Agravio octavo
El primer agravio
El invierno se demoró largamente en las montañas, y las laderas del paso de los Picos estaban espolvoreadas de nieve hasta el mismísimo valle. Los bosques de pinos de las zonas más altas estaban tan nevados que apenas se los distinguía como pardas zonas oscuras en la blancura de las Montañas del Fin del Mundo.
Apenas visible hacia el este, justo antes de que el paso describiera un leve giro al norte, se veían los plateados flancos de Karaz-Byrguz, con una gran hoguera encendida por encima; se trataba de la almenara de una atalaya de Karak-Kadrin, la fortaleza del rey Ungrim Puño de Hierro. Al oeste se hallaba el monte mucho más pequeño de Karag-Tonk, cuyo pie estaba cubierto por rocas y árboles partidos y arrastrados por avalanchas recientes.
El paso en sí se estrechaba entre los flancos de Karag-Krukaz y Karag-Rhunrilak. Tenía los lados abruptos y era laborioso de recorrer cuando el ondulante valle se adentraba en las montañas occidentales de la cadena de altos picos.
Justo al este, estaba la cumbre de Karaz-Undok, bajo la cual se encontraban las puertas de la propia Karak-Kadrin. Aunque a muchos kilómetros de distancia, Barundin lograba distinguir los grandes lienzos de piedra y las almenas labrados en las cúspides de las montañas que rodeaban la antigua fortaleza, y la gran extensión del Puente del Cielo, que unía Karak-Kadrin con el más pequeño asentamiento de Ankor Ekrund.
El viento feroz que soplaba desde el nordeste era tan cortante que incluso lo sentía el vigoroso rey enano. Tenía las mejillas enrojecidas y le lloraban los ojos a causa del aire de principios de la primavera, cosa que lo obligaba a pasarse continuamente una mano por los ojos para aclararse la visión. Con el casco sujeto debajo de un brazo y el escudo apoyado contra la pierna izquierda, giraba la cabeza para supervisar al ejército. Se habían reclutado todos los efectivos de Zhufbar para esa batalla, desde barbasnuevas que alzaban el hacha por primera vez hasta veteranos como él que habían luchado en los fétidos túneles de Dukankor Grobkaz-a-Gazan.
Los destellantes iconos de los ancestros eran enarbolados junto a flameantes estandartes de rojos y azules vivos, entre ellos el altísimo estandarte de Zhufbar, que llevaba Hengrid.
Se encontraban en el flanco sur del paso, en el centro del ejército de Zhufbar. A la derecha había varios millares de enanos de diferentes clanes, cada uno armado con una robusta hacha o un martillo, y un escudo de acero blasonado con símbolos de dragones y yunques, rayos y caras de ancestros, cada uno según el gusto personal. Más allá de ellos aguardaban los Rompehierros, formados en pequeños y densos regimientos. En realidad, poco podía verse de los enanos, ocultos bajo capas de gromril y armaduras cubiertas runas; llevaban incluso la barba protegida por fundas de acero articuladas.
A la izquierda de la formación, Barundin había reunido a la mayoría de sus artilleros y ballesteros. Filas y más filas de atronadores y ballesteros cubrían la ladera de la montaña; cada línea estaba lo bastante separada de la anterior como para mirar por encima de la que tenía delante. Detrás de ellos estaban los cañones, los lanzadores de virotes y las catapultas de los ingenieros, que iban de un lado a otro entre sus máquinas, haciendo ajustes, lanzando al aire trozos de tela para determinar la fuerza y dirección del viento y, en general, preparándose para el combate inminente.
Tras ponerse el casco y recoger el escudo, Barundin descendió por la ladera en dirección a los Martilladores. Al hacerlo, miró hacia las laderas del norte del paso, donde estaba reunida la ingente hueste de Karak-Kadrin.
Lo primero en lo que reparó fue en lo numerosa que era, casi el doble de guerreros que podía reunir Zhufbar. Zhufbar, por su lado, estaba aislada y tenía bien protegido el flanco oeste por el Imperio y el flanco este, por las impenetrables montañas. Karak-Kadrin, por otra parte, retenía el paso, lugar donde incontables invasiones de las montañas y las tierras allende éstas habían comenzado y habían sido rechazadas por el poder del Rey Matador y su ejército.
