Cuatro

Cuatro

—En cualquier caso —prosiguió Luther cuando pudo volver a hablar—, río abajo se hicieron intentos de acabar con el comercio de vino oscuro, y nosotros pensamos que lo más prudente era abandonarlo. En Marienburgo continuaba habiendo demanda, y podríamos haber sacado buenos beneficios del abastecimiento de esa demanda siempre y cuando lo hubiésemos hecho con discreción, aunque tu padre jamás tuvo sentido alguno de la aventura. Si yo no hubiese caído enfermo habría corrido ese riesgo, pero tu padre veía las cosas de manera diferente. Se había casado y quería formar una familia. Sabía que yo mismo tomaba un poco de ese vino de vez en cuando, pero eso sólo logró fortalecer su determinación. Ahora supongo que estará más convencido que nunca de que tenía razón.

—Le dijo al cazador de brujas que en diez leguas a la redonda no había ningún sitio donde se pudiera comprar —observó Reinmar—. ¿Es cierto?

—¿Cómo puedo saberlo postrado en la cama como estoy? No lo había para mí, en cualquier caso, y dudo que Albrecht tenga aún alguna reserva, dado el grado de su sed. No sé dónde fue escondido y almacenado ese vino, y siempre lo embotellaban antes de entregármelo, pero el hecho de que sus productores usaran a nuestra familia como agente sugiere que Eilhajt quedaba en la ruta más conveniente hacia el Reik. Si el vino oscuro y su gente ya no usan el Schilder como conducto, deben utilizar otra ruta, aunque no puedo decirte a qué distancia está. Si eran verdaderos ciertos rumores que decían que los vinos llegaban desde Bretonia a través de un paso secreto en las montañas, puede ser que los vitivinicultores hayan tenido que desplazarse veinte o treinta leguas al este o el oeste en busca de ese paso, pero nunca he confiado en ese tipo de rumores. Siempre he sospechado que el origen se encontraba mucho más cerca de aquí, en cuyo caso es probable que la actual ruta de distribución pase a un día de marcha de nuestro pueblo.

—¿Tal vez tan cerca como la casa del tío Albrecht? —sugirió Reinmar.

Esa pregunta causó una inmediata reacción en el anciano. La mano derecha se crispó antes de cerrarse en un puño.

—No creo que esté tan cerca como eso —replicó Luther en voz baja—. Albrecht nunca estuvo hecho para el comercio del vino, y te aseguro que la última vez que lo vi no tenía el aspecto de un bebedor habitual.

—¿Por qué no estaba hecho para el comercio del vino? —quiso saber Reinmar, que tenía serios recelos acerca de su propia capacidad para vivir de cualquier tipo de comercio—. ¿Y qué aspecto tiene un bebedor habitual de vino oscuro?

Luther decidió responder a la primera pregunta y hacer caso omiso de la segunda.

—Albrecht no tenía la cualidad de la moderación —declaró Luther con severidad—. Puede que el negocio del vino no requiera la disciplina férrea que le aplica tu padre, pero sí que exige moderación.

—¿Por eso reñisteis? ¿Por qué se bebía los beneficios?

—¿Eso te ha dicho tu padre? —lo atajó el anciano.

Era obvio que la conversación había derivado demasiado profundamente hacia temas de los que, al parecer, a Luther le habían prohibido hablar, presumiblemente Gottfried.

—Papá nunca me cuenta nada que no esté estrictamente relacionado con la dirección del negocio —respondió Reinmar con bastante amargura—. Sólo lo he supuesto.

—No es una suposición demasiado mala —admitió Luther—. Fue algo mucho más complicado, por supuesto; pero eso formaba parte del problema. Albrecht siempre tuvo una gran sed, tanto de conocimiento como de vino. Tenía la ambición de ser un erudito, y más aún. Eilhart nunca fue suficiente para él. Quería ser un gentilhombre de ciudad, pero su pasión de prosperidad siempre superó a la paciencia con la que podría haberla conseguido.

—¿Es tan terrible desear algo más de lo que Eilhart tiene para ofrecer? —preguntó Reinmar, vacilante.

