Siete

Siete

Reinmar habría preferido acompañar a su padre hasta la casa de Albrecht en lugar de ocuparse de la tienda, pero sabía que sería inútil protestar. Godrich tenía cosas mejores que hacer que quedarse detrás del mostrador, y el muchacho sabía que haría falta mucho más que un cazador de brujas para que Gottfried Wieland consintiera en cerrar durante las horas de trabajo.

Según resultaron las cosas, no obstante, la visita de Gottfried fue inútil. Albrecht no se encontraba en casa porque Machar von Spurzheim había enviado soldados a arrestarlo y lo había encerrado en la cárcel del pueblo. Tenían la intención de arrestar también a su ama de llaves, pero ésta había huido. Los rumores que corrían por la población estaban divididos respecto a si se había marchado por su propia seguridad, o si había ido a advertirles a los secretos vitivinicultores que se avecinaban problemas. En cuanto regresó, Gottfried se lanzó a hacer urgentes preparativos para el inminente viaje comercial de Reinmar.

Tal y como había previsto el muchacho, designó a Sigurd para que lo sirviera, junto con Godrich, y lo protegiera durante la expedición. Sigurd solía trabajar en los muelles, cargando y descargando gabarras, donde había desarrollado una musculatura impresionante. Siempre que los estibadotes intervenían en competiciones de lucha contra los labradores locales, Sigurd resultaba el hombre clave, pues inclinaba la balanza de la victoria; además en cualquier concurso local de fuerza individual, era el ganador indudable. Nunca había recibido entrenamiento en el manejo de la espada, pero sabía blandir el cayado con fuerza y astucia terribles, y sus puños eran como cachiporras. Se trataba de un tipo de hombre en cuya compañía se sentiría seguro cualquier mortal inferior, y Reinmar se alegró de ver que aguardaba junto a la carreta cuando bajó con su zurrón del piso de arriba, poco después del amanecer del día siguiente.

No se sintió tan complacido, sin embargo, al ver que Matthias Vaedecker con un zurrón, esperaba junto a Sigurd. No iba ataviado con el uniforme militar, aunque llevaba una ballesta.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Reinmar con franco asombro.

—Me han ordenado que viaje contigo —respondió el sargento, alegremente—. Herr Von Spurzheim está ansioso por tu seguridad. Corren rumores de que en las colinas andan monstruos sueltos.

Los ojos de Reinmar fueron con rapidez desde el sargento bajo y ancho hasta el gigantesco Sigurd.

—Siempre corren rumores de que hay monstruos en las colinas —dijo—. Los hombres sabios saben que no deben tomarse en serio.

—El hombre sabio de verdad es el que sabe cuándo los rumores que normalmente no deben tomarse en serio comienzan a tener un significado maligno —le informó el sargento con tranquilidad.

A Reinmar le parecía obvio que, en realidad, habían enviado a Vaedecker para que lo espiara, o al menos para que aprovechara la expedición como cobertura que le permitiese espiar a los vitivinicultores que tenían intención de visitar, y a cualquier otro viajero con quien pudiesen encontrarse. Tampoco ignoraba que Vaedecker tenía que ser consciente de que eso resultaba obvio, aunque no estaba autorizado a decirlo en voz alta.

—¿Dónde está tu caballo? —fue cuanto dijo Reinmar.

—Soy soldado de infantería —replicó el sargento con tono agradable—. Los caballos en los que yo y mis compañeros llegamos a Eilhart eran alquilados, pues teníamos poco tiempo y pensábamos que podríamos coger al hombre que estábamos siguiendo antes de que desembarcara. Estaré encantado de ir en la carreta con vosotros.

Cuando Godrich se reunió con ellos, Reinmar le preguntó si su padre estaba enterado de las órdenes que tenía el sargento; pero fue el sargento quien respondió.

—Está completamente de acuerdo —le aseguró Vaedecker.

Godrich confirmó la aseveración con un asentimiento de discreto malhumor.

Gottfried salió de la tienda pocos minutos más tarde para despedirlos, e hizo grandes aspavientos mientras le daba las gracias a Vaedecker por prestarle sus servicios.

