Agravio séptimo

Agravio séptimo

El agravio del oro

Un solo farol iluminaba la cámara y su resplandor amarillo se reflejaba en el contenido de la sala del tesoro de Barundin. Cotas de malla y petos de gromril gris mate, y en los que brillaba la plata, colgaban de las paredes. Los martillos, las hachas, las hebillas de cinturón y los cascos con relieves de oro destellaban con viva calidez y bañaban al rey en una aura de riqueza.

Se encontraba sentado ante el escritorio donde hacía inventario del contenido del cofre número quince perteneciente al rey. Cogió una moneda y la olió para deleitarse con el aroma del oro. Recordaba bien esas monedas. Aunque entonces lucían la runa del rey, en otros tiempos habían sido coronas imperiales cogidas de los cofres de los Vessal de Uderstir. Vueltas a fundir y purificadas por los orfebres de Zhufbar, entonces eran las preferidas de Barundin entre todas sus vastas riquezas. Constituían un recordatorio del alto precio pagado por la traición hecha a su padre, y una muestra de su victoria y de la reparación de un agravio.

Hizo girar expertamente la moneda entre los dedos para disfrutar del peso, el cordón del canto, cada pequeño detalle. Resultaba embriagadora la presencia de tanto oro en un mismo sitio, y el solo hecho de pensar en él hacía que Barundin se sintiera mareado de júbilo.

Como sucedía con todos los enanos, su deseo de oro iba más allá de la mera avaricia; se trataba de un metal sagrado para su pueblo, sacado de las minas mis profundas, entregado a los enanos por el dios ancestral Grungni. Ningún enano conocía todos los nombres de las diferentes clases de oro, porque eran muchas. En los salones de bebida era pasatiempo corriente nombrar tantas clases de oro como fuese posible, o incluso inventar palabras nuevas, y el enano que recordaba una cantidad mayor era el que ganaba. Estas competiciones podían durar horas, dependiendo de la edad, memoria e inventiva de los enanos en cuestión.

A este oro, Barundin lo había bautizado como «dammazgro mthiumgigalaz», lo que significaba un oro que encontraba particularmente agradable y hermoso porque era el pago del agravio hecho por un hombre. Lo guardaba todo dentro de un solo cofre rodeado por muchas bandas de acero y hecho con el hierro más denso. En otros cofres tenía el oro de la suerte, el oro rojizo, su oro claro de luna y el oro algo plateado, el oro de agua —cogido de las profundidades del Agua Negra—, y muchos otros. Un estremecimiento de placer recorrió la columna vertebral del rey enano cuando colocó la moneda sobre la pila que había a su izquierda e hizo una marca en una larga lista que tenía delante.

Cogió la siguiente moneda y pasó un amoroso dedo alrededor de la circunferencia, donde el leve roce detectó una muesca diminuta. Había sido la última moneda acuñada con él oro de los Vessal, y le había hecho la más ligera de las marcas con el filo de Reparadora de Agravios, como parte de la ceremonia durante la cual tachó el nombre de los Vessal del Libro de los Agravios.

Para los humanos, aquel asunto sería sólo un recuerdo remoto, pero a Barundin le parecía que había tenido lugar ayer mismo, aunque habían pasado más de cien años. En ese tiempo, Arbrek aún estaba vivo, y había sido antes de la desaparición de Tharonin en las minas de Grungankor Stokril. Se preguntó, ociosamente, qué habría sido de Theoland. Lo había visto por última vez cuando era de mediana edad, señor de dos baronías, y se estaba convirtiendo en un importante miembro de la corte del conde de Stirland. Pero luego había pasado el tiempo y la vejez lo había reclamado antes de que Barundin tuviera la oportunidad de volver a visitarlo. Ese era el problema de trabar amistad con los humanos; vivían tan poco tiempo que casi no merecía la pena el esfuerzo.

Continuaron los recuerdos, como la boda de Dran con Thrudmila de Karak-Norn. Barundin le había enviado al viejo vengador un abrecartas de plata con la forma del hacha favorita de Dran, junto con un recordatorio para que se mantuviera en contacto. Dran se encontraba entonces en la madura edad avanzada de los quinientos años, y era padre de dos hijas. Por lo que decía en su última carta, parecía que estaba intentando con toda su alma engendrar un hijo varón, y disfrutaba con el hecho de ser importunado por la mujer de su vida.

A los labios de Barundin afloró una sonrisa torcida. Su madre había muerto no mucho después de su nacimiento, y lo habían criado otros señores enanos, entre ellos su hermano mayor Dorthin, y el Señor de las Runas Arbrek. Entonces, lo más parecido a una familia que tenía Barundin era Hengrid Enemigo de Dragones, con quien pasaba mucho tiempo bebiendo y evocando las guerras contra skavens y goblins.

De Barundin se apoderó una melancolía que ni siquiera el oro podía mitigar, y guardó las monedas restantes sin contarlas. Mientras usaba las siete llaves secretas para cerrar la puerta de la bóveda, llegó a una decisión. Tras salir del pasadizo oculto que llevaba a la cámara del tesoro, llamó a un sirviente para enviarles un mensaje a los nobles. Esa noche daría una cena en honor del quincuagésimo aniversario de la muerte de Arbrek, y todos debían asistir porque tenía que anunciarles algo importante.

