Agravio quinto

Agravio quinto

El agravio goblin

Por las chimeneas de la cervecería salían vapor y humo, que ascendían rápidamente por los cañones ribeteados de oro hacia el cielo de la montaña. Los grandes secaderos de lúpulo destellaban a la luz del sol matinal, y kilómetros de brillantes tuberías de cobre asomaban a través de las paredes de piedra y se enroscaban unas alrededor de otras.

La cervecería había sido construida sobre los cimientos de la planta original, que se extendía desde el lado sur de la fortaleza, en lo alto de la montaña, y dominaba el Agua Negra. Desde el cavernoso interior de Zhufbar, el edificio salía al exterior y cubría una amplia extensión de la montaña: un sólido edificio de piedra gris, ladrillo rojo y metal. Un estrecho torrente de aguas rápidas caía por la ladera desde lo alto y desaparecía en las profundidades de la cervecería porque los enanos usaban sólo el agua de fuente más pura para hacer su cerveza.

Cuanto la construcción se aproximaba a su fin, los maestros cerveceros y sus clanes habían leído los viejos libros de recetas, y habían enviado pedidos de los mejores ingredientes a las otras fortalezas de enanos y a los territorios del Imperio. Los vastos almacenes de la cervecería estaban entonces rebosantes de barriles de diferentes maltas y cebadas, levadura y miel, y otros ingredientes secados al sol, algunos de ellos secretos propios de un clan durante muchas generaciones.

Barundin se encontraba de pie sobre un entarimado hecho con muchos barriles vacíos, rodeado por una numerosa hueste de enanos, ante la entrada de la cervecería. Junto a él, estaban los maestros cerveceros y los ingenieros, Wanazaki entre ellos. El enano itinerante había renovado sus juramentos ante el gremio y, en un acto de clemencia, le habían ahorrado el Ritual de la Pernera de Pantalón y el destierro. A cambio, había consentido en trabajar gratis en la reconstrucción de la cervecería, un acto que redimiría incluso al enano más rebelde. Con ayuda de Wanazaki, el trabajo había progresado aprisa, y entonces, sólo tres años después de su regreso, la cervecería estaba terminada.

En una mano, el rey tenía granos de cebada que apretaba nerviosamente en la palma mientras esperaba que la multitud se instalase. El sol le calentaba la cara incluso a esa temprana hora de la mañana, y estaba sudando profusamente. Cuando se hizo el silencio, Barundin se aclaró la garganta.

—Hoy es un gran día para Zhufbar —comenzó el rey—, un día de orgullo. Es un día en el que, una vez más, podemos reclamar nuestra herencia ancestral.

Barundin alzó la mano y dejó que los granos de cebada cayeran poco a poco a través de los dedos, repicando sobre los barriles de madera que tenía bajo los pies.

—Una simple semilla, podrían pensar algunos —continuó, contemplando por encima de la multitud las montañas de más allá—. Pero nosotros no, no quienes conocen los verdaderos secretos del cerveceo. Estas simples semillas contienen la esencia de la cerveza, y por tanto, nuestra esencia. Mediante la cerveza podemos juzgar las mejores cualidades, porque requiere conocimiento, habilidad y paciencia. La cerveza es más que una bebida, más que algo que apaga la sed. Es nuestro derecho, ya que la forma de hacerla ha llegado hasta nosotros desde los más remotos ancestros. Es la sangre de nuestro pueblo, de nuestra fortaleza. La cerveza que beberemos habrá tardado largo tiempo en hacerse, se habrá comprobado su calidad y se habrá puesto a prueba en las tabernas.

Barundin dejó caer los últimos granos que le quedaban en la mano y, con expresión ardiente, volvió la mirada hacia los enanos reunidos.

—Y del mismo modo que una cerveza debe pasar la prueba para demostrar sus cualidades, otro tanto sucede con nuestros guerreros —les dijo Barundin—. Los skavens han sido aplastados, y la amenaza que representaban para nosotros ha desaparecido. Nuestra cervecería está reconstruida, y hoy mismo las primeras jarras de buena cerveza comenzarán su vida. Estas tareas están hechas, pero aún queda por hacer una gran tarea, un juramento no cumplido hasta ahora.

Barundin se volvió hacia el este y abarcó el paisaje con un gesto de la mano, que incluyó los altos picos de las Montañas del Fin del Mundo y el cielo azul claro.

—Estas son mis tierras —declaró alzando la voz—. ¡Estas son vuestras tierras! Desde épocas pasadas hemos vivido en y entre estos picos, y aquí permaneceremos hasta el mismo fin del mundo, tan firmes como las montañas de las que fueron esculpidos nuestros espíritus. Pero no volveremos a conocer la paz, no mientras haya en nuestras tierras una mancha vil con la que no nos atrevemos a enfrentarnos. Al este de aquí, los repugnantes goblins han saqueado nuestras minas, han robado nuestros salones, han profanado nuestros túneles con su presencia. Durante una veintena de generaciones han sido intrusos en nuestros territorios, su hedor ha colmado las tabernas y las casas de bebida de nuestros antepasados, sus negras gargantas han respirado el aire que una vez respiraron nuestros reyes.

Barundin volvió los ojos otra vez hacia la multitud, que ahora murmuraba en voz alta al despertar su cólera ante las palabras del rey.

—¡Se acabó! —bramó Barundin—. Ya no nos quedaremos ociosos mientras esa porquería vive y cría en nuestros hogares. Ya no susurraremos nunca más el nombre de Dukankor Grobkaz-a-Gazan. No volveremos a clavar los ojos en nuestra cerveza y hacer caso omiso de las criaturas que llaman a nuestra puerta. Nunca más los goblins se sentirán a salvo de nuestra cólera.

