Uno

Uno

Una de las cosas que había aprendido Reinmar Wieland tras asumir sus responsabilidades de adulto era que las primeras horas de la tarde resultaban siempre un momento tranquilo en la tienda de un comerciante de vinos. Eilhart era un pueblo dominado por las convenciones, y las convenciones dictaban que las amas de casa de la población hicieran las compras a hora temprana, cuando la leche y la carne estaban todavía frescas y aún podían encontrarse las mejores verduras y frutas en los puestos de la plaza del mercado.

Por supuesto, no era necesario comprar el vino fresco; de hecho, se trataba más bien de lo contrario. La primerísima de las muchas máximas que su padre, Gottfried, estaba intentando meterle en la cabeza era que «el buen vino envejece bien». Al igual que todas las máximas, ésa estaba sujeta a toda clase de excepciones, ya que el valor de una botella concreta dependía de su origen, así como de la edad; pero eso no le impedía a Gottfried Wieland entonar las palabras como si fueran un mandato sagrado. Y tampoco era óbice para que las amas de casa de Eilhart adquirieran sus botellas de vino blanco del Reik en el mismo momento en que salían a comprar todas las provisiones del día, a primeras horas de la mañana.

A consecuencia de ese hábito, Reinmar tenía que levantarse a las seis de la mañana y ocupar su sitio ante el mostrador antes de que la campana de la torre del mercado de maíz diera las siete. Esto no habría sido tan terrible si hubiese podido echar cerrojo a la puerta de la tienda cuando los dueños de los tenderetes del mercado empaquetaban sus mercancías, caballetes y tablas, y se marchaban a casa, cosa que hacían inevitablemente antes de las cuatro de la tarde. Por desgracia, el comercio de vinos siempre tenía un segundo período de actividad al caer la noche, cuando obreros, jornaleros y aprendices emprendían el camino a casa desde sus diferentes lugares de trabajo. Todos los que no tenían compromisos —los solteros y viudos, y los que se hospedaban en lugares que no incluían comida— se aprovisionaban por su cuenta al caer la noche.

Para los clientes de la segunda tanda, el vino era dos veces más importante que para los miembros de casas más grandes y cuidadosamente administradas, porque tenían que alimentarse con las peores carnes y las verduras y frutas más comidas por los gusanos. Un sorbo de vino entre bocados hacía más apetitosos los alimentos.

En las grandes ciudades del Imperio, según le había informado a Reinmar su padre, había toda clase de especias con las que disfrazar la podredumbre de la carne mala; sin embargo, conseguir semejantes lujos era más difícil en Eilhart que en Altdorf o Marienburgo.

—Por lo que tú y yo debemos estar profundamente agradecidos —había añadido Gottfried Wieland—, ya que eso aumenta la demanda de nuestros productos y, por tanto, su valor. Sin duda, oirás a otros comerciantes que se preguntan por qué los Wieland nunca hemos intentado ampliar la envergadura de nuestro negocio más allá de Holthusen, pero a las ciudades que están más abajo en el curso del Schilder llegan fácilmente los barcos fluviales que ofrecen su cargamento a lo largo del Reik, y se encuentran por tanto en el límite de un mercado mucho más grande y competitivo.

»Siempre que oigas a nuestros barqueros renegar a causa de la dificultad de llevar las gabarras por las esclusas que hay entre Eilhart y Holthusen, y los oirás cuando aprendas ese aspecto del negocio, debes dar gracias porque eso asegura nuestro práctico monopolio del comercio de la zona y mantiene a distancia las especias que reducirían la demanda.

Pero, ¡ay!, a Reinmar le resultaba difícil sentirse agradecido cuando el efecto principal de ese problema era la segunda ola de clientes que cada día demoraba la hora de cierre hasta que él estaba deshecho de cansancio. No era tan malo en invierno, cuando la noche caía antes de que la campana del mercado diera las cinco; pero en verano la luz reinaba durante las tres cuartas partes del día, y los que trabajaban en exteriores lo hacían con tanto ahínco que entraban dando traspiés por la puerta —con una sed inevitablemente aterradora—, incluso cuando sólo faltaban tres horas para medianoche. Por supuesto, Reinmar le había sugerido a su padre que, en verano, la tienda podía cerrarse unas horas más temprano sin que se produjera una pérdida apreciable de beneficios, pero Gottfried Wieland no era el tipo de hombre que podía tomarse a bien semejante sugerencia.

