Agravio sexto
El agravio de Barundin
El salón desierto le resultaba inquietante a Barundin. Limpio de todo rastro de la profanación goblin, era al menos una imitación de su antigua gloria, si no una réplica. Se encontraba de pie sobre la plataforma, con una mano apoyada sobre el reposabrazos del trono recién tallado que habían colocado encima. Un diamante del tamaño de su puño estaba incrustado en el respaldo y destellaba a la luz de los faroles de los enanos.
Resonaron voces al otro lado de la entrada del salón que cerraban dos grandes puertas hechas con el roble más grueso, y al alzar la mirada, Barundin vio a Arbrek. El Señor de las Runas se apoyaba pesadamente en el báculo y llevaba la abundante barba atada al cinturón para no pisársela. Con él había varios nobles, Tharonin Grungrik entre ellos, y el Señor del Saber Thagri. El pequeño grupo atravesó el salón y subió los escalones. Se detuvieron justo antes de llegar a la plataforma, salvo Tharonin, que avanzó hasta el trono y se paró ante el rey. Thagri, con un libro y un cincel de escribir en las manos, ocupó su asiento. Hundió el cincel en el tintero y alzó los ojos hacia el rey, con expresión expectante.
—Salve, Tharonin Grungrik, noble de Grungankor Stokril —declaró Barundin con voz contenida y formal.
Tharonin miró por encima del hombro a los demás, y volvió los ojos otra vez hacia el rey.
—Algunos podrían llamarme usurpador —dijo con un guiño.
Arbrek chasqueó la lengua ante la frivolidad del enano, pero Barundin continuó.
—Dejemos ahora constancia de que yo, el rey Barundin de Zhufbar, por la presente y sin dilación, otorgo los salones, corredores, cámaras, minas y todas las tierras y propiedades asociadas a Grungankor Stokril al gobierno del noble Tharonin Grungrik —dijo Barundin—. En reconocimiento por los valerosos actos de su clan en la recuperación de estos territorios, este don suyo pasará a sus descendientes por siempre más o hasta que el noble de los Grungrik rompa el juramento hecho al rey de Zhufbar.
—Yo, el noble Tharonin Grungrik acepto solemnemente el gobierno de los salones, corredores, cámaras, minas y todas las tierras y propiedades asociadas a Grungankor Stokril —replicó Tharonin—. Por la presente renuevo mi voto de lealtad al rey de Zhufbar, Barundin, y el voto de mi clan. Protegeremos estos salones con nuestras vidas. Trabajaremos estas minas diligentemente y con el debido cuidado, y entregaremos no menos de una décima parte de los minerales, metales preciosos y piedras de valor que de ellas se deriven al rey de Zhufbar en pago por su protección y generosidad.
Tharonin se situó junto al rey mientras Thagri se ponía de pie y subía los escalones. Le tendió el cincel de escribir a Barundin, que lo cogió y puso su firma debajo del nuevo registro del Libro de Territorios. Tharonin hizo otro tanto, y luego el libro les fue pasado a los otros seis nobles, que, por turno, firmaron como testigos de las promesas hechas. Por último, firmaron Arbrek y Thagri, y el acuerdo quedó sellado.
—Gracias, amigo mío —dijo Barundin al mismo tiempo que posaba una mano sobre un hombro de Tharonin—. Sin ti, no sé si habría tenido la fuerza para continuar.
—¡Bah! —bufó Tharonin—. La sangre de nuestros reyes corre espesa por tus venas, Barundin. Tienes unas entrañas de piedra; de eso, no cabe duda.
Por el salón resonaron pesados pasos de botas con suela de hierro y potentes risas cuando un grupo de Rompehierros entró por la puerta occidental. Al frente de ellos iba Hengrid Enemigo de Dragones, que llevaba una cabeza de goblin en cada mano. De los cuellos cortados de las criaturas goteaba sangre.
—¡Eh, cuidado, acabamos de hacer limpiar el suelo! —les espetó Tharonin—. ¡Un poco de buenos modales!
—Bueno, ésa es tu gratitud —respondió Hengrid, que, con una ancha sonrisa, le entregó las cabezas a uno de sus camaradas y avanzó rápidamente por las oscuras losas de piedra hasta el pie de la escalera—. Aquí estás, aceptando un territorio, mientras yo ando por ahí fuera para protegértelo. Y si no quieres que te presente mis felicitaciones, me las guardaré para mí. Mi primo Korri tiene buena mano para la taxidermia. Creo que esos dos tendrán buen aspecto en los extremos de la repisa de mi chimenea.
—¿Te ha dicho alguien que eres un asesino sanguinario? —preguntó Tharonin, sonriendo, mientras bajaba la escalera.
Tras darle una palmada en un hombro a Tharonin, Hengrid subió los escalones saludando a los otros nobles con apretones de manos y asentimientos de cabeza. Le hizo una respetuosa reverencia a Arbrek, que se limitó a devolverle una mirada ceñuda, y luego se detuvo ante Barundin.
—¿Están ya seguros los salones de Grungankor Stokril? —preguntó el rey.
—Lo juro por el ojo postizo de metal de mi abuelo; no hay un solo goblin a dos días del sitio en que nos encontramos —replicó Hengrid—. Hemos tardado largo tiempo en lograrlo, pero creo que podemos decir con seguridad que tienes derecho de añadir la conquista de Dukankor Grobkaz-a-Gazan a la lista de tus logros.
—Volverán —les advirtió Arbrek al mismo tiempo que le dirigía a Hengrid una mirada feroz—. Mantened los ojos bien abiertos y una hacha bien afilada cerca, no sea que ese nombre no quede consignado en la historia.
—Pasará una vida antes de que los goblins se atrevan a acercarse a la vista de estos salones —declaró Barundin—. Como juré, han aprendido a tememos otra vez.
—Una vida, sí, así será —asintió Hengrid. Se inclinó hacia delante y señaló la barba de Barundin—. ¿Eso que veo es un pelo gris? ¿Es que estos últimos cuarenta y dos años de guerra han envejecido al juvenil rey?
—No es la edad; son las preocupaciones —gruñó Barundin—. ¡Podrías haber sido mi muerte! ¡Desapareciste durante meses, años incluso! Mientras reconquistabas la puerta norte, estuviste cercado por los goblins durante tres años… ¿En qué estabas pensando?
—Me dejé llevar, eso es todo —rio Hengrid—. ¿Vas a seguir mencionándolo cada vez que te vea? Han pasado cuarenta años, por el amor de Grimnir. Déjalo ya.
—Y pasarán cuarenta años más antes de que te perdone —replicó Barundin—. Y otros cuarenta antes de que olvide la voz de tu esposa en mis oídos acusándome cada día durante tres años de haberte abandonado. Me estremezco en sueños cuando pienso en eso.
—No puedo quedarme aquí a chismorrear; tengo preparativos que hacer —refunfuñó Arbrek, y dio media vuelta.
—¿Preparativos? —preguntó Hengrid, lanzándoles una mirada inquisitiva a los nobles, que arrastraron los pies con nerviosismo y posaron en el rey miradas cargadas de intención.
Hengrid se encogió de hombros y se volvió hacia Barundin con una expresión de falsa inocencia en la cara.
—¿Está sucediendo algo importante?
—Sabes muy bien que mañana es mi centésimo septuagésimo aniversario —replicó Barundin—. Y valdrá más que traigas algo mejor que un par de cabezas de goblin. Será una celebración de tus victorias tanto como de mi cumpleaños, así que asegúrate de lavarte esa sangre de la barba antes de acudir. Espero que tengas preparado un discurso.
—¿Un discurso? —exclamó Tharonin con voz ahogada—. ¡Por la barba de Grungni, ya sabía que había olvidado algo!
Los demás observaron cómo el anciano bajaba apresuradamente los escalones y salía del salón.
Barundin le pasó a Hengrid un brazo por los hombros y bajó la escalera con él.
—Y tú no vas a emborracharte y cantar otra vez esa detestable canción —le advirtió.
Hengrid se mecía de un lado a otro al ritmo de las palmas y los golpes de las jarras sobre las mesas. Mientras caminaba a lo largo de la mesa tropezaba con jarras de cerveza y platos cargados de huesos y otros restos del banquete. De la jarra que llevaba en la mano caía cerveza que le corría por la parte delantera del justillo y la barba. Con un rugido, se volcó la jarra en la cara, y luego farfulló durante un momento, antes de que su voz comenzara a entonar atronadoramente la canción. Barundin se cubrió la cara con las manos y apartó la mirada.