—¡Matemos a los goblins! —gritó alguien entre la muchedumbre, y el grito fue recogido por muchas docenas de gargantas.

¡Sí! —gritó Barundin—. Marcharemos y los mataremos dentro de sus madrigueras. Volveremos a construir Grungankor Stokril, que se colmará con la luz de nuestros faroles y no con la oscuridad de los goblins; resonará con las vigorosas risas de nuestros guerreros y no con las estúpidas risillas de los pieles verdes.

Barundin comenzó a pasearse arriba y abajo por el entarimado, mientras de sus labios saltaban gotas de saliva al bramar. Señaló hacia el sur, al otro lado del Agua Negra.

—A dos días de marcha de aquí, yacen tendidos sobre harapos y porquería —dijo—. Karak-Varn fue tomada por ellos escasos años después de que Karak-Ungor cayera en manos de esos ladrones de ojos malvados. Luego, hacia el este, fue tomado el Monte Gunbad, y de allí llegaron las criaturas que invadieron nuestras tierras. Saquearon el maravilloso brynduraz de Gunbad y lo estropearon con sus patas, que destruyeron las más hermosas piedras que pueden encontrarse bajo el mundo. ¡No contentos con esto, asaltaron el Monte de la Lanza de Plata, que ahora es un lugar oscuro y lleno de su mugre, un retrete de goblins! ¡Donde en otros tiempos se sentaba un rey, ahora se acuclilla un odioso piel verde! De este modo, el este nos fue arrebatado.

Los rugidos de Barundin apenas si se oían entonces por encima del tumulto de la multitud, cuya colérica salmodia resonaba en las laderas de las montañas.

—Al sur, muy al sur, llegaron los pieles verdes en busca de nuestro oro —continuó—. En Karak-Ocho-Picos mataron a nuestro pueblo en perversa alianza con los hombres rata. No contentos con eso, las invasiones continuaron hasta que Karak-Azgal y Karak-Drazh quedaron cubiertas con su porquería. ¡Incluso intentaron derribar las puertas de Karaz-a-Karak!

»Bueno, ¡se acabó! Ahora quedan sólo siete plazas fuertes. Siete fortalezas contra esta horda. Pero les haremos saber que aún queda fuerza en los brazos de los enanos. Aunque tal vez no recuperemos las fortalezas de nuestros ancestros de sus garras, aún podemos demostrarles que nuestras tierras continúan siendo nuestras y que los invasores no son bien recibidos. Quizá los goblins se hayan olvidado de temer al acero y el gromril de los enanos, pero volverán a temerlos. Los expulsaremos, limpiaremos los viejos túneles de sus repulsivos excrementos y los perseguiremos hasta los salones de la mismísima Gunbad. ¡Aunque podríamos tardar una generación, juro sobre la tumba de mi padre y por los espíritus de mis ancestros que no descansaré mientras un solo piel verde camine aún por las losas de piedra de Grungankor Stokril!

Barundin avanzó precipitadamente hasta la parte frontal del entarimado y alzó las manos por encima de la cabeza con los puños temblando.

—¿Quién jurará conmigo? —gritó.

El bramido de la multitud fue tal que la muralla de voces ahogó el ruido de las ruedas hidráulicas, el siseo de las tuberías de la cervecería e incluso el de los martillos de vapor de las forjas.

—¡Nosotros juramos!

El sonido de los pasos, el toque de los cuernos y el doblar de los tambores marcaban el ritmo regular de marcha del ejército de Zhufbar, que se dirigía al este. La hueste revestida de acero salió por las profundas puertas orientales al enorme camino subterráneo que en otros tiempos llevaba al este, hasta el Monte Gunbad. Como parte del Ungdrim Ankor —la enorme red de túneles que en otros tiempos conectaba todas las fortalezas de los enanos—, el camino real era lo bastante ancho para que marcharan de diez en fondo. Por encima del tintineo de las cotas de malla y el pisar de las botas, Barundin dirigía a los varios miles de guerreros en una canción de marcha, y sus voces graves resonaban a lo largo del túnel, por delante de ellos.

Que ningún guerrero mío se niegue ahora

a marchar y reclamar sus derechos,

porque ahora a mí me toca pagarle

bajo las montañas y en la lejanía.

Por debajo de las montañas y por encima del páramo,

a Azul, Gunbady la brillante Ungor,

el rey ordena y obedeceremos

bajo las montañas y en la lejanía.

Yo seguiré pistas más afortunadas

con brillante armadura y destellante hacha

que corta y hende de noche y de día

bajo las montañas y en la lejanía.

Por debajo de las montañas y por encima del páramo,

a Azul Gunbady la brillante Ungor,

el rey ordena y obedeceremos

bajo las montañas y en la lejanía.

Valor, muchachos, es uno contra una tonelada,

pero continuaremos luchando hasta haber acabado

todos los guerreros osados cada día,

bajo las montañas y en la lejanía.

Por debajo de las montañas y por encima del paramo,

a Azul Gunbady la brillante Ungor,

el rey ordena y obedeceremos

bajo las montañas y en la lejanía.

* * *

En vanguardia de la hueste marchaban los Rompehierros, cuyos deberes regulares incluían patrullar el Ungdrim para dar caza a los goblins y otras criaturas invasoras. El avance era lento a veces porque las paredes, y en ocasiones los techos, se habían desplomado en algunos sitios. Grupos de mineros trabajaban duramente para retirar pilas de escombros, afanándose de manera incesante durante horas hasta haber despejado espacio suficiente para pasar. De este modo, iluminando con centenares de faroles las antiguas losas de piedra del suelo y las estatuas que flanqueaban el camino, los enanos continuaban en dirección este, hacia el puesto avanzado perdido mucho tiempo antes.

