Dos

Dos

—Estoy dispuesto a pagar el precio de mercado, dado que parece necesario —añadió el desconocido, cuyo tono de voz cuestionaba, sin embargo, tal necesidad.

—No sé qué quieres decir con «vino oscuro» —le respondió Reinmar, sin más.

—Dijiste que conocías las bodegas —contestó el desconocido con resentimiento.

—Y así es —replicó Reinmar con igual aspereza.

En realidad, no conocía las bodegas tan bien como su padre imaginaba, pero estaba seguro de que Gottfried nunca había hablado de «vino oscuro». Los vinos de Bretonia, según se decía, eran rojos en lugar de blancos, pero nadie de Eilhart se habría dignado jamás beber vino de Bretonia mientras hubiese buenos vinos blancos del Reik. Los vinos con más color que había en la tienda eran los dulces para postres, hechos con uva que había permanecido en la vid hasta que la piel se había arrugado y había alcanzado un tono marrón pasa; pero éstos eran de color paja, y Reinmar jamás había pensado en ellos como «oscuros» ni había oído que nadie los describiera de ese modo.

El desconocido se había retirado un poco ante la incertidumbre de Reinmar.

—Muchacho o no —dijo con voz grave—, parece que eres el heredero. Deberías conocer tu mercancía.

—Y la conozco —insistió Reinmar.

—No tienes nada que temer —declaró el desconocido al mismo tiempo que volvía a inclinarse sobre el mostrador. Sus ojos relumbraban con un brillo que sin duda era antinatural, si se consideraba que tenía párpados tan pesados—. Soy tu primo, por si no lo has adivinado…, o el primo de tu padre, en cualquier caso.

—Mi padre no tiene primos —le contestó Reinmar, a quien el fastidio le confirió una firmeza que en otro caso podría no haber mostrado—. Mi abuelo no tiene más que un hermano, y mi abuela era hija única. Albrecht nunca se casó.

—No —respondió el desconocido, en cuyos labios apareció una irónica sonrisa—, mi padre no era de los que se casaban…, pero me reconoció, de todas formas. Si no soy conocido aquí, ni siquiera por rumores, debe ser que Luther lo mantuvo en secreto, porque estoy seguro de que mi padre le escribió desde Marienburgo para darle la noticia. Aunque ciertamente soy tu primo ya te he dicho que estoy dispuesto a pagar el precio de mercado por las mercancías. Si no puedes traerme a Luther, debes llevarme hasta su presencia. Él te tranquilizará.

—No lo hará —dijo una tercera voz desde la puerta que comunicaba la tienda con la morada.

Reinmar y el desconocido giraron la cabeza al mismo tiempo, y el primero se sorprendió al ver a su padre, pues había esperado que permaneciese fuera durante al menos dos horas más, ocupado en asuntos del negocio.

—Primo Gottfried —dijo el desconocido con afabilidad—. Me alegro de conocerte, por fin.

—Yo no tengo ningún primo —replicó Gottfried con frialdad—. ¿Qué quieres?

—Ha pedido vino oscuro —intervino Reinmar, ansioso por evitar cualquier acusación que pudiera surgir sobre su aparente incapacidad para hacer bien el trabajo—. Le dije que no sabía qué quería decir.

—Lo cual era verdad —declaró Gottfried, que aún hablaba con la frialdad que solía reservar para sus sirvientes cuando éstos se hacían acreedores de su más profunda desaprobación, y en ocasiones para su hijo cuando éste hacía algo que él creía muy equivocado—. No tenemos nada semejante en nuestras bodegas.

—Vamos, primo —insistió el desconocido con tono dócil—. Te aseguro que puedes confiar en mí…, y si tienes dudas, hay cosas que podría decirle al tío Luther que le proporcionarían tranquilidad. ¿Tendré que regresar acompañado de mi padre cuando yo había esperado llegar a su casa con un regalo adecuado? Traigo noticias…, malas noticias, por desgracia; sin embargo, tenéis que oírlas.

—No disponemos del vino que tú quieres —respondió Gottfried con firmeza—. Hace veinte años o más que no lo tenemos. Ya no lo tiene nadie en Eilhart. No podrás conseguirlo en ninguna parte en diez leguas a la redonda.

—Me disculparás si me permito dudar de eso —replicó el desconocido, sonriendo—. Tal vez debería llevarle las noticias a alguien que agradezca la advertencia.

Reinmar puso gran atención al oír la palabra advertencia, pero Gottfried no pareció tentado ni intimidado.

—No te disculparé —respondió con su típica severidad—. Nadie en Eilhart duda de mi palabra, y espero una cortesía similar por parte de los desconocidos. Te estaré enormemente agradecido, señor, si te marchas de mi tienda y no vuelves nunca más. Aquí no hay nada para ti; nada. Somos comerciantes respetables.