Un lozano mozo estaba golpeando en el yunque,
lustroso de sudor y todo cubierto de suciedad.
Entro una moza tempestuosa, toda sonrisas y saludos
y preguntó si podía ocuparse de su viejo cubo oxidado.
—Puedo —grito el joven y se marcharon juntos,
hasta los salones de la moza se fueron.
Él se quitó el delantal, daba calor trabajar con el grueso cuero.
El fuego fue encendido y pronto tuvo que soplar.
Su compañero, dijo elhj, no era bueno para esas faenas,
con su martillo y sus brazos desgastados hacía mucho.
El joven dijo: «Bueno, vaya, no te abandonaremos,
como estoy seguro que sin duda sabrás muy pronto».
Muchas veces su mazo por el vigoroso golpear,
se ablando demasiado para trabajar un cubo tan viejo,
pero cuando se enfriaba él continuaba golpeando
y lo trabajaba rápidamente, sin que le fallaran las fuerzas.
Cuando el joven hubo acabado, la moza era toda lágrimas:
«Ay, qué da ría para que mi compañero pudiera hacer lo mismo,
buen joven, con tu martillo, que tanto miedo me da.
Me pregunto si podrías usarlo una vez más antes de marcharte».
Incluso Barundin rugía de risa para cuando Hengrid acabó, y rio aún con más ganas cuando el hidalgo, al intentar bajar de la mesa, resbaló y cayó de cabeza al suelo con un sonoro golpe y una maldición. Riendo aún, Barundin se subió a la mesa y levantó las manos. Se hizo un silencio salpicado de ronquidos y eructos, gorgoteo de espitas de cerveza y otros numerosos sonidos propios de cualquier grupo de enanos borrachos.
—¡Mis maravillosos amigos y parientes! —comenzó, y provocó un rugido de aprobación—. Mi pueblo de la maravillosa Zhufbar, contáis con mi agradecimiento. No hay día más orgulloso para un rey que aquel en que se encuentra en una compañía tan maravillosa. Tenemos cerveza maravillosa para beber en cantidades abundantes, comida maravillosa y maravillosas canciones.
A su rostro afloró una expresión sincera y posó una mirada severa sobre el aún postrado Hengrid.
—Bueno, tal vez las canciones no sean tan maravillosas —dijo, y sonaron muchos aplausos y risas—. Se han hecho muchos discursos, excelente oratoria de mis grandes amigos y aliados, pero hay uno más que tenéis que escuchar.
Se oyeron gemidos de algunos de los comensales más jóvenes y vítores de los mayores.
En el corto silencio que se hizo antes de que Barundin hablara de nuevo, sonaron unos ronquidos, y Barundin se volvió a mirar hacia el lugar del que procedían. Arbrek se encontraba al otro extremo de la mesa, con la cabeza caída sobre el pecho. Con un bufido, el Señor de las Runas despertó de repente y, al sentir la mirada del rey, se puso de pie y alzó la jarra.
—¡Bravo! —gritó—. ¡Salve, rey Barundin!
—¡Rey Barundin! —corearon con entusiasmo los comensales.
Arbrek se dejó caer en la silla y su cabeza comenzó a inclinarse una vez más sobre el pecho.
—Como estaba diciendo —prosiguió Barundin mientras se paseaba por la mesa—, estamos aquí para celebrar mi centésimo septuagésimo aniversario.
Se oyeron muchos vítores y gritos de «¡Buen viejo Barundin!» y «¡Apenas un barbasnuevas!».
—Tenía poco más de cien años cuando fui coronado rey —dijo Barundin con voz solemne, y su aire repentinamente serio acalló a los vocingleros comensales—. Mi padre cayó en batalla, traicionado por un débil humano. Durante casi setenta años me he afanado y he luchado, y durante casi setenta años vosotros os habéis afanado y habéis luchado junto a mí. ¡Ha sido por una cosa, por una sola cosa que he afrontado estas penurias: la venganza! Mi padre camina ahora por los Salones de los Ancestros, pero no podrá hallar paz mientras sus traidores continúen sin rendir cuentas. Como declaré aquel día, renuevo ahora mi juramento y declaro el derecho de agravio contra los Vessal de Uderstir. Antes de que acabe el año exigiremos una disculpa y una indemnización por los perjuicios que nos han causado. Pueblo mío, vigoroso y valiente, os habéis mantenido fieles a mí durante estos tiempos difíciles, ¿qué decís ahora?
—¡Venguemos al rey Throndin! —gritó uno.
—¡Agravio! —bramó un enano del fondo del salón—. ¡Agravio!
—¡Estaremos contigo! —gritó otro.
—¡Cántanos una canción! —dijo una voz pastosa detrás de Barundin.
Al volverse, el rey vio a Hengrid desgarbadamente sentado de través en el banco, y con otra jarra llena de cerveza en una mano.
—¡Una canción! —exigió un coro de voces por todo el salón.
—¿Una canción sobre qué? —preguntó Barundin con una ancha sonrisa.
—¡Agravios!
—¡Oro!
—¡Cerveza!
Barundin pensó durante un momento, y luego se inclinó y cogió a Hengrid por un hombro del justillo para izarlo y volver a subirlo a la mesa.
—Esta es una que todos deberíais conocer —dijo Barundin. Comenzó a marcar el ritmo con los pies, y al cabo de poco, el salón volvía a estremecerse.
Todo es para mi bebida, mi divertida, divertida bebida,
todo para mi cerveza y mi tabaco
porque gasté todo mi oro en buenos mapas antiguos
pero mi futuro no parece mejor.
¿Dónde están mis botas, mis pu… puntiagudas botas?
Hechas una porquería por la cerveza y el tabaco
porque los tacones están desgastados, las puntas destrozadas
y las suelas no están mejor.
¿Dónde está mi camisa, mipu… púrpura camisa?
Hecha una porquería por la cerveza y el tabaco
porque el cuello está muy gastado y las mangas destrozadas
y los bolsillos no están mejor.
¿Dónde está mi cama, mi pu… pulida cama?
Hecha una porquería por la cerveza y el tabaco
sin almohada para empezar y ahora la sábana desgarrada
y los muelles no están mejor.
¿Dónde está mi moza, mi pu… pura moza?
Hecha una porquería por la cerveza y el tabaco.
Es sana, sin duda, y su seno se ha caído
¡pero su cara no está mejor!
* * *
Las celebraciones continuaron varios días más. Tharonin pronunció finalmente su discurso, en el que le daba las gracias a Barundin por su reinado y se ofrecía voluntario para actuar como mensajero ante los Vessal. Tras su eficaz trabajo en la localización de Wanazaki, Dran el Vengador fue contratado por Barundin para ayudar a Tharonin en la expedición. Dran se ganaba la vida ajustando viejas deudas y agravios, pero para las misiones de Barundin ofrecía sus servicios gratuitamente.
Cuando Barundin le preguntó por qué colaboraba de un modo tan inusitadamente generoso, Dran se mostró reacio en un principio a exponer las razones que tenía para hacerlo. Sin embargo, las persistentes preguntas del rey obligaron, finalmente a Dran a explicarse. Estaban sentados en los aposentos del rey, bebiendo una jarra de cerveza junto al hogar, y habían estado comentando el plan de Dran para llevar a los Vessal ante la justicia.
—Deben observarse las formas correctas —insistió Barundin—. No debe quedarles ninguna duda respecto a las consecuencias de no satisfacer mis exigencias en cuanto a la indemnización.
—Sé cómo manejar estos asuntos —le aseguró Dran—. Les llevaré la notificación a los Vessal y les advertiré de tu resolución. ¿Cuáles son tus exigencias, exactamente?
—Una disculpa en toda regla, para empezar —dijo Barundin—. El actual barón debe abdicar de su posición y exiliarse de sus tierras. Nos haremos con la custodia del cuerpo del barón Silas Vessal y le daremos el destino adecuado a un traidor semejante. Por último, no puede haber precio demasiado alto por la muerte de un rey, pero me conformaré con la mitad de las riquezas y las tierras de los Vessal.
—¿Y si no están de acuerdo con tus términos? —preguntó Dran mientras tomaba notas en una pequeña hoja de pergamino.
—Entonces, me veré obligado a adoptar una resolución violenta —respondió Barundin con el ceño fruncido—. Los derrocaré de su posición, destruiré su castillo y los dispersaré. Mira, simplemente haz que se den cuenta de que no estoy de humor para regateos. Estos humanos intentarán zafarse, pero no pueden. El despreciable comportamiento de Vessal debe ser expiado, y si ellos no hacen algo para lograr esa expiación, haré que lo lamenten.