Después de dos días de viaje y mucho trabajo demoledor junto a la caravana, llegaron a los túneles situados debajo de Grungankor Stokril. Había rastros de goblins por todas partes. Las antiguas escaleras estaban atascadas de porquería y desperdicios, sembrados de huesos, y había excrementos secos apilados en montones.

Barundin dejó que su ira volviera a encenderse al contemplar las cicatrices dejadas por los goblins. Las estatuas de los ancestros yacían como ruinas desfiguradas por sangre y mugre, y en muchos sitios habían sido arrancados los ornamentados mosaicos que en otros tiempos habían decorado las paredes porque los pieles verdes se habían llevado los coloridos cuadrados de piedra como si fueran chucherías. Aquí y allá encontraron el cuerpo de un enano; cadáveres de gran antigüedad, que eran poco más que pilas de polvo y herrumbre, fueron identificados sólo por algún resto de tela. Todo lo de valor había sido saqueado hacía mucho tiempo y no quedaba ni una pizca de acero, plata u oro. Barundin ordenó que los restos de enanos fuesen recogidos en cajas, que sellaron y enviaron de vuelta a Zhufbar para darles sepultura adecuada.

Aunque reinaba la oscuridad tanto de día como de noche, fue en las primeras horas de la mañana, envueltas en sombras y cuando los enanos habían apagado la mayoría de los faroles para dormir un poco, cuando los goblins hicieron la primera incursión para atacarlos. El asalto fue de corta duración porque los Rompehierros respondieron con presteza y los centinelas estaban muy alerta al hallarse tan cerca de la madriguera del enemigo. Chillando y gritando, los goblins se vieron obligados a huir de vuelta a las profundidades.

A la mañana siguiente, Barundin se reunió con muchos de los jefes y con sus mejores consejeros. Decidieron hacer una expedición de ataque al interior de las bóvedas del sur, una serie de minas y salones situados a menos de un kilómetro y medio del lugar en que estaban acampados. Con la intención de establecer alguna forma de presencia en los túneles que partían del Ungdrim, Barundin conduciría la mitad del ejército hacia el sur e intentaría tomar uno de los salones más grandes. Desde allí podría hacer más incursiones contra los agujeros goblins, mientras, al día siguiente, Hengrid Enemigo de Dragones llevaría un tercio del ejército hacia el norte e intentaría cortar las comunicaciones entre los goblins de esa zona y los del asentamiento más grande del Monte Gunbad, que se encontraba a unos sesenta kilómetros al este. Hengrid, que en otros tiempos había sido guardia de las puertas de la fortaleza y jefe de los Martilladores de Zhufbar, había demostrado ser un general diestro en la lucha contra los skavens y, al morir su tío, se había convertido en jefe del clan. Entonces estaba entre los luchadores más feroces de la fortaleza, y si alguien era capaz de detener a los goblins que vinieran del este, ésos serían Hengrid y sus guerreros.

La parte restante del ejército se quedaría en el Ungdrim para funcionar como retaguardia, o como reserva si era necesario. Los guerreros más jóvenes y rápidos fueron asignados a la función de mensajeros y pasaron varias horas con los Rompehierros para aprender cuáles eran las rutas más cortas de los alrededores del Ungdrim y los túneles próximos. Sería una misión peligrosa la de viajar a solas por la oscuridad, pero Barundin dirigió a los barbasnuevas un emocionante discurso para despertar su valentía, y les hizo entender la necesidad de la misión del mensajero; los enanos estaban ampliamente superados en número, y si querían imponerse necesitaban ser disciplinados, decididos y, más que nada, coordinarse.

Una vez trazado el plan, Barundin dio la orden para que el ejército se pusiera en marcha justo antes de mediodía. Temerosos de la brillante luz del sol, los goblins nocturnos permanecerían dentro de sus agujeros durante el día, y esto, a lo largo de los muchos siglos de antagonismo entre ellos y los enanos, les había merecido el nombre que se les daba. Barundin esperaba que atacando durante las horas del día podría hacerse una idea más exacta del número de enemigos que había. Con suerte, según les comentó a los Martilladores con una risa entre dientes, muchos estarían dormidos y serían blancos fáciles.

El avance inicial transcurrió bien, y los Rompehierros, que iban en vanguardia hallaron poca resistencia. Cuando el ejército ascendía por una gran escalera de caracol hasta los salones superiores, los goblins advirtieron la amenaza. Gongs y campanas comenzaron a tocar en un clamor que llegó resonando hasta los enanos. Aquí y allá, pequeños grupos de pieles verdes intentaban organizarse, pero no estaban a la altura de los fornidos guerreros enanos que caían sobre ellos, y la mayoría huyó hacia las profundidades de la madriguera.

Barundin dividió a sus efectivos en tres grupos y desplegó el ejército, lo que hizo que los goblins escaparan hacia el este y el sur. Los enanos continuaron avanzando por los corredores, en cuyos estrechos confines los diminutos pieles verdes se veían superados por la destreza y las armas de los enanos y eran incapaces de hacer valer su superioridad numérica.

Pasadas tres horas de lucha, Barundin se encontraba ya en el segundo nivel de las minas, sólo un nivel por debajo de los principales salones de las bóvedas del sur. Estaba tomándose un breve descanso y limpiando la oscura sangre de goblin de la hoja de su hacha. Contempló con desprecio la pila de cuerpos que cubrían el suelo. Los goblins eran criaturas huesudas, una cabeza más bajas que los enanos y mucho más flacas. Llevaban puestos andrajosos ropones negros y de color azul oscuro, ribeteados con piedras y trozos de hueso; largas capuchas los protegían de la luz que de vez en cuando se filtraba a través de la mugre de milenios de antigüedad que cubría las altas ventanas de la madriguera.