Los Matadores eran reconocibles de inmediato, y aunque se encontraban situados en el extremo este, la zona anaranjada que se extendía sobre la tierra y la nieve no podía ser pasada por alto. Obligados a prestar el Juramento del Matador por una vergüenza real o imaginaria, los Matadores consagraban su vida a una muerte gloriosa, y en su mayoría recorrían el mundo a solas en busca de trolls, gigantes y otros monstruos grandes para derrotarlos en batalla o morir luchando contra un enemigo digno. Era el único modo en que un Matador podía expiar su vergüenza. Se vestían según el estilo que se decía que vestía Grimnir cuando había marchado hacia el norte, en el amanecer de los tiempos, para matar a las hordas del Caos que habían sido lanzadas contra el inundo, y cerrar la puerta que había sido abierta en el remoto norte. Llevaban poco mis que pantalones o taparrabos, y su piel desnuda estaba cubierta de tatuajes y pinturas de guerra, tanto con runas de venganza como de castigo, y dibujos geométricos.
El cabello y la barba de los Matadores estaban teñidos de color naranja brillante y moldeados en forma de púas mediante liga u otras sustancias, por lo que el pelo se alzaba en una gran cresta y la barba se proyectaba hacia adelante, a menudo rematada con púas de acero y gromril. Algunos llevaban pesadas cadenas que les perforaban la piel, así como aros nasales y otras joyas. Todos ellos eran personajes estrafalarios, y Barundin se alegraba de que sus viajes raras veces los llevaran hasta Zhufbar, aunque muchos pasaran por allí de vez en cuando, camino de las inundadas cavernas de Karak-Varn.
El ejército estaba reunido bajo estandartes dorados, rojos y verdes, y bajo grandes caras ceñudas de Grimnir, el dios ancestro más reverenciado por los enanos de Karak-Kadrin. Era en Karak-Kadrin donde se había construido el más grandioso templo dedicado a Grimnir, y por esta razón, el rey era protector de muchos guerreros, y su ejército era justamente temido y considerado segundo sólo respecto a la grandiosa hueste de Karaz-a-Karak, al servicio del propio Alto Rey.
A pesar de su tamaño y ferocidad, el ejército de Karak-Kadrin no podía compararse con el de Zhufbar en un aspecto: las máquinas de guerra. Zhufbar era famosa por el número y la destreza de sus ingenieros, y por encima de los guerreros de Barundin zumbaban los girocópteros que iban de un lado a otro y aterrizaban de vez en cuando para volver a despegar como moscas gigantescas. Las baterías de cañones situados detrás del rey estaban inmaculadamente mantenidas, y había abundancia de municiones. Tal era la demanda para formar parte del Gremio de Ingenieros de Zhufbar que llegaban solicitudes para estudiar desde todos los rincones del imperio de los enanos, pero sólo los mejores de todos eran seleccionados y tenían acceso a los más grandiosos secretos de la fortaleza. Cada miembro del equipo de artillería, desde el enano de la baqueta hasta el capitán de cañón, estaba entre los mejores artilleros del mundo y era absolutamente fiable.
Un cuerno sonó en el este. El toque fue recogido por otros a lo largo del paso y la nota de advertencia reverberó por el valle hasta transformarse en un ensordecedor coro de ecos que resonaban en ambas laderas. Barundin miró a la derecha y vio que los Matadores se encaminaban a las pendientes inferiores, ansiosos por entablar lucha con los enemigos.
Detrás de los toques de cuerno, entonces se oía otro sonido: tambores lejanos. Sonaban de modo regular, un batir enérgico que hacía estremecer las cumbres de las montañas. Barundin pensó que para que el ruido fuese tal, tenía que haber centenares de ellos. A muchos de los otros enanos tenía que habérseles ocurrido lo mismo, porque las líneas fueron recorridas por murmullos; algunos de emoción, y otros, de consternación.
Pasaron varios minutos de incesante batir de tambores, que a Barundin le pusieron los nervios de punta, antes de que se produjera el primer ataque. En una gran hueste marcharon por el fondo del valle procedentes del este, avanzando a paso ligero, al ritmo de los tambores.
El ejército de Vardek Crom el Conquistador, heraldo de Archaon.
Los nórdicos eran salvajes; iban vestidos con pieles sin curtir y lana toscamente tejida. Llevaban piezas sueltas de armadura, algún peto y unos pocos eslabones de malla, e iban armados con hachas de aspecto terrible y escudos provistos de púas y afiladas hojas.
Los jinetes cabalgaban al frente de la formación, armados con largas lanzas, hachas y espadas que les colgaban del cinturón. Las monturas no eran los poderosos caballos de guerra del Imperio, sino ponis de la estepa, más pequeños y robustos, de patas fuertes y veloces. Los jinetes se separaron como si siguieran un plan preestablecido, y dejaron que las primeras filas de infantería pasaran entre ellos.
