Ocho
Según quiso la mala fortuna, las cosas comenzaron a ir mal mucho antes del anochecer. El pueblo que Godrich había considerado como refugio potencial tenía una posada y una fragua, en efecto, e incluso una especie de plaza de mercado entre el patio de la posada y la fuente del pueblo. No obstante, cuando la carreta se detuvo en la plaza, el lugar parecía cualquier cosa menos un puesto avanzado de la civilización de Reikland.
Era probable que el conflicto que estaba en pleno apogeo sobre el empedrado fuera una mera reyerta para el sargento curtido en la batalla, pero a Reinmar le pareció bastante sangriento y amargo. No se blandía ninguna arma más letal que una horca, pero sabía que los garrotes podían hacer un tremendo daño si se los descargaba con el vigor suficiente, y no podía dudarse del entusiasmo de los guardabosques y los jornaleros, que asestaban golpes a diestra y siniestra con maravillosa furia.
El objeto de la ira de los hombres del pueblo era un grupo de gitanos, no más de una docena, incluidos tres mujeres y dos niños pequeños. El ardor que mostraban no lograba compensar, sin embargo, su desventaja numérica. La lucha había comenzado presumiblemente en medio de la plaza, pero los gitanos ya se habían visto obligados a retroceder contra la pared de la posada. Tenían tan poco espacio para continuar maniobrando que sus intentos por permanecer juntos en una formación cuadrada que les permitiera hacer lo posible por cubrirse mutuamente las espaldas resultaban fútiles.
Los estaban reduciendo a una hilera, sin espacio alguno para retroceder. Ya habían caído dos, y uno era un chico de no más de doce años. Los adversarios los tenían acorralados, y daba la impresión de que caerían uno tras otro y que todos serían golpeados por cayados, botas y mangos de rastrillo, hasta quedar negros y azules.
Reinmar no supuso que los atacantes de los gitanos tuviesen realmente la intención de asesinarlos, pero no se necesitaba más que una mirada para ver que era muy improbable que fuesen escrupulosos a la hora de juzgar la extensión del castigo que estaban infligiendo, ni siquiera en el caso de las mujeres y los niños.
Tras ponerse impulsivamente de pie, Reinmar se llenó los pulmones, preparado para gritar con todas sus fuerzas la orden de que se detuvieran; pero Godrich fue demasiado rápido para él. Muy consciente de su deber, el hombre aferró con fuerza al hijo de su señor y le plantó una mano cubierta por el guantelete en la parte inferior del rostro, con los dedos extendidos para ahogar el grito. Furioso, el muchacho alzó una mano con el fin de apartar el guantelete, pero el mayordomo tenía tanta fuerza como determinación. Sin embargo, Godrich era lo bastante sensible respecto a las necesidades diplomáticas de la situación, y se volvió hacia el sargento Vaedecker.
—¡Soldado! —dijo—. Hablas mucho del deber y de la necesidad de mantener el orden. ¡Ejercita tus poderes de disciplina!
Resultaba obvio que Vaedecker era reacio a actuar, pero su expresión demostró claramente que la apelación a su sentido del deber no había sido inútil. Sin embargo, mientras él vacilaba, Sigurd actuó.
El gigante no saltó de inmediato del carro, tal vez por pensar que al encontrarse sobre él su estatura inmensa parecería claramente sobrenatural a primera vista. Para aumentar aún más el efecto, levantó los enormes brazos por encima de la cabeza y sujetó su cayado de un metro ochenta en posición horizontal.
—¡Basta! —bramó—. ¡En nombre de la ley!
Por supuesto, no tenía ninguna autoridad real para hablar en nombre de la ley, pero la aldea no era lo bastante grande como para tener un policía, así que resultaba difícil que en el grupo hubiese alguien que gozara de una posición que lo autorizara a discutirle ese derecho.
El volumen del grito de Sigurd fue notable, pero ni con mucho tan notable como el eco que rebotó de un lado a otro contra las paredes de la posada y los establos, la forja y el granero de enfrente y, aunque parezca imposible, los picos de las Montañas Grises.
El efecto inmediato de la orden fue tan impresionante como Reinmar podría haber deseado. La pelea cesó al instante, pues todos los combatientes se detuvieron y volvieron la cabeza para ver quién había hablado.
Si sólo hubiesen visto a cuatro hombres en una carreta cargada a medias y tirada por dos caballos exhaustos, tal vez los guardabosques y los jornaleros habrían vuelto a golpear sin más demora, pero Sigurd no tenía la apariencia de un simple hombre. En la luz crepuscular y con aquella postura de brazos alzados hacia el cielo bajo cargado de nubes, a cualquiera con imaginación debió parecerle que era la reencarnación de Sigmar, el Portador del Martillo.
—¡Tirad las armas! —gritó Sigurd, aprovechando la ventaja.