El verde de su piel era pálido y enfermizo, y se hacía más claro aún en las puntiagudas orejas y los finos dedos codiciosos. Los cuerpos, manchados y mugrientos, estaban salpicados de esquirlas de afilados colmillos pequeños y garras partidas por los golpes de los Martilladores de Barundin. De una patada, el rey estrelló uno de los cadáveres contra la pared porque sentía que la muerte no era ni con mucho un castigo suficiente para aquellos pequeños enemigos ladrones que habían saqueado los hermosos salones de sus ancestros.

Con un gruñido de satisfacción, se volvió a mirar a los Martilladores que descansaban en el corredor, más adelante; algunos masticaban comida que habían llevado consigo y bebían. Barundin vio a Durak, antiguo portador de la piedra del rey difunto y entonces nuevo guardia de la puerta. El curtido rostro de Durak se volvió para mirarlo, y el veterano le hizo al rey un gesto con el pulgar hacia arriba. Barundin asintió a modo de respuesta.

—Ha pasado tiempo, ¿eh? —comentó Durak mientras se metía una mano en el cinturón para sacar una pipa.

—¿Desde cuándo? —inquirió Barundin, que sacudió la cabeza para declinar el ofrecimiento de hierba para pipa que le hizo el guardia.

—Desde que llevé la piedra de tu padre a la batalla en la que cayó —dijo Durak—. Quién podría haber pensado que aquello nos traería hasta aquí, ¿verdad?

—Sí —asintió Barundin—. Ha pasado tiempo, en efecto.

—Pero supongo que ha valido la pena —dijo Durak—. Me refiero a toda la lucha. Siempre sienta bien aplastar un cráneo goblin, ¿eh?

—Aplastemos unos cuantos más, ¿te parece? —sugirió Barundin.

—Sí, hagámoslo —asintió Durak con una ancha sonrisa.

* * *

La hueste de enanos continuó avanzando y llegó a la ancha escalera que ascendía hasta las puertas del Gran Salón Sur.

Desde el final del túnel, los escalones se ensanchaban hasta llegar a una amplia plataforma que era lo bastante grande como para que varios centenares de enanos se situaran en ella al mismo tiempo. Tierra y moho cubrían los escalones y no dejaban ver las vetas de mármol. Las enormes puertas habían sido arrancadas de los goznes mucho tiempo antes, y los restos se encontraban esparcidos sobre los escalones superiores. Las grandes bandas de hierro estaban oxidadas y habían sido parcialmente objeto de saqueo; los clavos habían sido arrancados de las gruesas traviesas de roble que conformaban las puertas. Había jirones de tela enganchados en remaches oxidados, y los excrementos de goblin estaban amontonados en torno a la entrada en pilas más altas que un enano. El hedor que manaba del salón se adhirió a la garganta de Barundin.

—¡Por el tatuado culo de Grimnir, pagarán por esto! —murmuró el rey.

—Traed los sopletes —gritó Durak al mismo tiempo que les hacía un gesto a algunos ingenieros que acompañaban al ejército—. Los quemaremos.

—¡Esperad! —dijo Barundin, alzando una mano para detener a los enanos que se abrían paso hasta la primera línea—. Ya se ha acumulado suficiente destrucción en nuestros antiguos hogares. Primero los haremos salir con el hacha y el martillo, y luego, quemaremos la inmundicia.

* * *

Una horda de pieles verdes los esperaba en la escalera, y cada vez salían más a través de la ruinosa entrada mientras los enanos avanzaban. Barundin encabezó la carga con los Martilladores, flanqueado por Rompehierros y mineros. Como un puño recubierto de malla impacta contra carne blanda, los guerreros enanos chocaron contra los goblins; éstos se dispersaron rápidamente y retrocedieron al interior del salón.

Concentrado en la lucha, Barundin se puso a asestar tajos a derecha e izquierda con el hacha, y acabó con una veintena de goblins antes de llegar a la entrada. Allí hizo una pausa para recobrar el aliento mientras los goblins retrocedían ante el iracundo ataque. Se detuvo y sus ojos se entrecerraron de cólera al ver en qué se había convertido el Gran Salón Sur.

La amplia estancia había sido un punto focal del laboreo de la mina, cámara de audiencia y sala del trono del clan que extraía mineral de debajo de la montaña. Aunque no era tan grandiosa como los salones de Zhufbar, sí que era un espacio muy amplio. Columnas gruesas como troncos de árbol daban soporte al techo abovedado, y a la derecha de Barundin había una gran zona elevada donde en otros tiempos se hallaba el trono, una plataforma de tres metros y medio a la que se accedía por una escalera ancha.

Los detritus de los goblins estaban por todas partes. El suelo y las paredes estaban cubiertos por una capa de hongos luminosos, entre los cuales brotaban enormes setas venenosas en medio de nubes de esporas. Las estatuas que en otros tiempos formaban una columnata que conducía hasta el trono habían sido derribadas y cubiertas de repugnantes glifos pintados con una porquería inidentificable. Por todas partes ardían pequeñas hogueras que llenaban el salón de humo acre y resplandor rojo.

El lugar hervía de goblins nocturnos, que se agrupaban precipitadamente en torno a toscos estandartes de cobre batido en forma de estrellas y lunas, mientras los señores chillaban hasta desgañitarse para poner un poco de orden en el caos. Extrañas criaturas, que eran poco más que caras redondas con colmillos y patas, farfullaban y lanzaban grititos entre la muchedumbre de goblins; látigos y hurgones con punta de flecha las mantenían bajo control.

Aquí y allá, los jefes ataviados con ropones más ornamentados iban de un lado a otro, armados con terribles espadas dentadas y apoyándose en báculos de los que pendían huesos y fetiches. Sobre la plataforma habían sido precipitadamente situadas varias desvencijadas máquinas de guerra: lanzadores de virotes y catapultas capaces de atravesar y aplastar a una docena de enanos por disparo.