—Vivimos tiempos turbulentos —dijo, pasando alegremente por alto el hecho de que el único síntoma de turbulencia visible hasta el momento en Eilhart había sido la llegada de Von Spurzheim—, y me sentiré mucho mejor sabiendo que un soldado veterano acompaña a Reinmar. La combinación de la sabiduría de Godrich, la fuerza de Sigurd y tus habilidades de guerrero asegurarán que regrese sano y salvo, y que la expedición sea provechosa.

—Haré todo lo posible —prometió el soldado— para asegurarme de que el viaje sea tan provechoso como deseas.

Cuando el carro estuvo cargado y Godrich cogió el látigo, Gottfried le entregó la bolsa con las monedas que Reinmar debía emplear en la compra de los nuevos suministros.

—Reinmar —dijo—, sé paciente e inteligente para lograr buenos precios. Intenta no parecer tan duro que provoques resentimiento, pero no olvides nunca que tenemos un monopolio real. Mantén una apariencia generosa, pero asegúrate de que sea sólo la apariencia.

—Haré lo que pueda —prometió Reinmar—. Si alguien intenta aprovecharse de mi juventud e inexperiencia, les diré que estoy tan aterrorizado por mi padre que no me atrevo a ofrecerles un céntimo más de la mínima cifra que puedo calcular, por miedo a que me azotes casi hasta la muerte cuando regrese con la carreta llena a medias y la bolsa vacía. Eso lo creerán con facilidad, ¿no?

—Lo creerán —le aseguró Gottfried, pero su sonrisa no fue tan ancha como debería haberlo sido—. Buena suerte, hijo mío, y regresa sano y salvo.

En circunstancias normales, Reinmar habría charlado con Godrich y Sigurd mientras la carreta salía del pueblo, pero la presencia del soldado era un factor poderosamente inhibidor. El único tema de conversación que habría en el pueblo aquella mañana sería el arresto de Albrecht Wieland y sus probables consecuencias, pero no era algo que pudiera comentarse sin riesgos ante Vaedecker, y Reinmar no estaba lo bastante desesperado como para buscar un tema inofensivo.

El camino por el que abandonaron la población era bueno, aunque el avance se vio algo ralentizado por el tráfico considerable que había en sentido contrario. Pese a que el día principal de mercado era el siguiente, el flujo de los productos cotidianos como la leche y los huevos se veía aumentado por el movimiento de mercancías más voluminosas en preparación de la desbordante actividad de compra y venta. De hecho, cuanto más se alejaban del pueblo, más tráfico de ese tipo encontraban, y más se estrechaba el camino. Además, dado que iban pendiente arriba, más difícil resultaba avanzar.

Al principio, siguieron el curso del río, que fluía relativamente sin tropiezos a lo largo una legua hasta el lago de Eilhart, aunque allí no era considerado navegable para los cargueros. En el agua había muchos botes de remos y transbordadores de fondo plano que transportaban a carreteros y viajeros desde la otra orilla, donde los senderos eran menos transitables. Al llegar a la confluencia del Schilder con uno de sus afluentes menores, giraron hacia el suroeste, y el camino se hizo más empinado. Los picos de las Montañas Grises eran visibles incluso desde Eilhart, aunque las colinas intermedias tendían una franja verde sobre el inhóspito horizonte; no obstante, cuanto más se adentraban en las boscosas laderas, más zonas grises aparecían en cada cresta, y se hacía mucho más fácil apreciar la verdadera mole de las montañas.

Hacia mediodía, habían dejado atrás las mejores tierras de cultivo y avanzaban hacia el interior de tierras de secano, más adecuadas para las viñas que para los cereales o los tubérculos. Reinmar sabía que en pleno invierno el sol apenas podía alzarse por encima de los lejanos picos, y esas tierras parecían desiertas y abandonadas; pero cuando el sol estaba más alto y brillaba sobre ellas, los valles tenían un aspecto mucho más fértil. Las mejores viñas crecían en las laderas que miraban al sur, que se encontraban al otro lado de las colinas, así que las pendientes a las que primero llegaron parecían áridas y nada prometedoras. En ellas pastaban rebaños de cabras escuálidas. Cuando la carreta avanzó hasta alcanzar el otro lado, aparecieron los viñedos de la vertiente sur, cada uno dominado por una casa de piedra gris, rodeada por las cabañas de los jornaleros. Algunos de esos grupos de viviendas eran lo bastante grandes como para ser considerados pueblos, con su propia posada y cementerio. La mayoría, sin embargo, estaban situados a una cierta distancia de las viviendas que se hallaban junto a la orilla de arroyos y cerca de los sotos, donde crecían árboles frutales y se reunían los guardabosques.