—Parece más que razonable —dijo Dran, asintiendo con la cabeza—. Haré que Thagri redacte una declaración formal a este fin, y Tharonin y yo se la entregaremos a esos perros en Uderstir.
—Tienen cuarenta días para responder —añadió Barundin—. Quiero que sepan que no estoy jugando. Cuarenta días, y luego tendrán al ejército de Zhufbar ante sus puertas.
—Es mi deber ocuparme de que las cosas no lleguen a ese extremo —dijo Dran mientras doblaba el pergamino y se lo metía en un bolsillo del cinturón—. Pero si llegan, estaré junto a ti.
—Sí, y a cambio de nada, por lo que veo —dijo Barundin al mismo tiempo que le ofrecía más cerveza—. ¿Qué sacas tú de esto?
—¿Por qué tendría que ganar nada con el trato? —preguntó Dran, que le tendió la jarra—. ¿No puedo ofrecer mis servicios para una causa justa?
—¿Tú? —bufó Barundin—. Pedirías oro sólo por visitar a tu abuela. Dime, ¿por qué me ayudas en esto? Si no me respondes, considera prescindibles tus servicios.
Dran tardó un poco en responder y permaneció sentado y en silencio, sorbiendo cerveza. Barundin continuó con la mirada atentamente fija en él, hasta que Dran dejó la jarra con un suspiro y lo miró.
—He acumulado una buena cantidad de oro a lo largo de los años —dijo—. Incluso más de lo que piensa la mayoría. Pero me hago mayor y me estoy cansando de vivir en el camino. Quiero tomar esposa y formar una familia.
—¿Quieres sentar la cabeza? —preguntó Barundin—. ¿Un enano errabundo como tú?
—Comencé con este oficio porque quería que se hiciera justicia —explicó Dran—. Luego, lo hice por dinero. ¿Actualmente? Actualmente no sé por qué lo hago. Hay formas más fáciles de ganar oro. Tal vez tener hijos y enseñarles mi oficio, ¿quién sabe?
—¿Qué tiene que ver eso con los Vessal y mi agravio? —preguntó Barundin—. En este caso, no vas tras una última paga que te permita instalarte.
—Quiero una buena esposa —dijo Dran, con los ojos fijos en la jarra—. A pesar de todos mis éxitos, no estoy muy bien considerado. Ser un vengador no te reporta muchos amigos ni mucho reconocimiento. Voy a trasladarme, tal vez a Karak-Norn o Karak-Hirn. Pero a pesar de toda mi riqueza, no tengo mucho que ofrecer por una esposa, y ahí es donde entras tú.
—Continúa —dijo Barundin mientras llenaba su jarra y bebía un gran sorbo de espumosa cerveza.
—Quiero ser un noble —dijo Dran con los ojos clavados en los del rey—. Si llego como el noble Dran de Zhufbar, además de llevar mis cofres de oro, los dejaré a todos sin argumentos.
—¿Por qué no mencionaste eso antes? —preguntó Barundin.
—No quería hacerlo de este modo —respondió Dran con un encogimiento de hombros—. Tenía la esperanza de que si te ayudaba, tal vez tú estarías dispuesto a darme una muestra de gratitud; entonces, podría pedírtelo. No quería que pareciera que pedía un pago por otros medios.
—Bueno, en ese caso lamento haberte obligado a responder —dijo Barundin—. No te preocupes mucho por el asunto. Recuerdo que fuiste el primero que se puso de pie para protegerme cuando encontramos a Wanazaki, y la memoria de un rey no se borra con rapidez. Haz bien tu trabajo en este asunto, y pensaré en un modo de recompensarte.
Barundin alzó la jarra y extendió el brazo hacia Dran. El Vengador vaciló por un momento, y luego alzó la suya y la hizo chocar con la del rey.
—¡Por un buen rey! —dijo Dran.
—¡Por la justicia! —replicó Barundin.
* * *
Pasaron varios días más antes de que Tharonin y Dran partieran después de haber establecido con Thagri las formalidades del agravio y las reparaciones, y haber hecho los preparativos para la expedición. La finalidad del viaje no era la guerra, así que Tharonin se llevó sólo a su guardia personal, unos ciento veinte barbaslargas cuyas hachas habían causado mucha destrucción durante las guerras contra skavens y goblins. Dran reunió a unas pocas docenas de exploradores para que actuaran como séquito, más como acompañantes que otra cosa.
La partida fue un acto solemne. Barundin los despidió desde la puerta principal de Zhufbar y los observó durante varias horas, hasta que desaparecieron de la vista. Regresó a sus aposentos, donde encontró a Arbrek esperando.
El Señor de las Runas dormitaba en un mullido sillón cerca del fuego y roncaba sonoramente. Barundin se sentó junto a Arbrek y se sumió en sus pensamientos durante largo rato, reacio a sacar al Señor de las Runas de su sueño.
Meditó sobre lo que podría suceder en los días siguientes. Había una posibilidad, aunque creía que leve, de que la expedición de Tharonin fuese atacada por los Vessal y sus guerreros. Si sucedía eso, marcharía directamente hacia Uderstir y arrasaría la fortaleza hasta los cimientos. Más probable sería una negativa. La idea de entrar en guerra contra hombres del Imperio le dolía de verdad, porque ellos y los enanos tenían una larga historia común y pocos conflictos. A pesar de los ancestrales vínculos entre su raza y el Imperio, Barundin sabía que no evitaría cumplir con su deber.
Finalmente, Arbrek despertó con un bufido y pasó un momento mirando la habitación, ligeramente confuso. Por último, enfocó a Barundin con unos ojos cuya dura mirada no había suavizado en lo más mínimo la edad.
—¡Ah!, ahí estás —dijo el Señor de las Runas al mismo tiempo que se erguía en el sillón—. He estado esperándote. ¿Dónde te habías metido?
Barundin se mordió la lengua para no soltarle la primera contestación que le afloraba a los labios, recordando que no debía ser irrespetuoso con el anciano Señor de las Runas.
—Estaba despidiendo a Tharonin —explicó—. Nadie me llevó mensaje de que quisieras verme; habría venido antes.
—Nadie te llevó mensaje porque yo no envié ninguno —replicó Arbrek El Señor de las Runas se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en las rodillas—. Estoy haciéndome viejo.
—Aún te quedan años —dijo Barundin sin vacilar.
—No —dijo Arbrek mientras sacudía la cabeza—. No es así.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Barundin, preocupado.
—Has sido un buen rey —dijo Arbrek—. Tus antepasados estarán orgullosos. Tu madre estará orgullosa.
—Gracias —replicó Barundin, sin saber qué más responder a un elogio tan inesperado. Arbrek era de lo más tradicional, y por tanto, esperaba que alguien más joven que él fuese inestable y poco digno.
—Lo digo en serio —le aseguró el Señor de las Runas—. Tengo un corazón y una sabiduría que te superan por edad. Has conducido a tu pueblo por un camino peligroso, lo has llevado a la guerra. Si por un momento hubiese pensado que eso eran ambiciones vanas por tu parte, lo habría dicho; habría vuelto al consejo contra ti.
—Bueno, me alegro de haber contado con tu apoyo —dijo Barundin—. Sin él, creo que habrían sido muchos más los nobles que tendría que haber ganado para mi causa.
—No lo hice por ti —dijo Arbrek mientras se erguía—. Lo hice por la misma razón que tú. Fue por tu padre, no por ti.
—Por supuesto —asintió Barundin—. Durante todos estos años, siempre ha sido por mi padre, para reparar el agravio que declaré el día de su muerte.
—Y ahora eso ya casi ha concluido —dijo Arbrek—. Dentro de poco lo habrás reparado.
—Sí —replicó Barundin con una sonrisa—. Dentro de unas semanas ese agravio ya no existirá, de un modo u otro.
—¿Y qué harás, entonces? —preguntó Arbrek, que estudiaba atentamente el rostro del rey.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Barundin, y se puso de pie—. ¿Cerveza?
Arbrek asintió con la cabeza y no habló mientras Barundin iba hasta la puerta y llamaba a sus servidores para pedir un barrilete. Gando volvió a sentarse, miró al Señor de las Runas, cuya penetrante mirada no se había apartado de él.
—No entiendo qué quieres decir —insistió Barundin—. ¿Qué haré?
