Tres
Reinmar no perdió un instante para correr al piso de arriba en busca de su padre, pero éste insistió en bajar con él antes de oír lo que tenía que decirle. Gottfried Wieland era muy respetuoso con las reglas, y la regla cardinal de llevar una tienda consistía en no dejar nunca la tienda sin atención. No obstante, una vez que ambos se encontraron nuevamente entre la exposición de mercancías, el padre escuchó con gran interés la narración de Reinmar acerca del segundo visitante, y el muchacho observó que el semblante de su padre se volvía mortalmente pálido.
—Un cazador de brujas —replicó Gottfried en voz baja—; un cazador de brujas importante si lleva el sello del Gran Teogonista, aunque dudo que lo obtuviera de manos del propio Volkmar. Es bastante malo que en Altdorf tengan algún interés en este asunto, aunque supongo que los de allí siempre se muestran interesados cuando se trata de la malignidad de Marienburgo. Nadie de los que quedan con vida recuerda la secesión ante la que permanece siempre vigilante el heredero de Wilhelm. ¿Dijo el cazador de brujas cuántos guardias ha traído consigo? No, por supuesto que no…, pero si puede alojarlos en la posada, no deben ser muchos. Aunque podrían acudir más, ahora que sabe que está sobre la pista correcta. ¿Mencionaste a Luther o Albrecht?
—No —replicó Reinmar—. No quise decirle que el desconocido me había llamado primo. ¿He hecho bien?
—Has hecho bien —confirmó Gottfried, aunque sin que pudiera detectarse ni una pizca de orgullo paternal—, pero si acorrala a su presa, la relación saldrá a la luz de todas formas, y sólo haría falta una palabra malintencionada…
Se interrumpió en seco cuando la puerta de la bodega se abrió una vez más. En esa ocasión fue Margarita quien entró. Había hallado una razón para interrumpir la cuarentena a la que sus sentimientos heridos tenían sometido a Reinmar.
—¡Reinmar! —dijo sin aliento—. Hay soldados en la plaza… Llegaron en grandes caballos negros. ¡Se dice que vienen con un cazador de brujas y que persiguen a un mago maligno que iba escondido en una gabarra que llegó de Holthusen! ¡El que salió de aquí hace unos minutos era el mismísimo cazador de brujas!
Reinmar no supo muy bien qué responder a eso, pero de todos modos era probable que no pudiese haber dicho más de dos palabras antes de que hubiese intervenido su padre.
—Te agradeceré que no traigas chismorreos a la tienda, jovencita —dijo Gottfried—, y que no hables de nuestros clientes, cuyos asuntos no nos conciernen.
Margarita pareció momentáneamente abatida, pero su entusiasmo era irreprimible.
—¿Habló contigo, Reinmar? —preguntó, jadeante.
—Sí —replicó Reinmar, que no tuvo tiempo de añadir nada más.
—Eso no es asunto tuyo —intervino Gottfried—. Y los asuntos del cazador de brujas no son cosa nuestra, afortunadamente.
No obstante, al parecer, estaba equivocado. Margarita aún sujetaba la puerta —se había quedado en el umbral, dudosa de ser bien recibida por Gottfried, de pie junto a Reinmar— cuando fue apartada a un lado, con suavidad pero firmeza, por dos hombres armados que entraron en la bodega. Reinmar no reconoció los colores del uniforme; lo único que sabía era que no eran los del barón.
—¿Gottfried Wieland? —preguntó uno de los hombres, con tono bastante cortés.
—Soy yo —dijo Gottfried.
—¿Podrías acompañarnos a la casa del burgomaestre, señor? —El soldado continuaba hablando con una cortesía que parecía por completo sincera—. A mi sargento, Matthias Vaedecker, le gustaría hablar contigo, si no te importa.
—¿Estoy arrestado? —preguntó Gottfried con inquietud.
—En absoluto, señor —se apresuró a responder el soldado—. Pero al sargento Vaedecker le han dado tu nombre como el de alguien que podría ser capaz de ayudarlo y que estaría más que dispuesto a hacerlo. ¿Vendrás?