Reinmar hizo la primera compra cuando ya acababa el día, y esa noche se alojaron en casa del vitivinicultor. Reinmar no dio ninguna explicación acerca de la presencia de Vaedecker, y el vitivinicultor supuso que estaba allí por solicitud de Gottfried, con el fin de proporcionarle mayor protección a su hijo. Esto le permitió a Vaedecker formular algunas sutiles preguntas acerca de las posibles dificultades con que podrían enfrentarse al adentrarse más en las colinas.

—Ninguna de la que pueda dar fe —le aseguró el dueño de la casa—. Se cuentan muchas historias sobre monstruos y magia negra, pero ese tipo de cuentos corre en abundancia cuando la gente de los poblados quiere tener una excusa para acosar a los gitanos. El verano ha sido malo; algunos campesinos han tenido cosechas escasas aunque cualitativamente satisfactorias, mientras que otros han visto las suyas arruinadas por completo a causa de feroces tormentas. Eso ha hecho disminuir la demanda de temporeros, por lo que hay bastantes desempleados recorriendo las tierras en busca de lo que puedan encontrar, y la situación ha inflamado los celos que siempre se enconan entre esas gentes. «¿Por qué yo? —se preguntan los menos afortunados en esas circunstancias—. ¿Por qué yo y no él? ¿Quién me ha maldecido con esta terrible desgracia?». Toda la violencia que despierta en estas situaciones tienden a sufrirla los gitanos, a los que se culpa. Dudo que alguien vaya a molestaros.

A Reinmar, esa explicación le pareció dictada por el buen sentido común, aunque Vaedecker no se veía del todo satisfecho.

Lo que observaron durante los tres días siguientes confirmó, de algún modo, la opinión de Reinmar. Las colinas más altas sufrían a menudo tormentas violentas, aunque localizadas, que podían azotar campos y edificios con granizadas, incluso en los meses más cálidos; semejantes fenómenos destruían, a veces completamente, el fruto de los afanes de un hombre durante un año, y al mismo tiempo dejaban intacta la cosecha del vecino. En los años buenos, los vecinos se ayudaban, y aliviaban el desastre con una porción de los excedentes, pero cuando la producción no llegaba a lo esperado se mostraban menos generosos y se acumulaban los resentimientos. El enojo reprimido solía estallar de modo que no amenazara las relaciones permanentes, y se descargaba en desconocidos y chivos expiatorios. Siempre que se encontraban con grupos de gitanos, Reinmar percibía claros signos de tensión entre ellos y los pobladores.

Gottfried siempre le había dicho a Reinmar que procurase tratar a los gitanos con la misma cortesía que a cualquier otra persona, dado que el trabajo temporal que aportaban los nómadas era vital para la producción de buenos vinos. Esto se debía, en parte, a que el tiempo constituía un factor importante para la cosecha y el procesado de la uva y, en parte, a que muchos gitanos y gitanas no sólo eran hábiles, sino que tenían una sensibilidad instintiva para el arte de hacer vino. «Sin la contribución de los gitanos —le decía Gottfried a Reinmar—, con frecuencia, los productos que vendemos serían de inferior calidad, y el mayor perjuicio lo sufrirían las mejores cosechas».

Por su parte, Reinmar siempre se había sentido fascinado por los gitanos que acudían al mercado de Eilhart, en especial por aquellos que intentaban ganarse la vida mediante variadas y exóticas actuaciones: leían la buenaventura, tocaban instrumentos musicales inventados y hechos por ellos, y bailaban. Siempre había tenido la sensación de que la música gitana encerraba algo mágico y que, a su manera, era tan embriagadora como el buen vino.

Con todo esto en mente, Reinmar realizó un esfuerzo particular para mostrarse cortés y amistoso con los gitanos con los que se cruzó por el camino, y se sintió ligeramente herido por el hecho de que sus respuestas fuesen, a menudo, breves y suspicaces. Al principio, lo atribuyó al legado de insultos lanzados contra ellos por otras gentes prósperas, pero al final se dio cuenta de que la presencia de Matthias Vaedecker constituía un factor adicional y que causaba tal reacción. Aunque el sargento vestía supuestamente ropas civiles, la falta de uniforme destacaba aún más la ballesta; además, su actitud hacia los gitanos no se veía afectada por las razones que modificaban los modales de sus compañeros de viaje.