—Ese agravio lo ha sido todo para ti —explicó Arbrek—. Del mismo modo que estuviste dedicado y entregado a tu padre cuando vivía, la venganza de su muerte se convirtió en tu fuerza impulsora, el vapor de la máquina de tu corazón. ¿Qué te impulsará cuando eso haya acabado? ¿Qué harás?
—La verdad es que no he pensado en eso —replicó Barundin, rascándose la barba—. Ha pasado tanto tiempo… A veces pensaba que nunca llegaría el momento en que desaparecería el agravio.
—Y eso es lo que me preocupa —explicó Arbrek—. Hasta hoy has sido un buen rey. Sin embargo, la verdadera prueba de tu reinado será lo que hagas a partir de ahora.
—Gobernaré a mi pueblo lo mejor que pueda —dijo Barundin, confuso por la finalidad del interrogatorio de Arbrek—. Con suerte, en paz.
—¡Paz! —dijo Arbrek—. ¡Bah! Nuestro pueblo no ha conocido la paz durante miles de años. Tal vez no eres tan sensato como pareces.
—Estoy seguro de que un rey no quiere la guerra y la contienda para su pueblo —protestó Barundin.
—No, no las quiere —replicó Arbrek.
Calló cuando entró uno de los servidores del rey, que llevaba una bandeja de plata con dos jarras encima. Lo seguía una de las mozas de la cervecería con un barril pequeño, que dejó sobre la mesa. Después, ambos se marcharon.
Barundin cogió una jarra y se inclinó para colocarla bajo la espita. Arbrek posó una mano sobre su brazo y lo detuvo.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó el Señor de las Runas—. Dejémosla asentarse durante un rato. No hay prisa.
Barundin se recostó en el respaldo y se puso a jugar con la jarra, haciéndola girar entre los dedos mientras miraba cómo la luz del fuego se reflejaba en los hilos de oro incrustados en la gruesa cerámica. Se arriesgó a echarle una mirada a Arbrek, que estaba contemplando el barrilete. Barundin sabía que era mejor no hablar; hacerlo provocaría la ira que el Señor de las Runas sentía ante la precipitación.
—Eres astuto, y un diestro luchador —dijo Arbrek, al fin, sin dejar de mirar el barril—. Tu pueblo te admira y respeta. No dejes que la paz te haga caer en la ociosidad, porque te embotará la mente tanto como la batalla embota el filo de una espada de mala calidad. No busques la guerra, en eso tienes razón, pero no huyas de ella. Los tiempos difíciles no siempre son producto de nuestros actos.
Barundin no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza. Con un impulso inusitadamente ágil, Arbrek se puso de pie. Dio un paso hacia la puerta, y luego se volvió a mirarlo. Sonrió ante la perpleja expresión de Barundin.
—He tomado una decisión —anunció Arbrek.
—¿Ah, sí? —preguntó Barundin—. ¿Sobre qué?
—Ven conmigo. Hay algo que quiero que veas —dijo Arbrek.
En los ojos del Señor de las Runas había un destello que despertó la emoción de Barundin, así que se puso rápidamente de pie y lo siguió al exterior de la estancia.
Arbrek lo condujo por la fortaleza, haciéndolo atravesar cámaras y salones en dirección a su herrería, situada en los niveles superiores. Barundin no había estado nunca en esa zona de la fortaleza porque era el dominio de los herreros rúnicos. No parecía nada diferente de la mayor parte del resto de Zhufbar, aunque el ruido de los martillazos resonaba más fuerte tras las puertas cerradas.
Al final de un corredor en particular, el rey se encontró con que no había salida. Estaba a punto de preguntarle a Arbrek qué pretendía, pero antes de que pudiera hacerlo, el Señor de las Runas se llevó un dedo a los labios para hacerle un guiño. Con cuidadosa ceremonia, Arbrek metió una mano dentro del ropón y sacó una pequeña llave de plata. Barundin miró por los alrededores, pero no vio ninguna cerradura.
—Si las cerraduras de los enanos fuesen tan fáciles de encontrar, no serían secretas, ¿verdad? —dijo Arbrek con una risa entre dientes—. Observa con atención, porque muy pocos de los nuestros han visto esto alguna vez.
El Señor de las Runas sostuvo la llave justo delante de sus labios y pareció que soplaba. Sin embargo, al continuar observando, Barundin vio que estaba susurrando en voz muy baja. Le habló a la llave durante varios minutos, y de vez en cuando, le pasaba amorosamente un dedo a lo largo. El rey vio que en la plata aparecían líneas más finas que un cabello. Relumbraban con suave luz azul, lo suficiente para iluminar la cara del Señor de las Runas con tonalidades azuladas.
Barundin se dio cuenta de que había estado tan concentrado en la llave que no se había fijado en nada más. Con un sobresalto, apartó la atención del Señor de las Runas y miró a su alrededor. Continuaban estando en un túnel sin salida, pero antes el final quedaba a su izquierda, y entonces estaba a su derecha. De las paredes radiaba una aura dorada y vio que no había ningún farol, sino que el mismo tipo de fina caligrafia rúnica que había visto en la llave cubría entonces las paredes y proporcionaba la iluminación.
—Estas cámaras fueron construidas por los más grandes Señores de las Runas de Zhufbar —dijo Arbrek al mismo tiempo que cerraba una rugosa mano en torno a la llave y la ocultaba rápidamente entre los pliegues de la capa. Cogió al rey por un brazo y lo condujo a lo largo del corredor—. Fueron excavadas según las instrucciones de Durlok Ceñidor de Anillos, en los tiempos en que las montañas aún eran jóvenes y se decía que la propia Valaya le había enseñado los secretos que empleaba. En la Época de las Guerras Goblins quedaron selladas durante siglos y se pensó que se había perdido todo conocimiento de ellas porque ningún Señor de las Runas había jamás dejado constancia escrita de sus secretos. Pero no era así, porque en la lejana Karaz-a-Karak vivía el Señor de las Runas Skargim, aunque no había nacido allí. Había nacido y se había criado en Zhufbar, y cuando el Alto Rey lo liberó de sus obligaciones, regresó y abrió estas cámaras. Era el abuelo de mi tutor, Fengil Barba de Plata.
—Son hermosas —dijo Barundin, mirando a su alrededor.
—Sí que lo son —asintió Arbrek con una sonrisa—. Pero son sólo túneles. Espera a ver mi taller.
La sala a la que fue conducido Barundin no era grande, aunque el techo era bastante alto, el triple de su estatura. Estaba amueblada con sencillez; tenía un hogar, un sillón y un pequeño banco de trabajo. Sobre el banco había un yunque en miniatura que no era más grande que un puño, y pequeños mazos, pinzas y otras herramientas. Junto al hogar había un fuelle accionado por un mecanismo de relojería, y muchas pilas de carbón. La pared opuesta estaba decorada con pasmosos murales de las montañas envueltas en nubes.
Y entonces, un movimiento atrajo la mirada de Barundin. Sin lugar a dudas, una de las nubes del mural se había movido. Asombrado, avanzó tambaleándose por la estancia, y Asbreklo siguió de cerca. Cuando estuvo a pocos pasos de la pared, pudo ver hacia abajo, a lo largo de la ladera de la propia Zhufbar. Vacilante, extendió un brazo y no palpó nada. Se sentía mareado y comenzó a inclinarse hacia adelante. Arbrek lo cogió por el cinturón y tiró de él hacia atrás.
—Es una ventana —dijo Barundin, aturdido por la magnificencia de la vista.
—Es más que una ventana —precisó Arbrek—. Y sin embargo, extrañamente, es menos. Es sólo un agujero abierto en la dura roca. En el suelo del exterior hay talladas runas que no podemos ver desde aquí. Protegen de los elementos con la misma eficacia que cualquier cristal.
—Es una vista maravillosa —dijo Barundin, que se rehacía de la impresión.
Desde aquella altura de la montaña podía ver hasta muy lejos por encima del Agua Negra, aunque el lago en sí quedaba oculto por la niebla, y más allá de las montañas situadas al otro lado.
—Gracias por enseñármelo.
—No es esto lo que quería enseñarte —respondió Arbrek con el entrecejo fruncido—. No, la vista es bastante bonita, pero una buena vista no hace un buen rey.
El Señor de las Runas avanzó hasta un rincón de la estancia y cogió un paquete envuelto en oscura tela de saco.
—Esto es lo que quería que vieras —dijo al mismo tiempo que le entregaba el paquete a Barundin—. Ábrelo y échale una mirada.