El salón de audiencias brillaba con los centenares de velas y faroles que iluminaban las bandejas de crepitante carne de cerdo y las tablas sobre caballetes que crujían cargadas de pollos, cuencos llenos de montañas de patatas asadas, hervidas y en puré, y toda clase de otros alimentos sólidos, pero sabrosos, que los enanos gustaban de comer. La cerveza había estado corriendo en abundancia, aunque no excesivamente, porque los enanos presentes sabían que se habían reunido para un acontecimiento solemne. Como muestra de respeto y recuerdo, Barundin llevaba una imagen de Arbrek —el distintivo de ancestro— colgada de una cadena de oro que le rodeaba el cuello. Muchos otros llevaban también su distintivo en collares y broches, colgando del cinturón o como alfileres para la barba.

Cuando la noticia del banquete del rey había recorrido la fortaleza, había ido acompañada por rumores y chismorreos, porque hacía muchos años que no ofrecía un festín semejante, no desde su ducentésimo octogésimo aniversario. Algunos pensaban que tal vez iba a anunciar una nueva guerra, como había sido su costumbre en el pasado, o que había surgido un nuevo agravio. Otros decían que el rey ya había pasado la época de esas necias exhibiciones, y que no pondría en riesgo la paz relativa de que habían disfrutado durante la mayor parte de ese siglo.

No obstante, las oscuras murmuraciones persistieron incluso mientras los cocineros y doncellas de servicio refunfuñaban porque se les había avisado con tan poco tiempo, y los clanes comerciantes se frotaban las manos y negociaban con los agentes del rey los mejores precios de la carne, el pan y otros productos que hacían ellos o les compraban a los humanos.

Afirmaban que los goblins estaban regresando, que Grungankor Stokril había sido atacada en los meses recientes. Las noticias llegaban con menos regularidad desde las lejanas minas, y la desaparición de Tharonin había provocado agitación durante varias semanas. Su clan había negado que estuviera muerto y no se mostraba nada dispuesto a hablar del asunto, así que continuaron las especulaciones gratuitas.

Otros, que aseguraban estar mejor informados, decían que en el norte se estaban reuniendo ejércitos: los oscuros ejércitos del Caos. Se decía que era una hueste maligna y que nada semejante había sido visto desde la Gran Guerra contra Kislev y la alianza de los enanos con el emperador Magnus. Las noticias que llegaban de la lejana fortaleza de Norsca, KrakaDrak, parecían confirmar esto porque los nórdicos se habían puesto en movimiento en grandes números y reunían sus partidas de guerra.

Este tipo de rumores eran cosa corriente en una fortaleza de enanos, pero cuando comenzaron a llegar relatos del este, aquellos que normalmente no habrían hecho caso de ese tipo de habladurías empezaron a prestar atención. Guerreros humanos, feroces y valientes habían sido vistos luchando entre sí en las heladas tierras desoladas de Zorn Uzkul, al este del Paso Elevado; algunos afirmaban que lo hacían para seleccionar a los líderes más fuertes con vistas a una inminente invasión.

Sin embargo, el combustible que más alimentaba la llama de los rumores eran los relatos de Zharr-Naggrund, las áridas llanuras remotas situadas al otro lado de las Tierras Oscuras, donde moraban los zharri-dum. Se decía que sus fundiciones cubrían el cielo con una gran mortaja de humo, día tras día, mes tras mes. Estas noticias fueron recibidas con consternación por jóvenes y ancianos por igual, porque habían pasado muchos años desde que los enanos habían luchado contra sus lejanos congéneres deformes.

Fue con bastante expectación, pues, que los nobles enanos se reunieron en la cámara de audiencia y se dieron un banquete de pato asado y venado a la brasa, bebiendo jarras de cerveza e intercambiando teorías concernientes al anuncio de Barundin.

El rey, sentado ante la alta mesa y rodeado de sus consejeros más íntimos, dejó que toda la ociosa charla pasara de largo. Dromki Barbaviva, el nuevo Señor de las Runas, se encontraba sentado a un lado de Barundin, y Hengrid, al otro. Rimbal Wanazaki también estaba allí, entonces convertido en uno de los miembros del consejo de máquinas de vapor del Gremio de Ingenieros. Thagri se hallaba un poco más allá, con dos de los nobles más importantes entre él y el rey, y el resto de la mesa estaba ocupada por varios primos y sobrinos. Toda la mesa salvo una silla, que permanecía sin ocupar. Barundin miró la silla con tristeza, sin hacer caso de las charlas que lo rodeaban. Tras llenar su jarra, se puso de pie, y sobre el salón descendió el silencio cuando los sonidos del banquete fueron reemplazados por un ocasional murmullo o susurro de expectación.

—Amigos y parientes míos —comenzó Barundin, con la jarra en la mano—, os doy las gracias a todos por acudir en este día y habiéndoos avisado con tan poco tiempo. Nos hemos reunido aquí para presentar nuestros respetos al espíritu de Arbrek Dedos de Plata. Ahora mora en los Salones de los Ancestros, donde estoy seguro de que su consejo es tan agudo y apreciado como lo fue aquí.

Barundin se aclaró la garganta y bajó la jarra a la altura del pecho, sujetándola con ambas manos. Los que rodeaban la mesa reprimieron gemidos, porque sabían que aquélla era la postura que adoptaba Barundin en los discursos y constituía una señal de que probablemente hablaría durante un buen rato.

—Como sabéis, Arbrek era como un segundo padre para mí —prosiguió Barundin—. Y después de la muerte de mi padre, tal vez fue lo más parecido a una familia que me quedó. Durante los años que lo conocí, y fueron demasiado pocos, nunca se inhibió de corregirme o mostrarse en desacuerdo con mi opinión. Como cualquier enano de bien, hablaba poco, pero decía lo que pensaba. Cada palabra que salía de sus labios era tan elaborada y meditada como las runas que creaba, y ciertamente igual de valiosa.