No había ni el más leve rastro de amenaza en su voz pero, por el acento del hombre, Reinmar sabía que era de la gran ciudad, y muy a menudo le habían dicho que los hombres de la gran ciudad no siempre dicen lo que quieren decir ni dejan que sus intenciones se manifiesten en sus modales.
—Sí —respondió Gottfried—. Os acompañaré. Reinmar, asegúrate de mantener abierta la bodega hasta la caída de la noche. No debes abandonar el mostrador bajo ninguna circunstancia. ¿Me has entendido?
—Sí, padre —le aseguró.
No obstante, Reinmar se preguntaba si había entendido. Ya sabía que debía mantener la tienda abierta hasta la caída de la noche y no abandonar el mostrador. El hecho de que su padre se hubiese tomado la molestia de darle esa instrucción de modo explícito y hacer tanto hincapié en ella tenía que tener algún otro significado… De hecho, debía haberlo dicho para que lo oyeran los soldados más que él.
Reinmar y Margarita observaron en silencio cómo Gottfried salía con los dos hombres armados. Los tres giraron a la derecha después de que el bodeguero cerró la puerta.
—¿Por qué piensan que puede ayudarlos? —le preguntó Margarita a Reinmar cuando el silencio se hizo insoportable.
—No lo sé —replicó Reinmar—. Pero ¿quién sabe más sobre un pueblo que su único comerciante de vinos? ¿Quién mejor para ser consultado acerca de los secretos de por aquí?
—Eilhart no tiene ningún secreto —declaró Margarita, repitiendo con fe la opinión general de la región—. Es un pueblo agradable. No lo hay más bonito ni seguro en todo el Imperio.
La muchacha hablaba como si fuese innecesario decir que no podía haber nada más agradable ni seguro fuera de las fronteras del Imperio.
A Reinmar estar en el pueblo más agradable y seguro del mundo siempre le había dado la impresión de que convertía su prisión en algo aún más traicionero, y aumentaba la sensación que tenía desde hacía más de un año de que se encontraba atrapado en una vida para la que él podría ser muy inadecuado.
—Sí que lo es —asintió—. Siempre lo ha sido, y probablemente siempre lo será.
* * *
Reinmar apenas podía esperar a que cayera la noche para escabullirse escaleras arriba hasta la habitación de su abuelo; quería interrogarlo. Mientras tanto, se debatía entre la esperanza de que Gottfried permaneciese fuera de casa el tiempo suficiente para conocer lo que Luther quisiera contarle y el temor de que su padre pudiese no regresar nunca más porque lo hubiesen metido en la cárcel bajo sospecha de haber tenido tratos con magos malignos.
Margarita se quedó con él durante una hora, charlando sobre las posibilidades que se abrían ante la llegada del cazador de brujas y su escolta, pero Reinmar resistió sin problemas la tentación de contarle que el misterioso desconocido al que perseguían era primo de su padre. Ella se marchó sin tener ocasión de sentirse otra vez ofendida por el trato que le daba el muchacho. Después, la segunda oleada de clientes comenzó a llegar a la bodega, tan interesada en intercambiar rumores como en comprar vino.
Reinmar era demasiado prudente para fiarse de los rumores que llevaban y traían los jornaleros, que raras veces sabían nada seguro y siempre eran propensos a fantasear. Sin embargo, sufría punzadas de ansiedad cuando le aseguraban que el polizonte llegado en la gabarra era un nigromante de los Pantanos Malditos, situados al oeste de Marienburgo, o un marinero que se había vuelto loco al naufragar y quedar abandonado en un islote del Mar de las Garras, o un demonólogo de las Colinas Aullantes que había dejado en libertad a una hueste de espíritus malignos por las calles de Altdorf. No tenía ni idea de qué eran un nigromante o un demonólogo, y sospechaba que sus informadores de ojos muy abiertos no estaban mejor enterados que él, pero esos títulos parecían preñados de horribles desastres.