Barundin cogió el hatillo y se dio cuenta de que no pesaba prácticamente nada. Al apartar la tela dejó a la vista un mango de metal y luego una hoja de hacha de un solo filo. Tiró la tela a un lado y sopesó el hacha con una mano. Su brazo se movía con tanta libertad como si no sujetara más que una pluma. La hoja del hacha tenía grabadas varias runas que destellaban con la misma luz blanca que los túneles del exterior.
—Mi última y mejor obra —dijo Arbrek—. Tu padre me la encargó el día en que naciste.
—¿Hace ciento setenta años? —preguntó Barundin—. ¿La has tenido guardada durante todo ese tiempo?
—No, no, no —respondió Arbrek, y le quitó el hacha a Barundin—. ¡Acabo de terminarla! Tiene grabada mi propia runa maestra, la única arma del mundo que la lleva. Tardé veinte años sólo para diseñarla, y pasaron otros cincuenta antes de que estuviera acabada. Estas otras runas tampoco son fáciles de grabar: la Runa de Rápida Muerte, la Runa de Cercenado y, en particular, la Runa de Hielo.
—Es un regalo maravilloso —dijo Barundin—. No puedo agradecértelo lo bastante.
—Dale las gracias a tu padre; él pagó por ella —respondió Arbrek, malhumorado, y le devolvió el hacha a Barundin—. Y agradécemelo a mí blandiéndola bien cuando sea necesario.
—¿Tiene nombre? —preguntó Barundin mientras acariciaba con una mano el plano de la pulimentada hoja.
—No —respondió Arbrek, que apartó la mirada para contemplar las montañas—. Pensé en dejar que el nombre se lo dieras tú.
—Nunca antes he tenido que darle nombre a nada —dijo Barundin.
—Entonces, no intentes hacerlo con rapidez —le aconsejó Arbrek—. Piensa en ello, y el nombre correcto llegará; un nombre que perdurará durante generaciones.
* * *
Fue varios días después cuando regresaron Tharonin y Dran. Habían ido hasta Uderstir y habían comunicado las exigencias del rey. Silas Vessal había muerto hacía más de ciento cincuenta años y su biznieto, Obious Vessal, que llevaba entonces el título de barón, era un hombre ya mayor. Le había implorado a Dran que le transmitiera sus profusas disculpas al rey por las detestables acciones de su antepasado. Sin embargo, sobre el tema del cuerpo de su bisabuelo y las riquezas que debían pagarse, no había dado respuesta alguna.
En opinión de Dran, el nuevo barón renegaría de cualquier trato que hiciera y no podía confiarse en él. Tharonin, aunque en parte estaba de acuerdo con el punto de vista del Vengador, instó a Barundin a darle al barón todas las oportunidades posibles para reparar el agravio. Para ser un humano, había parecido sincero o, si no sincero, adecuadamente atemorizado por las consecuencias de no actuar.
—Cuarenta días le doy —declaró Barundin ante su grupo de consejeros—. Cuarenta días dije, y cuarenta días tendrá.
* * *
Las noticias inquietantes llegaron apenas unos días después. Había escasez en las salas de la fundición. La leña que solía enviarse cada mes desde la ciudad imperial de Konlach gracias a un antiguo acuerdo comercial no había llegado. Aunque aún tenían abundancia de carbón, numerosos ingenieros consideraban que usar carbón en muchos de sus proyectos era un desperdicio, dado que solía haber muchos árboles de más que podían talarse.
Era Godri Ongurbazum quien mostraba las principales preocupaciones. Su clan era el responsable del acuerdo, que había persistido durante siglos; sólo no se había cumplido en los oscuros tiempos de la Gran Guerra contra el Caos. No existía ninguna buena razón, hasta donde Godri podía discernir, para que los hombres de Konlach rompieran la promesa.
En una reunión del consejo, el jefe de los Ongurbazum argumentó contra la decisión de Barundin de marchar con el ejército para reconvenir a Obious Vessal. Recurrió al argumento de que era más urgente el problema con Konlach, ya que, si no se lograba asegurar otro suministro de leña, las forjas podrían quedar frías por falta de combustible.
Barundin no pensaba aceptarlo. Cuando pasaran los cuarenta días, el ejército de Zhufbar iría a tomar por la fuerza aquello a lo que, el rey tenía derecho. Durante varias noches continuó el acalorado debate. Godri y sus aliados argumentaron que, después de tanto tiempo, uno o dos meses más no serían un despropósito. Barundin adujo que era precisamente porque se había tardado tanto tiempo en reparar el agravio por lo que quería actuar con toda la rapidez posible y acabar con el asunto.
Al final, Barundin perdió completamente la paciencia con el jefe del clan comerciante, lo echó a gritos de la cámara de audiencias y luego despidió al resto del consejo. Permaneció tres días sentado en el trono, echando chispas. Al cuarto día, volvió a llamarlos.
—No toleraré un solo argumento más contra mi línea de acción —les dijo Barundin a los nobles reunidos.
Arbrek llegó murmurando sobre la falta de sueño, pero Barundin le aseguró que lo que tenía que decir merecía la molestia del Señor de las Runas. Sacó el hacha que éste le había entregado, y los nobles demostraron gran reverencia e interés. Se fijaron en la artesanía magistral de la hoja mientras se la pasaban de unos a otros, arrullándola con deleite y elogiando a Arbrek.
—¡A la porra con los contratos de la leña! —dijo Barundin—. Los skavens y los goblins no se han interpuesto en nuestro camino, y no dejaré que ahora nos detengan unos cuantos malditos árboles. Os he reunido aquí para que seáis testigos de la adjudicación de un nombre a mi nueva hacha y para aseguraros que, si no se satisfacen mis demandas, los primeros enemigos que probarán su cólera serán los Vessal de Uderstir.
Recuperó el arma encantada y la sujetó ante sí. La luz de los faroles rielaba en el aura que rodeaba la hoja.
—Le doy el nombre de Reparadora de Agravios.
* * *
La situación de la leña no mejoro, y durante los cuarenta días que transcurrieron hasta expirar el plazo dado a los Vessal, Barundin estuvo bajo la constante presión de los clanes comerciantes y de los ingenieros para que aplazara una vez más la expiación del agravio con el fin de resolver el problema con Konlach. Aunque siempre se mostraba cortés al respecto, dejó claro que no sufriría ni más dilaciones, ni más disensiones.
La noche antes de que expirara el ultimátum, Barundin les dirigió la palabra ajos guerreros de la fortaleza. Les explicó que ya casi había llegado la hora de la venganza. Les advirtió que podría recurrirse a ellos para que llevaran a cabo hechos atroces en nombre del padre del rey, y a esto respondieron con un rugido de aprobación. Muchos habían luchado junto al rey Throndin cuando cayó, o habían perdido a miembros de sus clanes a manos de los orcos cuando Silas Vessal huyó del campo de batalla sin luchar. Estaban tan ansiosos como Barundin por hacer que la noble familia del Imperio expiara la cobardía de su antepasado.
Fue una fría mañana la que vio marchar al ejército de enanos hacia el oeste, en dirección a Uderstir. El otoño se acercaba con rapidez y en los altos picos se acumulaba nieve que escarchaba las copas más altas de los dispersos bosques de pinos que salpicaban las montañas que rodeaban Zhufbar.
Avanzaban con rapidez, pero no forzaban la marcha. Barundin quería que el ejército llegara ansioso y lleno de fuerza. Llevaban consigo una resollante locomotora del Gremio de Ingenieros que remolcaba tres cañones. En otros tiempos la máquina había sido fuente de asombro y reverencia para los soldados de Uderstir, pero entonces se convertiría en un símbolo de pavor si decidían resistirse otra vez a las exigencias de Barundin.
Al cuarto día llegaron al castillo. La parte superior de las murallas era visible por encima de la línea de colinas bajas que había a algunos kilómetros de distancia. No era una fortaleza grande, apenas una torre de homenaje rodeada por una muralla baja. Un pendón verde adornado con un grifo que sujetaba una hacha flameaba violentamente en el extremo del asta de la torre central.
El humo colmaba el aire y, de vez en cuando, se oía un lejano golpe reverberante, como de disparo de cañón. Cuando la vanguardia del ejército de enanos pasó por encima de la cresta de la línea de colinas, Barundin y los demás se encontraron con un espectáculo inesperado.