Los bárbaros estaban formados por grupos tribales reunidos en torno a sus horribles tótems de huesos y pendones harapientos, cada uno con algún tipo de marca que los identificaba. Los miembros de un grupo llevaban manos clavadas a los escudos; los de otro se cubrían la cabeza con cascos hechos con cráneos de cabras. Algunos tenían intrincados collares de dientes de lobo, mientras que los miembros de un nuevo grupo iban cubiertos de cortes sangrantes, cuidadosas incisiones hechas en la piel, y la sangre corría por los cuerpos desnudos como una armadura roja.
Componían un espectáculo aterrador, aunque Barundin sabía que sólo eran humanos, por lo que su apariencia, en realidad, era lo único de ellos que causaba algún temor. Serían violentos y temerarios como todos los humanos, y fáciles de matar.
«Hay una cantidad enorme», pensó mientras contemplaba la oscura masa que serpenteaba en torno al paso hacia ellos. Entonces comprendía por qué el rey Puño de Hierro había pedido ayuda para contener a esa hueste. El Rey Matador había jurado que defendería el paso contra las incursiones procedentes del este, mientras el Imperio reunía sus ejércitos en el oeste y se enfrentaba con las hordas del temible Arcano, que en ese mismo momento se abrían paso a sangre y fuego a través de Kislev. Si no podían contener al ejército de Vardek Crom, éste penetraría por el paso de los Picos hasta el interior del Imperio y rodearían a las fuerzas del nuevo Emperador, Karl Franz. Una cosa semejante podría ser desastrosa para los aliados de los enanos, por lo que Ungrim Puño de Hierro había reunido a sus guerreros para que se opusieran como un baluarte a la marca que ascendía en el este.
El mensaje había sido oportuno, ya que, al borde de una guerra semejante, Barundin había estado dispuesto a romper las hostilidades por su propia cuenta. El asunto de la mina no había sido olvidado, pero la amenaza de los nórdicos ofrecía una causa común más grande que las diferencias que provocaba la mina.
El tempo de los tambores de guerra se aceleró y los bárbaros apresuraron el paso; entonces corrían con las armas desnudas. Se oían sus gritos, que bramaban el nombre de los Dioses Oscuros, juraban entregar el alma a cambio de la victoria y maldecían a los enemigos. Al acelerar el paso, su cohesión se desintegró, pues los guerreros más ansiosos o veloces se lanzaron a la carga corriendo hacia los enanos.
Los Matadores se dirigieron directamente hacia la formación de los bárbaros que corrían por el paso; entretanto, blandían las hachas y bramaban gritos de guerra. Los jinetes avanzaban con cautela, lanzaban jabalinas y arrojaban hachas hacia los enanos semidesnudos, y luego retrocedían con rapidez por temor a que les dieran alcance los salvajes guerreros cargados de muerte.
En un enredo de carne, metal, hueso y pelo anaranjado, los dos frentes de guerreros se encontraron cuando los Matadores cargaron en dirección al centro de la formación enemiga. La lucha era brutal, ya que ambos bandos estaban desprotegidos ante las afiladas armas del contrincante. Los bárbaros superaban a los Matadores en varios centenares, y sin embargo, los intrépidos enanos se negaban a ceder terreno, y el avance de los bárbaros fue detenido por su ataque.
En el valle, al este, las tribus se reunían en una grandiosa masa contenida por los Matadores. El fondo del paso ya estaba teñido de sangre y sembrado de cuerpos destrozados. Los Matadores, a medida que su número mermaba, se vieron gradualmente rodeados, hasta que quedó sólo un apretado grupo de unas pocas docenas de ellos, una mancha anaranjada en medio de la pálida piel y el cabello oscuro de los bárbaros kurgans.
Mientras continuaba la lucha, Barundin vio que la gran hueste que estaba situada más arriba del valle comenzaba a dividirse. Cuando otros vieron a los que llegaban, del ejército de enanos se alzó un sonoro gemido. Entre las líneas de bárbaros marchaban unas siluetas bajas y acorazadas, en formaciones de falange: los dawi-zharr, los enanos perdidos de Zharr-Naggrund.