Justo en el momento en que la afluencia de gente comenzaba a mermar un poco, Machar von Spurzheim regresó acompañado por cuatro hombres armados, uno de los cuales le fue presentado a Reinmar como el sargento Matthias Vaedecker.
—Tu padre ha tenido la amabilidad de permitir que registremos sus existencias —le informó a Reinmar el cazador de brujas—. Nos ha asegurado que jamás ha guardado vino oscuro en sus bodegas, y le creemos, pero comparte con nosotros la ansiedad de que pueda haber algún rincón oculto en el que haya escondida una antigua reserva de la que él nada sepa.
La afirmación era, por supuesto, absurda. Gottfried Wieland conocía todas las jarras, jarros, barriles y botellas de sus bodegas, y no era un hombre que pudiese tolerar la existencia de rincones ocultos o mercancía sin inventariar. Si Gottfried le había dado permiso a Von Spurzheim para registrar la casa, su intención tenía que ser la de despejar cualquier ligera sombra de duda que pudiese quedar en la mente del cazador de brujas respecto a su inocencia en el tráfico de vino oscuro.
—Os mostraré el camino —replicó Reinmar.
Lo hizo, y encendió todas las lámparas que estaban agrupadas al pie de la escalera de piedra, para que pudiesen iluminar a voluntad hasta el último rincón de las laberínticas bodegas. Se quedó a observar, como Gottfried habría querido que hiciera, mientras los cinco hombres miraban los cargados botelleros, quitaban los tapones de las jarras de piedra para oler el contenido y abrían las espitas de los barriles de madera para que cayeran unas gotas en la palma de la mano. No derramaron cantidades innecesarias ni su cata condujo a la más mínima ebriedad.
El registro habría sido más rápido si todos los vinos de la bodega se hubiesen guardado en botellas transparentes, pero sólo los mejores caldos eran dignificados con envases semejantes y, por lo general, sólo cuando estaban en la tienda. El vidrio era demasiado escaso para malgastarlo, y a los clientes que se retrasaban en la devolución de las botellas vacías para su reutilización se los trataba con prevención. Gottfried Wieland era bien conocido por su severidad a la hora de llevar la cuenta de tales pecados de omisión y por la infalibilidad de su memoria.
Machar von Spurzheim insistió en que Reinmar abriera cada armario y cajonera, mientras el sargento Vaedecker usaba la empuñadura de la daga para golpear todas las paredes al mismo tiempo que escuchaba por si se producía algún eco que indicara un espacio vacío. La totalidad del proceso duró casi dos horas, pero al final los visitantes parecían satisfechos.
—Vuestras reservas están agotándose —comentó Spurzheim mientras Reinmar abría la marcha escaleras arriba—, y sin embargo los barriles y las jarras se encuentran agrupados. Hay muchísimo espacio libre.
—Es verdad, señor —asintió Reinmar—. Hemos hecho espacio para la nueva cosecha. Dentro de nueve días, Godrich y yo saldremos de viaje para adquirir nuevas existencias. Iremos por carreta hacia el sur hasta llegar a las colinas, y visitaremos una docena de viñedos, de los que regresaremos cargados.
—¿Quién es Godrich? —quiso saber el cazador de brujas.
—El mayordomo de mi padre. Uno de los sirvientes vendrá con nosotros para encargarse de los caballos y guardar nuestro dinero y mercancías.
—¿Con uno bastará? —preguntó Vaedecker, solícito—. ¿No hay gitanos y bandoleros en las colinas?
—Mi padre ha hecho al menos un centenar de expediciones como ésa —le dijo Reinmar—, y nunca ha perdido un cargamento. Se han producido raterías insignificantes, de las que los gitanos quizá sean responsables, pero suelen culparlos de todas las desgracias de los alrededores, tanto si son culpables como si no. Siempre corren historias sobre bandoleros, y a veces también sobre monstruos, pero mi padre dice que no son más que tonterías.