»Y aunque el valor de una vida como la suya no puede medirse con facilidad, yo diría que el más grande don que me hizo fue mi hacha, Reparadora de Agravios. Fue forjada con determinación a lo largo de muchísimos años, del mismo modo que Arbrek forjó mi determinación durante todos los años que pasé a su lado. Sin su firme guía, sus miradas de desaprobación y aquellos raros momentos de elogio, quizá jamás hubiese tenido éxito como rey. Aunque mis compañeros y consejeros son un consuelo para mí, y su sabiduría es siempre atendida, son las palabras de Arbrek Dedos de Plata las que echo enormemente de menos ahora.

»Y por eso os pido a los líderes de Zhufbar que alcéis vuestras jarras en agradecimiento a Arbrek por las obras de su vida, y por su memoria, ahora que ya no está entre nosotros.

No se oyeron vítores voceados ni declaraciones grandilocuentes. Los comensales se levantaron, alzaron las jarras por encima de la cabeza y, como uno solo, declararon:

—¡Por Arbrek!

Barundin bebió un gran trago de cerveza tanto para darse fuerzas como para brindar por la memoria del fallecido Señor de las Runas. Mientras los otros enanos volvían a sentarse, él permaneció de pie y adoptó una vez más la postura con la jarra sujeta firmemente ante el pecho.

—He sido el rey de Zhufbar en épocas duras —les dijo a los reunidos—. Hemos librado guerras y hemos batallado contra enemigos viles para proteger nuestros territorios y nuestro honor. Estoy orgulloso de ser vuestro rey, y juntos hemos logrado mucho.

Guardó silencio durante un momento. No estaba seguro acerca de la siguiente parte del discurso, aunque lo había practicado muchas veces. Por último, inspiró profundamente y volvió a hablar.

—Pero hay un deber real con el que no he cumplido —les dijo Barundin a los huéspedes, obviamente perplejos—. Estoy sano y en la flor de la vida, y aunque nada me gustaría más que ser vuestro rey durante siglos por venir, llega un momento en el que hay que encararse con el propio futuro.

A estas alturas los enanos estaban completamente confusos y se miraban unos a otros con expresión interrogativa; susurraban entre sí y alzaban las cejas. Algunos fruncían desaprobadoramente el ceño por el discurso intrigante del rey.

—Pienso que Zhufbar necesita un heredero —declaró Barundin, provocando una mezcla de exclamaciones ahogadas, suspiros y aplausos—. Tomaré esposa y le proporcionaré a Zhufbar un futuro rey o reina, según decida la naturaleza.

—¡Acepto! —declaró una voz desde el fondo del salón.

Los enanos se volvieron y vieron a Thilda Brazomacizo de pie sobre el banco. Su oferta fue recibida con risas, incluida la suya propia. Thilda tenía casi ochocientos años y ocho hijos, y no le quedaba un solo diente original, aunque su boca estaba llena de postizos dorados. Jefe del clan Dourskinsson tras la muerte de su esposo hacía más de setenta años, era el terror de los nobles solteros.

—Debo declinar tu oferta, aunque te la agradezco cortésmente —respondió Barundin con una ancha sonrisa.

—Como quieras —respondió Thilda, que vació el contenido de la jarra y volvió a sentarse.

—No la declino por motivos personales, sino por principios —continuó Barundin—. Tengo intención de desposar a una doncella que no sea de Zhufbar, con el fin de fortalecer nuestros lazos ancestrales con otra fortaleza. Durante todo mi reinado, en general hemos batallado solos porque eran guerras nuestras, que teníamos que librar nosotros. Sin embargo, estos tiempos no son tranquilizadores y las malas noticias son más numerosas a cada mes que pasa. Temo que llegue un momento en que la fuerza de Zhufbar por sí sola no bastará para contener a los enemigos que vendrán contra nosotros, y por esta razón busco una alianza con otro de los grandes clanes, para unir su futuro con el mío, y así garantizar la continuidad de Zhufbar para las futuras generaciones.

Aunque se oyeron algunos gemidos de decepción de algunos nobles que tal vez habían esperado que Barundin escogería una esposa entre las mozas de su clan, en general el anuncio fue recibido con aplausos de aprobación. Era tradición de los enanos casarse con miembros de otros clanes y fortalezas para establecer acuerdos comerciales, renovar juramentos y, a veces, aunque pocas, incluso por amor.

—Por la mañana enviaré mensajeros a las otras fortalezas —declaró el rey—. ¡Que se sepa en todos los territorios de los enanos que Barundin de Zhufbar busca esposa!

Ante esto hubo muchos vítores y aplausos, incluso de los enanos entristecidos, cuyas esperanzas habían florecido para morir luego. Como mínimo, una boda real significaría visitantes, y los visitantes siempre llevaban oro consigo.

* * *

Pasaron varios meses antes de que la primera réplica llegara a Zhufbar. El primo del rey de Karak-Kadrin ofrecía la mano de su hija en matrimonio, al igual que lo hacían varios nobles de la fortaleza. Los jefes de importantes clanes mineros y comerciantes de Karaz-a-Karak ofrecían cuantiosas dotes para que Barundin cortejara a sus hijas y sobrinas, mientras que una oferta única procedente de Karak-Hirn le prometía a Barundin una mina en las Montañas Grises. Semana a semana fueron llegando otras, y Barundin lo dejó todo bajo la responsabilidad del Señor del Saber Thagri.

Se recibieron declaraciones e historias que ensalzaban el honor y las virtudes de los posibles clanes y novias, y en cada caso Thagri buscaba en los registros de Zhufbar para hallar una historia común con los clanes que suplicaban ante el rey.