Un ejército rodeaba Uderstir. Bajo estandartes verdes, amarillos y negros, regimientos de alabarderos y lanceros formaban detrás de improvisadas fortificaciones para evitar los intermitentes disparos de pistolas y ballestas de lo alto de la muralla. El ruido había sido de un cañón, en efecto, que estaba instalado dentro de una trinchera construida con barro y reforzada con gaviones hechos de tablas entretejidas y llenos de rocas. La torre más cercana estaba seriamente dañada; la parte superior había caído debido al bombardeo y había dejado una pila de escombros en la base de la muralla. Los arqueros disparaban cansadas andanadas de flechas contra los muros siempre que aparecía una cabeza, y sus flechas rebotaban inútilmente contra las viejas piedras recubiertas de musgo.
Fuera del alcance de las murallas había varios caballos dentro de un corral, y los acorazados caballeros se veían caminando por el campamento o sentados en grupos alrededor de hogueras. De inmediato se hizo evidente que hacía ya un tiempo que duraba el asedio, y que la monótona rutina se había transformado en norma. Quienquiera que comandara al ejército atacante, no tenía ninguna prisa por asaltar las fuertes murallas de Uderstir.
Barundin dio la orden de que el ejército rompiera la columna de marcha y formara en el preciso momento en que los enanos eran avistados y una furiosa actividad se apoderaba del campamento. Mientras las máquinas de guerra de los enanos eran desenganchadas de los avantrenes y llevadas más adelante, un grupo de cinco jinetes montó y cabalgó rápidamente hacia ellos.
Barundin avanzó con los Martilladores de Zhufbar, flanqueado a la izquierda por Arbrek y a la derecha por Hengrid Enemigo de Dragones, que llevaba en alto el ornamentado estandarte de plata y oro de la fortaleza enana. Se detuvieron donde la ladera que descendía de la colina comenzaba a hacerse abrupta, y aguardaron a los jinetes. Por la izquierda del grupo, Dran y los exploradores comenzaron a bajar por la pendiente siguiendo el cauce de un estrecho arroyuelo, fuera de la vista del campamento enemigo.
Los jinetes ascendían al galope bajo un estandarte que estaba dividido por líneas horizontales de verde y negro, y que lucía un león rampante ribeteado en oro, de pie sobre un puente. En el pergamino bordado que había debajo del emblema, se veía el nombre de Konlach.
Los jinetes se detuvieron a corta distancia, tal vez a unos cincuenta metros, y contemplaron a los enanos con suspicacia mientras sus caballos trotaban de un lado a otro. Barundin vio que iban armados con largas lanzas y llevaban pesadas pistolas en fundas sujetas al cinturón, metidas en las botas y sobre las sillas de montar.
—¿Quién aborda al rey Barundin de Zhufbar? —gritó Hengrid al mismo tiempo que clavaba d estandarte firmemente en el suelo y sacaba el hacha de un solo filo de la vaina en que la llevaba.
Uno de los jinetes se acercó al rey a la distancia de un lanzamiento de lanza. Vestía una pesada casaca de mangas abullonadas y acuchilladas que dejaban ver tela verde debajo del cuero negro. Se cubría con un casco decorado con dos plumas, una verde y otra negra, y llevaba bajada la visera en forma de cara de león gruñente. Alzó una mano, se levantó la visera y dejó a la vista un rostro sorprendentemente joven.
—Soy Theoland, heraldo del barón Gerhadricht de Konlach —dijo con voz clara y potente—. ¿Sois amigos de Uderstir? ¿Habéis venido a levantar nuestro asedio?
—¡Con total certeza no soy amigo de Uderstir! —bramó Barundin al mismo tiempo que avanzaba un paso—. Esos ladrones y cobardes son mis enemigos del primero al último.
—En ese caso, sois amigo del barón Gerhadricht —dijo Theoland, que agitó una mano hacia un gran pabellón verde y amarillo que había en el centro del campamento—. Por favor, acompañadme. Mi señor os espera en su tienda. Os da su palabra de que no sufriréis ningún mal.
—Las palabras de los humanos no significan nada —declaró Hengrid, agitando ferozmente el hacha—. ¡Por eso estamos aquí!
Theoland no se inmutó.
—Si quisierais venir conmigo, estoy seguro de que todo esto podría aclararse con rapidez —dijo el heraldo, haciendo girar al caballo. Miró a los enanos por encima del hombro—. Traed tantos soldados como necesitéis para sentiros cómodo. Nuestra hospitalidad no os parecerá insuficiente.
Mientras los jinetes se alejaban a paso ligero, Barundin miró a Arbrek y a Hengrid. El anciano Señor de las Runas se limitó a encogerse de hombros y gruñir.
Hengrid asintió con la cabeza hacia el campamento.
—No intentarán ninguna locura con otro ejército alineado ante su flanco —dijo el enano—. Te acompañaré, si quieres.
—No, quiero que permanezcas aquí y te quedes al mando del ejército por si no vuelvo —respondió Barundin—. Iré solo. No les demostremos demasiado respeto a estos humanos.
—Bastante correcto —asintió Hengrid.
Barundin inspiró profundamente y descendió la ladera, siguiendo las huellas de cascos dejadas por los caballos. No hizo caso de la fija mirada de los soldados y los campesinos cuando atravesó orgullosamente el campamento. La dorada armadura destellaba al sol otoñal que de vez en cuando asomaba por detrás de las nubes bajas.
Al llegar a la tienda del barón, encontró a Theoland y sus guardias de honor esperándolo en el exterior. La bandera del barón flameaba en el extremo de una asta situada cerca del pabellón. Sin decir una sola palabra, Theoland le hizo una reverencia y sostuvo abierta la puerta de lona de la tienda para que Barundin entrara.
La tela de la tienda era gruesa y no dejaba entrar mucha luz. En cambio, dos braseros que echaban humo y chisporroteaban iluminaban el espacio cerrado. El suelo estaba cubierto de alfombras dispersas, pieles y cueros, y había sillas bajas dispuestas en círculo cerca del extremo posterior del pabellón. El resto quedaba oculto tras pesadas cortinas de terciopelo.
La tienda estaba desierta, salvo por la presencia de Barundin y otro hombre, arrugado y encorvado por la avanzada edad. Este ocupaba una de las sillas y sus ojos observaban al enano recién llegado. Alzó una mano temblorosa e hizo un gesto hacia una mesa pequeña situada a un lado, sobre la que había una jarra y algunas copas de cristal.
—¿Vino? —preguntó el hombre.
—No, gracias, no voy a quedarme mucho tiempo —replicó Barundin.
El hombre asintió lentamente con la cabeza, y pareció distraerse otra vez.
—¿Sois el barón Gerhadricht? —inquirió Barundin, que avanzó y se detuvo en medio de las alfombras.
—Lo soy —replicó el barón—. ¿Qué asuntos traen hasta Uderstir a un rey enano?
—Bueno, ante todo, tengo un asunto que presentar ante vos —dijo Barundin—. Sois de Konlach, ¿verdad?
—Soy el barón de Konlach, correcto —asintió Gerhadricht.
—Entonces, ¿dónde está nuestra leña? —preguntó Barundin, cruzándose de brazos.
—¿Habéis recorrido toda esta distancia con un ejército por un poco de leña? —preguntó el barón con una carcajada—. ¿Leña? ¿No veis que tenemos una guerra que librar? ¡No tenemos leña sobrante!
—Tenemos un acuerdo —insistió Barundin—. No me importan vuestras guerras. Hay un contrato entre nosotros.
—Una vez que Uderstir sea mío, os compensaré por el déficit, os lo aseguro —replicó el barón—. Bien, ¿eso es todo?
—¡No se despacha a un rey enano con tanta facilidad! —gruñó Barundin—. No estoy aquí por vuestra leña. Estoy aquí por esos malditos cobardes, los Vessal. Tengo intención de asaltar Uderstir y llevarme lo que me pertenece por derecho de agravio.
—¿De qué agravio se trata? —preguntó Gerhadricht con voz siseante—. ¿Cuál es vuestra demanda contra Uderstir? La mía se remonta a muchas generaciones, hasta la alianza entre Konlach y Uderstir que hizo mi tío tatarabuelo Uderstir me pertenece por derecho, pues Silas Vessal lo usurpó mediante el soborno y el asesinato.
La puerta de la tienda se abrió y entró Theoland.
—Oí voces altas —dijo mientras miraba al barón y Barundin alternativamente—. ¿De qué estáis discutiendo?