El desconocido murmuró algo que ni siquiera Reinmar pudo entender, aunque quizás incluyera la frase «una contradicción de términos», y se retiró con bastante rapidez. Luego, se volvió hacia la puerta que conducía a la calle.

—Muy bien, primo Gottfried —concluyó mientras la abría y se disponía a salir—. Tendré que ir a ver a mi padre con las manos vacías…, pero si no vuelves a verme nunca más, será como resultado de una orden suya, no por mi deseo. ¿Me dirás cómo llegar a su casa?

—Si con ello me libro de ti, me alegrará hacerlo —contestó Gottfried, descortés—. Sube la ladera hasta dejar atrás los límites del pueblo, y luego sigue el sendero que va hacia la derecha. Pasa entre las dos granjas y continúa unos quinientos pasos. Verás el tejado de pizarra de la casa de Albrecht sobre la colina superior, entre abetos. Si pierdes el sendero podrás ir a campo través con facilidad… El terreno no es traicionero.

—Gracias, primo —respondió el hombre moreno—. Lamentó que no hayas querido oír las noticias que traigo. Buenos días, Reinmar.

Tal vez Reinmar habría respondido de no haber visto los ojos de su padre, pero la réplica murió en sus labios. El desconocido salió a la calle y cerró la puerta con suavidad. Reinmar descubrió, asombrado, que el malhumor se había evaporado y había sido reemplazado por una ferviente curiosidad. Era la sensación más emocionante que jamás lo había invadido desde que tenía memoria.

El silencio que se hizo cuando los pasos del desconocido se apagaron en la distancia fue profundo. Reinmar resistió la tentación de pedirle a su padre una explicación inmediata, y se contentó con observarlo mientras Gottfried se movía fingiendo mirar los botelleros para hacer inventario. Durante varios minutos, Reinmar supuso que su padre finalmente cedería, pero aunque el cuerpo fue perdiendo la tensión, él continuó en silencio.

La madre de Reinmar había muerto cuando él era un niño, y el muchacho siempre había creído que la falta de emociones de Gottfried era una máscara impuesta por la pérdida de su esposa; no obstante, entonces se preguntaba si esa gelidez podría haberla adoptado mucho tiempo antes. Al fin, Reinmar ya no pudo contenerse más.

—¿El tío abuelo Albrecht tuvo un hijo cuando vivía en Marienburgo? —preguntó—. ¿Ese hombre podría ser tu primo?

—Nadie de Eilhart sabe, ni le interesa, lo que Albrecht hizo cuando estuvo en Marienbeg —replicó Gottfried con brusquedad—. Somos gente respetable.

Reinmar apenas tenía una vaga idea de cuándo Albrecht se había marchado a Marienbeg y cuándo había regresado, ya que ambas cosas habían sucedido antes de que él naciera. Nadie le había contado jamás con claridad por qué habían reñido Albrecht y Luther, pero él sospechaba que tenía que haber sido por causa del negocio. Presumiblemente, Albrecht había pensado que la vida era algo más que la existencia de un tendero, y se había marchado en busca de fortuna y había dejado que fuese Luther quien aprendiera los pormenores del oficio, como entonces lo hacía Reinmar. Si en verdad había sucedido de ese modo, a Reinmar le resultaría fácil simpatizar con Albrecht; pero él no tenía ningún hermano, y su padre se alegraría enormemente de recordarle que Albrecht, al final, no había hallado ni había hecho fortuna. Después de un tiempo, el pródigo debió regresar a vivir en Eilhart, aunque ya no tenía ninguna participación económica en el negocio ni le quedaban amigos en el pueblo, donde tuvo que instalarse como si fuese un absoluto desconocido. En ese momento era un recluso; aunque Reinmar pudiese haberlo reconocido, la probabilidad de que se topara con él en la plaza del mercado era ínfima.

—¿Qué es ese vino oscuro que quería comprar? —quiso saber Reinmar—. ¿Tenemos alguna botella en la bodega?

—No, no tenemos —replicó Gottfried, cuya frialdad se transformó en apasionado fervor con una rapidez alarmante—. Mejor habría sido que nunca hubieses oído hablar de él, pero ya que lo has oído, debes creerme si te digo que no ha habido ni una sola botella de ese producto en esta casa desde hace veinte años. No lo tenemos y nunca lo tendremos.

—¿Por qué? ¿Porque es bretoniano?

—¡Bretoniano! Es algo peor que eso, Reinmar. Nosotros no tenemos un licor semejante.

