Nueve

Nueve

Como siempre, Godrich le dijo a Sigurd que durmiera en la carreta. Como la caballeriza del posadero estaba a una distancia considerable de la posada y el riesgo para las mercancías era mucho mayor que en la mayoría de las noches, el mayordomo decidió quedarse con el estibador. Se disculpó con Reinmar por dejarlo solo con el soldado para cuidar a los gitanos, pero le aseguró que estaría preparado para acudir en ayuda de ambos al momento, del mismo modo que Vaedecker, sin duda, estaría dispuesto a socorrerlos a ellos.

Cuando Reinmar pidió otros dos colchones para que él y Vaedecker pudiesen dormir junto a los dos heridos, el posadero se encogió de hombros y envió al mozo a rellenar con paja un par de sacos de tela. No se disculpó por la calidad de la paja, ni les dijo que estaría dispuesto a responder al momento a cualquier otro deseo. Este fallo del servicio al cliente, presumiblemente, reflejaba la sospecha de que los acontecimientos de la noche podrían dejar un poso de resentimiento en algunos de sus clientes habituales.

—Teníamos que interrumpir la pelea —dijo Reinmar con tono defensivo cuando él y Vaedecker quedaron a solas.

—Estoy de acuerdo —respondió el sargento, incondicional—. No soy un hombre tan apegado a las reglas para pensar que las peleas deban quedar totalmente reservadas a los soldados, pero no puedo soportar ver a la gente empeñada en ello sin pizca de disciplina. Me recuerdan a las criaturas ingobernables con las que, a veces, tenemos que enfrentarnos en las campañas del norte. Si la gente como nosotros no puede hacer lo que le corresponde por mantener el orden, ¿quién puede hacerlo?

Aunque el tono de su voz hizo que las palabras pareciesen algo menos que serias, Reinmar sospechaba que hablaba completamente en serio.

—Hablas de criaturas, monstruos y ogros —dijo—. ¿Nunca tienes oportunidad de luchar con hombres cuando andas de aventura?

—Ya lo creo que sí —respondió Vaedecker—. Básicamente hombres…, pero la distinción no siempre es tan clara como te imaginas. Los hombres pueden estar marcados, ¿sabes?, cuando se vuelven contra los ideales de la civilización, el orden y el Imperio. Es como si comenzaran a convertirse en criaturas tan pronto como reniegan de la disciplina del ser humano. Cuanto más avanzan por el camino de la oposición a los ideales del orden y la armonía, más bestiales se vuelven…, y al final no queda nada de ellos que no sea un monstruo. Algunos lo comparan con deslizarse por una ladera resbaladiza, pero a un comerciante como tú puede resultarle más fácil si imagina que alguien encuentra los impuestos de la sociedad humana demasiado agobiantes, y la evasión de esos impuestos, poco a poco, acaba por convertirse en un claro fraude.

:—Los comerciantes no te gustan mucho, ¿verdad?

—Eso, ni lo pienses, muchacho —respondió Vaedecker—. Conozco tan bien como cualquiera los beneficios que el Imperio obtiene del sano comercio del Reik. Lo que me preocupa es que esa gente, a menudo, llega a considerarse inmune a las amenazas y las tentaciones que nos afligen a todos los demás, y no lo es. La gente como tu abuelo y su hermano piensan que pueden jugar con la magia negra del mismo modo como juegan con la evasión de impuestos, pero no tienen ni idea de con qué están jugando. No se dan cuenta de que los riesgos que corren no sólo los afectan a ellos, sino también al resto de nosotros. Ya es bastante malo que los nómadas y gitanos jueguen con la magia, pero al menos ellos se encuentran en la periferia de la sociedad, no forman realmente parte de su estructura. Cuando estaba en la flor de la edad, Luther Wieland se hallaba en el corazón mismo de la sociedad de Eilhart, y su corrupción podría haber sido un asunto muy, pero que muy serio. No puedes imaginar la enorme deuda que tiene con tu padre por su fuerza de determinación. Si él no hubiese purgado vuestro negocio del vino oscuro, la totalidad de Eilhart podría estar ahora tan enferma, frágil y demente como el anciano.

—No es un demente —^protestó Reinmar—; sólo es viejo.