—De tu herencia, querido muchacho —dijo Gerhadricht, que se dirigió a Barundin—. Mi sobrino más joven, Theoland. Mi único familiar superviviente. ¿Podéis creerlo?
—Parece un muchacho bastante bueno, para ser humano —respondió Barundin mientras alzaba los ojos hacia el heraldo del barón—. ¿Así que pensáis que tenéis derecho sobre Uderstir?
—El abuelo de mi tatarabuelo fue el barón de aquí —explicó Theoland—. Es mío por derecho de legado a través de mi tío y su matrimonio.
—Bueno, podréis coger lo que quede de Uderstir cuando yo haya acabado con los Vessal —dijo Barundin—. He declarado el derecho de agravio, y eso es mucho más importante que vuestros derechos y herencias humanos. El barón Silas Vessal traicionó a mi padre y lo abandonó en el campo de batalla para que lo mataran los orcos. ¡Exijo una indemnización, y la obtendré!
—¿Agravio? —dijo el barón con desprecio—. ¿Y qué hay de los derechos de la ley? Sois un enano y estáis en los territorios del Imperio. Vuestros deseos no tienen ninguna importancia para mí. Si consentís en ayudarme a acortar este asedio, estaré encantado de entregaros a los Vessal para que los sometáis a vuestra justicia.
—Y la mitad de los cofres de Uderstir —dijo Barundin.
—¡Ridículo! —le espetó Gerhadricht—. ¿Querríais que mi sobrino fuese un barón pobre, como uno de esos desdichados indigentes de los Reinos Fronterizos o Estalia? ¡Ridículo!
—Tío, tal vez… —comenzó a decir Theoland, pero el barón lo hizo callar.
—No habrá más regateos —declaró Gerhadricht—. Esa es mi mejor oferta.
Barundin se puso tenso y miró a Theoland, que se encogió de hombros, impotente. El barón Gerhadricht parecía estar contemplando el gastado dibujo de una de las alfombras.
—Tengo intención de tomar Uderstir por asalto, barón —declaró Barundin en voz baja. La aparente calma se hallaba en el extremo gélido de la ira de granito, en lugar de ser la pataleta que la mayoría de la gente confunde con la cólera—. Vuestro ejército puede apartarse a un lado o interponerse entre mi enemigo y yo. No os irán bien las cosas si os encuentro en mi camino.
Sin aguardar respuesta, Barundin giró sobre los talones y salió de la tienda.
Oyó unos pasos detrás que lo hicieron volverse, y vio que Theoland avanzaba hacia él.
—¡Rey Barundin! —lo llamó el heraldo, y el rey se detuvo, erizado de enojo, con las manos apretadas en pálidos puños a los lados—. Por favor, dejadme hablar con mi tío.
—Comenzaré el ataque en cuanto regrese junto a mi ejército —gruñó Barundin—. Tenéis ese tiempo para convencerlo de su locura.
—Por favor, no quiero que se derrame más sangre de la necesaria —dijo Theoland al mismo tiempo que hincaba una rodilla en tierra ante el rey.
—Recordadle a vuestro tío que ha roto la promesa hecha con nosotros sobre el acuerdo comercial —dijo Barundin—. Recordadle que será afortunado por tener la mitad de los cofres de Uderstir para que vos los heredéis. Y recordadle que si intenta interponerse en mi camino, no será sólo la vida de sus hombres la que estará perdida, sino también la de él.
Sin nada más que decir, Barundin describió un rodeo en torno al turbado noble y marchó colina arriba.
* * *
El ejército de enanos estaba entonces formado delante de él, flanqueado al norte por dos de los cañones, y al sur, por el tercero. Los clanes estaban agrupados alrededor de sus cornetas y portaestandartes: una línea de ceñudos guerreros armados con martillos y hachas que se extendía a lo largo de casi trescientos metros.
Al aproximarse al ejército, Barundin sacó a Reparadora de Agravios y la sujetó en alto. El aire tembló cuando se alzaron, en respuesta, las demás armas, que destellaron en la pálida luz solar, y un murmullo gutural comenzó a reverberar por el ejército.
El Señor del Saber Thagri estaba preparado, con el Libro de los Agravios de Zhufbar abierto en las manos. Barundin lo cogió y le leyó a su ejército la página por la que estaba abierto.
—Hágase saber que yo, el rey Barundin de Zhufbar, dejo constancia de este agravio en presencia de mi pueblo —dijo Barundin con voz potente y beligerante; el día del ajuste de cuentas había llegado—. Me declaro juramentado contra el barón Silas Vessal de Uderstir, un traidor, un débil y un cobarde. Mediante su traicionero acto, el barón Vessal puso en peligro al ejército de Zhufbar, y a causa de sus acciones provocó la muerte del rey Throndin de Zhufbar, mi padre. La indemnización debe pagarse con sangre, porque la muerte sólo puede pagarse con la muerte. Ni el oro ni ninguna disculpa pueden purgar esta traición. ¡Ante los nobles de Zhufbar y con Grungni como testigo, hago este juramento!
»Declaro el agravio contra los Vessal de Uderstir. No dejéis piedra sobre piedra mientras continúen evitando la justicia. ¡No dejéis ni un solo hombre entre nosotros y la venganza! ¡Que nadie que nos resista reciba otro castigo que no sea la muerte! ¡Kazak un uzkul! Kazak un uzkul: batalla y muerte. Los enanos recogieron el grito, y los cuernos sonaron larga y fuertemente desde la cumbre de la colina.
—¡Kazak un uzkul! ¡Kazak un uzkul! ¡Kazak un uzkul! ¡Kazak un uzkul! ¡Kazak un uzkul! ¡Kazak un uzkul!
El grito de guerra resonó en las colinas, y todos los ojos del valle somero de abajo se volvieron cuando los enanos comenzaron a avanzar golpeando las armas contra los escudos y haciendo temblar el suelo con sus botas acorazadas.
La detonación de los cañones acompañó el avance; sus balas volaban muy por encima del ejército de enanos en marcha. Aunque eran más pequeños que los grandes cañones del Imperio, los herreros rúnicos habían grabado runas mágicas en los cañones de Zhufbar, cuya munición también llevaba inscritos horrendos símbolos de penetración y destrucción. Las balas de cañón dejaban estelas de fuego y humo mágicos, y siseaban con energía mística.
La salva golpeó la ya debilitada torre y la destrozó con tres poderosas detonaciones que hicieron temblar el suelo y lanzaron al aire una fuente de pétreos escombros que cayó como una lluvia de bloques de roca y polvo. Al perder el apoyo de la torre que acababa de desmoronarse, las murallas situadas junto a ésta se combaron y comenzaron a desmoronarse. Gritos de alarma y alaridos de dolor resonaron dentro de la fortaleza.
Barundin se encaminó directamente hacia la brecha que se había abierto a unos doscientos metros de distancia, y que iba ensanchándose, avanzando sin pausa por el suelo fracturado. De vez en cuando, pasaba silbando una bala o una flecha, pero los disparos procedentes del castillo eran extremadamente escasos y no cayó ni un solo enano.
Los hombres de Konlach se separaron ante el ejército de enanos como el trigo ante una guadaña; empujaban, dándose prisa unos a otros, ansiosos por apartarse de la ruta de marcha. Gruñendo y jadeando, los enanos treparon por encima de las defensas que habían levantado los hombres del barón Gerhadricht y pasaron a través de las brechas abiertas en los muros de tierra y las trincheras poco profundas, para volver a formar al otro lado.
Rugió otra salva de cañonazos y la muralla sur se quebró y tembló. Piedras grandes como hombres cayeron al suelo y las almenas se rompieron como los partidos dientes de un pobre vagabundo.
Estaban a sólo doscientos metros de distancia, y los enanos alzaron los escudos porque las flechas y balas llegaban hasta ellos con mayor frecuencia y precisión. La mayoría de los disparos rebotaban inofensivamente contra los escudos y armaduras de los enanos, pero aquí y allá caía un enano de vanguardia, muerto o herido.
A la izquierda se abrió la puerta y por ella salió un destacamento de varias docenas de caballeros. Formaron con rapidez, con las lanzas enristradas para cargar. Hengrid se apartó del lado de Barundin y ordenó que varios de los regimientos de atronadores armados con pistolas se volvieran hacia la izquierda para hacer frente a esa nueva amenaza. El rey continuó avanzando; ya estaba a sólo cincuenta metros de la fortaleza cuando una bala de cañón abrió un agujero de varios metros de diámetro en los cimientos de la muralla. El rey vio que en la brecha se reunían lanceros preparados para defender el enorme agujero.
