y si deseáis ir a alguna parte, haré todo lo que pueda por garantizar que lleguéis sanos y salvos a destino.

—Gracias —replicó ella con voz débil—, pero ahora no tengo que ir tan lejos, y todavía no hay prisa.

Su rostro parecía perfecto, incluso bajo aquella luz tan poco benévola, pero de pronto se vio manchado por una gota de lluvia que cayó en una de sus mejillas. Mientras ésta corría como si fuese una lágrima, le cayó otra en la frente.

Reinmar reprimió una imprecación al mismo tiempo que alzaba la vista, alarmado. Las nubes que tenían encima parecían tan indistintamente plomizas como antes, pero vio que unos jirones más oscuros avanzaban por el cielo procedentes del sur, arrastrados por algún caprichoso viento en altura, así que dedujo lo que estaba a punto de suceder. El mayordomo también lo advirtió.

Godrich detuvo a los caballos de inmediato y miró de un lado a otro en busca de un espeso soto. La cuesta por la que ascendían no era demasiado empinada, pero la lluvia los había pillado en un montículo y, a ambos lados del camino, el terreno era muy irregular. Se encontraban en una especie de bosque, pero los árboles eran escuálidos y estaban muy separados. En el terreno dominaba un espeso sotobosque de helechos y pasturas.

Sigurd y Vaedecker ya habían corrido hasta situarse junto al asiento del conductor.

—¡Sigamos adelante! —dijo el sargento—. Es de esperar que más adelante encontremos un territorio mejor.

—Tienes razón —asintió Godrich de inmediato—. Tenemos que encontrar un sitio donde podamos cobijarnos sin peligro…, pero mientras avanzamos hemos de hacer el intento de colocar la lona.

—Conseguiremos ponerla —le aseguró Sigurd que ya se había agachado bajo la carreta para soltar las bandas de hierro que darían soporte a la lona.

Cuando Godrich hizo que los caballos volvieran a avanzar, el gigante comenzó a curvar las bandas sobre la carreta, una a una.

Pudo flexionar las dos primeras con bastante facilidad, pero la tercera se había vuelto frágil a causa del óxido y se partió en cuanto Sigurd aplicó fuerza sobre ella. El extremo que estaba alojado en una ranura salió disparado como un resorte y se alejó volando de la carreta, dejando al sorprendido gigante con el otro extremo en las manos, como si fuese un absurdo espadón. Sigurd profirió una imprecación y lo dejó caer.

—De todas formas, deberíamos tender la lona, si podemos —dijo Reinmar, que ya había sacado la tela de la caja situada debajo del asiento de Godrich.

—Allá delante hay un bosque mejor —anunció el mayordomo—. Esperemos que haya un sitio hasta el que pueda hacer rodar la carreta sin problemas. —El vehículo había coronado la elevación, y se había deslizado un poco lateralmente sobre el fango formado por la lluvia—. Creo que podremos llegar hasta él si no nos quedamos atascados —añadió Godrich.

Reinmar se dio cuenta de que quedar atascados era un peligro real, pues la lluvia se había intensificado tanto en menos de un minuto que caía del cielo como un diluvio.

Ulick cubrió la cabeza de Marcilla con la capa que le había servido de manta y le dijo que se acurrucara, lo que ella hizo. Luego, el chico se cubrió la cabeza con los brazos mientras Reinmar y Vaedecker luchaban con la lona.

El viento se había hecho más fuerte, pero aún no lo era tanto como para arrancarles la tela de las manos y lograron tenderla sobre los dos arcos que Sigurd había conseguido formar. Se hundía por la parte posterior, pero la aseguraron con barriles de vino para impedir que volara como una vela y embolsara el caprichoso viento. El golpeteo de la lluvia sobre la lona tensada era atronador, y el trueno de verdad se le unió pronto después de que el penumbroso interior de la carreta se vio brevemente iluminado por la luz de un relámpago lejano.

Sigurd se había reunido con ellos, por lo que se encontraban muy apiñados, pero estando la lona colocada, Marcilla pudo salir de debajo de la capa y desplazar las piernas para dejar un poco más de espacio.

La carreta continuaba avanzando sin tropiezo, aunque la lluvia reducía la visibilidad hasta el punto de que Reinmar no podía distinguir el bosque que había visto Godrich, ni tampoco el camino que los llevaría hasta él si todo iba bien.

—Creo que no habrá problema —gritó Godrich por encima del hombro—. Hay una brecha entre los árboles por la que probablemente pasará la carreta, y el suelo parece bastante bueno. Vamos a sacudirnos un poco pero… ¡Malditos seáis! ¿Qué pasa?

Reinmar necesitó uno o dos segundos para darse cuenta de que esta última frase iba dirigida a los caballos, que relinchaban e intentaban detenerse.

—¡Ahora no, estúpidos! —protestó Godrich—. Ahí encontraremos refugio, tanto para vosotros como para… ¡Ay, no! ¡En el nombre de Sigmar, no!

El terror que se manifestó en la voz del mayordomo hizo que Reinmar se irguiera a la velocidad del rayo, y que Vaedecker se apresurara a buscar sus armas.

Reinmar llevaba su espada encima, pero Sigurd había guardado sus cosas y tuvo que rebuscar entre la carga mientras sus enormes hombros empujaban la lona mal sujeta. Incluso Ulick recogió por reflejo la media banda de hierro que Sigurd había dejado caer a sus pies, y sujetó como si fuese una daga.

Reinmar logró desplazarse lo suficiente para mirar por encima del asiento de Godrich, pero a través de la torrencial lluvia resultaba difícil distinguir algo más que los lomos de los caballos. Los animales, normalmente tan plácidos y bien dispuestos, levantaban las patas delanteras y luchaban contra los arreos que los sujetaban a las lanzas de la carreta.

A treinta o cuarenta pasos de distancia, había árboles de tronco recto, cuyas altas copas se perdían en las nubes bajas, pero no era fácil distinguir qué se movía entre los troncos.

Las siluetas parecían casi humanas, aunque no lo suficiente. Reinmar recordó con demasiada claridad lo que Ulick había dicho acerca de «hombres bestia de la clase de los lobos».

Vaedecker imprecó al ocupar una posición junto a Reinmar y apoyar la ballesta sobre el respaldo de madera del asiento para asegurar su puntería.

—¡Quédate quieto! —le murmuró a Godrich mientras colocaba la flecha y se disponía a disparar. Apuntó con cuidado antes de hacerlo, y ese intervalo le dio a Reinmar la ocasión de observar con mayor atención los rostros que emergían del bosque. Deberían haber sido humanos de haber concordado con los andares de las criaturas, pero, en cambio, eran peludos y alargados, y estaban llenos de bestial crueldad.

Informado por Ulick, Reinmar pudo dar nombre a lo que veía ante sí.

—¡Hombres bestia!

En ese momento, Vaedecker accionó el mecanismo de la ballesta. El proyectil hizo blanco y se desataron los infiernos.