—¡Cerrar la tienda! —había exclamado como si la idea fuese la peor de las herejías—. ¡Sin pérdida apreciable de los beneficios! ¿Qué clase de comerciantes seríamos si no estuviésemos disponibles para nuestros clientes a cualquier hora que les viniese en gana llamar a nuestra puerta? Esto es el Imperio, muchacho mío, no Estalia ni Tilea. Somos gente civilizada e industriosa. Es posible que pienses que la vida es dura porque a veces debes permanecer detrás del mostrador durante quince horas en un día. Pero ¿qué me dices de los hombres que se afanan en los campos y las forjas? ¿Qué me dices de los que cargan y descargan las gabarras, o de los que suben a los bosques para cortar leña y hacer carbón? Nuestra vida, Reinmar, es extraordinariamente buena y cómoda en comparación con la que lleva la gran mayoría de los hombres, y ha sido el afán honrado lo que la ha hecho así. No somos aristócratas, eso es seguro; no obstante, en el comercio hay una dignidad y un propósito que nunca podrán valorarse demasiado. Los carpinteros hacen mesas, los zapateros hacen botas y los curtidores hacen sillas de montar, pero los comerciantes hacemos dinero. En el mundo exterior hay hombres que están resentidos con los comerciantes y dicen despreciarlos porque son usureros disfrazados; nosotros, sin embargo, tenemos la gran fortuna de vivir en Eilhart, donde incluso la gente ordinaria reconoce que lo mejor que puede decirse de un hombre es que «hace dinero». Y de todas las mercancías con las que un hombre puede comerciar, no existe ninguna de mayor excelencia que el vino. El vino barato hace tolerable la vida de los pobres, y el buen vino es el mejor de todos los placeres de que disponen los de posición desahogada.

Gottfried Wieland hacía hincapié en la primera palabra siempre que pronunciaba la sentencia «buen vino». Estaba tan obcecado ante su mercancía que parecía considerar que sus mejores caldos eran la virtud en estado líquido. Se sabía que los policías locales y el magistrado del pueblo tenían un punto de vista distinto acerca de los caldos de peor calidad que prefería la fracción indudablemente pequeña de delincuentes, pero sus bajas opiniones no impresionaban en lo más mínimo a Gottfried.

—Los borrachos beben cualquier cosa —decía con tono irascible—. Mejor es que se emborrachen con honrado vino que con cualquier otra cosa peor.

Reinmar no sabía muy bien qué se suponía que significaban las palabras «cualquier otra cosa peor», pero sí sabía que la tienda de los Wieland no despachaba schnapps, y que Gottfried siempre pronunciaba las palabras «brandy bretoniano» como si escupiese ácido. Para Reinmar, Bretonia era un lugar fabuloso, material de los relatos de los viajeros. Sus fronteras se encontraban a no más de cuarenta leguas al sur a vuelo de pájaro, pero era necesario ser un pájaro para llegar hasta ellas, porque las Montañas Grises resultaban prácticamente infranqueables en aquella zona. Por las proximidades, no había ningún paso conveniente que no fuera el del Mordisco del Hacha, que estaba a cuarenta leguas al este.

Reinmar sabía que algún día tal vez bajaría por el río hasta la confluencia del Schilder con el Reik, pero no más allá de ese punto si se contentaba con ser un hijo obediente. Sin embargo, en las ensoñaciones con las que se entretenía durante las tranquilas tardes, a menudo jugaba con la idea de que una vez que se hubiese alejado tanto de casa resultaría bastante fácil coger una barca que se dirigiera hacia el oeste, hasta Marienbeg, o hacia el este, hasta Altdorf. Tal vez jamás vería Bretonia, pero sí la civilización en su esplendor: un mundo en el que un hombre libre podría sacar el máximo partido de su libertad.

En sus fantasías, Reinmar anhelaba ser libre. Ansiaba un mundo mejor que el que conocía, en el que los logros de un hombre eran medidos por su afán honrado, y la virtud por el vino que prefería.

La esperanza de que un día sería capaz de desafiar el más severo consejo de su padre era lo que ocupaba a Reinmar durante todas las solitarias horas que tenía que pasar detrás del mostrador de la tienda vacía, y esa esperanza aumentaba con cada año mientras transcurrían su decimocuarto, decimoquinto y decimosexto cumpleaños. A medida que crecía, sus deberes se incrementaban y, con ellos, la intensidad de su frustración.

—Siempre es así —decía su abuelo cuando iba a verlo para quejarse.

Incluso el abuelo, que parecía estar reñido de continuo con el padre de Reinmar, se había vuelto cicatero con las manifestaciones compasivas, aunque se trataba de un anciano enfermo, que, por lo general, demandaba más conmiseración de la que estaba dispuesto a dar. La vecina más próxima de Reinmar, y su mejor amiga de infancia, Margarita, era infinitamente más generosa, pero en los últimos tiempos se había vuelto mucho menos imaginativa.