Al final, Reinmar decidió reprender a Vaedecker mientras la carreta avanzaba a través de un bosque particularmente sombrío.

—No deberías mirarlos con una hostilidad tan abierta —dijo—. Son gente como tú y como yo, que responden a una sonrisa o una palabra amable tan bien como cualquier otra persona. ¿Cómo te sentirías si en todas partes te recibieran con mirada de pedernal y signos que supuestamente neutralizan el mal de ojo?

—Las tribus nómadas son terreno abonado para el mal —le aseguró Vaedecker—. No digo que sean todos magos, pero sí que cualquiera que desee vender su alma puede encontrar entre ellos, sin problema alguno, recetas para la autodestrucción y profesores de hechicería. Su cultura es corrupta… y si hay que creer a tu padre, ellos son los que saben dónde se hace el vino oscuro.

—Si ése fuera el caso —le informó Reinmar, incapaz de ocultar la irritación—, un espía sabio haría todos los esfuerzos posibles para mostrarse cortés, servicial y alegre.

Para su sorpresa, pareció que Vaedecker se tomaba en serio aquella observación.

—Tienes razón, por supuesto —dijo el sargento con un suspiro—. Este no es el tipo de trabajo para el que fui entrenado. Soy un guerrero, no un agente secreto. Estoy habituado a enfrentarme con el enemigo cara a cara. Soy natural de Reikland de pies a cabeza, pero cuando un hombre ha realizado un largo viaje hacia el norte, donde la vida es dura para todos y el mal se manifiesta de manera clara, el sur acaba por parecer un territorio encalmado, propio de los sueños.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Reinmar, desconcertado por aquel repentino acceso de confidencias.

—La gente que lleva vidas ordenadas y cómodas en pueblos como Eilhart supone que su manera de vivir es como debería vivirse la existencia humana —observó Vaedecker—. Piensan que con que sólo la gente de todas partes fuese como ellos, es decir trabajadores, serios y escrupulosos, el mundo entero sería como Eilhart, tan próspero y feliz como cualquier comunidad tiene derecho a ser. No es así. En el mundo hay lugares, sitios que no sólo se encuentran en las fronteras del Imperio sino también dentro de sus propios límites, donde la actitud trabajadora y seria obtiene por recompensa una muerte prematura e ignominiosa, que sólo puede posponerse si se dedica hasta la última fibra de fuerza y gramo de valentía que posee un hombre a luchar contra los enemigos del orden.

—Eso dicen todas las historias de los viajeros —comentó Reinmar.

Vaedecker no se sintió ofendido por el escepticismo que manifestaba el muchacho.

—Tú oyes historias que dicen que hay monstruos en las colinas, maese Wieland, y tu reacción automática es comentar, entre carcajadas, que siempre corren historias que dicen que hay monstruos en las colinas. Bueno, Reinmar, yo he luchado contra ejércitos enteros de monstruos que tenían dardos y flechas, espadas y garrotes…, y a veces, al final, iban armados sólo con las manos desnudas y ensangrentadas. Los monstruos han estado tan cerca de desgarrarme la garganta que nunca puedo reír cuando oigo esa palabra. Los he visto formar en tan terribles centenares ante las picas de mis compañeros y las lanzas de la guardia que me pone enfermo y me descorazona oír que hombres como tú suponen con indiferencia que sólo los estúpidos creen que semejantes cosas son un peligro. Soy una especie de viajero, pero te aseguro que las historias que podría contarte son verdaderas, y aún más espantosas de lo que parecen. El mundo no es como Eilhart, amigo mío…, y si el estado de cosas que reina en otros lugares llegara a extenderse hasta Eilhart, podrías encontrarte con que despiertas de ese encantador sueño en el que has vivido toda tu existencia a una realidad de pesadilla.