—Tal vez, no —replicó Luther con cautela—; sin embargo, no existe ningún atajo fiable que conduzca a la prosperidad, como no lo hay hacia la sabiduría.

—Y sin duda, es el motivo por el que los respetuosos burgueses y amas de casa de Eilhart son tan presuntuosos, pese a su ignorancia, su mente estrecha y la extremada urgencia de su deseo por obtener medidas colmadas de los comerciantes locales —comentó Reinmar.

Luther rio entre dientes. Reinmar podía recordar una época en que la risa del anciano había sido más que robusta, cuando atronaba procedente de su vientre en lugar de rechinar en su garganta; pero el tiempo había ido causando un deterioro constante del cuerpo, que se marchitaba con lentitud. El médico de la familia había intentado desesperadamente encontrar algún tratamiento que acabara por ralentizar el avance de la enfermedad, que lo consumía de modo gradual pero inevitable.

—Sin duda —asintió el anciano, cuya gorra negra se bamboleó sobre la cabeza, que se movió de arriba abajo—. Sin embargo, fue una suerte que yo, al final, me negara a ser tan temerario como Albrecht, ya que, de lo contrario, tú no hubieses tenido nada que heredar, a despecho de la industriosidad y tacañería de Gottfried. Albrecht nunca me lo perdonó, pero yo tenía razón.

Se produjo una pausa mientras Luther reflexionaba sobre la importancia de esa conclusión. Continuaba asintiendo con la cabeza, aunque de modo mucho más lento que antes.

—¿Qué quiere de nosotros ese hombre que nos llama primos, abuelo? —inquirió Reinmar cuando la gorra negra, al fin, dejó de bambolearse.

—No lo sé —respondió Luther—. Si es quien dice ser, es probable que el vino le interese más para servir a su propio apetito que para venderlo…; pero si se trata de un agente secreto del cazador de brujas, estará buscando el mal para descubrirlo y arrancarlo de raíz. Los hombres como él, a veces, hallan lo que buscan, aunque en realidad no exista.

—¿Qué debo hacer yo? —quiso saber Reinmar.

—Tu padre, desde luego, te dirá que no hagas nada, o menos que nada —observó Luther con tono especulativo—. Y no me agradecería que yo te diera un consejo diferente de ése.

—Yo sí que te lo agradecería —le aseguró Reinmar.

—No te apresures tanto a decir eso —le advirtió Luther—. Pero, si quieres, podrías ir a visitar a tu tío abuelo. Con independencia de cuál sea la situación, Albrecht, sin duda, se alegrará de que alguien le avise de que hay cazadores de brujas en el pueblo, y dudo que nadie más se moleste en ir a decírselo. Si el hombre que afirma ser su hijo está con él, puede ser que también se alegre de recibir la advertencia…, y ciertamente es el más indicado para explicar por qué razón podría estar buscándolo un hombre como Machar von Spurzheim.

Reinmar estaba dispuesto a considerar la posibilidad que se le había planteado, pero aún quedaba una pregunta que deseaba formular.

—Si alguien tuviese una botella de vino oscuro —dijo con un tono de indiferencia—, ¿cuánto costaría hoy en día? El misterioso visitante no se mostró muy entusiasta respecto a pagar el precio de mercado, pero dijo que estaba dispuesto a hacerlo.

Luther profirió un sonido que casi fue una carcajada, aunque no del todo.

—Hace diez años que no manejo dinero —respondió—, y hace veinte que no veo una botella de vino oscuro. ¿Cómo voy a saber qué precio tiene en los mercados de Schilderheim y Marienburgo? Podría ser el doble de lo que cobra Gottfried por una botella de la mejor cosecha, o podría costar cien veces más… Pero puede ser que tu cliente no estuviese pensando en términos monetarios. Si llegó aquí buscándome a mí tanto como a Albrecht, es posible que piense que soy un hombre que le tenía demasiado aprecio al dinero durante la juventud para pagar un precio mayor por lo que quiere. Si vuelves a verlo, tal vez decida explicarse…, pero en caso contrario, quizá sea mejor para ti no saber más. Ciertamente, Gottfried te diría eso, y le debo demasiado para ir en contra de sus deseos. Tú, claro está, puedes tomar tu propia decisión.