—Pero en otra época sí que lo tuvisteis —señaló Reinmar, que había deducido lo obvio—. O lo tuvo el abuelo en la época en que tú eras su aprendiz.

—Lo que hiciera mi padre cuando yo tenía tu edad, no te concierne —replicó Gottfried con firmeza—. Entre estas paredes nunca ha habido nada que pudiera manchar tu vida o dañar tu alma, y así continuará siendo mientras quede un soplo de aliento en mi cuerpo. No puedo negar que existe tu tío abuelo, puesto que vive a poco más de una hora a pie de aquí, pero su relación con esta casa quedó rota hace muchos años y jamás se reanudará. No tiene ningún descendiente legítimo, así que nosotros, según la ley, no tenemos primos…, y ésta es una casa en la que la ley recibe el respeto debido.

—¿Estás diciendo que en la casa del tío Albrecht no se respeta la ley? —preguntó Reinmar con curiosidad.

—Estoy diciendo que en el pasado muerto no tiene por qué preocuparte —repitió Gottfried—. No tenemos la mercancía por la que preguntaba ese hombre. Si regresa mientras yo esté fuera, dile que se marche de inmediato. No debe permitírsele que ande dando vueltas por aquí, y tampoco que vea a mi padre. ¿Lo has entendido?

—Realmente, no —respondió Reinmar.

—En ese caso, debes obedecerme sin entender —dijo. Sin duda, respuesta absolutamente típica—. Ya he dicho lo que tenía que decir.

Y para dejar eso claro por completo, Gottfried regresó con pasos sonoros hasta la puerta que daba a la escalera que conducía a los dormitorios del piso de arriba, y la cerró de un portazo a su espalda.

Reinmar alzó una mano para tironearse del cuello con gesto ausente. Tenía la garganta seca, y el aire cálido era tan bochornoso que parecía necesario hacer un esfuerzo adicional para llenar los pulmones. No estaba en absoluto sorprendido por la reticencia de su padre a contarle algo más sobre aquel asunto, porque había una enorme cantidad de cosas acerca de las que Gottfried Wieland era propenso a dar opiniones como si estuviesen más allá de toda posible discusión. No obstante, normalmente se trataba de cuestiones de corrección y etiqueta. Ésa era la primera vez que Reinmar se encaraba de frente con la certeza de que su familia tenía secretos, aunque entonces que se veía obligado a considerar esa circunstancia, se dio cuenta de que había otros indicios que podría haber advertido antes de haber sido más observador.

El hecho de que casi nunca se mencionara a Albrecht no le había parecido algo particularmente significativo, pero después de que el tema había surgido de manera tan repentina, la omisión adquiría una importancia nueva en los pensamientos de Reinmar. También estaba el asunto de la enfermedad de su abuelo. No había nada insólito en que el anciano fuese un inválido que nunca salía de su habitación, pues en el vecindario había al menos otras cuatro casas con buhardillas que albergaban ancianos cuyos nombres se habían convertido en leyenda. Sin embargo, desde que había asumido sus nuevos deberes, Reinmar había observado que cuando los clientes de más edad se sentían obligados a preguntar por la salud de Luther asomaba una ligera incomodidad o azoramiento en la pronunciación del nombre. Aunque los clientes siempre tenían buen cuidado de decir que se alegraban de cuando él les informaba de que su abuelo no había empeorado, no siempre lograban que la expresión de sus rostros concordara con sus palabras. Reinmar tenía la impresión de que no era que su abuelo no les gustase, sino más bien que le tenían miedo.

Por lo que respectaba al misterio del vino oscuro, Reinmar no tenía ni la más remota idea de qué podía haber detrás del mismo. ¿Qué habría querido decir su padre con «peor que bretoniano»? ¿Por qué el desconocido había insistido tanto en que estaba dispuesto a pagar el precio de mercado por ese producto? ¿Cuáles eran las noticias que Gottfried se había negado a oír, y por qué había una advertencia en ellas?

Reinmar aún estaba rumiando esos misterios cuando se abrió la puerta de la tienda y entró un segundo desconocido. Era mucho más alto y pálido que el primero, y llevaba ropas de mejor calidad, aunque de color más apagado, casi negras del todo. Tenía ojos azules, y su nariz ligeramente aguileña le confería un aspecto aquilino. Reinmar nunca había visto un águila de cerca, pero el hombre parecía tener algo de esa rapaz.

Este segundo hombre apenas si miró en torno antes de acercarse al mostrador, y luego metió una mano en el zurrón y sacó un pergamino doblado. Levantó una de las esquinas inferiores para dejar a la vista una zona de cera de color rojo oscuro, en la que habían impreso un sello.

—¿Reconoces esto? —preguntó.

—No —replicó Reinmar.