Vestidos de negro y con armaduras de bronce, bajo estandartes de color rojo sangre a los que habían cosidos símbolos atroces de su dios toro, avanzaban los enanos del Caos. En medio de ellos, titánicas máquinas de destrucción eran arrastradas por centenares de esclavos; humanos, pieles verdes, trolls y toda clase de criaturas tiraban de las cadenas para arrastrar los monstruosos cañones y lanzacohetes hasta situarlos en posición.
Con sus equipos de artilleros desnudos, marcados a fuego y con ganchos y púas clavados, los cañones infernales, estremecedores y lanzacohetes de muerte eran arrastrados por el valle. Una vez que estuvieron en posición, avanzaron ogros que llevaban martillos enormes y clavaron pistones en el suelo para sujetar las cadenas que colgaban de las inmensas máquinas de guerra.
Sacerdotes ataviados con largos abrigos de escamas, y que llevaban máscaras de hierro con cara de demonios, comenzaron a caminar entre las máquinas y salmodiar oraciones dirigidas al dios oscuro Hashut. Salpicaron con sangre los hinchados tubos de los cañones y echaron entrañas en llamas por las bocas de éstos. Con los dedos untados de rojo, trazaron runas maléficas sobre los lanzacohetes y le consagraron a su deidad los gigantescos estremecedores.
Cuando el ritual concluyó, las máquinas demoniacas empezaron a despertar. Lo que había sido metal inerte entonces era carne antinatural que se retorcía y contorsionaba mientras le aparecían cara y colmillos, garras y tentáculos. Encerrados dentro del metal decorado con runas de los ingenios, los demonios que poseían a las máquinas empezaron a cabriolar y tironear de las cadenas, y unos chillidos y rugidos atroces colmaron el aire. Los enanos de los equipos de artillería tocaban a sus máquinas con la punta de tizones que ardían sin llama; las obligaban así a situarse en posición mientras cargaban con cráneos en llamas sus corazones a modo de horno, cuyo calor hacía rielar el aire del valle y fundía la nieve que había debajo de los ingenios.
De las horrendas fauces manaba sangre, y goteaba aceite de engranajes y ejes. Martillos en llamas marcaban runas de ira en las criaturas prisioneras, lo que las enfurecía aún más; mientras, se cargaban los lanzacohetes y se metían granadas en las dentudas bocas de los anchos y bajos estremecedores.
Los Matadores ya estaban todos muertos, sus cuerpos habían sido mutilados por los bárbaros victoriosos. Pero entonces la horda kurgan no avanzaba y se mantenía justo fuera del alcance de los disparos de ballestas y pistolas. Un mensajero de la batería de cañones fue a preguntarle a Barundin si debían abrir fuego contra los bárbaros, pero el rey dijo que no. En cambio, les ordenó a los ingenieros que hicieran girar sus máquinas para apuntar a las monstruosas creaciones de los enanos del Caos.
En el momento en que los ingenieros rotaban las máquinas y los lanzadores de virotes hacia aquella nueva amenaza, abrió fuego el primero de los cañones infernales. Las enormes fauces de bronce dejaron a la vista una sulfurosa garganta, donde se agitaba la magia prisionera. En las profundidades de la garganta ardía un fuego oscuro que digería las almas atrapadas dentro de los cráneos que habían echado al interior del llameante horno. Con un eructo rugiente, el cañón vomitó una bola de fuego que describió un alto arco por encima de los bárbaros y descendió hacia el ejército de Karak-Kadrin.
El fuego del Caos estalló al impactar contra el suelo, y la ardiente explosión consumió a docenas de enanos, cuyas cenizas se esparcieron instantáneamente en el viento primaveral. En la formación de Karak-Kadrin apareció un enorme vacío cuando los supervivientes del ataque retrocedieron ante el humeante cráter que había quedado.
Más bolas de fuego mágico volaron hacia los enanos, y una se elevó más que las otras y comenzó a descender hacia Barundin y los Martilladores.
—¡Corred! —bramó el rey, cuya guardia personal no necesitó que se lo repitieran.
Como un solo hombre, se volvieron y corrieron pendiente arriba a la velocidad máxima que les permitían sus cortas piernas, abandonando la formación en la huida.
El impacto contra el suelo se produjo a menos de dos docenas de metros detrás de Barundin, y un momento después, sintió que un viento abrasador le golpeaba la espalda y lo derribaba. Mientras yacía en el suelo, aturdido, miró por encima del hombro y vio el humeante cráter que se había abierto donde él había estado unos pocos segundos antes. En torno a los bordes aún danzaba fuego púrpura y azul, y el suelo se deslizaba y derretía bajo el mortífero incendio.