Media docena de cayados y mangos de hacha del grupo atacante repiquetearon en el suelo. Los gitanos, en general, no estaban ni tan sorprendidos ni tan impresionados, y eso les proporcionó una fracción de segundo para reconsiderar sus opciones.
—¡Corred! —gritó uno de ellos, un hombre cuya tronante voz resonó de una manera casi tan impresionante como la de Sigurd.
Fue una decisión sabia. Cualquier ventaja que los gitanos hubiesen aprovechado para emprender una acción violenta ante el desconcierto de sus atacantes, habría sido muy breve y habría provocado una reacción aún más fuerte. La huida, por otro lado, no originó ninguna respuesta refleja.
Si los gitanos hubiesen tenido más espacio para maniobrar, tal vez habrían logrado ejecutar una retirada sin problemas, e incluso podrían haberse detenido para recoger a sus caídos. A pesar de todo, el hombre que había gritado la orden consiguió recoger al niño que yacía en el suelo y abrirse paso a empujones, mientras cinco o seis de sus compañeros también lograban deslizarse de lado y salir de la línea de batalla antes de que nadie pensara en preguntarse si valía la pena el intento de detenerlos. Por desgracia, cuatro gitanos que se encontraban más alejados del borde de la pared de la posada no tenían ninguna vía de escape obvia. Debido a que ocupaban el centro del grupo, los adversarios estaban apiñados en mayor número ante ellos y tenían el paso cerrado por cuerpos en todas direcciones.
Durante los cinco o seis segundos posteriores al primer grito de Sigurd, nadie intentó derribar a los gitanos restantes; sin embargo, ese instante no fue lo bastante largo como para que pudieran encontrar un modo de escapar, y cuando los atacantes se dieron cuenta de que los objetos de su odio estaban huyendo, aún les quedaba dentro el enojo suficiente para volverlos testarudos.
Nadie gritó que los detuvieran porque no necesitaban hacerlo; la curiosa conciencia colectiva que a veces parecen adquirir las turbas les devolvió a todos y cada uno de ellos un sentido del propósito similar. Palos, puños y botas volvieron a alzarse, y esa vez la pelea se dividió en tres. Un grupo de gitanos corrió hacia la derecha y fue perseguido; otro se dirigió hacia la izquierda y también fue perseguido. El tercero, ante la imposibilidad de escapar, se defendió con las pocas fuerzas que lograron reunir sus miembros.
Dada la desigual distribución de la fuerza atacante, era inevitable que los tres grupos en los que se dividió distasen mucho de ser iguales. Los cuatro gitanos que corrieron hacia la derecha fueron perseguidos por cinco guardabosques; a los tres que corrieron hacia la izquierda —uno de ellos con el niño en brazos— los persiguieron cuatro jornaleros. Los cuatro que se quedaron a resistir se encontraron superados en número casi por cuatro a uno por varios oponentes de abundante musculatura. Aquélla habría sido una pelea muy breve en verdad si Sigurd y Matthias Vaedecker no hubiesen decidido que había llegado el momento de imponer personalmente su autoridad.
Sigurd volvió a gritar para repetir la orden de que tiraran las armas, pero entonces había saltado al suelo, y el segundo grito, proferido por el gitano, había demostrado sobradamente que la multiplicación de su voz no era, sobrenatural. También Vaedecker gritó invocando los nombres de Sigmar, Magnus, el Emperador y la Guardia del Reik, pero cualquier efecto que pudiesen haber causado esos augustos nombres se vio estropeado por los cacofónicos ecos, que despojaron de sentido lo que acababa de decir.
Ni Sigurd ni Vaedecker hicieron el más ligero intento de partir cabezas o derribar hombres. Se contentaron con apartar a sus oponentes a tirones y empujones, pero cualquiera que fuese empujado a un lado por el gigante se quedaba donde se había detenido, y Vaedecker sabía cómo manejar a los hombres con firmeza sin causarles ningún daño permanente. Necesitaron menos de tres minutos para dispersar al resto de la turba como espigas bajo la trilladora, pero para cuando lograron llegar hasta la gente que estaba de espaldas contra la pared, no quedaba ni uno de pie. Sólo dos pudieron incorporarse dolorosamente en el momento en que la plaza volvió a quedar en silencio.
Sigurd llamó con un gesto a Godrich, que, por fin, destapó la boca de Reinmar.
—Lo siento, señor —murmuró el mayordomo—. Te ruego que recuerdes que estamos aquí para hacer negocios y debemos tener cuidado.
Dicho eso, se encaminó directamente hacia uno de los cuerpos caídos, el de una mujer, que causaba la obvia preocupación de Sigurd. Vaedecker estaba examinando las heridas del otro caído, un hombre, así que Reinmar se encaminó hacia uno de los que se habían puesto de pie.