—He venido a verte en busca de respuestas —dijo Reinmar—, no de más enigmas, pues cada uno es más desconcertante que el anterior.

—No siempre podemos obtener lo que queremos —susurró Luther al mismo tiempo que dejaba caer la cabeza otra vez sobre la almohada—. Esa debería ser la primera lección que todos los hombres aprendieran en la vida…, porque bien podría ser la última si la aprenden demasiado tarde.

Sus ojos se cerraron y Reinmar supo que aquella noche no lograría sacarle más información al anciano. También sabía que tendría que estar de vuelta tras el mostrador a una hora incómodamente temprana…, pero si posponía hasta la noche siguiente la visita a su tío abuelo Albrecht era probable que ya no tuviese sentido ir a verlo. Machar von Spurzheim tendría a su disposición todas las horas del día, y sin duda haría buen uso de ellas. Si quería llegar hasta Albrecht antes de que lo hiciera el cazador de brujas, tendría que ir a verlo esa misma noche.

* * *

Cuando Reinmar se escabulló en silencio de la habitación de Luther era tan tarde que la mayoría de los habitantes del pueblo se habían acostado, aunque él estaba aún colmado por la emoción de aquel día extraordinario y ni siquiera se detuvo a preguntarse si Albrecht estaría plácidamente dormido o no. No se atrevió a dejar la puerta de la bodega sin cerrojo, así que se valió de una vía de escape que había utilizado durante la infancia: salió por la estrecha ventana de su dormitorio a la terraza que quedaba sobre la tienda, y, luego, descendió por una serie de apoyos para pies y manos que había hecho quitando el mortero de las rendijas que quedaban entre los bloques de piedra gris que formaban las paredes de la casa.

El descenso le parecía cada vez más peligroso, pero el muchacho aún era lo bastante ligero y ágil para bajar sin riesgos.

Gottfried había dicho que la casa de Albrecht estaba a «poco más de una hora a pie» de la tienda, pero probablemente se había referido a dar un paseo tranquilo. Aunque para guiarse no tenía más luz que el resplandor de las estrellas y no estaba familiarizado con la ruta, Reinmar logró hacer el recorrido en unos minutos menos de la hora prevista y llegó en el momento en que la campana del mercado daba la medianoche.

No habría sido fácil encontrar la casa en medio de los abetos si ésta no hubiese estado iluminada, pero en una habitación de la planta superior ardía una lámpara con potente brillo entre las cónicas copas de los árboles, la cual guio a Reinmar en la parte más difícil del recorrido.

Cuando golpeó la puerta con el puño no hubo respuesta inmediata, y la impaciencia hizo que volviera a llamar antes de que quitaran la barra de la puerta y ésta se abriera apenas. No era el ama de llaves gitana quien había acudido a abrir, sino el propio Albrecht.

Albrecht Wieland ya debía de ser más alto que su hermano menor cuando ambos eran jóvenes, pero Luther estaba tan consumido por la enfermedad que entonces Albrecht parecía el doble de grande que el abuelo de Reinmar. No era tan alto como el cazador de brujas, pero de todas formas se veía enorme al lado del muchacho. Resultaba evidente que no estaba habituado a tener visitas; llevaba un candelabro en una mano y una porra en la otra.

—¿Quién eres? —preguntó con rudeza.

Adelantó el candelabro para que el rostro de Reinmar quedara iluminado; resultaba obvio que no había reconocido a su sobrino nieto.

—Soy yo, tío abuelo. Reinmar.

Albrecht pareció sobresaltado por la información, y ligeramente consternado.

—¿El hijo de Gottfried? ¿Qué quieres? ¿Acaso mi hermano ha muerto?

—No. ¿No hay nadie más aquí? ¿No has tenido ninguna visita, hoy?