A algunos se los descartó de inmediato por ser demasiado pobres o inadecuados. Otros pasaron a la segunda fase de selección y se enviaron servidores del rey para que hablaran directamente con los nobles que hacían la propuesta, entre otras cosas para comprobar la existencia de la novia propuesta.

Los informes de estas misiones de comprobación de hechos comenzaron a llegar cuando los mensajeros y el girocóptero regresaron de las Montañas del Fin del Mundo y las Montañas Grises. Algunos incluían retratos de las candidatas más bonitas, dibujados por los agentes de Barundin para ayudar al rey a tomar una decisión.

Había pasado casi un año desde el anuncio cuando Barundin logró reducir la lista a media docena de muchachas, y entonces comenzaron las verdaderas negociaciones. Se trató el tema de las dotes y los gastos de la boda, la paga para los guerreros de Barundin que debían escoltar a la novia hasta Zhufbar, y muchos otros detalles económicos; todos fueron escrutados, releídos y comprobados incontables veces por Barundin y sus consejeros.

Finalmente, se tomó una decisión que Barundin anunció el primer día del Año Nuevo. Se casaría con Helda Gorlgrindal, una sobrina en tercer grado del rey de Karak-Kadrin. Se decía que tenía buena salud y brazos fuertes, y era sólo un poco más joven que Barundin. Como cuñado del rey Puño de Hierro, su padre era considerado rico, e incluso influía a veces en la opinión real. Barundin había acordado una fecha para la boda, que se celebraría en el solsticio de verano de ese mismo año.

* * *

Los sonoros golpes de llamada en las puertas de sus aposentos arrastraron a Barundin hacia algo parecido a la vigilia. Le latía la cabeza, el sabor de la boca era como si una rata se le hubiese metido dentro y muerto allí, y tenía el estómago revuelto. Se hallaba tendido sobre el cobertor de la cama, medio vestido y cubierto de harina. El hedor de la cerveza impregnaba el dormitorio. Giró sobre sí mismo sin hacer caso de los golpes, seguro de que sólo estaban dentro de su cabeza, y se encontró de cara a un plato de patatas fritas sobre las que descansaba una salchicha comida a medias. Los golpes continuaron, y se cubrió la cabeza con la almohada.

—¡Lárgate! —refunfuñó.

Oyó que alguien lo llamaba por su nombre desde el otro lado de la puerta, pero se apresuró a apartar de la mente aquella voz e intentó no concentrarse en nada, porque eso sólo hacía que la cabeza le doliera aún más. Sabía que había sido un error aceptar la invitación de Hengrid para organizarle la Noche del Jabalí, el último día de celebración de la soltería.

El plan de Hengrid había sido sencillo: disfrazar al rey y llevárselo de jarana por todas las tabernas de Zhufbar. Le había teñido la barba y, mediante el juicioso uso de un colorete que había obtenido de una dama del Imperio en un oscuro intercambio que Hengrid no había detallado, había oscurecido la piel de Barundin para que pareciese un viejo minero.

Con varios de los otros, incluidos Thagri y Ferginal, habían pasado la noche de parranda en las muchas tabernas de la fortaleza, sin que los estorbara la regia condición de Barundin. Ahora, la cerveza, que había consumido en mayor cantidad que nunca antes, volvía para atormentarlo.

Sintió una mano sobre un hombro, así que se giró rápidamente y la apartó de una palmada, con los ojos bien cerrados para protegerse de la luz del farol que tenía cerca de la cara.

—Juro que si no me dejas en paz, te haré desterrar —gruñó el rey.

El estómago le dio un vuelco y se sentó, con los ojos abiertos de par en par. No vio siquiera quiénes había junto a la cama, sino que los apartó de un empujón antes de avanzar tambaleándose hasta el hogar apagado y vomitar. Pasados varios minutos se sintió un poco mejor y bebió agua de una jarra que le habían puesto en las manos en algún momento del desagradable proceso.

Después de echarse el resto de agua a la cara, se incorporó y permaneció oscilando durante un instante. Regresó a la cama dando traspiés y se sentó pesadamente al mismo tiempo que la jarra le caía de los dedos, que sentía como si fueran un manojo de salchichas. Enfocó la habitación con mirada turbia, y vio una piedra de forma aproximadamente cónica apoyada en un rincón de la habitación. Lucía varias runas y estaba pintada de rojo y blanco. Sobre el vértice había un casco de algún tipo.

—¿Qué es eso? —murmuró mientras entrecerraba los ojos para enfocar el extraño objeto.

—Es una piedra de advertencia usada por los mineros —explicó una voz que le resultó familiar—. Se la utiliza para cerrar las entradas de los pasadizos inseguros o corredores en construcción. Y sobre ésa, según creo, lo que hay es el casco de un Rompehierro.

Barundin miró a su alrededor y vio a Ottar Urbarbolg, uno de los nobles. Junto a él estaba Thagri, que tenía un aspecto un poco mejor que el del rey, pero no mucho. Era el Señor del Saber quien había hablado.

—¿De dónde los he sacado? —preguntó Barundin—. ¿Por qué están en mi habitación?

—Bueno, anoche pensaste que una piedra de advertencia sería un buen regalo para tu prometida —explicó Thagri—. El casco, bueno, fue idea de Hengrid. Algo referente a una tradición de la Noche del Jabalí. Por suerte, la abundante cerveza te había lavado la tinta de la barba y el colorante de la cara, y el Rompehierro de cuya cabeza cogiste el casco pensó que sería mejor no pegarle al rey, aunque estuvo indeciso durante un momento.