—Gracias, señor —dijo el gitano, mientras se palpaba el brazo izquierdo con los dedos de la mano derecha para comprobar si lo tenía fracturado—. Nos habrían matado con toda seguridad de 110 ser por vuestra llegada. Eres el hijo de Gottfried el Comerciante, ¿verdad? Me llamo Rollo… Tu padre me habría reconocido.
—¿Qué motivó la pelea? —le preguntó Reinmar.
—Lo de siempre: trabajo y brujería. Nosotros hemos producido el vino de la hacienda que está situada al sur del pueblo, y la producción ha sido mejor de lo que merecía, mientras que la mayoría de las granjas han tenido un mal año. Las gallinas no ponen huevos y hace semanas que los lazos de los cazadores están vacíos. Durante todo el verano, han estado susurrando que hemos comprado nuestra suerte a costa de la suya, que estamos confabulados con los monstruos de los bosques que han acabado con la caza. Nos pagaron ayer y pensábamos gastar dinero en la posada, como muestra de nuestras buenas intenciones; ha sido estúpido pensar que una gente así podría entender un gesto generoso.
Mientras hablaba, el hombre avanzó para reunirse con su otro compañero y Godrich, que se encontraban ansiosamente arrodillados junto a la mujer sin conocimiento. Sigurd se apartó para dejarles espacio, y Reinmar pensó que sería mejor retroceder un paso…, un paso que lo hizo colisionar con Matthias Vaedecker.
Reinmar se disculpó, pero el soldado ya le había perdonado la torpeza.
—El muchacho se pondrá bien —opinó el sargento, haciendo referencia a la otra baja aparentemente grave—. Las porras lo dejaron sin aliento y le quedarán feos cardenales, pero, por lo visto no tiene nada roto. Tal vez sea mejor así… No creo que haya ningún reductor de fracturas en ningún sitio más cercano que Eilhart, ni siquiera un barbero, y permitir que el herrero lo trate probablemente le haría más mal que bien; por accidente, no de manera intencionada.
—Me atrevería a decir que tú puedes arreglar un hueso roto si tienes que hacerlo —dijo Reinmar con la mente puesta aún en la mujer—. En caso contrario, Godrich puede arreglarlo casi todo.
—Nunca he conocido a un mayordomo que no se creyera espadachín y cirujano —murmuró Vaedecker—, pero cuando más útiles son es cuando sirven y esperan.
Era obvio que el gitano que había hablado con Reinmar tenía más fe en el juicio del mayordomo, porque le imploraba ansiosamente a Godrich un veredicto acerca del estado físico de la muchacha.
—No está bien, me temo —dijo Godrich—. Le han dado un mal golpe en la cabeza. Tenemos que llevarla dentro de la posada y acomodarla sobre un colchón. Después, no podremos hacer mucho más que esperar.
—¡Esperar! —exclamó Rollo—. ¡No podemos esperar aquí!; no, después de lo ocurrido.
—Esta noche no sufriréis ningún mal —le aseguró el mayordomo—. No tenéis nada que temer mientras estemos con vosotros. Mañana…, consideraremos las alternativas.
Rollo y su otro amigo se alejaron de inmediato un par de pasos de sus rescatadores, e hicieron un aparte. Pasados unos dos minutos, volvieron a separarse.
—Tam y yo tenemos que encontrar a los otros para contarles lo que está sucediendo y averiguar qué quieren que hagamos —dijo Rollo—. Regresaré lo antes posible después del alba. Si queréis cuidar del chico y la muchacha hasta entonces, os estaremos agradecidos…, pero después tendremos que marcharnos. Esos patanes tal vez continúen pensando que tienen una cuenta que saldar.
—Los mantendremos a salvo por esta noche —se apresuró a prometer Reinmar por temor a que el sargento Vaedecker tuviese otras ideas—. Os esperaremos por la mañana, antes de ir a catar el vino que habéis producido.
—Gracias, señor —respondió el gitano—. Sin duda, es una buena cosecha, y me alegro de que vayáis a beneficiaros de ella. Os veré por la mañana…, pero no es necesario que esperéis. Os encontraremos con facilidad allá donde estéis, y preferiría no tener que volver aquí.
Mientras tanto, Sigurd se había acercado a la puerta de la posada, que había permanecido cerrada con llave y barrada durante la pelea. En aquel momento, la estaban aporreando.
El posadero tenía que haber estado mirando por la ventana, al igual que cualquiera del pueblo que tuviese esa oportunidad, pero cuando abrió la puerta fingió quedarse atónito ante lo que veía.
—¡Godrich! —exclamó como un hombre que saludase a un primo perdido hacía mucho tiempo, «y tal vez con tono más generoso aún», pensó Reinmar, que hacía poco había visto la recepción que su padre le daba a un verdadero primo perdido mucho tiempo antes—. Este año os habéis adelantado. ¡Pasad, pasad!