Albrecht aún no se había apartado para permitir que Reinmar entrara en su casa, y la perplejidad de su rostro indicaba que no tenía ni idea de qué estaba hablando Reinmar. Si el hombre que afirmaba ser el hijo de Albrecht había partido en la dirección indicada por Gottfried, no parecía haber concluido el recorrido.

—Nunca recibo visitas —declaró Albrecht en tono terminante.

—Tendrás alguna mañana, tío abuelo —le aseguró Reinmar—. Hay un cazador de brujas en el pueblo. Sus hombres se llevaron a mi padre y, luego, fueron a registrar la bodega. ¿Puedo entrar?

Ante la mención del cazador de brujas, el semblante mal iluminado de Albrecht había cambiado de expresión; en un instante, el desconcierto quedó desplazado por la ansiedad. Ya había comenzado a abrir la puerta de par en par para que entrara Reinmar, y miró con temor hacia la oscuridad antes de volver a cerrarla y colocar la barra en las abrazaderas.

—Allí —dijo.

Albrecht señaló la más pobre de dos sillas desvencijadas que se encontraban ante una mesa sembrada de restos de las últimas tres comidas, media docena de platillos con charcos de cera de vela hollinienta y varios pergaminos apolillados, que, en otra época, podrían haber sido relatos de hechos, cartas o páginas arrancadas de un libro. Reinmar se sentó con cuidado y balanceó la silla a un lado y otro, hasta averiguar sobre qué combinación de tres patas estaría más cómodo. El aire de la habitación estaba impregnado de un fuerte olor a animal, aunque el flaco gato que dormía junto al hogar apenas parecía lo bastante grande como para ser la fuente del mismo. El ama de llaves de Albrecht —de la que continuaba sin verse rastro alguno— no daba la impresión de ser excesivamente solícita en el cumplimiento de sus deberes.

Albrecht ocupó la otra silla, que era algo más sólida y estaba provista de posabrazos.

—¿Qué podría querer de mí un cazador de brujas? —preguntó con tono exigente.

—El hombre al que está persiguiendo me dijo que era tu hijo —explicó Reinmar—. También me dijo que vendría a verte, aunque al parecer aún no ha llegado.

—¿Wirnt? —Albrecht parecía completamente atónito—. ¿Wirnt está en Eilhart?

—No me dijo cómo se llamaba —respondió Reinmar—. ¿Así que es cierto que tienes un hijo? Mi padre parecía no saberlo. El desconocido llegó a la tienda preguntando si teníamos vino oscuro, y se mostró decepcionado cuando mi padre le dijo que no teníamos ni una botella. Tal vez fuese lo mejor, ya que el cazador de brujas llegó poco después, pisándole los talones. Los soldados del cazador de brujas registraron las bodegas, aunque no puedo imaginar que haya brujería en el vino.

—Todo el vino es brujería —murmuró Albrecht, que, sin embargo, parecía tener la mente en otra parte—. ¿Qué otra cosa es la borrachera sino una forma suave de magia, un trastorno placentero?

—Según mi padre —le respondió Reinmar a su anciano pariente—, el buen vino es la encarnación de la virtud, e incluso el vino malo es un acompañamiento útil para la mala comida. Soy su aprendiz, pero nunca me ha dicho una sola palabra acerca de que existiera un vino maligno. Es el motivo, supongo, por el que ese misterioso licor es oscuro.

—El vino tiene más colores de los que imaginan los burgueses de Eilhart y Holthusen —le dijo Albrecht, que aún hablaba de un modo algo distraído mientras se preocupaba por posibilidades que todavía no se sentía seguro de mencionar—, y los sueños que estimula son mucho más complejos y variados de lo que pueden suponer tu padre y sus vecinos. Luther lo sabe…, pero siempre fue un debilucho y un cobarde. No hay mal ninguno en el vino, pero sí que lo hay en los hombres, y a veces el mejor de los caldos puede hacer que aflore. El vino de los sueños puede revelar más cosas de las que a algunos hombres les resulta cómodo saber. Los cazadores de brujas y los sacerdotes de la ley siempre culpan a la magia en lugar de al hombre, pero los eruditos ven las cosas de otro modo.