—Y me duelen las costillas —gimió el rey.

—Eso debe ser por la competición de puñetazos que tuviste con Snorri Gundarsson —informó Thagri con una mueca—. Insististe porque te había ganado en un rorkaz.

—Un puñetazo amistoso no tiene nada de malo. De todos modos, en nombre de los siete picos de Trolkhingaz, ¿se puede saber qué quieres a esta hora? —exigió el rey mientras se cogía la cabeza con las manos—. ¿No puede esperar hasta mañana?

—Ya es mañana —informó Thagri—. Intentamos despertarte ayer, pero le diste a Hengrid un puñetazo en un ojo sin despabilarte siquiera.

—¡Ah! —dijo Barundin, y agitó ineficazmente una mano hacia Thagri.

El Señor del Saber comprendió el vago gesto como sólo podía hacerlo alguien que el día antes se había encontrado en el mismo penoso estado. Volvió a llenar la jarra de agua y se la entregó a Barundin, que bebió un sorbo, sufrió una ligera arcada, y luego lanzó el contenido por la espalda de la camisa. Tras un grito y un estremecimiento, se sintió más despierto y volvió su atención hacia Ottar.

—Bueno, ¿y tú qué haces aquí? —exigió saber.

—Los registros de nuestra familia tienen algo que afecta a la boda, mi rey —dijo Ottar, que le echó una mirada al Señor del Saber para tranquilizarse, y éste asintió para darle ánimos.

—¿Qué quieres decir con que afecta? —preguntó Barundin, entrecerrando los ojos.

—Me temo que tendrás que anularla —dijo Ottar, que retrocedió un paso cuando Barundin le dirigió una mirada virulenta.

—¿Anular la boda? —le espetó el rey—. ¿Anular la maldita boda? Falta sólo un mes para que se celebre, idiota, ¿por qué iba a anularla?

—Hay una antigua disputa entre los Urbarbolg y los Troggkuriok, el clan de tu futura esposa —intervino Thagri, y se situó delante de Ottar que entonces estaba decididamente pálido de miedo—. Ya sabes que, como rey, no puedes casarte con alguien de un clan que esté reñido con un clan de Zhufbar.

—¡Ah, bugrit! —dijo Barundin al mismo tiempo que se dejaba caer sobre el lecho—. Haz que vengan mis servidores. Necesito lavarme y ponerme ropa limpia. Y tengo un iwtz muy fuerte. Atenderé este asunto por la tarde.

Ambos se demoraron por un momento, hasta que Barundin se sentó con la jarra sujeta en un puño. Dio la impresión de que iba a arrojársela a los dos, así que huyeron.

Barundin hizo una mueca de dolor cuando la puerta se cerró de golpe tras ellos, y luego se puso trabajosamente de pie. Miró el plato que había sobre la cama, cogió la salchicha que había en él y la olió. El estómago le gruñó, así que se encogió de hombros y le dio un mordisco.

* * *

—Todo el asunto gira en torno a Grungak Lokmakaz —explicó Thagri.

De hecho, ya había anochecido antes de que Barundin se sintiera dispuesto a encararse con algo que no fuera el interior de la taza del retrete. Se encontraban sentados en uno de los estudios de Thagri, y el Señor del Saber tenía un montón de libros y documentos esparcidos sobre el escritorio. Ottar estaba sentado con las manos unidas sobre el regazo y una expresión impasible.

—Es una mina que está en el norte, ¿verdad? —dijo Barundin—. No lejos del paso de los Picos.

—Esa es, mi rey —intervino Ottar, que se inclinó hacia adelante—. Fue excavada por mis antepasados, una rama por el lado de mi tío abuelo. ¡Esos ladrones Troggkuriok nos la robaron!

—Pero ¿el paso de los Picos no es la tierra ancestral de Karak-Kadrin? —preguntó Barundin mientras se frotaba la frente. Aún tenía jaqueca, aunque el espantoso dolor que había sentido durante la mayor parte del día lo había calmado con un par de jarras de cerveza antes de la reunión—. ¿Por qué un clan de Zhufbar cava por esa zona?

—Eso no importa —dijo Ottar—. Nosotros encontramos el oro, registramos la propiedad y excavamos la mina. Hay constancia exacta de todo.

—¿Y qué sucedió? —preguntó Barundin, que se volvió hacia Thagri con la esperanza de obtener un informe menos subjetivo.

—Bueno, la mina fue invadida por trolls y orcos —explicó Thagri—. El clan fue prácticamente exterminado, y los que sobrevivieron huyeron de vuelta a Zhufbar.

—¡Entonces, esos malditos Troggkuriok nos la robaron! —intervino Ottar, acaloradamente—. Saltarían sobre nuestras tumbas con la misma rapidez, diría yo.

—Reclamaron la mina por derecho de reconquista —informó Thagri al mismo tiempo que le tendía una carta—. En aquel entonces, también fue adecuadamente registrada por el Señor del Saber de Karak-Kadrin, que les envió una copia de sus registros a los Urbarbolg.

—¿Por aquel entonces? —preguntó Barundin, mirando de Ottar a Thagri.

—Sí —respondió Thagri, consultando sus notas—. Los derechos originales se registraron hace tres mil cuatrocientos veintiséis años. La reconquista se llevó a cabo unos cuatrocientos treinta y ocho años más tarde.

—¿Hace tres mil años? —repitió atropelladamente Barundin al mismo tiempo que se volvía hacia Ottar—. ¿Quieres que anule mi boda por una disputa que tuvisteis hace tres mil años?