—¡Ojalá lo fueran! —le aseguró Von Spurzheim con tono sombrío—. Corren malos tiempos, y allí afuera hay malignidad en todos los rincones del Imperio. Toda la gente con la que hablo por aquí me asegura que Eilhart es el lugar más benigno y seguro que pueda imaginarse, pero mi experiencia me ha enseñado que uno de los trucos favoritos del mal es darles a sus víctimas potenciales una falsa sensación de seguridad.
Para cuando concluyó este discurso, el grupo se encontraba de vuelta en la tienda, y el sargento ya había quitado el cerrojo a la puerta. El aire nocturno que entró al abrirla no era inapropiadamente frío, pero despejó en pocos segundos el bochorno acumulado durante el día.
—Gracias, maese Wieland —dijo Von Spurzheim—. Has aquietado nuestros temores.
—¿Cuándo podré volver a ver a mi padre? —preguntó Reinmar.
—Pronto —le aseguró el cazador de brujas—. Tengo algunas preguntas más que hacerle, pero estará de regreso al amanecer. Comprendemos lo ansioso que está por reanudar su rutina cotidiana.
En cuanto la puerta se hubo cerrado tras ellos, Reinmar bajó a las bodegas para apagar las lámparas, y luego apagó las luces de la tienda. Estaba tan impaciente por consultar a su abuelo que subió corriendo hasta el último piso de la casa, donde Luther Wieland tenía una de las habitaciones situadas bajo el tejado.
La estancia estaba iluminada por una sola vela, que una de las doncellas de la servidumbre había llevado allí junto con la cena del anciano. Era tan tarde que Luther debería haberla apagado para ponerse a dormir, pero había oído demasiada conmoción y, sin duda, le habían informado de que antes habían entrado y salido soldados de la vinería.
—¿Qué está pasando? —preguntó en cuanto apareció Reinmar—. ¿Por qué nadie se molesta en decirme lo que está pasando en mi propia casa?
El hecho de que la bandeja de la cena de Luther se encontrara sobre la mesa situada junto a su cama sugería que tenía que haber recibido noticias, pero lo que le hubiese contado la muchacha de la cocina no había hecho más que aumentar su curiosidad.
—Todos hemos estado ocupados —le respondió Reinmar—. Godrich está abajo, en el almacén del muelle, y mi padre, en casa del burgomaestre. Yo he estado en las bodegas vigilando a unos soldados y un cazador de brujas mientras hacían un registro.
—¿Qué buscaba el cazador de brujas? —quiso saber Luther, aunque el tono cauteloso de su voz sugería que era probable que lo supiera muy bien.
—Vino oscuro —respondió Reinmar al mismo tiempo que lo observaba con atención para ver cómo reaccionaba ante esa información; sin embargo, se sintió decepcionado.
El arrugado semblante del anciano permaneció completamente impasible, y sus ojos no se estrecharon. Los cabellos blancos quedaban casi ocultos del todo, metidos dentro de un gorro de lana, y la camisa de dormir había sido lavada ese día, por lo que todo su aspecto resultaba insólitamente pulcro; sus modales eran igualmente inmaculados. Las manos nudosas yacían quietas sobre la colcha, con los dedos relajados.
—No lo encontraron, por supuesto —dijo Luther.
—Por supuesto —repitió Reinmar—. Tampoco esperaban encontrarlo…, a diferencia del hombre que vino a la tienda esta tarde. Parece que el cazador de brujas está persiguiéndolo, aunque no me dijo qué se supone que ha hecho ese tipo, y el hombre no quiso contarnos las noticias que traía porque pensó que no queríamos servirlo. Corren rumores disparatados de nigromantes de los Pantanos Malditos y demonólogos de las Colinas Aullantes, pero a mí el hombre me pareció completamente normal… excepto porque afirmó que era tu sobrino.
Luther tampoco pareció sorprendido por eso. Era evidente que los sirvientes de la casa estaban mejor informados de lo que tenían derecho a estarlo, y obviamente la doncella de la cocina no había dudado en compartir su conocimiento con el hombre a quien le gustaba que lo consideraran el máximo señor de la casa.