Los cohetes salieron silbando hacia el cielo, y tras de sí dejaron estelas de energía actínica. Los demonios encerrados en los cuerpos explosivos los dirigían hacia el enemigo. Ondulantes erupciones se propagaron por el ejército de Karak-Kadrin cuando los cohetes de muerte impactaron contra la ladera de la montaña. Poco después, los siguieron las detonaciones de las granadas de los estremecedores, que se hundieron en la tierra antes de estallar y lanzar al aire rocas y tierra, y hacer que temblara el suelo. Una explotó no lejos de Barundin cuando éste acababa de ponerse de pie, y la violenta ondulación de la ladera lo hizo caer de rodillas. Los temblores continuaron durante casi un minuto mientras las pulsaciones de energía demoníaca seguían fluyendo del punto de impacto.
Las máquinas de guerra de los enanos apuntaban ya al enemigo y las balas de cañón, silbando valle abajo, aplastaban enanos del Caos y abrían grandes grietas en sus arcanos ingenios. Rocas que llevaban talladas runas antiguas de agravio y maldición colmaron el aire cuando la batería de catapultas abrió fuego como si fuera una sola, lanzando hacia el cielo las municiones que luego caían sobre las filas de enanos del Caos.
Los lanzadores de virotes disparaban arpones que ensartaban a media docena de bárbaros por vez, y cercenaban extremidades y cabezas al hender la apretada masa de salvajes luchadores. Los cañones estaban preparados para disparar otra vez cuando los lanzacohetes de muerte y los cañones infernales vomitaron una nueva salva de destrucción desde el extremo oriental del valle. Grandes surcos se abrieron entonces en los dos frentes de los enanos.
Mientras volvía a reunir a los Martilladores y convergían todos en el estandarte que seguía siendo orgullosamente enarbolado por Hengrid, quien les gritaba de forma desafiante a los disformes primos de los enanos, una bala de cañón rebotó contra el suelo y cortó las cadenas que sujetaban un lado de un cañón infernal.
Al debilitarse las sujeciones, el ingenio demoníaco se elevó como un caballo que se alza de manos. Las ruedas de acero, rechinando por propia iniciativa, aplastaron al equipo de artilleros con las bandas de rodamiento provistas de púas. Cuando giró, el resto de las cadenas se partieron y fueron arrancadas del suelo, y el ingenio vomitó un chorro de fuego e inmundicia que quemó y corroyó al cañón que tenía al lado. Atacado por su vecino, el estremecedor lanzó un chillido de dolor y atacó las cadenas que lo retenían sin hacer caso de los gritos y golpes de los artilleros.
El cañón infernal que había recobrado la libertad rodó hacia adelante y abrió un surco en las filas de enanos del Caos y bárbaros; vomitando llamas, los aplastó bajo las acorazadas ruedas. La energía maligna manaba a través de poros y grietas de la estructura, y los bárbaros se volvieron para batallar contra la criatura que los atacaba por la retaguardia.
Los guerreros que no luchaban contra el desbocado cañón infernal volvieron a avanzar por el valle con los escudos y las armas en alto, bramando gritos de guerra. Los recibieron andanadas de saetas de ballesta y balas de pistola que oscurecieron el valle en una resonante salva. Decenas de bárbaros cayeron ante la primera acometida, atrapados en un fuego cruzado desde ambos lados del paso de los Picos. Los andrajosos pendones e iconos de hueso y metal fueron recogidos de las sangrientas pilas, y los bárbaros continuaron adelante, pues tenían más miedo de sus horrendas deidades que de las armas de los enanos.
Fue entonces cuando Barundin se dio cuenta de que no se veía a los jinetes por ninguna parte. Mientras la atención de los enanos había estado fija en las máquinas de guerra y los bárbaros, se habían escabullido fuera de la vista, tal vez desapareciendo en los bosques que crecían en la parte superior de las laderas del paso.
Barundin no tenía tiempo para preocuparse por ellos en ese momento, ya que una segunda andanada de fuego acabó con centenares de bárbaros que ascendían por la zona más estrecha del paso. Era a causa de ese estrangulamiento que el rey Puño de Hierro había decidido presentar resistencia allí, tras haber enviado avanzadillas para que desviaran y dirigieran con asechanzas el avance de los bárbaros. De apenas doscientos metros de ancho y con unas laderas casi demasiado empinadas para trepar por ellas, aquella zona estrecha era un terreno de matanza, y los cuerpos de los bárbaros yacían apilados allí. Algunos habían escapado a las andanadas, otros grupos habían sido barridos por completo, pero varios miles aún continuaban adelante, acompañados de mastines que aullaban y criaturas deformes que se arrastraban y saltaban entre ellos.