—Tres mil años o ayer, el asunto no está solucionado —declaró Ottar, desafiante—. Como jefe de los Urbarbolg, debo discutir tu derecho de casarte con alguien del clan Troggkuriok.

—¿Puede hacerlo? —preguntó Barundin mirando a Thagri, que asintió—. Escucha, Ottar, no me hace gracia este asunto, ninguna gracia.

—Consta en el Libro de los Agravios —añadió Thagri—. Como rey, te corresponde lograr que se borre.

—Bien, ¿qué queréis que haga? —preguntó Barundin.

—Es bastante simple —replicó Ottar, que se apoyó en el mentón con la punta de los dedos de las manos unidas—. Debes negociar la dote para que incluya la entrega de Grungak Lokmakaz a sus legítimos dueños.

—Pero hace ya dos meses que se acordaron la dote y los gastos —dijo Barundin con el ceño fruncido—. Si comienzo a cambiar las condiciones de la boda, ellos podrían anular el acuerdo.

Ottar se encogió expresivamente de hombros de un modo que sugería que, aunque comprendía la naturaleza del dilema del rey, no era, en última instancia, problema del hidalgo arreglar las cosas. Barundin le hizo un gesto con una mano para que abandonara la estancia, y permaneció sentado y con el ceño fruncido durante unos minutos, mordiéndose el interior de una mejilla. Miró a Thagri, que había apilado pulcramente sus documentos y aguardaba las órdenes del rey.

—Enviaremos un mensajero para que inicie las negociaciones —decidió Barundin.

—Ya está hecho —replicó el Señor del Saber—. Este asunto salió a la luz hace varias semanas y, dado que tú estabas demasiado atareado, me ocupé de suavizar las cosas entre los clanes sin tener que molestarte.

—Lo hiciste, ¿eh? —dijo Barundin con voz cansada.

—Mi intención es proteger tus intereses, Barundin —dijo Thagri.

El rey le dirigió una mirada penetrante porque el Señor del Saber raras veces llamaba a nadie por el nombre de pila, y menos aún a él. La expresión de Thagri era seria, y Barundin se dio cuenta de que había obrado realmente con la mejor de las intenciones.

—Muy bien. ¿Y cuál ha sido la respuesta? —preguntó el rey.

—Debes viajar hasta Grungak Lokmakaz en persona —dijo Thagri—. El jefe de la mina, un futuro tío político tuyo, desea hablar personalmente contigo sobre el asunto, y que tú mismo firmes los documentos. Creo que sólo quiere echarle una mirada al rey que va a casarse con su sobrina, porque no tiene nada que perder si emparenta con la familia real de Zhufbar.

—Muy bien, haré un viajecito al norte —decidió Barundin—. Haz que tomen las disposiciones para partir dentro de tres días.

—De hecho, las disposiciones ya han sido tomadas —admitió Thagri con aire cohibido—. Partirás pasado mañana.

—¿De verdad? —preguntó Barundin, que comenzaba a enfadarse—. ¿Y desde cuándo heredó el Señor del Saber el derecho de ordenar los asuntos del rey de esa manera?

—Desde que el rey decidió casarse, pero no consigue organizarse para salir de su propio dormitorio —replicó Thagri con una sonrisa.

* * *

Barundin estaba seguro de que hacía más frío que en los alrededores de Zhufbar. Sabía que se encontraban a sólo unos doscientos cincuenta kilómetros de su fortaleza y que el clima no cambiaba de modo tan espectacular, pero en el fondo también sabía que al norte hacía más frío.

La mina en sí no era nada digno de mención; poco más que una atalaya sobre la bocamina, con unos pocos rebaños de cabras pastando por la ladera. No podía ver el paso de los Picos desde donde estaba, aunque sabía que se encontraba justo al otro lado de la primera cadena de cumbres. En las laderas situadas al norte del paso se hallaba Karak-Kadrin, donde vivía su futura esposa.

—Vamos, ufdi —lo llamó una voz desde la bocamina, y vio que Ferginal le hacía gestos para que lo siguiera.

El rey pasó del sol de la montaña a la penumbra de Grungak Lokmakaz, iluminada por faroles. La bocamina era baja y ancha, pero al cabo de poco se dividía en varios túneles más estrechos antes de ensancharse en un espacio mucho más grande: la cámara del noble.

El salón estaba atestado de enanos y, en medio de ellos, sobre un trono de granito, se encontraba Nogrud Kronhunk. Barundin sintió más que vio u oyó a Ottar a su lado, erizado de enojo. De pie entre los dos nobles, el rey le ofreció una mano a Nogrud, que se la estrechó ferozmente al mismo tiempo que le daba una palmada en un hombro.

—¡Ah, rey Barundin! —dijo Nogrud, que les lanzó una rápida mirada a los enanos que lo rodeaban—. Me alegro mucho de que hayáis venido de visita.

—Siempre es bueno encontrarse con la familia —replicó Barundin con voz queda mientras mantenía una sonrisa fija en los labios, aunque hervía de enojo por dentro.

—Confío en que vuestro viaje haya transcurrido sin incidentes —continuó Nogrud.

—Vimos algunos osos, pero eso ha sido todo —dijo Barundin.

—¡Ah, bien! —respondió Nogrud al mismo tiempo que le hacía al rey un gesto para que se sentara en una silla situada junto a su trono—. Deduzco que habéis llegado vía Karag-Klad y Karaz-Mingol-khrum.

—Sí —asintió Barundin, y reprimió un suspiro. ¿Por qué los parientes querían siempre hablar de la ruta que habías seguido para llegar a algún sitio?—. Han caído nieves tempranas en los alrededores de Karag-Nunka, así que tuvimos que seguir la ruta oriental.