—Más viejo de lo que sería si nunca hubiese bebido un sorbo del vino de los sueños —opinó Vaedecker—. Pero la falsa juventud que hubiera obtenido en caso de continuar bebiéndolo, habría sido comprada a un precio terrible, pagada por todos aquellos con los que él hubiese entrado en contacto…, incluido tú.

—Eso dices tú —contraatacó Reinmar, pues las críticas habían provocado su natural testarudez—, pero oigo constantemente cosas como ésa, y ninguna concuerda con mi realidad. Oigo decir que hay monstruos en las colinas; pero los únicos monstruos que he visto aquí son brutos que atacan a mujeres y niños con garrotes, rastrillos y horcas. Tú me has contado que el norte tiene tantos monstruos que se reúnen en ejércitos para acosar a la Guardia del Reik y los caballeros de todas las órdenes habidas y por haber; pero la única acción militar en que te he visto fue el registro de las bodegas de mi padre. Los cuentos que se narran acerca de la gloriosa historia del Imperio divagan sobre la gran guerra librada contra los skavens, la gran guerra contra los condes vampiros de Sylvania y la legendaria victoria de Magnus el Piadoso sobre una horda de monstruos ante las puertas de Kislev; pero ¿hay ahora skavens o condes vampiros en el mundo? ¿Y qué es Kislev sino un estado vecino con el que comerciamos? ¿Ves cuál es mi dificultad, sargento?

—Demasiado bien —le aseguró Vaedecker—. Pero tú no ves cuál es la mía. No sé con seguridad si ahora hay vampiros en el mundo, pero lo creo. Por lo que respecta a los skavens, si es el nombre que define a los hombres convertidos en bestias que adquieren su estigma de la rata común, entonces sí, ahora hay skavens en el mundo, y yo mismo he derramado su sangre. En cuanto a Kislev, es una especie de estado, donde los hombres luchan duramente a fin de hacer lo que sea necesario para conservar la vida, incluido el comercio; pero se trata de un estado que está bajo el asedio permanente de toda clase de malignidades que tú no pareces comprender. Supongo que debería abrigar la esperanza de que el velo de la inocencia nunca caiga de tus ojos, pero no puedo hacerlo. Si fueras mi hijo, Reinmar Wieland, yo querría que entendieras qué tipo de mundo es éste en el que vives, por dura que fuese la lección.

—Bravo —dijo una voz débil—. ¿Podrías darme un poco de agua?

Era el chico gitano que, obviamente, había recobrado el conocimiento hacía un rato y había aguardado la oportunidad para hacerse oír.

Reinmar llenó un vaso de cuero con el agua que había en una jarra que el posadero había dejado para ellos sobre la mesa.

Cuando lo hubo vaciado, al mismo tiempo que hacía muecas de dolor a cada movimiento de cabeza, el chico reparó en la muchacha herida.

—¡Marcilla! —dijo con enojo—. ¿Qué te han…?

No pudo acabar la frase.

—Aún está viva —se apresuró a decir Vaedecker—. Ha recibido menos golpes en el cuerpo que tú. Cuando despierte del que recibió en la cabeza y la dejó sin conocimiento, probablemente estará bien. —Estaba prometiendo en exceso, pero resultaba evidente que no quería que el muchacho se agitara en exceso. A modo de distracción, le formuló una pregunta—. ¿Es tu hermana?

El muchacho iba a asentir con la cabeza, pero se contuvo.

—Sí —susurró—. Somos mellizos, pero no idénticos…, aunque nos parecemos bastante, tanto que yo podría haberme desmayado por el golpe recibido por ella, sin que me hicieran ni siquiera un rasguño en la cabeza.

Mientras hablaba, el chico se valió de los brazos para arrastrarse por el suelo sin que intentara gatear siquiera, y menos aún caminar. Cuando llegó hasta donde yacía su hermana, le tocó la frente con el reverso de la mano, con suavidad.

—Lo sabía —dijo—. Tiene fiebre. La mitad de mi dolor de cabeza es de ella. Puedo sentir la furia de sus sueños y… —se interrumpió de modo repentino.

—¿Y qué? —preguntó Vaedecker con dulzura.

El muchacho no contestó. Sin embargo, en respuesta a su contacto la muchacha se removió ligeramente. Si, como decía el chico, el estado de la joven se sumaba al suyo, la ligera mejoría de la condición del hermano tenía que reflejarse en la de ella. Los globos oculares de la gitana se movían con rapidez de un lado a otro por debajo de los párpados cerrados; de sus labios temblorosos escapó el murmullo de unas pocas palabras, demasiado mal pronunciadas para resultar comprensibles, excepto, quizás, una de ellas.