—Pero si siempre es así —le decía—. Así es la vida.

* * *

El decimoséptimo cumpleaños de Reinmar fue el primero en que el cuidado de la tienda se convirtió en una ocupación de jornada completa, lo que no le dejaba tiempo para la educación. Incluso su entrenamiento en las artes de la autodefensa, del que siempre había disfrutado, se consideró entonces acabado. A partir de ese momento, si Gottfried Wieland se salía con la suya, la vida de Reinmar sería exclusivamente el trabajo. A veces, el muchacho se preguntaba si no era preferible marcharse con sus destrezas a la ciudad y hacerse soldado de la Guardia del Reik. Por supuesto, Reinmar siempre había sabido que el negocio de la familia se convertiría en su trabajo, pero mientras tuvo oportunidades para jugar no fue capaz de comprender el demoledor peso con que las responsabilidades iban a aplastarlo. A medida que los días de su decimoséptimo año de vida se alargaban desde el invierno a la primavera y de la primavera al verano, su imaginación transformó la tienda en una prisión, y comenzó a temer que una vez que estuviese totalmente dedicado a ella, ya jamás recobraría la libertad.

Sin embargo, aparte de las ensoñaciones, había una perspectiva que podía aguardar con ilusión, y la expectativa evitó que se desesperase. Cuando las plantaciones hubiesen madurado al sol del verano y hubiese concluido la cosecha, él subiría a las colinas con Godrich, el mayordomo de su padre, y por primera vez, en solitario, asumiría la responsabilidad de adquirir el vino de aquel año.

Pronto llegó el momento en que empezó a contar los días que faltaban para la expedición, y la cuenta atrás le pareció, de modo inevitable, extremadamente lenta. Para Reinmar, ése iba a ser inexcusablemente un tiempo de decisiones, pues tendría que resolver de una vez por todas si aceptaba la vida que le había preparado su padre, o si lo dejaba todo para seguir uno u otro de sus especulativos sueños.

Cuando le daba vueltas al asunto, suponía que la elección sería sólo suya y que la tomaría con entera libertad. Pero no había conocido otra existencia que la vida cotidiana de los habitantes del pueblo de Eilhart, e inocentemente había dado por sentado que una vida de ese tipo constituía un ritual invariable e inalterable, a salvo de todo desbaratamiento.

Ciertamente, esa suposición era falsa por completo.

La tarde en que la cuenta atrás de Reinmar llegó por primera vez a números de una sola cifra fue una jornada particularmente fastidiosa. El calor y el bochorno eran tremendos, y la atmósfera de la tienda parecía espesa como una sopa. La concurrencia de la mañana había acabado temprano porque las amas de casa no querían demorarse fuera del hogar en un día semejante.

Para empeorar aún más las cosas, Reinmar había ofendido a Margarita dos días antes. La había acusado de «importunarlo con trivialidades» y sabía, por larga experiencia, que a menos que interviniera algún motivo poderoso, ella lo evitaría durante tres días por lo menos. Aunque él y Margarita habían sido muy buenos amigos desde que él tenía memoria, Reinmar no estaba ni mucho menos seguro de querer que su amistad avanzara por el camino que todos parecían esperar; Margarita, la primera. Sin duda, era una muchacha bonita, pero su estilo suave y rubio no le parecía tan atractivo como las morenas muchachas con ojos exóticos que Reinmar veía a menudo en la plaza, los días de mercado, vendiendo baratijas metálicas y amuletos medicinales.

Sin embargo, mientras Margarita se mantuviera a distancia, Reinmar no podría aliviar su aburrimiento con nada más que las ensoñaciones, e incluso éstas parecían haberse vuelto rancias a causa de la reciente sobredosis. El consuelo que, por lo general, hallaba en las fantasías de huida y aventura no iba a encontrarlo ese día, lo que lo volvía irritable y desesperado. Para cuando el cliente entró en la tienda vacía —una circunstancia que debería haber alegrado a Reinmar por la distracción que suponía—, su humor era demasiado malo para que pudiese aligerarlo algo tan insignificante.

Si el cliente hubiese sido más interesante, tal vez Reinmar habría logrado vencer su malhumor; pero lo único que tenía de interesante, a primera vista, era el hecho de ser forastero. Reinmar tuvo tiempo de sobra para estudiarlo mientras el hombre se paseaba ante los botelleros y miraba las mercancías. Era bajo, apenas medio palmo más alto que Reinmar, y algo corpulento. Tenía el cabello oscuro, aunque no uniformemente negro, y su rostro estaba sombreado por una barba de dos días. La calidad de sus prendas de vestir sugería que probablemente había llegado a Eilhart en una gabarra, aunque no iba vestido como los estibadores. Sus manos no parecían marcadas por el uso habitual de maromas o herramientas, ni su semblante tenía la sana apariencia que confería la exposición al sol, aunque resultaba indudable que su aspecto difería del de un caballero.