—Espléndido, espléndido —dijo Nogrud.

Dio una palmada, y un grupo de doncellas de servicio llevaron jarras de cerveza y taburetes para los tres compañeros del rey: Ottar, Ferginal y Thagri. Con un gesto de una mano, Nogrud despidió a los demás enanos que había en el salón, salvo a un anciano servidor que se encontraba sentado a un lado con un libro en las manos.

—Este es Bardi Doklok —presentó el hidalgo al otro enano—. Es mi Señor de los Libros.

—¿Tu eres Thagri? —preguntó Bardi, mirando al Señor del Saber, que sonrió y asintió con la cabeza—. Si tenemos tiempo antes de que vuelvas a Zhufbar, me gustaría mucho hablar contigo de ese artilugio para imprimir palabras que supuestamente han construido en Karaz-a-Karak.

—¿La máquina de escribir? —inquirió Thagri con el ceño fruncido—. Sí, probablemente deberíamos hablar de qué queremos hacer al respecto. En mi opinión, los ingenieros tienen ideas que sobrepasan sus competencias.

—Tal vez —dijo Barundin, interrumpiéndolos—. De todas formas, tenemos otros asuntos entre manos. Quiero marcharme dentro de pocos días porque aún no me han tomado las medidas definitivas para la camisa de bodas. Estos retrasos están costándome una fortuna.

—Bien, procuremos proceder con la mayor rapidez posible —asintió Nogrud.

—Es sencillo —intervino Ottar, atropelladamente—. Renunciad a vuestra falsa pretensión sobre estas minas, y el asunto quedará zanjado.

—¿Falsa pretensión? —gruñó Nogrud—. ¡Mis ancestros sangraron y murieron por estas minas! ¡Es más de lo que vosotros, Ungrim hicisteis jamás por ellas!

—¡Vaya con los wanazkrutak! —le espetó Ottar al mismo tiempo que se ponía de pie y señalaba al noble con un dedo—. ¡Robasteis estas minas, y lo sabéis! ¡Es mi oro el que llevas en los dedos ahora mismo!

—¿Wanazkrutak? —dijo Nogrud, cuya voz era cada vez más alta—. Vosotros, los nobles de la gran fortaleza, pensáis que podéis imponeros en todas partes, ¿verdad? Bueno, pues ésta es mi maldita mina y ningún hediondo clan elgtrommi va a arrebatármela.

—¡Callad! —bramó Barundin, que derribó la silla al ponerse de pie—. ¡Los dos! ¡No hemos venido hasta aquí para intercambiar insultos; estamos aquí para resolver este condenado lío y que yo pueda casarme! Y ahora, sentaos y escuchad.

—He encontrado un precedente —intervino Thagri, que miraba más a Bardi que a los dos nobles—. Los dos clanes tienen igual derecho sobre la mina. Eso puede deducirse del registro original y del derecho de reconquista. No obstante, dado que la reconquista tuvo lugar menos de quinientos años después del abandono, los Troggkuriok deberían haberles ofrecido a los Urbarbolg el derecho de elección mediante el pago de unos honorarios de lucha; lo que podrían llamarse costes de guerra. No lo hicieron, y por tanto no se aseguraron legalmente el pleno derecho sobre la mina.

—Así pues, ¿los Troggkuriok les deben el coste sobre una décima parte de los beneficios de la mina a los Urbarbolg? —dijo Bardi.

—Correcto —asintió Thagri, con una sonrisa socarrona. Bardi se rascó el mentón y miró a Nogrud antes de sacar una hoja de pergamino de dentro del ropón.

—Aquí tengo un registro que demuestra, sin lugar a dudas, que los gastos de la campaña de reconquista superaron los beneficios de la mina de ese primer período de quinientos años —declaró Bardi con un brillo triunfal en los ojos—. Eso significa que no es necesario conceder ningún derecho de elección, y que por tanto los Urbarbolg les deben, de hecho, a los Troggkuriok unos costes de guerra no inferiores a un tercio del desembolso hecho desde el momento en que entraron en la mina hasta que el derecho quedó sellado por la reconquista.

Thagri contemplaba, boquiabierto, al Señor de los Libros, asombrado ante la astucia del enano. Se volvió a mirar a los otros.

—Esto podría llevar algún tiempo —dijo—. Temo que también podría resultaros extremadamente tedioso observar cómo esgrimimos los derechos de uno y otro clan. ¿Podría sugerir que os retiréis a dependencias más adecuadas mientras vuestro anfitrión os ofrece esparcimientos más festivos?

—Me parece bien —asintió Barundin—. Vayamos a ver qué cerveza tenéis, ¿eh?

—¡Ah! —dijo Nogrud—. En eso encontraremos un terreno común, sin duda. Mi Señor Cervecero tiene una cerveza roja particularmente buena, que maduró hace apenas dos semanas. ¿Que si baja bien? Es tan suave que un copo de nieve resulta más áspero de tragar.

Los dos bibliotecarios aguardaron hasta que el grupo salió del salón, y luego se miraron el uno al otro.

Fue Bardi quien rompió el silencio.

—Esto podría llevarnos semanas, y ninguno de los dos quiere eso —dijo.

—Mira, acordemos simplemente que los Urbarbolg pagarán derechos de posesión y costes de guerra retroactivos, y así les daremos derecho a reclamar un diez por ciento —sugirió Thagri.

—¡¿Estás seguro de que consentirán?! —preguntó Bardi—. Eso los dejará sin ganancias durante varios siglos.