Cuando Barundin condujo a su ejército a través de la entrada, los goblins reaccionaron avanzando como una ola oscura. Nubes de flechas con plumas negras volaron por encima de la horda, disparadas por los cortos y toscos arcos de los goblins nocturnos. Barundin y los Martilladores se desplazaron hacia la derecha con el fin de permitir que otros enanos atravesaran la entrada, manteniendo los escudos en alto para protegerse de la andanada de puntas de acero que caía sobre ellos. Las finas flechas se partían y repiqueteaban en la muralla de acero formada por los escudos, aunque un enano desafortunado cayó con una flecha clavada en una mejilla y sangre sobre la barba.

Ante Barundin, los goblins nocturnos, armados con látigos y hurgones, hicieron avanzar a sus criaturas, una manada de monstruosidades dentudas que se desplazaba a saltos, mordiendo y gruñendo. Barundin conocía bien a aquellas criaturas: garrapatos cavernícolas. La piel curtida de esos seres funcionaba bien como cuerda tosca, y sus tripas, adecuadamente tratadas, servían como resistentes cordones para calzado.

Entre las bestias de piel anaranjada aparecieron jinetes montados sobre varias de estas extrañas criaturas, estrafalarias monturas a las que se aferraban sin controlarlas apenas. Blandiendo garrotes con púas y espadas cortas, los jinetes eran transportados hacia los enanos por los saltos de las bestias; una franqueó, con un alto brinco, el frente de la muralla que formaban los escudos de los Martilladores.

El jinete descargó el garrote con un resonante golpe sobre el casco de un enano, mientras el garrapato cerraba las enormes mandíbulas en torno al brazo del pobre Martillador y se lo arrancaba del hombro. Otra bestia se lanzó directamente contra la hilera de escudos, y sus patas antinaturalmente poderosas hicieron que atravesara la muralla de metal y derribara a un puñado de enanos. Se puso a arañar y a morder a los caídos, hasta que los ataques del resto de Martilladores la hicieron apartarse de un enorme salto.

Para entonces, ya habían entrado en el salón varios centenares de enanos, que formaron una línea y comenzaron a avanzar hacia los goblins que se aproximaban. Los lanzadores de virotes, situados sobre la plataforma, arrojaron lanzas con punta de flecha que atravesaron la caverna; una de ellas describió un arco por encima de la cabeza de los enanos y chocó contra la pared. Sin embargo, otra hizo blanco, y atravesando armadura y carne, abrió un surco en las filas de enanos y dejó a su paso una fila de guerreros muertos y heridos.

Barundin observó con aprensión cómo los goblins echaban atrás el brazo de una gran catapulta y la cargaban con una roca grande. Mientras el equipo retrocedía apresuradamente, el capitán tiró de una palanca. No sucedió nada. Los miembros del equipo regresaron cautelosamente junto a la máquina y se pusieron a golpearla y a empujarla mientras se gritaban unos a otros. De repente, se rompieron las fibras de una de las cuerdas que mantenía la máquina de una pieza y, con un crujido que pudo oírse por encima del estruendo de la horda de goblins, el brazo de la catapulta salió disparado hacia adelante. Entonces, la catapulta se desintegró en una lluvia de clavos oxidados y astillas de madera podrida. Las esquirlas metálicas y los trozos de roca que salieron volando mataron a los goblins en medio de una nube de polvo, jirones de tela y sangre oscura. Barundin vio que los miembros del equipo de la otra máquina de guerra señalaban los restos de sus desafortunados camaradas y reían.

Barundin les bramó a los ballesteros, que dirigieron sus armas hacia las máquinas de guerra. En andanadas regulares, los ballesteros dispararon saetas contra los enemigos, pero la mayoría de las flechas erraron el blanco o se partieron inofensivamente contra las propias máquinas. Después del ataque, no obstante, unos cuantos cuerpos vestidos con ropones quedaron tendidos, atravesados por saetas de ballesta, sobre el suelo de piedra manchado de sangre.

Mientras los equipos de las máquinas de guerra volvían a cargar los ingenios, los demás goblins se lanzaron otra vez a la carga bajo otra lluvia de flechas. A la derecha de Barundin, los Martilladores aún luchaban contra la manada de garrapatos cavernícolas, y muchos de ellos yacían muertos entre los cadáveres de las bestias salvajes que se amontonaban ante la línea de guerreros.

Los goblins avanzaban como un mar de malévolas caras verdes que se asomaban por debajo de las capuchas negras, escupiendo y gruñendo. La horda arremetía sin orden porque estallaban peleas entre las filas de ingobernables luchadores; los jefes estrellaban unas cabezas contra otras y gritaban agudas órdenes para mantener en movimiento la marea de goblins. La luz de una docena de hogueras destellaba cruelmente en espadas cortas serradas y puntas de lanza, una constelación de estrellas de fuego entre el humo y las sombras.

Estallidos de energía verde surgían de la línea de avance. Los chamanes cabriolaban mientras reunían los poderes mágicos y los lanzaban desde los báculos como vómitos de destrucción y detonaciones. Los guerreros armados con hachas y martillos que estaban situados a la izquierda de Barundin fueron derribados por el ataque brujo y llamas verdes salieron de sus cuerpos destrozados.

Cerca del centro de la horda que se aproximaba, un chamán de aspecto particularmente ostentoso, que llevaba la alta capucha adornada con huesos y piedras preciosas toscamente talladas, metió una mano en una bolsa que le colgaba del basto cinturón de cuerda y sacó un puñado de hongos luminosos. Tras devorarlos, comenzó a saltar de un pie a otro, riendo agudamente y lanzando chillidos al mismo tiempo que hacía girar el báculo en torno a la cabeza. De su boca y de debajo de la capucha, comenzaron a salir zarcillos de energía verde enfermiza, que se alzaron como una niebla alrededor de los goblins. De la punta de una capucha a la siguiente saltaron chispas verdes, hasta que una masa de guerreros situados ante el chamán quedó envuelta en una relumbrante nube de energía verde. Vigorizados por este conjuro, los goblins comenzaron a avanzar cada vez más rápidamente, y el pataleo de sus pies resonó entre las altas paredes.