—En Eilhart —observó Reinmar—, el tipo de sabiduría que tú llamas erudición es mirada con mucha más suspicacia que el vino.

Esa observación hizo que la mente de Albrecht regresara al momento presente.

—¿Crees que hace falta que me cuenten eso? —preguntó de modo cortante—. Fue para escapar de una ignorancia semejante por lo que me marché a Marienburgo y dejé que mi hermano me robara mi parte de la preciosa tienda mediante malas artes. Si tu padre cree que puede enviar un cazador de brujas tras el tunante de la familia al mismo tiempo que mantiene su casa limpia, se equivoca. Si yo soy culpable a los ojos del cazador de brujas, y te aseguro que soy inocente según mi propia opinión, entonces Luther también será culpable, y si mi pasado me da alcance, vuestro precioso negocio está condenado a verse arrastrado a la pesquisa. Si Wirnt tiene una sola pizca de sensatez…

La interrupción de la frase causó en Reinmar un cierto fastidio.

—No entiendo qué está pasando, tío abuelo —dijo—. Mi padre se niega a explicármelo, y mi abuelo insiste en respetar los deseos de mi padre, por el momento…, aunque sugirió que debía renunciar a mis preciosas horas de sueño para advertirte que el cazador de brujas estaba en el pueblo. ¿No crees que tengo derecho de saber en qué peligro me encuentro?

Albrecht se contrajo ligeramente ante esa arremetida, pero parecía hecho de un material más fuerte que Luther. Separó los labios para dejar a la vista sus amarillentos dientes y recorrió minuciosamente los incisivos con la lengua mientras meditaba sobre el asunto.

—Aunque no lo creerías si escucharas los chismorreos de la plaza del mercado, vivimos tiempos tranquilos en un lugar privilegiado —dijo, al fin, el anciano—. Los comerciantes de Reikland siempre refunfuñan, pero no tienen ni idea de lo dura que es la vida en zonas menos prósperas del Imperio, ni de lo desesperada que fue la existencia en Reikland durante otras épocas de nuestra historia. Corren rumores de acontecimientos terribles en remotos rincones del Imperio, y de horrores en la mismísima Altdorf, pero a lo largo de mi vida no ha sucedido nada comparable con los tremendos conflictos del pasado. El cerco de Praag ha sido siempre una leyenda en Reikland, y los condes vampiros de sylvania son cocos apropiados sólo para asustar a los niños traviesos en estas tierras; sin embargo, tú y yo tenemos todas las razones del mundo para dar gracias por no haber nacido en un lugar peor o en una época anterior. No tienes ni idea de lo espantosa que es la realidad en áreas menos favorecidas, ni de los males que acechan en los desiertos del lejano norte.

—Entonces, cuéntamelo —sugirió Reinmar.

Albrecht vaciló.

—Tu educación es responsabilidad de tu padre —respondió pasados unos instantes.

—Tu hermano opina lo mismo —observó Reinmar—. Es demasiado viejo y demasiado débil para pensar siquiera en desafiar a su hijo y contarme lo que mi padre prefiere que desconozca. Pero por eso he recurrido a ti, porque eres un erudito y aún puedes mantenerte en pie. Mi primo ha llegado a Eilhart con un cazador de brujas pisándole los talones. Parece que estamos todos bajo sospecha. Se han llevado a mi padre, y tú eres el único que puede contarme qué pasa. Eres el erudito de la familia, ¿no?

Reinmar había oído decir que los halagos podrían llevar a un hombre a cualquier parte, y fue el halago de oírse llamar «erudito de la familia» lo que soltó la lengua de su tío abuelo.

—Muy bien —decidió Albrecht—. Tal vez haya llegado el momento de que el hijo de mi sobrino conozca los secretos de la familia… y creo que de mis labios oirá un relato más sincero que de labios de mi hermano o de los del hijo de Luther. ¡Escucha, pues!

Reinmar escuchó con mucho más entusiasmo del que jamás había puesto en cualquiera de los sermones que le daba su padre.