Si esas palabras hubiesen sido dichas cuando la carreta estaba bañada por la luz del sol, o mientras los cuatro hombres que viajaban en ella se encontraban sentados en torno al ardiente fuego del hogar de un próspero vitivinicultor, no habrían parecido tan amenazadoras. De hecho, el cielo, casi invisible tras las ramas de las enormes coníferas, estaba azul sólo en el norte. Las cumbres de las montañas del sur se encontraban envueltas en espesas capas de nubes grises, cuyos bordes, que avanzaban, se extendían sobre sus cabezas como toldos ominosos.

En esas circunstancias, Reinmar apenas pudo reprimir un estremecimiento mientras las palabras del sargento lo atravesaban y le penetraban en el corazón. No se le ocurrió ninguna réplica adecuada.

—Así que, como comprenderás —añadió Vaedecker—, no puedo mirar a los gitanos con unos ojos tan generosos y confiados como los tuyos. No dudo que tienes razón, y que muchos de ellos son almas buenas y honradas que no nos desean ningún mal…, pero el conocimiento de que uno de cada cien no lo es basta para inquietar a un hombre como yo. No obstante, seguiré tu consejo e intentaré reprimir mis sentimientos, no porque sea una actitud cortés, sino porque es diplomática. Soy, como has tenido la amabilidad de recordarme, un espía, y debo hacer todo lo posible por observar a la gente con la que nos encontremos con tanta atención como te vigilo a ti.

La última frase, que contenía una acusación velada, contribuyó a que Reinmar superara el azotamiento. Vio que Godrich volvía la cabeza y reparó en la mirada de advertencia de su criado, pero hizo caso omiso del silencioso consejo.

—Para un guerrero como tú, debe ser una indignidad verse reducido a hacer de espía —observó Reinmar—. En efecto, tiene que ser una humillación tremenda para un osado héroe habituado a luchar con legiones de monstruos que lo manden a perseguir a contrabandistas de licor por las tierras más felices del reino.

—¿Tiene que serlo? —contestó Vaedecker—. Me he encontrado cara a cara con hombres bestia y ogros, y he deseado estar en cualquier otra parte del mundo, dedicado a cualquier otro tipo de trabajo. El deber no siempre nos impulsa a realizar proezas espectaculares. Siempre he empleado mis fuerzas al servicio de la virtud, por servil que fuese la tarea…, aunque no puedo esperar que eso impresione a hombres cuya noción del trabajo está completamente determinada por su experiencia en levantar y trasladar barriles de vino.

Incluso Sigurd frunció el entrecejo al oír eso, aunque afortunadamente no era la clase de hombre que reacciona ante naderías. Si no tenía intención de moverse con fuerza demoledora, no se movía en absoluto.

—Paz, amigos —intervino Godrich al mismo tiempo que se volvía en su asiento—. La carreta ni siquiera está llena hasta la mitad, y aún nos queda mucho camino por delante. El tiempo pasará con más facilidad si podemos evitar las querellas. No somos adversarios. En este asunto del vino oscuro, estamos todos del mismo lado.

«¿Lo estamos?», se preguntó Reinmar; pero refrenó la lengua. Se obligó a asentir con la cabeza y a suavizar la expresión del rostro. No era una disculpa, pero sí un gesto, y Matthias Vaedecker, que tal vez pensaba que él mismo había hablado con demasiada franqueza, estaba dispuesto a hacer algo más que igualarlo.

—Sí —dijo—. Tu hombre tiene razón. No estoy habituado a alejarme de los míos de esta manera y me siento inquieto. No tenía intención de ofenderte.

—Tampoco yo —se vio obligado a responder Reinmar—. Ya había estado aquí antes, pero siempre con mi padre para guiarme. Supongo que también yo estoy un poco inquieto…, y no me gusta ver esas nubes que se están reuniendo alrededor de los picos de las montañas. Fue una borrasca como ésa la que desató las tormentas que han causado tantas desdichas por esta zona.

—No pasará nada hasta la caída de la noche —le aseguró Godrich, que se mostró rápido en aprovechar la oportunidad para cambiar de tema—. Más adelante hay un pueblo que tiene una posada y un herrero que podrá cuidar de los caballos, así que estaremos abrigados en cualquier caso. Con un poco de suerte, el cielo estará despejado por la mañana.

«Y sin suerte —pensó Reinmar—, algunos podrían estar buscando a alguien a quien culpar por el granizo que caiga sobre nuestras desdichadas cabezas».