Una detonación que se produjo a la derecha de Barundin atrajo la atención del rey, que se volvió justo a tiempo de ver a un chamán que irrumpía de entre las filas, bañado en crepitante energía verde. Con vigor maníaco, el chamán cayó al suelo y se debatió como un loco mientras brazos y piernas se le agitaban espasmódicamente. La criatura comenzó a resplandecer desde el interior, y entonces, pasados unos momentos, explotó en una nube de rayos teñidos de verde que derribó a un puñado de compañeros que estaban demasiado cerca.

—¡Preparaos! —bramó Barundin a la vez que afianzaba el escudo y aferraba con fuerza el hacha.

Los goblins de vanguardia se encontraban ya a menos de doce metros y cargaban velozmente. Mientras acortaban distancias, sus filas se dividieron para dejar en libertad un nuevo terror. Espumajeando y con los ojos vidriosos, goblins armados con inmensas bolas sujetas a cadenas salieron de la horda. Intoxicados por extraños champiñones y setas venenosas, imbuidos de fuerza narcótica, los fanáticos comenzaron a girar como locos. En torno a la cabeza, las pesadas armas se movían a una velocidad mortal. Algunos caían, mareados, y chocaban con otros en sangrientos enredos de metal, mientras que otros regresaban girando al ejército goblin, donde abrían devastadores surcos en la horda, que continuaba avanzando sin hacer el más mínimo caso de las bajas.

Varios fanáticos cayeron o tropezaron antes de alcanzar la línea enemiga y se aplastaron la cabeza y el cuerpo con las pesadas bolas de hierro, pero un puñado llegó hasta los enanos. La carnicería fue instantánea, pues los escudos y las cotas de malla no servían de protección contra los demoledores golpes de los girantes lunáticos. Una veintena de enanos fueron reducidos a pulpa sanguinolenta por el primer impacto, y al saltar de aquí para allá, rebotando de un enano a otro, los fanáticos dejaron una estela de cuerpos destrozados a su paso.

Un poderoso gemido se alzó de la línea de enanos, que comenzó a retroceder ante los fanáticos, empujándose unos a otros para apartarse de los goblins dementes. Mientras el frente cedía bajo el ataque, la carga goblin llegó hasta ellos.

Con la muralla de escudos rota en algunos sitios por los fanáticos, los enanos no estaban preparados para recibir a los goblins, y muchos cayeron heridos por las espadas y salvajemente atravesados por las lanzas mientras intentaban recomponer el frente. Tras superar el ataque inicial, los enanos trabaron los escudos unos con otros y avanzaron; así, derribaron goblins con hachas y martillos, estrellaron el casco contra la cara de los enemigos y partieron huesos con los escudos de acero.

Veinte siglos de odio hervían dentro del ejército de enanos, que atacó con furia vengativa. La explosión de violenta cólera recorrió la línea de enanos y envolvió a Barundin, que se lanzó hacia adelante, hacha en mano.

—¡Por Zhufbar! —gritó mientras descargaba el hacha sobre la cabeza encapuchada de un goblin al que le partió el cráneo de un solo golpe—. ¡Por Grimnir!

Con un tajo hacia la derecha cercenó el brazo alzado de un segundo enemigo, y con el barrido de retorno separó la cabeza de los hombros de otro. El hacha rúnica relumbraba de energía y regaba gotas de sangre oscura que caían en la barba del rey, que no reparaba en ello porque se había apoderado de él la furia de la batalla. A medida que los goblins se cerraban sobre él, los golpes resonaban contra el escudo y la armadura rúnicos de Barundin, aunque las placas de gromril resistían bien y él no sentía nada. Otro amplio barrido del hacha derribó a dos goblins con un sangrante tajo abierto en el pecho y los andrajosos ropones lanzados al aire.

Gruñendo y jadeando, Barundin golpeaba una y otra vez, y su brazo se fortalecía con cada cadáver que lanzaba contra el suelo. Lo rodeaba un torbellino demente. Las armas de los enanos atravesaban carne y hueso, y las lanzas y espadas de los goblins se rompían contra el acero forjado por los enanos. El choque de metal y madera, los bramados juramentos de los enanos y los chillidos de pánico de los goblins llenaban la caverna y resonaban en las paredes.

Paso a paso, los enanos avanzaban hacia el interior del salón pisoteando incontables cuerpos de goblins a los que habían dado muerte y escupiendo juramentos de venganza a los odiados enemigos. Con las armaduras y las barbas empapadas de sangre goblin, constituían una visión horrenda; los ojos mostraban una expresión de locura que sólo milenios de antagonismo podía generar. Con cada tajo de hacha, con cada golpe de martillo, los enanos se cobraban cada enano muerto a manos de los enemigos, cada mina arrebatada, cada fortaleza arrasada.

Había pureza en la furia de Barundin; con cada muerte goblin experimentaba una poderosa satisfacción. La justicia de su cólera lo colmaba de determinación y le resultaba fácil no hacer caso de los torpes golpes de los enemigos mientras su hacha sembraba la muerte a su alrededor.

Pero fue arrancado de la ensoñación destructiva por unos gritos de pánico que sonaron a su izquierda. Tras acabar con otro puñado de enemigos, se apartó del grupo de goblins que lo había rodeado y vio cuál era la causa de la consternación de sus compañeros.