—Es el sello del Gran Teogonista Volkmar —informó el desconocido con aire altivo.

Reinmar había oído antes el nombre de Volkmar, aunque tenía sólo una ligera idea de qué podía ser un Gran Teogonista. Volkmar, según lo que sabía, era un famoso guerrero que cabalgaba a la batalla sobre el altar de guerra de Sigmar. Se lo conocía como la segunda persona más importante del Imperio, después del mismísimo Emperador Karl Franz. Así, presumiblemente, cualquier documento en que estuviese estampado su sello confería una autoridad considerable a su portador. Por tanto, el desconocido de nariz aguileña intentaba decirle a Reinmar que él era un hombre de gran importancia…, ciertamente muy superior al burgomaestre de Eilhart, y con toda probabilidad superior al barón en cuyo feudo se hallaba el pueblo. Reinmar jamás había visto al barón, que al parecer pasaba todo su tiempo en Altdorf.

—¿Ah, sí? —fue la única respuesta que logró darle.

Aunque no quería parecer escéptico, el desconocido de negro se mostró molesto.

—¡Sigmar me proteja de la ignorancia de los campesinos! —exclamó con un gesto de profundo cansancio—. ¿Cómo te llamas?

Reinmar sintió que sería imprudente señalar que él no era un campesino. Resultaba obvio que el desconocido ya sabía con total precisión qué clase de hombre era.

—Soy Reinmar Wieland —replicó con tanta cortesía como pudo—. ¿Quieres que vaya a buscar a mi padre, señor? Creo que está en casa.

—¿Has estado todo el día ante este mostrador? —preguntó el desconocido.

—Sí, señor —admitió Reinmar.

—En ese caso, es de ti de quien quiero respuestas, Reinmar Wieland. Ya que no parece significar nada para ti, debo explicarte que este mandato me da derecho a exigir respuestas sinceras, y que el no darlas será castigado con las penas más severas. Soy el agente especial del Gran Teogonista. Me llamo Machar von Spurzheim. Piensa con cuidado antes de responderme. ¿Esta tienda ha sido visitada hoy por un hombre desconocido en estos lugares, tal vez medio palmo más alto que tú y más bien corpulento, con cabello casi negro y complexión morena?

Reinmar aprovechó al máximo la invitación a pensar con cuidado antes de replicar.

—Sí —dijo al fin.

—¿Cuándo?

Von Spurzheim disparó la pregunta como un arquero suelta una flecha.

—Hace tal vez media hora —respondió Reinmar.

—¿Qué quería?

Reinmar había previsto esa pregunta y había decidido que no iba a dudar.

—Preguntó por el vino oscuro —dijo—. Nunca había oído hablar de algo así. Mi padre entró mientras yo estaba explicándole eso, y le dijo que no teníamos nada semejante.

Sabía que estaba mostrándose ligeramente económico con la verdad, pero instintivamente le pareció la manera más segura de tratar con un agente especial del Gran Teogonista.

—¿Es verdad que no tenéis vino oscuro? —preguntó el hombre vestido de negro.

—Lo es —confirmó Reinmar—. Le pregunté a mi padre qué era el vino oscuro, y no quiso decírmelo, pero afirmó que era algo con lo que nosotros no comerciábamos y jamás lo haríamos. Se mostró muy firme en eso.

—¿De verdad? ¿Y le dijo al hombre en qué otro lugar podría obtener lo que buscaba?

—No, señor. Le dijo que no lo encontraría en ningún otro lugar. No hay más comerciantes de vino por los alrededores… La bodega más cercana está en Holthusen, y también es nuestra. Algunos de los vitivinicultores que nos abastecen a nosotros les venden vino directamente a sus vecinos y visitantes ocasionales, pero nunca he oído hablar de ninguno que produzca vino oscuro, y he pasado toda la vida entre esta tienda y el piso superior.

—¡Quince años! —se mofó Von Spurzheim.

—Dieciséis, señor —lo corrigió Reinmar—, y nueve meses.

—¿Sabes adonde fue ese hombre cuando se marchó de aquí?

—Oí que sus pasos se alejaban por la calle —respondió Reinmar con un cuidado exquisito—. Giró a la izquierda al salir por la puerta y se fue colina arriba, en dirección opuesta a la plaza del mercado.

Hasta el momento le había dicho la verdad más absoluta.

—Bien —dijo el agente del Gran Teogonista—. Me alojo en la casa del burgomaestre. Si vuelves a ver a ese hombre, envíame mensaje a mí o al sargento que está al mando de los soldados que se alojan en la posada de la plaza del mercado…, o bien, si todo eso falla, a la policía local.

Dicho eso, giró sobre los talones y se marchó.