Unas detonaciones en staccato procedentes de detrás atrajeron la atención de Barundin, y se volvió a mirar pendiente arriba hacia la batería de cañones. Un par de cañones órgano de múltiples tubos estaban disparando hacia unos jinetes que salían del bosque y corrían hacia las máquinas de guerra. Barundin sonrió ceñudamente, porque su trampa había funcionado. Dromki Barbaviva y sus herreros rúnicos habían trabajado con ahínco para grabar runas de invisibilidad en las máquinas de guerra de corto alcance. Normalmente, ese tipo de trabajo resultaba difícil; los cañones órgano eran un invento reciente, de menos de cinco siglos de antigüedad, y ese tipo de runas no estaban normalmente destinadas a tan inestables máquinas. No obstante, la artimaña había dado resultado, y los jinetes habían atacado sin darse cuenta de que tenían la perdición justo delante, oculta a sus ojos por la magia de las runas.
Tras devolver la atención al fondo del valle, Barundin vio que la mayoría de los bárbaros ya habían superado la zona estrecha y entonces comenzaban a entrar en la parte principal del paso. Ya se había entablado la lucha cuerpo a cuerpo entre los regimientos situados más al este.
Una masa oscura, compacta y amenazadora, apareció por detrás de los bárbaros que se dispersaban. Marchando perfectamente coordinados, avanzaban los guerreros de élite de Zharr-Naggrund, los temidos Inmortales del Alto Profeta de Hashut. Llevaban pesadas armaduras de acero, que los cubrían de pies a cabeza, pintadas de negro. Se protegían las rizadas barbas desordenadas con largas fundas metálicas, y algunas partes de sus armaduras estaban reforzadas por sólidas planchas de mármol y granito. En las manos llevaban hachas de hoja grande, curvada y mortífera. Los disparos de las armas de fuego y las saetas de ballesta rebotaban en sus armaduras y sólo lograban matar a unos pocos, cuyo lugar en la formación era rápidamente ocupado por otros.
Los girocópteros zumbaban al hacer pasadas de ataque, y de ellos manaban andanadas de balas disparadas por armas de fuego de repetición accionadas por vapor, mientras los pilotos lanzaban improvisadas bombas desde su asiento. Los cañones de vapor vomitaron niebla caliente que mató a varios de los Inmortales, pero éstos no se dejaron intimidar y ni siquiera perdieron el paso por un instante, precedidos por el estandarte de oro en forma de cabeza de toro, y con un gran tambor hecho con un monstruoso cráneo marcando el ritmo de la marcha.
Barundin hizo llegar a los Rompehierros la orden de interceptar a los Inmortales, y al cabo de poco rato los guerreros pesadamente acorazados marchaban por el fondo del valle en dirección a los despreciables enemigos. Como dos grandes bestias de metal que chocaran de cabeza la una con la otra, las dos formaciones se encontraron, y el hechizado gromril de los Rompehierros se midió con las armas malditas de los Inmortales.
Barundin no tuvo tiempo de ver cómo se las arreglaban sus veteranos, porque había algo más que ascendía por el valle. Un enorme gigante mecánico avanzaba a grandes zancadas al mismo tiempo que eructaba humo y fuego, haciendo rielar el aire que lo rodeaba no sólo con calor sino también con energía diabólica. Recubierto con chapas de hierro unidas con remaches, y con la forma de un enorme hombre con cabeza de toro, la infernal máquina se balanceó hacia atrás cuando una bala de cañón impactó en su vientre y le abrió una brecha. De la grieta de la armadura surgió aceite como si fuera sangre, y a través de ella se vieron engranajes aplastados y cadenas rotas.
—¡Un coloso! —susurró Hengrid, y por primera vez en la vida, Barundin detectó miedo en la voz del feroz guerrero.
Hengrid no había vacilado ni por un momento cuando lucharon contra las repulsivas ratas ogro ni contra los fanáticos de los goblins nocturnos; ni tampoco cuando se enfrentaron con los asquerosos trolls, ni con las crepitantes energías de los chamanes. En cambio, entonces su voz había temblado, aunque muy levemente.