Al principio, Reinmar se sintió del todo seguro (aunque las profundas dudas no tardaron más de dos segundos en regresar) de que una de las palabras que había dicho era llamada.

«Incluso aunque lo sea —se dijo a sí mismo con seriedad—, podría no significar nada». Era una palabra completamente cotidiana, de significado corriente. «Y puede ser que no haya dicho llamada, la palabra podría haberla conjurado mi propia imaginación a causa de lo que nos dijo mi abuelo en la víspera de la partida».

Podría haberse dicho más cosas, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. Matthias Vaedecker lo había aferrado por un brazo y se lo apretaba con fuerza.

—¿Qué ha dicho, maese Reinmar? —exigió—. ¿Qué ha dicho?

«Lo sabe —fue la respuesta refleja interna de Reinmar—. Sabe lo que significa para los gitanos oír una llamada».

—No lo sé, sargento —fue lo que dijo, en cambio, en voz alta—. Mi oído estaba apenas un poco más cerca de ella que el tuyo.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó Vaedecker al chico.

—Está soñando —fue cuanto dijo el gitano—. Está herida… Pero tienes razón: no puede morir; no se permitirá que muera.

Reinmar advirtió que el primer impulso de Vaedecker era exigir más explicaciones de esa última frase, pero vio que cerraba la boca como si reaccionara ante el recordatorio de que entonces era un espía obligado por el deber a desarrollar un juego lento y cuidadoso.

Cuando el sargento le soltó el brazo, Reinmar tendió la mano para tocar al muchacho del modo más tranquilizador posible.

—Si tu melliza es tan sensible a tu estado como tú lo eres al suyo —dijo—, ¿no sería una buena idea dejar que descanse tu cuerpo magullado y dormir un poco?

El chico se volvió a mirarlo, evidentemente sorprendido por su perspicacia, o tal vez por su preocupación.

—Sí —susurró—. ¿Mi padre está herido? ¿Por qué estamos aquí?

—Tus compañeros fueron lo bastante sabios como para retroceder ante la superioridad numérica —le explicó Vaedecker—. Los persiguieron, pero sospecho que son rápidos e inteligentes, y habrán logrado escapar. Un hombre recogió y se llevó a un niño más pequeño. ¿Podría ser tu padre?

El chico asintió con cautela, aunque el gesto le resultó doloroso de modo obvio.

—La pelea se habría puesto mucho peor para vosotros si no hubiésemos llegado a tiempo —añadió el soldado—. Nosotros la interrumpimos y evitamos unos cuantos centenares de magulladuras y, tal vez, salvamos una o dos vidas. Otros dos que quedaban en pie y que se llamaban entre sí Rollo y Tam juzgaron que éramos gente apropiada para cuidar de vosotros y defenderos de futuros males. Prometieron regresar por la mañana. Hasta entonces, estaréis a salvo; tienes mi palabra de que será así. No soy un caballero, pero sí un soldado, y estoy seguro de que tu padre reconocería a este hombre, aunque tú no lo conozcas. Es Reinmar Wieland, hijo del comerciante de vino Gottfried Wieland, cuyos vinos vosotros contribuís a producir y mejorar.

El muchacho asentía en ese momento con más tranquilidad, y el gesto no parecía causarle demasiado dolor.

—He oído hablar de ti, maese Wieland —confirmó—. Puede ser que también te haya visto en alguna ocasión cuando ambos éramos pequeños, pero no lo recuerdo. Me llamo Ulick.

—Me ocuparé de tu seguridad, Ulick —prometió Reinmar—. Y también de la de tu hermana. Y ahora, ¿seguirás mi consejo?

El chico estuvo a punto de asentir de nuevo con la cabeza, pero esa vez pensó que incluso un dolor suave era innecesario.

—Sí —dijo.

Con cierto esfuerzo, logró ponerse de rodillas y gatear de vuelta a su colchón. Se tendió con un profundo suspiro, al parecer convencido de que podía confiar en que sus compañeros cumplieran con la palabra dada.

—Será mejor que nosotros hagamos lo mismo —murmuró Vaedecker, y Reinmar asintió.