—Ayúdame con la muchacha, Sigurd —pidió Godrich—. Tenemos que levantarla con mucho cuidado, sujetándole la cabeza, y hay que tenderla con toda la suavidad posible.
Reinmar, si tú y el sargento Vaedecker traéis al chico, ahorraremos tiempo.
El posadero no exageró la actuación hasta el punto de preguntar qué había sucedido o quiénes eran los heridos; se apartó para permitir que los inesperados huéspedes transportaran a sus propios inesperados huéspedes a la sala de estar.
—Enviaré al muchacho para que se haga cargo de los caballos y la carreta —ofreció el posadero cuando ambos heridos estuvieron acostados.
—Eres muy amable —dijo Godrich—, pero Sigurd y yo nos encargaremos de eso. Ya sabes lo mucho que nos preocupamos de que nuestro cargamento no sufra ningún daño.
—Por supuesto —asintió el posadero—. Veré qué puedo encontrar en mis bodegas…, pero me temo que la comida es escasa. La caza ha ido fatal durante todo el verano, y apenas ha merecido la pena mantener el mercado. Es probable que tenga que traer suministros de las tierras bajas para pasar el invierno…, y eso no le sentará bien a la gente de la región.
—Nosotros tenemos provisiones —le aseguró Godrich con un suspiro algo fingido—, y te invitamos a compartirlas esta noche, por supuesto.
—Muy amable —respondió el posadero—, muy amable.
—Ni la mitad de demasiado amable —le murmuró Matthias Vaedecker a Reinmar—. Considerando el número de amigos que habéis perdido al interrumpir esa pelea, darle una tajada de jamón a nuestro anfitrión no servirá ni para empezar a arreglar las cosas.
—Ahora es demasiado tarde para arrepentirse —observó Reinmar con tono seco—. En el momento de la pelea, hiciste lo correcto.
—Así es —asintió el sargento—. Pero ¿y tú? Yo no soy más que un soldado de paso, pero tú eres un comerciante de vino. Aunque debe de ser difícil sentirse obligado a apoyar a ambos bandos en una pelea como ésa.
—Resulta bastante fácil —le aseguró Reinmar— si te atienes a los principios del sentido común y la decencia.
Esperaba que Vaedecker frunciera el entrecejo, pero el sargento sonrió y le dio una palmada en un hombro.
—Ya basta por un día, amigo mío —dijo—. Vayamos a descansar un poco y a comer algo. No hay nada como una buena pelea para despertar el apetito, aunque esa farsa de ahí afuera no se parecía en nada a una buena pelea.
Reinmar lo miró con suspicacia, pero no vio ningún significado oculto en aquel intento de chiste, así que, condescendió en sonreír y asentir con la cabeza. Luego, se encaminó hacia el jergón que se hallaba junto al fuego, y sobre el cual Sigurd y Godrich habían tendido a la muchacha.
Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo hermosa que era; pero entonces, mientras que la luz de la lámpara se reflejaba de pleno en el rostro, vio que resultaba excepcional. En general, era del mismo estilo que las muchachas que había visto a menudo bailando en la plaza del mercado de Eilhart para que les arrojaran monedas, con lustroso cabello negro como la brea, complexión morena y labios llenos, pero parecía más delicada y exquisita que las robustas y ligeramente toscas mozas que bailaban. Aunque estaba sin sentido, sus músculos faciales no se habían relajado. De hecho, su expresión era de angustia, como si al dormirse hubiese entrado en un sueño perturbador.
Lejos de hacer que la joven resultase menos atractiva, aquella expresión despertó en Reinmar una ferviente compasión, y deseó zambullirse en el sueño para rescatarla de las atroces amenazas. Mientras la observaba vio que movía los labios, y por un momento pensó que estaba a punto de despertar; pero cualesquiera que fuesen las palabras que intentaba pronunciar permanecieron latentes.
Reinmar se arrodilló junto a la muchacha nómada e inclinó la cabeza sobre ella, pero no había nada que oír. Desde ese ángulo, no obstante, pudo ver la sangre que le apelmazaba el cabello en el lugar donde había recibido el garrotazo, y distinguió el contorno del feo chichón que abultaba bajo la mancha de sangre. Supuso que si tenía el cráneo partido moriría sin remedio…, pero las cabezas humanas eran famosas por su dureza y resistencia, y quizás la joven fuese menos frágil de lo que parecía. Al menos, así lo esperaba.
—No tengas miedo —susurró—. No te sucederá nada malo. Te lo juro.
—No jures —murmuró Godrich—. Está muy mal.
Reinmar temió que tuviese razón. A pesar de todo, estaba dispuesto a prometer cualquier cosa que estuviese en su poder.