Ocho gigantescos trolls, mucho más altos que enanos y goblins, atravesaban el frente enemigo empujando y pateando hacia los lados a sus pequeños señores. Tres veces más altos que un hombre, los trolls de piedra tenían piernas largas, extremidades hinchadas de músculos como cuerdas y gordas barrigas distendidas. Al avanzar pesadamente, los torpes rostros miraban a los enanos con expresión estúpida y se rascaban ociosamente las puntiagudas orejas de borde desigual y la hinchada barriga, o se metían dedos provistos de garras dentro de la nariz bulbosa. Tenían la piel azul grisácea, gruesa y llena de bultos, y una apariencia rajada como de granito viejo. Uno de los trolls se detuvo y miró en torno con aturdida confusión; gimió sonoramente al aire mientras los goblins que lo rodeaban intentaban hacerlo avanzar con gritos y empujándolo con las astas de las lanzas. Los otros trolls se lanzaron hacia adelante y comenzaron a correr a grandes zancadas; acortaban distancia con sorprendente rapidez, arrastrando tras de sí rocas y toscos garrotes de madera.

Al llegar a la primera línea de enanos, el troll que iba delante alzó un enorme puño por encima de la cabeza y lo descargó en un único golpe, que aplastó el casco de uno de los enanos y partió la espalda del guerrero. Un revés de la mano arrugó como un papel el escudo de otro y clavó esquirlas de acero en las costillas del portador. Otro troll, con una piedra sujeta entre ambas manos, aplastó a otro enano con la improvisada arma, y luego se inclinó para mirar estúpidamente al cadáver que se estremecía.

Con el impulso repentinamente desbaratado por los trolls de piedra, los enanos se hallaron en desventaja. Más y más goblins avanzaban en multitud y los rodeaban por la derecha y la izquierda, aunque evitando el extremo izquierdo de la línea enemiga, donde los trolls causaban horrendos estragos entre los enanos.

—¡Mí rey! —gritó Durak al mismo tiempo que estrellaba el martillo contra el pecho de un goblin y pasaba junto al cadáver que caía. El guardia de la puerta se volvió para señalar hacia atrás.

Al volverse, Barundin vio que los enanos se habían alejado de la entrada al avanzar hacia el interior del salón, y que un creciente número de goblins estaba reuniéndose detrás de ellos.

—Van a dejarnos sin vía de escape —dijo Durak.

—¡No, si vencemos! —replicó Barundin, que paró una espada con el escudo y luego blandió el hacha para decapitar al piel verde que lo atacaba.

—Son demasiados —gritó Durak cuando un puñado de goblins corría hacia él para atacarlo.

Barundin gruñó al matar otro goblin, y se arriesgó a mirar a su alrededor. Los fanáticos y los trolls habían abierto un sangriento agujero en el flanco izquierdo de la hueste, y los guerreros y ballesteros que defendían ese lado corrían el peligro de quedar rodeados. Los Martilladores mantenían la defensa del flanco derecho y todos los garrapatos cavernícolas habían muerto, pero estaban apurados debido al tremendo número de goblins. Cada fibra de su cuerpo y de su alma lo impelía a continuar luchando, pero dominó su odio natural y se dio cuenta de que permanecer allí sería una locura. No se conseguiría nada si les cortaban el camino de regreso al Ungdrim. Vio que el corneta no estaba lejos de él, y se abrió paso a hachazos a través de media docena de goblins para llegar junto al enano.

—Toca a retirada —dijo Barundin, que escupió las palabras con asco.

—¿Mí rey? —replicó el corneta con los ojos muy abiertos.

—He dicho que toques a retirada —gruñó Barundin.

Mientras el rey rechazaba a otros goblins, el corneta se llevó el instrumento a los labios y tocó las notas requeridas. El toque del cuerno resonó apagadamente por encima del chocar de las armas, los coléricos gritos de los enanos, los graves gemidos de los trolls y los chillidos de los goblins agonizantes. Otro corneta de la línea lo imitó; y al cabo de poco el ejército de enanos retrocedía de mala gana.

Luchando a medida que se retiraban, retrocediendo en pequeños grupos de alrededor de una docena de guerreros, los enanos regresaron a la periferia del salón y el frente volvió a formarse en semicírculo en torno a la entrada. Barundin y los Martilladores defendían el ápice del arco, con los Rompehierros a izquierda y derecha, mientras los otros guerreros enanos descendían los escalones.

Con un grito cargado de cólera y decepción, Barundin hendió con el hacha la tripa de un troll y derramó sus nocivas entrañas, que colmaron el aire con el acre hedor de los potentes jugos gástricos. Cuando los goblins recularon ante la fuente de porquería que manaba del troll, Barundin y su retaguardia interrumpieron la lucha, retrocedieron rápidamente a través de la entrada y salieron a la escalera.

—¡Continuad adelante! —rugió por encima del hombro al ver que algunos de los guerreros vacilaban pensando en regresar para ayudar al rey—. ¡Asegurad los túneles de regreso al Ungdrim!

Tan ordenada y metódicamente como habían avanzado, los enanos se retiraron del Gran Salón Sur. Los Rompehierros y Martilladores se detenían en los cruces y escaleras para defender corredores y cámaras contra ataques de los goblins, mientras el resto del ejército avanzaba de vuelta al camino subterráneo y ocupaba posiciones que pudiera defender. Cubiertos por andanadas de los ballesteros y atronadores, el rey y sus luchadores de elite se alejaron de los goblins y los trolls.

Durante varias horas más los enanos continuaron luchando, haciéndoles pagar a los goblins un alto precio por perseguirlos. En algunos sitios, los túneles quedaban literalmente llenos de muertos porque los enanos apilaban los cuerpos de los goblins para levantar barricadas defensivas, o prendían fuego a pilas de cadáveres para impedir el avance de la horda. Los dos ingenieros que habían acompañado a Barundin prepararon pequeñas cargas de pólvora y montaron trampas. Lluvias de rocas y hundimientos caían sobre las cabezas de los goblins que los perseguían y sellaban túneles, o éstos quedaban atascados con los cadáveres de los muertos.