—¿Le contaste al cazador de brujas que el otro hombre afirmaba ser mi sobrino? —preguntó Luther.
—No —replicó Reinmar—, pero acabará por averiguarlo. Si lo encuentran en casa del tío abuelo Albrecht, el cazador de brujas regresará aquí, y tal vez la próxima vez sus hombres no sean tan cuidadosos para no derramar el vino.
—Albrecht tiene la suficiente sensatez como para no alojar al muchacho en su casa —le aseguró Luther—. Encontrará alguna clase de escondite para él, si no puede persuadirlo de que se marche.
—Según mi padre —observó Reinmar—, Albrecht no tuvo ningún hijo.
—Nunca me pareció conveniente, y mucho menos ejemplar, contarle nada a tu padre —admitió Luther—. Tiene el tipo de mente que no puede tolerar demasiadas confusiones. Tú, por otro lado, es probable que hayas sido maldecido con demasiada imaginación. Sí, Albrecht tuvo un hijo, aunque nunca se casó. En cuanto a si ese hombre es realmente su hijo… es otra cuestión. ¿Le dijiste dónde podía encontrar a Albrecht?
—Se lo dijo mi padre. ¿Hizo mal?
—No. Si es quien dice ser, supongo que Albrecht podría alegrarse de verlo.
Reinmar reparó en que su abuelo había usado el condicional podría, pero tenía en mente temas más urgentes que las probables emociones de su tío abuelo al encontrarse ante un hijo bastardo perdido hacía mucho tiempo.
—¿Qué es el vino oscuro, abuelo? —preguntó Reinmar—. Papá dijo que hace veinte años solíamos tenerlo.
—Y así fue —admitió Luther—. Y de él sacamos muy buenos beneficios. Es un caldo delicioso, tomado con moderación… aunque por aquí había pocos hombres con bolsillos lo bastante bien provistos como para tomarlo de otro modo que no fuese con extrema moderación. Hace mucho tiempo generó una buena corriente del oro de Marienburgo hacia el oeste, pero esa corriente disminuyó en la confusión posterior a la secesión y jamás se recobró por completo. Mi padre nunca se cansaba de contarme cómo esa tormenta en un vaso de agua lo había arruinado todo. Continuaba habiendo demanda, claro está, pero la cadena de suministro quedó interrumpida.
»El vino oscuro se transformó en un peón del juego político, acusado de ser un agente del mal debido a los sueños que inducía. De acuerdo con los sacerdotes de la ley, estimulaba el apetito por lujos antinaturales que debían ser aplastados. ¿Puedes creerlo? Todos los vinos embriagan, y todos los licores estimulan apetito de otras cosas…, ¿y por qué tendría que objetar nadie eso? Los sueños enriquecen la vida con independencia de lo que puedan pensar los hombres intransigentes como tu padre, y puesto que nunca ha existido un hombre que no se deleitara con el lujo, ¿cómo puede nadie decir que el lujo es antinatural? Créeme, Reinmar, ¡no hay locura mayor que la locura de la razón excesiva!
La voz de Luther había ido debilitándose a causa del esfuerzo, y su cabeza cayó sobre la almohada; pero Reinmar estaba decidido a escuchar mientras tuviese la oportunidad. Puso agua de la jarra que había sobre la mesita de noche en el vaso de su abuelo, y luego lo acercó a los labios resquebrajados del anciano.
—Gracias —le dijo Luther—. ¡Qué maldición es la vejez! De haberlo sabido, habría…
Se interrumpió con aire de culpabilidad, como si hubiese estado a punto de decir algo prohibido.
Reinmar no quería presionarlo demasiado mientras estuviese dispuesto a contarle una historia. Le resultaba difícil ser paciente, pero sabía que debía lograr que el anciano comenzase a hablar otra vez, y abrigaba la esperanza de que el flujo de la conversación recobrara su ímpetu, así que volvió a acercar el vaso a la boca del hombre.
—No te preocupes, abuelo. Tenemos todo el tiempo del mundo —mintió.