Todas las confusas ambiciones de Reinmar habían vuelto a despertar por la sospecha de que los delirantes murmullos de la muchacha estaban relacionados con el extraño relato que su abuelo le había contado antes del comienzo del viaje; pero no había posibilidad de mantener el sueño a distancia tras el agotamiento y las privaciones de los días pasados. Se sumió en la inconsciencia tan pronto como descansó la cabeza, aunque tuvo extravagantes sueños mientras dormía y despertó antes que cualquiera de sus compañeros, inundado ya por una sensación de urgencia y expectación.

Ulick y Marcilla parecían profunda y plácidamente dormidos, aunque el muchacho daba la impresión de estar muy frío. La mirada de Reinmar se detuvo mucho más en la chica, en cuyas facciones había entonces una serenidad que él jamás había visto antes en un rostro femenino. Su piel era muy suave, casi inmaculada en todos los sentidos.

La piel de Margarita tenía la habitual lozanía de la juventud, pero la inspección detallada revelaba una hueste de diminutas imperfecciones: pecas, pequeñas zonas de piel muerta, poros tapados y vello ingobernable y un poco más oscuro que el de la cabeza. La belleza de Marcilla no se hallaba sujeta a ninguno de esos minúsculos defectos. Estaba tan perfectamente formada, tan aparentemente pulida, que a Reinmar le resultaba difícil creer que fuese un producto de la naturaleza. Se parecía más a una estatua que hubiese cobrado vida; no a uno de los memoriales militares tallados en piedra gris o hecho de bronce fundido, que, al parecer, podían verse en el exterior de los ayuntamientos de todos los puertos del Schilder, sino a algo bellamente cincelado en mármol tileano, como los antiguos bustos que en ocasiones se exponían dentro de los ayuntamientos, como tesoros saqueados en el curso de expediciones llevadas a cabo hacía siglos.

La indefensión de la joven aumentaba su encanto, y manto más la miraba Reinmar, más protector se sentía hacia ella. Tendió una mano para acariciarle el rostro, y sus párpados se alzaron con lentitud para dejar a la vista un par de ojos tan maravillosamente oscuros que casi eran negros en lugar de pardos. Los ojos lo miraban con fijeza, pero Reinmar no estaba convencido de que la chica hubiese despertado de verdad. En su mirada carente de curiosidad había poca conciencia o ninguna, y tuvo la extraña sensación de que alguna otra cosa que no era la mente de la muchacha podría estar usando sus ojos para estudiarlo.

Al parecer, pasó la prueba, porque una ligera sonrisa comenzó a alzar las comisuras de la boca de ella.

—Tranquila —le dijo él—. Estás a salvo.

Los labios de la joven se estremecieron tan levemente —habría supuesto él en una situación normal— que de ellos apenas salió alguna palabra audible. No obstante, oyó palabras, ya fuesen dichas o imaginadas.

—He oído la llamada —le pareció que decía la chica—. Debo obedecerla.

—Debes hacerlo —murmuró él.

Los ojos de la gitana volvieron a cerrarse, y ella se relajó para entrar de nuevo en el mundo de los sueños; pero mientras continuaba acariciándole la mejilla, se dio cuenta de que la invadía un repentino helor. Recogió la capa que la tapaba y, con ella, arropó a la muchacha.

Matthias Vaedecker alzó la cabeza en ese momento, y sus ojos se vieron, de inmediato, atraídos por el movimiento de la capa.

—¿Está despierta? —preguntó.

—Aún no —replicó Reinmar—. Parece que está bien, dada la gravedad de la herida. Creo que sobrevivirá si se le deja el tiempo suficiente para recuperarse.

—Me alegro —respondió el sargento. Frunció apenas el entrecejo y añadió—: Supongo que si su gente no puede recogerla, se nos complicarán las cosas.

Reinmar se encaminó hacia el retrete situado detrás de la posada para orinar, y luego continuó hasta la cuadra para ver si Godrich y Sigurd estaban despiertos. Lo estaban, y Sigurd ya se encontraba charlando con uno de los gitanos de la noche anterior. Discutían, aunque no con enojo.