Con las flechas de plumas negras de los goblins rebotando en las paredes y el techo, Barundin y los Martilladores fueron los últimos en llegar a la escalera de caracol que descendía hasta el Ungdrim. Barundin le lanzó una última mirada amarga al territorio de Dukankor Grobkaz-a-Gazan, antes de volverse y correr escalera abajo.

Detrás, no muy lejos, oía el atronador ruido de centenares de pies de goblins que entraban en la escalera tras los enanos que se retiraban. Lo seguían sus ásperas risillas agudas y las oscilantes llamas de las antorchas.

Al irrumpir en el camino real por debajo de la arcada de la ancha entrada, Barundin se sintió complacido al ver que la hueste se había organizado en algo que se parecía a un ejército, y aguardaba no muy lejos de la entrada.

En particular, vio los cuatro tubos de un cañón órgano que estaba situado a su derecha y apuntaba directamente a la escalera. Detrás de la máquina, estaba Garrek Tejedor de Plata, uno de los maestros ingenieros que tenía en la mano una larga cuerda con la que se accionaba el mecanismo de disparo. El ingeniero le hizo al rey un gesto con un pulgar hacia arriba cuando éste avanzaba por el suelo de piedra para ocupar una posición en el centro de la extensa línea que aguardaba la llegada de los goblins.

Los primeros goblins aparecieron precipitadamente a la vista, empujados por los compañeros que tenían detrás. Fueron recibidos por una lluvia de saetas de ballesta y murieron todos. Otros los siguieron de inmediato y se encontraron con una atronadora andanada de fuego de pistola que los hizo pedazos. Sin haberse dado cuenta aún del peligro que los aguardaba, más goblins irrumpieron por la puerta, casi tropezando a causa del entusiasmo.

—¡Acabad con ellos! —gritó Garrek al mismo tiempo que tiraba de la cuerda del cañón órgano.

La máquina de guerra vomitó fuego y humo cuando los tubos dispararon en rápida sucesión cuatro balas del tamaño de un puño hacia la masa de goblins. Amontonados en los confines de la entrada de la escalera no tenían modo alguno de evitar la andanada, y las pesadas balas de cañón atravesaron goblins, aplastaron cabezas, perforaron pechos y arrancaron extremidades. Un enredo de destrozada carne verde, sangre oscura y ropones negros cubrió los escalones.

Al darse cuenta de que no pillarían a la presa desprevenida, los goblins se detuvieron fuera de la vista, aunque algunos bajaron a tumbos por los escalones, seguidos por las agudas risas infantiles de los goblins que los habían empujado. Comenzó una tregua momentánea, y los enanos aguardaron en silencio mientras escuchaban las ásperas voces agudas de los goblins, que discutían lo que debían hacer. De vez en cuando, un pobre voluntario bajaba a tumbos por los escalones y sólo tenía tiempo de lanzar un chillido de pánico antes de ser muerto por una flecha y una bala.

Pasada más de una hora entre muchas risas y gritos, los goblins comenzaron finalmente a retroceder escaleras arriba. Barundin les ordenó a los Rompehierros que los siguieran a una cierta distancia para asegurarse de que no estaban haciendo una falsa retirada, y que apostaran guardias en lo alto de la larga escalera. Hecho esto, les ordenó a sus guerreros que descansaran y comieran.

Mientras los enanos sacaban agua, queso, carne fría y pan duro de las mochilas, Barundin fue en busca de Baldrin Gurnisson, el jefe al que había dejado al mando de la reserva. Vio al viejo enano charlando con uno de los mensajeros.

—¿Qué noticias hay de Hengrid? —preguntó el rey mientras caminaba hacia el dúo.

Tanto el jefe como el mensajero se volvieron a mirar a Barundin con expresión de tristeza.

—¡Vamos, decídmelo! —les espetó Barundin, que no estaba de humor para sutilezas—. ¿Cómo les van las cosas a Hengrid Enemigo de Dragones y a su ejército?

—No lo sabemos, mi rey —replicó Baldrin, mientras se retorcía las largas trenzas de la barba con una nudosa mano.

—No he podido encontrarlos —explicó el mensajero, cuyo joven rostro era una máscara de preocupación—. He buscado y buscado, y he preguntado a los otros, pero nadie los ha visto ni ha tenido noticias suyas desde que se marcharon.

—No sabía si ir en su auxilio o no —dijo Baldrin, sacudiendo tristemente la cabeza—. Aún puedo partir si me lo ordenas.

Barundin se quitó el casco y se pasó los dedos por el pelo enredado y sudado. Tenía la cara cubierta de mugre y sangre, y la barba enredada. Su armadura estaba arañada y abollada, manchada de sangre de goblin y salpicada por los líquidos gástricos del troll. Dejó caer el casco y, en el silencio reinante, el impacto metálico resonó por el Ungdrim como un toque de muertos.

—No —dijo al fin el rey—. No, tenemos que aceptar que probablemente ya los hemos perdido.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el barbasnuevas con ojos temerosos.

Barundin les volvió la espalda y miró a su ejército, que ese día había perdido más de una décima parte de los efectivos. Muchos ya estaban dormidos con la cabeza sobre la mochila, mientras que otros permanecían sentados en pequeños grupos que guardaban silencio o hablaban en susurros. Un buen número de guerreros volvieron la cabeza y miraron a Barundin al sentir que los ojos del rey pasaban sobre ellos.

—¿Que haremos ahora? —dijo con una voz que aumentaba de volumen—. Haremos lo que siempre hacemos. ¡Continuar luchando!