El atronar de cascos procedente de la izquierda anunció la carga de caballería, a la que respondieron las detonaciones de las pistolas. Barundin miró en dirección a los disparos y vio que los caballeros se lanzaban sobre los Atronadores, que no se habían molestado en volver a cargar las armas y, en cambio, sacaban martillos y hachas, preparados para el ataque.
No llegó a producirse.
Por el flanco de los caballeros, Dran y los exploradores emergieron de entre los juncos y dispersos arbustos de la orilla del arroyo. Con las ballestas preparadas, formaron rápidamente una línea y dispararon, incapaces de fallar a tan corta distancia. Una cuarta parte de los caballeros fueron derribados por las saetas, y otros cayeron al tropezar sus caballos con los cuerpos que se precipitaban al suelo y chocar unos con otros.
Sin pausa, los exploradores se colgaron la ballesta a la espalda, sacaron grandes hachas de caza a dos manos y se lanzaron hacia el enemigo. Desbaratada la carga y perdido el ímpetu, los caballeros intentaron girar para enfrentarse con esa amenaza, pero estaban demasiado desorganizados y pocos de ellos tenían las lanzas enristradas o se movían con algo de velocidad cuando se produjo el ataque de los exploradores. Con Hengrid a la cabeza, los Atronadores se echaron las armas al hombro y avanzaron para unirse a la refriega.
Barundin fue el primero que entró en la brecha, bramando y blandiendo el hacha. Las puntas de las lanzas rebotaron inofensivamente sobre la armadura de gromril incrustada de runas, y un barrido de Reparadora de Agravios las cercenó. En el momento en que los Martilladores entraban y se situaban junto a él, bajó de un salto del montón de rocas y madera que había dentro de la brecha y cayó como un corneta metálico entre las filas de lanceros, a los que derribó. Reparadora de Agravios relumbraba mientras extremidades y cabezas eran cortadas por los tremendos barridos del rey enano. Ante el avance de los Martilladores, cuyas mortíferas armas de guerra aplastaban y destrozaban, la valentía de los lanceros se quebrantó y huyeron de los vengativos enanos.
Una vez dentro del castillo, los enanos acabaron rápidamente con la lucha. Docenas de humanos habían muerto en el derrumbamiento de la torre y las murallas, y los que quedaban estaban conmocionados y no se encontraban a la altura de la furiosa hueste, pesadamente acorazada, que entraba como un torrente a través de la brecha. Muchos levantaron las manos y dejaron caer las armas en señal de rendición, pero los enanos no mostraron misericordia alguna. Esto no era la guerra, era una matanza provocada por un agravio, y no se daría cuartel.
Hengrid y Dran abrieron brecha en las puertas tras haber derrotado a los caballeros, y los defensores se entregaron en un número aún mayor. Una muchedumbre de mujeres y niños se acurrucaban en las toscas chozas que había dentro de las murallas, chillando y rezando para que Sigmar los salvara. El ejército de enanos los rodeó, con las armas desnudas. Barundin estaba a punto de hacer la señal para que comenzara la ejecución cuando un grito sonó en la puerta destrozada.
—¡Contened vuestros brazos! —ordenó la voz, y al volverse Barundin vio a Theoland montado en su corcel de guerra, con una pistola en cada mano y la visera bajada—. ¡Habéis ganado la batalla! ¡Envainad las armas!
—¿Os atrevéis a darle órdenes al rey Barundin de Zhufbar? —bramó Barundin mientras se abría paso entre la muchedumbre de enanos hacia el joven noble.
Theoland apuntó con una pistola al rey, que se aproximaba; el joven mantuvo el brazo firme como la roca.
—El cuerpo del barón Obious Vessal yace fuera de estas murallas —dijo—. Ésa es mi gente ahora, mis súbditos, y debo protegerlos.
—Oponeos a mí y vuestra vida estará perdida —gruñó Barundin al mismo tiempo que sopesaba a Reparadora de Agravios, cuya hoja estaba empapada de sangre y las runas grabadas en ella humeaban y siseaban.
—Si no lo hago, será mi honor lo que estará perdido —respondió Theoland—. ¿Qué líder de hombres sería si permitiera la matanza de mujeres y niños? Prefiero morir antes que quedarme a un lado y permitir un asesinato tan ruin.
Barundin estaba a punto de replicar, pero en la voz del muchacho había algo que lo hizo detenerse. Había orgullo, pero estaba teñido de duda y miedo. A pesar de la firmeza de su brazo, Barundin se dio cuenta de que Theoland estaba asustado; aterrorizado, de hecho. La valentía del muchacho impresionó enormemente a Barundin y se volvió a mirar a las mujeres y los niños, que se lamentaban, acurrucados, a la sombra de la muralla norte, rodeados por los cuerpos de sus padres y esposos. En ese momento, su enojo se extinguió.
—Sois un humano valiente, Theoland —dijo Barundin—, pero aún no sois comandante de los ejércitos de Konlach. Estáis solo y a pesar de eso os enfrentáis conmigo.
—Soy el barón de Konlach —replicó Theoland—. Mi tío está muerto; lo mató mi espada.
—¿Matáis a vuestros propios parientes? —preguntó Barundin, cuyo enojo comenzaba a crecer otra vez. Para los enanos había pocos crímenes más graves que ése.
—Iba a ordenarle al ejército que os atacara —explicó Theoland—. Quería mataros una vez que hubieseis tomado Uderstir por asalto. Le dije que sería una locura y significaría la muerte de todos nosotros, pero no quiso escucharme. Forcejeamos, y yo saqué la espada y lo maté. No era un buen gobernante.
Barundin no sabía cómo reaccionar. Estaba fuera de discusión que entonces tenía una deuda con el muchacho por haber salvado vidas de enanos, pero era un enemigo y un asesino de parientes. Finalmente, bajó a Reparadora de Agravios y alzó una mirada feroz hacia el joven barón.
—¿Haréis honor a la deuda de los Vessal? —preguntó el rey—. ¿Se me entregará la mitad del contenido de los cofres y el cuerpo de Silas Vessal?
Theoland enfundó las pistolas y desmontó. Levantó la visera del casco de león y le tendió la mano.
—Haré honor a la deuda, como vos haréis honor a la gente que podéis perdonar —dijo Theoland.
Barundin dio orden de que el ejército permitiera que las mujeres y los niños salieran del castillo, cosa que hicieron rápidamente entre llantos y gritos mientras señalaban a los seres queridos muertos; algunos corrieron a darle un último abrazo o beso a un padre, hijo o hermano caídos. Al cabo de poco, el castillo quedó desierto, salvo por los enanos y Theoland.
Otro jinete entró con un cadáver atravesado sobre la silla de montar, y lo arrojó a los pies de Barundin.
—Obious Vessal —dijo Theoland, dándole al cadáver una patada en la espalda.
Era un hombre de mediana edad, cuyo pelo negro estaba salpicado de canas. Su peto había sido partido casi en dos por un tajo de hacha que le había dejado a la vista las costillas partidas y los pulmones cortados.
—Silas Vessal estará en la tumba que hay en la bóveda de debajo de la torre. Allí encontraremos también el tesoro y vuestro precioso oro.
—Llevadme —ordenó Barundin.
Los dos entraron por una puerta lateral de la torre y, tras coger una antorcha de la pared, Theoland condujo al rey enano por una escalera de caracol que descendía hacia las profundidades del castillo pasando por bodegas y armerías. Era el hogar ancestral que le había sido negado a la familia del joven noble durante muchas generaciones, y éste conocía bien sus secretos. Localizó una puerta oculta que conducía a la sala del tesoro, torpemente disimulada para los ojos de Barundin; en cuanto habían entrado en la abovedada bodega, había visto las junturas debilitadas en la pared de piedra.
La sala del tesoro era pequeña y apenas lo bastante alta como para que Barundin pudiera ponerse de pie dentro. A la luz de la antorcha se veían media docena de baúles. Barundin arrastró uno al exterior y le asestó un hachazo a la cerradura con Reparadora de Agravios. Al abrir la tapa vio plata, pero también había monedas de oro que tenían estampada la corona imperial. Cogió una moneda y la olió, tras lo cual le pasó la punta de la lengua para comprobar su sabor. No había error posible; era oro de enanos, el mismo que había embelesado a su padre hacía tanto tiempo. Cogió un puñado de monedas y las dejó correr entre los dedos, con una sonrisa en los labios.