Reinmar no era bueno para calcular la edad de ningún hombre, y aquél constituía un enigma particular: podía tener cualquier edad entre los treinta y los sesenta años. Sus ojos eran estrechos y de color marrón oscuro, pero poseían un brillo sorprendente cuando reflejaban los rayos de sol que entraban a través de las angostas ventanas.

El desconocido parecía ser el tipo de cliente que sabe con total exactitud lo que busca, aunque resultaba obvio que no lo encontraba en los botelleros; no obstante, Reinmar estaba de tan malhumor que dejó que el hombre continuara buscando durante cinco minutos antes de que se le acabara la paciencia.

—¿Puedo ayudarte, señor? —preguntó Reinmar cuatro minutos después de lo que exigían la cortesía y la estrategia del buen comerciante.

—Tal vez —respondió el desconocido, que se aproximó al mostrador en cuanto le hizo la oferta—, si puedes ir a buscar a Luther Wieland.

Reinmar parpadeó, atónito. Luther era su abuelo, a quien su mala salud había obligado a dejar el negocio en manos de Gottfried antes de que naciera Reinmar. El anciano había estado postrado en cama durante los últimos seis años.

—Eso no puedo hacerlo —respondió Reinmar—. Mi padre, el hijo de Luther Wieland, está ahora a cargo de la tienda, y ni siquiera él se encuentra en este momento en casa. Me temo que nadie más que yo podrá ayudarte, pero si tienes la amabilidad de decirme qué quieres, estoy seguro de que podré encontrarlo. Conozco las bodegas.

El desconocido fijó en él una mirada que no era hostil, sino más bien desconcertada.

—El hijo de Gottfried —murmuró con aire pensativo—. El hijo de Gottfried, ya casi un hombre. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Reinmar.

—Reinmar, ¿eh? Muy bien, Reinmar…, ¿estás diciéndome que Luther está muerto y enterrado?

—No, señor; pero hace mucho tiempo que tiene mala salud. No participa activamente en el negocio.

—¿Y qué hay de Albrecht?

Reinmar volvió a parpadear. Albrecht era el hermano de Luther, aunque Reinmar apenas podía recordar la última ocasión en que lo había visto en la tienda. Además, Gottfried raras veces visitaba su casa, que se encontraba algo apartada del pueblo. Sin duda, había habido algún problema entre ellos, aunque Reinmar no tenía ni idea de qué lo había causado. A su padre parecía no gustarle Albrecht, pero Reinmar no sabía por qué, dado que Gottfried nunca mencionaba el tema.

—Albrecht no participa en el negocio —le respondió Reinmar al desconocido, con incomodidad.

—Pero tiene intereses en él, ¿no es cierto? —dijo de inmediato el hombre—. Albrecht es dueño de una parte de la tienda.

—Creo que lo fue en otros tiempos, hace muchos años —admitió Reinmar—, pero hasta donde yo sé, mi abuelo compró la parte de su hermano mucho antes de que yo naciera. Tengo entendido que, cuando mi abuelo muera, mi padre lo heredará todo…, todo lo que hay en esta casa, quiero decir. Albrecht tiene su propia casa. Me parece que vive solo, excepto por una vieja gitana que trabaja como ama de llaves. Estoy seguro de que me habría enterado si hubiese muerto, así que supongo que podrás encontrarlo en su casa si quieres verlo, aunque es todavía más viejo que mi abuelo y su salud podría ser igual de mala. No lo he visto desde que yo tenía nueve o diez años, y dudo que lo reconociera si me lo encontrara en el mercado.

—Una familia unida —observó el desconocido—. ¡Qué maravilla de inflexibilidad son estas pequeñas poblaciones provincianas! Las riñas pueden durar toda una vida, y los viejos amigos pasan uno junto a otro por la calle, cada día, y se niegan la palabra a causa de algún insulto olvidado hace mucho y que a la gente de la gran ciudad le parecería de lo más trivial.

El desprecio que contenía su voz no era lo más adecuado para mejorar el humor de Reinmar.

—¿Qué quieres, señor? —preguntó Reinmar, que pronunció la última palabra como si fuese una ofensa más que una cortesía.

El desconocido avanzó un paso más y se inclinó sobre el mostrador con aire confidencial.

—Lo que necesito —declaró con una voz apenas más alta que un susurro— es una botella de vino oscuro.