Desde plataformas de disparo situadas en los hombros del Behemot, los enanos del Caos dejaban caer goterones de fuego que incineraban grupos enteros de enanos mientras la bestia mecánica avanzaba a través de sus filas. Los pesados pies los aplastaban con cada paso mientras ellos intentaban en vano henderle la acorazada piel con las hachas. De las placas de hierro salían silbando balas, mientras que un cañón de repetición montado dentro de la boca de su cabeza de toro lanzaba granadas.
A esas alturas, los equipos de artillería dirigían todos sus disparos contra el coloso. Le arrancaron un brazo que derramó combustible en llamas sobre el suelo y la pierna derecha ardió. Una bala que dejaba tras de sí una estela de fuego mágico impactó contra la rodilla, abolló la armadura y dobló los engranajes del interior. En torno a la bestia metálica herida comenzaron a retorcerse siluetas inmateriales que escapaban de las hechizadas maquinarias que las retenían esclavizadas por los enanos del Caos.
Un girocóptero pasó en vuelo rasante y le perforó la cabeza con balas de cañón. Cuando ascendía para ponerse fuera del alcance de la tendida mano de la criatura, Barundin reconoció la máquina voladora de Rimbal Wanazaki. El rey lanzó un vítor cuando el piloto demente hizo calar diestramente al girocóptero, que pasó por debajo de la mano metálica que se agitaba y giró en el aire para disparar hacia las expuestas entrañas del coloso.
Como una criatura acosada por hormigas, la inmovilizada máquina quedó pronto cubierta de enanos que abrían tajos y rasgaban las planchas metálicas de sus piernas, trepaban por ella y disparaban pistolas dentro de las rendijas y grietas de la armadura. Hachas arrojadizas abrían tajos en la piel metálica, y al cabo de poco rato, los enanos entraron, victoriosos, en la cabina situada detrás de la acorazada cara de toro. Cuando abandonaron a la inmóvil criatura metálica, Barundin hizo una señal para que los artilleros acabaran con ella de forma definitiva.
Una bala de cañón impactó de lleno en la cara del gigante metálico y le arrancó limpiamente la cabeza, que cayó al suelo en una explosión de llamas y chispas. La pierna ya dañada se dobló bajo otro impacto y, entre un rechinar de metal rajado y los atormentados gritos de las almas que escapaban, el coloso cayó hacia la derecha y se hizo pedazos contra el suelo. Los vítores recorrieron ambas formaciones de enanos al mismo tiempo que los bárbaros empezaban a retroceder.
Los Inmortales, al darse cuenta de que entonces podrían verse rodeados, interrumpieron la lucha contra los Rompehierros y retrocedieron hacia el este. Por todas partes, el paso era abandonado por los enemigos, e incluso los cañones infernales fueron retirados después de que los sacerdotes mitigaran la magia que los animaba y grupos de esclavos acudieran para arrastrarlos lejos de la batalla y poner las valiosas máquinas fiera del alcance de los enanos victoriosos.
Barundin vio que, al otro lado del valle, Ungrim Puño de Hierro alzaba un puño de triunfo, y respondió al gesto. Algún disparo aislado de cañón resonó cuando los ingenieros descargaron su cólera sobre la horda que se retiraba, punteando los gritos de victoria y las burlas que resonaban tras la derrotada hueste del Caos.
Las bajas de los enanos eran moderadamente elevadas, la mayoría causadas por la devastación hecha por las máquinas de guerra de los enanos del Caos. Tendrían que transportar varios centenares de cuerpos hasta las tumbas de las fortalezas, pero en comparación con los millares de bárbaros muertos y los cientos de dawi-zharr caídos, las cosas podrían haber ido mucho peor.
* * *
Barundin estaba en el fondo del paso. Enviaba y recibía mensajes, organizaba su ejército y, en conjunto, se hacía cargo de las consecuencias de la batalla. Junto con el rey Puño de Hierro habían decidido que era arriesgado perseguir al enemigo, puesto que no tenían una idea precisa del tamaño de la horda que podría estar esperando más al este.
Barundin alzó la mirada cuando Hengrid lo tocó con un codo e hizo un gesto con la cabeza hacia la izquierda. Ungrim Puño de Hierro avanzaba hacia él por la nieve roja de sangre. El rey era una imagen extraña, con armadura de gromril y capa de escamas de dragón, pelo y barba teñidos y modelados al estilo de los Matadores. Barundin sintió un extraño estremecimiento mientras observaba al otro rey que se acercaba. Sabía que él era el rey de Zhufbar y estaba orgulloso de los logros de su reinado, pero no le cabía duda alguna de que se encontraba en presencia de una verdadera leyenda viviente.