—Reinmar —dijo Godrich en cuanto posó los ojos sobre su joven señor—. Rollo ha regresado. Al parecer, los dos de dentro son hermanos, y tienen un primo aún más pequeño que también resultó herido anoche. El padre de los chicos ha enviado a Rollo para preguntar si nosotros podemos quedarnos con los dos chavales hasta que nos encontremos lejos del pueblo, para que pueda recogerlos en un lugar mucho más seguro. Eso le permitiría evitar cualquier futuro problema con la gente de aquí que aún tenga la intención de apalear al resto de la familia. Sin embargo, no estoy muy seguro de que la muchacha esté lo bastante bien como para viajar por caminos tan malos como los de esta región en una carreta que ya va sobrecargada. La verdad es que sería mejor no tener que moverla.

Era obvio que Godrich buscaba que él apoyara esa opinión, pero Reinmar sabía que, en ocasiones, aparentar candidez podía constituir una ventaja, así que fingió no entender lo que se esperaba de él.

—Pienso que el chico estará mucho mejor hoy —dijo—. En cuanto a la muchacha, no llevamos más que la mitad de la carga que podemos transportar, por lo que creo que podemos hacer sitio para ella. En cualquier caso, como los caminos son tan malos, tal vez sería mejor que Sigurd, el sargento y yo vayamos caminando detrás. Podemos proteger a la muchacha de modo que no se golpee con cada traqueteo.

—Tenemos negocios que hacer —protestó Godrich—. No somos niñeras… y la chica está realmente malherida.

—Salvamos a esta gente de ser asesinada —declaró Reinmar—. Tenemos la obligación de asegurarnos de que permanecerán a salvo de sus atacantes. Los tendremos con nosotros hasta que podamos dejar que se marchen sin peligro, aunque eso requiera que les demos cobijo durante varios días.

Si el mayordomo esperaba obtener apoyo de Matthias Vaedecker, se llevó una gran decepción. El sargento había entrado en la cuadra mientras hablaban para decirles que el posadero había llevado agua fresca del pozo y una barra de pan pretendidamente fresca. Al oír lo que decía Reinmar, asumió un aire pensativo, pero cuando el mayordomo recurrió a él, se apresuró a manifestar su acuerdo.

—Maese Wieland tiene razón —dijo—. Es probable que los canallas que anoche atacaron a esta gente estén acechando entre los pinos, meditando sobre su derrota y esperando su oportunidad. Tenemos que quedarnos con los chicos hasta que nos hayamos alejado bien de aquí. —Sin aguardar a que Godrich hiciese algún comentario, se dirigió directamente a Rollo—. Diles a tus ancianos que cuidaremos de ellos hasta que podáis recogerlos sin peligro alguno.

Parecía una actitud generosa, pero Reinmar sabía que no era así. El sargento se había enterado, a través del cazador de brujas, de lo que Luther le había dicho a Reinmar: que el lugar de producción del vino oscuro podía estar protegido por magia, pero que el camino hasta él podría estar abierto para aquellos que «oyeran una llamada» y cualquiera que los acompañara «para que llegaran sanos y salvos a destino».

Reinmar no se sintió autorizado a criticar al soldado por aquel disimulo, dado que él mismo ocultaba sus propias motivaciones, aunque pensaba que estas últimas eran mucho más puras que las del sargento. Quería averiguar a qué obedecían tantos aspavientos, y estaba decidido a mantener la mente abierta ante todas las cosas de las que Vaedecker parecía tan terriblemente seguro.

—Muy bien —concluyó Godrich tras aceptar la derrota—. Supongo que podremos hacer igualmente bien los negocios que nos han traído hasta aquí…, y si debemos hacer caso de lo que aseguras, nuestros huéspedes ya han desempeñado un importante papel para garantizarnos una buena mercancía en esta zona. Nos complacerá hacer lo que nos pides, Rollo.

—Un millón de gracias —dijo el gitano—. Sois buenos hombres, y no lo olvidaremos.

—¿Cómo está realmente la muchacha? —le preguntó Godrich al sargento cuando Rollo se hubo marchado.

—Muy mal —admitió Vaedecker—, pero quizá Reinmar tenga razón. Si podemos envolverla bien, tal vez estará más segura con nosotros durante uno o dos días que en cualquier otra parte de esta tierra traicionera…, y es una belleza excepcional.

Tras la última frase, le lanzó una significativa mirada de soslayo a Reinmar, pero el joven miró hacia otra parte y fingió no haberlo oído.