—El rey pagará —explicó Thagri—. Está desesperado porque su boda se celebre sin contratiempos. Le costará más retrasarla que pagar. Tu señor recibe un pago total de Zhufbar, y el clan de Ottar recibe un pago anual durante los próximos quinientos años. Sólo pierde Barundin, pero ya está perdiendo, así que en realidad no debe tenerse en cuenta.

—Me parece justo —respondió Bardi—. Tengo un barrilete de Bugman’s escondido en mis aposentos.

—¿XXXXXXXXXX? —preguntó Thagri, con los ojos encendidos.

—No, pero es Mejor Dirigible, que según me han dicho baja muy bien —replicó Bardi—. ¿Cerramos el trato con una jarra? Dejaremos a los ufdi librados a su suerte, y esta noche les contaremos lo que hemos acordado.

—Buena idea —replicó Thagri con una ancha sonrisa.

* * *

Aunque le dolía firmar la entrega de tanto oro con un solo trazo, Barundin atrajo el pergamino hacia sí y mojó el extremo del cincel de escribir en el tintero que le proporcionó Bardi.

—¿Es la única manera? —le preguntó Barundin a Thagri, como ya había hecho muchas veces.

—A largo plazo, sí —suspiró Thagri.

—Zanjemos el asunto, y tu boda transcurrirá sin incidentes —dijo Ottar, que se encontraba de pie a un lado y pasaba un dedo por los lomos de los libros que formaban altas pilas en los estantes de la biblioteca de Bardi.

—Para ti es muy fácil decirlo, no eres tú el que paga —replicó Barundin.

—No llamaría buen trato a obtener una décima parte de mi condenada mina —contestó Ottar al mismo tiempo que se volvía a mirar al rey—. Habrá algunos que pensarán que he malbaratado nuestra herencia. Mira, yo he firmado; añade tu marca y podremos marcharnos mañana y olvidar todo el tema.

—¿Dónde está Ferginal? —preguntó Barundin mientras dejaba el cincel de escribir y se ganaba una mirada ceñuda de Thagri—. Lo necesitamos como testigo por la parte de Zhufbar.

—Se ha ido a beber con unos mineros —replicó Thagri—. Puede firmar más tarde.

—No es un testigo de verdad si no está presente cuando yo firmo —declaró Barundin con decisión—. Por eso debe estar aquí, ¿verdad?

—No es más que una formalidad, realmente —le aseguró Thagri—. Nadie duda de la palabra de un rey.

Cuando Barundin volvía a coger el cincel de escribir, la puerta se abrió de golpe, y Ferginal irrumpió en el salón.

—¿Dónde te habías metido? —exigió saber Barundin—. ¡Hemos estado esperándote!

—¡No firmes! —exclamó Ferginal con voz ahogada.

—¿Qué? —preguntó Barundin.

—El acuerdo es un sucio truco —dijo Ferginal—. ¡Hace seis siglos que no hay oro en estas minas!

—¿No hay oro? —preguntaron al mismo tiempo Barundin y Ottar.

—¿Qué quieres decir con que no hay oro? —inquirió Thagri, aferrando a Ferginal por un brazo.

—He estado hablando con algunos de los mineros —explicó Ferginal, jadeando—. Hay abundante mineral de hierro y carbón, pero hace más de seiscientos años que aquí no ven una pepita de oro.

—¡El cerdo tramposo! —rugió Barundin, que dejó el cincel en la mesa con un golpe al mismo tiempo que se ponía de pie—. ¡Han intentado estafarme vendiéndome una mina de oro vacía!

—¿Significa eso que la boda queda anulada? —preguntó Thagri mientras sacaba un trapo del cinturón para enjugar la tinta que se había derramado por el escritorio.

—¡Por la barba de Grungni que no! —dijo Barundin—. Por sus trucos elgi, Nogrud va a entregarme esta mina a mí con todo lo que contiene, incluido hasta el último gramo de mineral. Y probará a Reparadora de Agravios si intenta discutir.

—Así que es la guerra otra vez, ¿verdad? —suspiró Ferginal, que se recostó contra la pared.

En ese momento, entró Bardi. Thagri saltó sobre él y lo aferró con ambas manos por el cuello del ropón.

—Intentabais estafarnos, ¿verdad? —gruñó el Señor del Saber—. Pensabas que me habías tapado los ojos con una malla, ¿no? ¡Me encargaré de que el Consejo de Escritores del Saber te haga expulsar a las montañas por esto!

Bardi se zafó de la presa del enfurecido Señor del Saber y se alisó la pechera del ropón.

—¡Tonterías! —le espetó—. Ni yo ni mi señor mencionamos una sola vez el oro en el acuerdo; solamente, los beneficios de la mina.

—La mina no vale prácticamente nada —dijo Ottar—. La habéis agotado.

—Bueno, en ese caso, no querréis que os la devuelvan —dijo Bardi con cierto aire presumido.

—Sí, ya lo creo que nos la devolverán —intervino Barundin—. ¡Por el anillo nasal de Grimnir, que nos la devolverán! Simplemente piensa en eso cuando nuestros cañones estén llamando a las puertas de tu habitación.

—He venido a deciros que ha llegado un mensajero de Karak-Kadrin —dijo Bardi—. Antes de que llegarais, enviamos noticia de vuestra visita y de, eh…, la situación, y supongo que es la respuesta del rey Puño de Hierro.

—Le guste o no, si defiende lo que habéis hecho aquí, también él se enfrentará con mi ira —le aseguró Barundin.

—Sin duda, no iréis a la guerra contra otra fortaleza —dijo Bardi.

—No, si puede evitarse —respondió Barundin.