La historia del Rey Matador era larga y trágica, y comenzaba, como sucede con la mayoría de las historias de enanos, cientos de años antes, cuando el antepasado de Ungrim había sufrido una pérdida terrible. Barundin no conocía los detalles, como era el caso de la mayoría de los enanos ajenos a Karak-Kadrin, pero sabía que tenía algo que ver con la muerte del hijo del Rey Beragor. En un ataque de cólera y vergüenza, Beragor había hecho el Juramento del Matador. Sin embargo, cuando se preparaba para iniciar la búsqueda de la muerte, sus consejeros le recordaron que aún debía cumplir con los juramentos de rey que había jurado proteger y gobernar a su pueblo por encima de cualquier otra cosa.
Incapaz de reconciliar ambos juramentos e igualmente incapaz de romper ninguno de ellos, el Rey Matador Beragor construyó un gran templo dedicado a Grimnir y se convirtió en protector del culto de los Matadores. Los Matadores viajaban a Karak-Kadrin desde todos los rincones del mundo para hacer sus alabanzas en el santuario y tomar las armas forjadas allí según las instrucciones del rey. Cuando Beragor murió, su hijo no sólo heredó el juramento de rey, sino también el juramento de Matador, porque el padre no había podido cumplir con ninguno de los dos. Así se fundó el linaje de los Reyes Matadores, siete generaciones antes.
Ungrim era ancho y fornido incluso para ser un enano, y su armadura resplandecía de oro y gemas. Alzó una mano a modo de saludo al acercarse a Barundin, y el rey de Zhufbar, cohibido, le devolvió el saludo débilmente.
—¡Salve, primo! —tronó la voz de Ungrim.
—¡Hola! —respondió Barundin.
Había olvidado que su nueva esposa era prima del rey, y que, por ese motivo, estaba emparentado con él. Eso lo hizo sentirse mejor y su confianza aumentó.
—Entonces, regresarás a Zhufbar —dijo Ungrim, cuya ronca voz hizo que pareciera más una declaración que una pregunta.
—Bueno, la batalla ha terminado —respondió Barundin mientras observaba los cadáveres que cubrían el paso.
—Así es, así es en verdad —asintió Ungrim—. Aunque mis exploradores dicen que sólo nos hemos enfrentado con la vanguardia.
—¿Sólo con la vanguardia? —preguntó Barundin—. ¿Es que hay más?
—Decenas de miles de esas sabandijas —asintió Ungrim al mismo tiempo que agitaba una mano hacia el este—. Vardek Crom aún retiene la mayor parte de la horda en las Tierras Oscuras y los valles orientales del paso de los Picos.
—En ese caso, debo quedarme —dijo Barundin.
—¡No, condenación, no lo harás! —declaró Ungrim—. Debes darle a mi prima un hijo o una hija antes de arriesgar el cuello luchando a mi lado.
—Juré acudir en tu ayuda —protestó Barundin. Vaciló al pronunciar las palabras siguientes, pero no pudo evitar que salieran de su boca—. No seré conocido como perjuro.
—En ese caso, cumple con tus juramentos matrimoniales —respondió Ungrim sin reparar en la implícita acusación de las palabras mal escogidas por Barundin, o sin querer hacer caso de ellas—. El Alto Rey me ha prometido un ejército que en este preciso momento marcha desde Karaz-a-Karak. Vete a casa, Barundin, y disfruta de tu nueva vida al menos durante un tiempo.
Thagri se acercó a ellos con el Libro de los Agravios de Zhufbar. Su expresión era ceñuda cuando le entregó el libro a Barundin.
—He registrado los nombres de todos los muertos —dijo el Señor del Saber a la vez que le ofrecía al rey un cincel de escribir ya mojado en tinta—. Basta con que firmes esta página y quedarán incluidos en los agravios contra los nórdicos y los…, los otros.
—¡Es una lista larga! —dijo Ungrim, mirando por encima de un hombro de Barundin mientras éste firmaba—. Pienso que no todos serán tachados en lo que te reste de vida.
—No —respondió Barundin, que sopló la tinta hasta secarla y hojeó el grueso libro; tantos agravios y tan pocos expiados—. La lista es más larga que cuando murió mi padre.
—Sin embargo, aún te quedan muchos años —dijo Ungrim con una sonrisa torcida.
—Y también muchas páginas por llenar, en caso necesario —convino Barundin al mismo tiempo que asentía con la cabeza y cerraba el libro.
»Para mí y mi heredero.